Friday, December 9, 2016

A propósito del asesinato de Yuliana Samboní

Estoy, como todos los colombianos, conmocionado y anonadado con el asesinato de Yuliana Samboní. Sean, en primer lugar, mis pensamientos para ella y para su familia.

El asesinato también me hace pensar mucho porque los hechos tanto del secuestro como del asesinato ocurrieron muy cerca de donde yo vivo y trabajo, y porque el presunto asesino, Rafael Uribe Noguera, estudió en el mismo colegio en que yo lo hice, el Gimnasio Moderno, y conozco a algunos de sus familiares.

El hecho de que Uribe sea del Moderno me avergüenza, pero no voy a llegar al extremo de decir que la educación del colegio tuvo algo qué ver en el asesinato. Si Uribe mató a Yuliana, la mató a pesar de la educación del colegio, no debido a ella. De igual manera, pienso que no hay que buscar responsables en la familia Uribe Noguera. El fiscal general salió presto a decir que algunas gestiones familiares constituían un intento de manipular la evidencia. La familia ya debe estar lo suficientemente dolorida como para tratarla, también, de victimaria. Imaginen ustedes descubrir que su hermano tiene el cadáver de una niña en su apartamento. Eso no debe ser fácil de manejar para nadie. Por este episodio, la participación del hermano de Rafael Uribe Noguera en otro controvertido caso ya ha vuelto a ser ventilada, y el hermano ha tenido que renunciar a su puesto en un prestigioso bufete de abogados. En fin: dejemos que cada cual pague por lo que debe, pero no volvamos a la familia responsable de lo que un individuo hizo, porque también para la familia esto es una tragedia. 

Obviamente, el crimen de Yuliana lo pone a uno a reflexionar. Uno tiene que preguntarse: ¿cuál es la responsabilidad de la sociedad y de sus valores en todo esto? ¿No es este crimen el reflejo de una sociedad machista que subvalora a las mujeres y a los niños y en la que una clase privilegiada desprecia a los humildes y los trata como meros objetos para su propia satisfacción? Pensar así sería fácil y cómodo, pero no creo que sea lo correcto. No dudo que la sociedad tiene mucho de esas enfermedades, pero el crimen de Yuliana no fue cometido ni por la sociedad, ni por el Gimnasio Moderno, ni por los familiares de Rafael Uribe Noguera. Fue cometido por un individuo que, sin duda, tiene muchos problemas, y solo a él se le debe atribuir la culpa.

Por el contrario, la reacción social en este caso, a pesar de ciertas manifestaciones groseras y violentas, ha sido saludable. La sociedad, en masa, ha repudiado lo repudiable. Ha habido, es cierto, notas destempladas. Transcribo solo una de ellas: “Pais de corronchos y amnesicos! Se les olvida que las farc han cometido crimenes millones de veces mas atroces! En fin la chusma se agarra y se descarga en cualquier cosa!” (sic). Este comentario hace el triple punto de que (1) somos un país de chusma y corroncho (el punto clasista), (2) la sensibilidad de la chusma es loba y desinformada (el punto clasista repotenciado), y (3), si de escoger sensiblería se trata, deberíamos escoger los crímenes de las Farc para sensibilizarnos, no este (el punto ético-político). Criticar lo patético de este tipo de notas destempladas me tomaría más que el espacio que estoy dispuesto a permitirles. Tratar de hacer un punto político del crimen de Yuliana solo habla mal, muy mal, de la condición humana de quienes emiten ese tipo de opiniones, que ciertamente deberían revisar su ética. Lo que más aterra del crimen de Yuliana es que es un crimen aislado y sin sentido sobre una persona particularmente indefensa, y es humano sentir repugnancia por eso. Los crímenes de las Farc, repugnantes como son, responden a una lógica distinta, la lógica de la guerra, que los derechistas (o como usted quiera llamarlos) de este país no quieren que termine. Aquí la pregunta de fondo es si nuestro repudio ético debe dirigirse a los crímenes de las FARC, o a la guerra en su conjunto. Pero en fin, volviendo al asesinato de Yuliana, a pesar de los desmanes y de las reacciones atípicas, la reacción social ha sido la correcta. La sociedad colombiana no produjo el crimen de Yuliana, sino que lo repudia…

Y, pasando del plano social al individual, uno se pregunta, en este caso, qué diferencia a la enfermedad de la criminalidad. Está claro que quien comente un crimen así es, mínimo, un desadaptado. Pero si Uribe está enfermo, loco o desadaptado, es un enfermo, loco o desadaptado aparentemente muy normal. No parece que su “enfermedad” pueda ser usada para declararlo inimputable. Está claro que Uribe tiene un grave problema, pero no un problema que le impida responder como ser humano por lo que hizo.

