Quizás el país que más ha sufrido por el tráfico de drogas ilícitas es Colombia. Esta aseveración puede parecer chocante en la opinión de algunos habitantes de los países consumidores de drogas, que se perciben a sí mismos como víctimas de ese flagelo. Y obviamente los países consumidores son víctimas, pero no se puede ignorar que los países productores también son víctimas severas. El narcotráfico en Colombia ha tenido efectos ambientales nocivos, ha distorsionado la economía, ha corrompido la sociedad y la política, ha permitido la expansión de grupos armados ilegales y ha costado un sinfín de vidas humanas, incluidas las de algunos de los mejores colombianos. No cabe duda de que Colombia es una víctima mayor del narcotráfico.
¿Cómo combatir ese flagelo? El problema tiene dos dimensiones: la producción y el consumo. La política antidrogas de algunos países, notablemente Estados Unidos, parece estar guiada por el principio de que la culpa del consumo en esos países es de los países productores. En consecuencia, la política antidrogas que se diseña es una que hace relativamente poco énfasis en combatir el consumo interno, y se concentra en combatir la producción externa. Así, el combate contra el narcotráfico se vuelve principalmente un combate de fronteras para afuera.
Mi inclinación liberal me sugiere que el combate del consumo de drogas debe recibir un tratamiento más de salud pública que penal y policivo. Algunas drogas, como el tabaco o el alcohol, ya se pueden consumir legalmente. Supongo que, con algunas cualificaciones, el criterio del consumo legal se debería extender a todas las drogas. No ignoro que la capacidad adictiva y destructiva de algunas drogas haría recomendable que la venta de ellas no fuera enteramente libre. La esencia fundamental del argumento a favor de la despenalización del consumo de drogas radica en la responsabilidad individual. En últimas, quien debe decidir si consume drogas o no es cada cual. La gran mayoría de consumidores habituales de cigarrillos, alcohol u otras drogas no son, en otros respectos, malos seres humanos o ciudadanos, y no debieran ser castigados por ello. No creo que ningún padre razonable, al descubrir que su hijo consume drogas, crea que la respuesta adecuada es someterlo a una penalización legal: los consumidores de drogas no son criminales (aunque algunos comportamientos asociados con el uso de drogas sí puedan serlo, como por ejemplo la conducción de vehículos bajo la influencia del alcohol, o la violencia, particularmente la intrafamiliar, asociada con éste).
Yo, personalmente, no estoy a favor del consumo de drogas: soy un bebedor social, pero no fumo ni consumo otras drogas. Me gusta tomarme unos tragos, pero creo que me los tomo sin hacerme un daño muy particular ni a mí ni al resto de la sociedad. Me encantó cuando vi en Inglaterra que algún chancellor of the exchequer (ministro de asuntos económicos en Gran Bretaña) llegó a presentar ante el Parlamento su propuesta de presupuesto anual (una ley muy importante de la tierra) con un whisky en la mano. Eso en Colombia quizás hubiera causado un pequeño escándalo. En Inglaterra era, más bien, un símbolo de elegancia.
Claro, puede haber casos en los cuales hay individuos que reconocen que el consumo de drogas les hace daño, y que quisieran abandonarlas, pero la adicción se los impide. Estos casos deben ser tratados como lo que son: como problemas de salud, no como problemas de policía. Supongo que, entre mayor sea el potencial adictivo de una droga, más controlada debe ser su distribución. Para comenzar, es razonable que los menores de edad no tengan acceso legal a las drogas. Y también me parecería razonable que adultos consumidores habituales de drogas fuertes tengan acceso a ellas sólo a cambio de estar registrados en programas de atención médica o procedimientos similares. Por último, me parece enteramente razonable que el Estado financie campañas en contra del consumo de drogas, obligue a los productores a inducir en los consumidores un consumo responsable y produzca una legislación que haga que el consumo de drogas no se vuelva una molestia para los no consumidores, tal como sucede con las restricciones al consumo de cigarrillos en lugares públicos.