Todos estamos hechos de luces y de sombras. Todos tenemos algo de lo que no nos sentimos orgullosos. Pero, en medio de tanta confusión, la mayoría logra abstenerse de los peores comportamientos. Los frenos que debían detener la mala acción de Uribe no funcionaron. Esto es más trágico en cuanto Uribe ocupaba una posición de privilegio en la sociedad, y sus frenos por tanto deberían ser mejores. ¿Cómo es que esos frenos operan, y por qué a veces fallan y a veces funcionan? Si para algo debe servir este caso es para que cada cual revise sus barreras éticas, y las refine. Un mensaje de fondo es que la posibilidad de salir en las fotos de las revistas del jet-set no lo exime a uno automáticamente de la posibilidad de vivir en el patio de una prisión. Uno tiene que cultivar todos los días sus barreras éticas.

El crimen cometido contra Yuliana Samboní fue uno brutal e injustificable, contra una niña triplemente indefensa por su edad, su género y su condición social. Uno no puede pasar por encima de los otros, especialmente los más vulnerables, para lograr lo que quiere. El perpetrador de semejante crimen merece la máxima pena. Y pueda la familia Samboní, en medio de toda la escoria de este país que le ha tocado vivir, encontrar una luz de consuelo en todo esto. Ojalá viviéramos en un país que no le infligiera a su gente, especialmente la más humilde, semejante dolor. Pero da esperanza ver que, cuando vemos el mal, al menos una gran mayoría del país lo rechaza.

Wednesday, October 5, 2016

Si Santos y Timochenko pudieron llegar a un acuerdo, ¿por qué Santos y Uribe no?

Se podría decir que los resultados del plebiscito del 2 de octubre dejaron un país dividido. Medio país quedó saltando de la dicha de que se le dijo “no” al “castrochavismo”, y medio país en lágrimas por haber desperdiciado semejante oportunidad para la paz.

Yo, como bien se sabe, estaba comprometido con el “sí”. Y perdí. Y la derrota fue como un puñetazo de Mike Tyson: me dejó pasmado y tendido en la lona. He tratado de, como se dice ahora, en un horrible anglicismo, “hacer sentido” de lo ocurrido, y estas son mis reflexiones.

En primer lugar, creo que las principales responsables del resultado del 2 son las Farc. Ellas, con su accionar demente durante más de 50 años, han logrado alejarse de manera absoluta del pueblo colombiano. Y, a la hora de pedir un poco de comprensión por parte de ese mismo pueblo, no la han obtenido. Más de 50 años de embarradas no se borran de un plumazo. El hecho mondo y lirondo, el hecho tozudo, es que mi posición perdió. No me queda sino respetar a los ganadores, y pedir respeto por mi posición. En Colombia hay dos posiciones cuyo empate virtual fuerza a que ambas sean tenidas en cuenta.

Y, tratando de ponerle buena cara al mal tiempo, creo que en todo esto hay una oportunidad. El gran logro de Santos fue volver el proceso de paz un proceso prácticamente ineludible. El gran logro de Uribe fue mostrar que ese proceso avanzó por una ruta inaceptable para la mitad de los colombianos (ya sé que algunos dirán que no fue la mitad, que la abstención fue de más del 60%, etc. Lo cierto es que esa es la abstención normal en Colombia, y no creo que haya que interpretarla, como algunos han querido hacerlo, diciendo que al 60% le importa un bledo lo que pasa en este país. Yo creo que la interpretación es otra, pero esa es otra discusión).

La lección que saco de todo esto es que hay que integrar la “derecha” (perdón si la expresión no es la más adecuada, pero voy a usarla por conveniencia) al proceso de paz. Algunos dirán que eso es ilusorio: que, si la derecha se incorpora al proceso de paz, lo acaba. Es posible. Pero quiero creer en la buena voluntad de la derecha: es su hora de demostrar que sí quieren paz. Tienen dos opciones: confirmar que sí quieren, como lo pregonaron, “paz sin impunidad”, paz con los debidos ajustes; o confirmar, como lo sospechan muchos, que no quieren paz. Yo creo que la derecha no tiene más remedio, a estas alturas del juego, que escoger la primera opción. Si la derecha “corrige” los acuerdos, sería la gran salvadora y quedaría bien posicionada para la carrera presidencial de 2018. En cambio, todo lo demás sería confirmar la división de Colombia, y sería un albur político de grandes proporciones. Sería confirmar, también, que la mayor oportunidad de paz en Colombia fue arruinada por la derecha.

Confío en que nada de eso va a pasar. Confío en que la derecha va a querer enderezar el proceso, no acabarlo. Al fin y al cabo, tiene sentido. No tiene sentido que medio “establecimiento” logre ponerse de acuerdo con las Farc, pero no con el otro medio “establecimiento”. Si Santos pudo llegar a un acuerdo con Timochenko, tiene que ser posible llegar a un acuerdo con Uribe. El orden de las cosas es que todo el “establecimiento” se ponga de acuerdo primero entre sí, para luego hacer frente, de manera coordinada, a las Farc. Porque una cosa que sí tengo en común con la derecha es que creo que la actividad ilegal y armada de la guerrilla es nefasta.

Sé que lo que digo no es fácil. Aún no están precisas las condiciones que la derecha va a plantear para rectificar los acuerdos. Es posible que las Farc no las acepte. Pero la posición negociadora de las Farc en este momento no es la más fuerte. No creo yo que sea correcto abusar de la posición en que quedaron las Farc después del 2, pero ellas tienen que entender que, si el país le dijo “no” al acuerdo alcanzado, este tiene que ser modificado. Me dirán que estoy loco. Que nada de eso va a pasar. Que se acabó el proceso, y que Colombia perdió una oportunidad de oro. No sé. La lección que saco de todo esto es que la verdadera paz también implica ciertos gestos de grandeza de nuestra dirigencia, de la guerrilla y de toda la sociedad. Difícilmente habrá paz en Colombia si la sociedad misma está dividida. Hoy, por primera vez en seis años, Santos y Uribe van a hablar. Esperemos que nuestros dirigentes estén a la altura de las circunstancias.

Sunday, October 2, 2016

Voto "sí" por la construcción de una nueva Colombia

Y bien, llegó el gran día. En pocas horas sabremos el resultado del plebiscito por la paz en Colombia, decisión que no vacilo en calificar como una de las más trascendentales en nuestra historia. Yo, como he tratado de hacerlo saber según mis modestos medios, no soy objetivo en la materia: estoy intelectual y emocionalmente comprometido con la paz.

He tratado de evaluar desapasionadamente los argumentos de los del “no”. El más sonoro que presentan es que vamos a entregar el país al comunismo. Eso simplemente no es verdad. Yo no le temo a 10, o si ustedes quieren, en una interpretación amañada de los acuerdos, 26 congresistas de las Farc por dos períodos. Y no solo no es verdad sino que demuestra una gran estrechez de criterio, al suponer implícitamente que nuestras instituciones, tal como están, están bien, y que transformarlas es un error. Nuestra democracia está tomada por el clientelismo y la corrupción; nuestra sociedad está fracturada por la desigualdad; nuestra cultura es la del avivato. Así que no vamos a entregar nuestro país al comunismo, pero sí tenemos que abrir las puertas para reflexionar sobre cómo tener una mejor democracia y una mejor economía de mercado.

Otro argumento importante de los del “no” es el de la impunidad: unos de los principales criminales de Colombia no solo no recibirán penas proporcionales sino que mantendrán sus derechos políticos. Eso es cierto. El sentido de repugnancia frente a las Farc es legítimo. Pero insistir en la “impunidad” que implican los acuerdos sigue reflejando una gran estrechez de miras. Aunque muy seguramente los diálogos de paz se dieron porque las Farc se persuadieron de que no podían ganar la guerra, no se puede tratar a los adversarios en un acuerdo de paz como se trata a los enemigos que han sido derrotados en una campaña militar de tierra arrasada.

Tienen razón los del “no” cuando señalan que muchos de las Farc merecerían grandes sanciones. Pero insistir en eso implica seguir sumiendo al país en el conflicto. Así que hay que tener la inteligencia de percibir que no siempre la justicia es revancha. Habrá justicia, aunque no será punitiva, sino restaurativa. Los vampiros deseosos de sangre en sus dientes dirán que eso no es suficiente. Pero ya somos muchos los que no deseamos vivir de la sangre. En todos los procesos de paz exitosos es necesario dejar el pasado atrás. Es mucho más importante mirar hacia adelante y construir unas nuevas condiciones para Colombia. Es muy importante evitar que una justicia entendida como venganza se interponga en el camino de la paz. 