En materia de producción y comercio, muchos economistas liberales (o neoconservadores) de renombre, como Milton Friedman o Gary Becker, ambos premios Nobel, así como el semanario The Economist, han abogado por la legalización de la droga. El argumento económico clásico a favor de la prohibición de la producción y el comercio es que, si se restringe la oferta de droga, su precio sube, y si su precio sube, entonces la demanda cae. La lucha tradicional contra las drogas no parece haber producido esos efectos. Por el contrario, parece que, mientras haya demanda, ahí estará la oferta, sin importar cuántos recursos se dediquen a combatir ésta última. De esta manera, un argumento a favor de la legalización es que la lucha contra la oferta no parece haber dado los resultados esperados. Esto no es sorprendente: la experiencia con la prohibición del alcohol en Estados Unidos no fue positiva.
Otro argumento a favor de la legalización es que, en muchos lugares, se ha despenalizado la posesión de drogas, usualmente en casos en los cuales el monto poseído no es muy grande (es una “dosis personal”) o se considera que la droga es “débil” o “suave” (como la marihuana). Ciertamente este es el caso en Colombia. A mi modo de ver, no tiene mucho sentido que se despenalice la posesión de drogas para el consumo personal, y que se mantenga penalizado todo el resto de la cadena productiva. Esto da la impresión de que lo “malo” no es consumir la droga, sino producirla y distribuirla, lo cual, me parece, tiene el efecto negativo de debilitar la noción de responsabilidad individual frente a la droga. En la visión de responsabilidad individual que yo comparto, es precisamente el potencial consumidor quien tiene la facultad y la responsabilidad final de decidir si consumir drogas es “bueno” o “malo”: yo no consumo drogas porque, en últimas, no creo que sea bueno para mí.
Un argumento económico a favor de la legalización de las drogas es que la penalización de éstas impone un premium o margen sobre el precio de las mismas, que hace que su producción sea muy atractiva, a pesar de ser ilegal. Lo que está claro es que la penalización de la producción y distribución de drogas no genera los incentivos suficientes para inhibir su producción. No me cabe duda de que una actividad altamente rentable, pero ilegal, termina atrayendo a los individuos con mayores tendencias delincuenciales, y haciendo, de esta manera, que en torno de esa actividad se desarrollen otras actividades criminales. La verdad, no es claro que la legalización aumente o reduzca los crímenes de otra naturaleza hoy asociados con la producción y distribución ilegal de drogas. No olvido el argumento que hace muchos años me dio Ricardo Chica, un profesor de economía colombiano, en el sentido de que la legalización de la droga no reduciría la violencia, porque la rentabilidad del negocio era tan alta que éste no tenía otro remedio que ser violento. Es posible, pero también lo opuesto puede ser verdad: es posible que la legalización de las drogas contribuya a romper el nexo entre producción y distribución de drogas, por una parte, y violencia, por la otra. No es seguro, pero es posible que la legalización permita una reducción del precio de las drogas que reduzca los incentivos para que los más hampones se sientan atraídos a esa actividad, y rompa el vínculo entre narcotráfico y violencia.
No creo que Colombia deba adoptar unilateralmente una política de legalización de las drogas. Creo que debe avanzar gradualmente en esa dirección, en la medida en que hace valer en la comunidad internacional el principio de corresponsabilidad: el problema de las drogas no es sólo colombiano. Pensando en borrador, una forma de aproximarse a la legalización de la droga es permitiendo su consumo, con todas las precauciones del caso, y su cultivo, también con todas las regulaciones del caso, pero siempre prohibiendo su comercialización hacia países que mantengan la ilegalidad del tráfico de drogas. Así la lucha contra las drogas se concentraría en los grandes capos del narcotráfico, no en los campesinos pobres. Quienes producen drogas o insumos por falta de oportunidades económicas deben recibir un tratamiento especial. En particular, en consonancia con el principio de corresponsabilidad, yo propondría un programa de sustitución de cultivos, subsidiado por los países consumidores, que usualmente son de altos ingresos y subsidian a su propia agricultura. En principio, yo favorezco la erradicación manual y no las fumigaciones para combatir los cultivos ilícitos.
Está claro que la legalización de las drogas no es una política para reducir el consumo de drogas. Es una política para reducir los daños colaterales de mantener la producción y distribución de las drogas en la ilegalidad. Este beneficio no es uno menor, ya que esos daños colaterales son inmensos. Lo que tengo claro es que la batalla contra las drogas no se gana en los campos de cultivo, o en las fronteras nacionales, o en las calles de unas barriadas ásperas y sin mayores esperanzas. La lucha contra las drogas se da en las mentes de los potenciales consumidores, y es allí donde se debe ganar.
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