Ciertos cristianos han pretendido presentar el voto por el “no” como un asunto de fe. Curiosa forma de entenderla. Según mi comprensión de la figura de Jesús, él es paz y amor. En varios pasajes del Nuevo Testamento Jesús dice que habrá más alegría en el cielo por encontrar una oveja descarriada que por no perder 99 (Mt 18:12-14). Porque “No necesitan médico los que están fuertes sino los que están mal. Id, pues, a aprender qué significa Misericordia quiero, que no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mt 9:12-13). Los acuerdos de paz lo que confirman es la admisión de las Farc de que la transformación social no se logra por la vía de la violencia, el delito y el narcotráfico. Difícil conciliar el cristianismo, incluido el catolicismo, con el “no”. Si había alguna duda, afortunadamente el mismísimo papa la ha disipado. Gracias, Francisco, por apoyar el proceso de paz en Colombia. Tengo fe de que Dios habla por tu boca.

Hoy votaré “sí”, razonablemente confiado de no estarme equivocando, y me conmueve profundamente que una mayoría de colombianos se exprese de la misma manera: sería un triunfo de la sensatez y del sentido de humanidad.

Sé que el camino que abre un triunfo del “sí” no está exento, ni mucho menos, de dificultades. El triunfo del “sí” no elimina la violencia. Algunos de las Farc seguirán delinquiendo. El ELN continúa, aunque ya se ha anunciado que comienza la fase pública de las negociaciones con ellos. El narcotráfico y las bandas criminales no están todavía erradicados. La delincuencia común sigue siendo un azote. El triunfo del “sí” dejará, en todo caso, una Colombia dividida. La ampliación democrática no será fácil. Garantizar el desarrollo del campo tampoco. Requerimos, ni más ni menos, una nueva democracia. Una en la que quepan las Farc, y los paramilitares, ahora sin armas. Una que extirpe el asesinato, el secuestro, el robo, el narcotráfico. Una que elimine la corrupción. Una que sea capaz de atender las necesidades sociales de los más abandonados en Colombia. Y una que sea capaz de preservar las condiciones de libertad y ambiente para el crecimiento económico. Nada fácil lo que se nos viene.

Pero el triunfo del “sí” abre la esperanza de una nueva Colombia, gracias a la posibilidad de pensar y hacer las cosas distinto. Nada más noble que dedicarse a ayudar a construir esa nueva Colombia. Estoy en desacuerdo con el guerrillero, y con el paramilitar, pero, si deja de matar, no por eso tengo que matarlo, ni tengo que temer que me mate o me secuestre. Y estoy dispuesto a discutir con él, políticamente, para encontrar unas reglas del juego que nos beneficien a todos, y un discurso común que nos oriente como país. El mensaje que daremos al mundo será excepcional, y el mensaje que nos daremos a nosotros mismos será renovador y refundacional. Pasaremos de ser una Colombia avergonzada a ser una Colombia orgullosa de sí misma. A la construcción de esa nueva Colombia quiero dedicarme con todas mis energías.

Thursday, September 8, 2016

El Jesús histórico

Hace muchos años, me interesé por el tema del Jesús histórico. Mi interés se despertó por un libro que hablaba del hermano de Jesús. Yo nunca había oído hablar de que Jesús tuviera hermanos (¿no era su madre virgen?). Y, sin embargo, ese libro afirmaba que Jesús había tenido hermanos, y que la fuente de esa información era la Biblia. Leí la Biblia de mi casa, que estaba en español, y ahí decía que Jesús tenía "primos hermanos", no hermanos. ¿Sería solo un problema de traducción? ¿Qué diría la "verdadera" Biblia? Descubrí que esas no eran preguntas fáciles de contestar. Definir qué es la verdadera Biblia no es fácil. Aprendí que el Nuevo Testamento original (probablemente) estaba escrito en griego, y que las Biblias más viejas que tenemos son del siglo IV (demasiado tarde para mi gusto). Desde entonces, he comprado muchos libros sobre el tema y he visitado muchos lugares. He estado en Jerusalén y Roma. Conozco varios de los lugares a donde San Pablo mandó epístolas. Estuve donde Juan probablemente escribió el Apocalipsis. Visité el monasterio donde se conservó una de las dos Biblias más antiguas con que contamos en la actualidad. Me excité con el descubrimiento de los rollos del Mar Muerto y visité Qumrán. En fin. Hace un par de años, escribí un artículo resumen de todo lo que había aprendido. Lo mandé a una revista académica. Me lo rechazaron. ¿Una de las razones? Que yo no era un erudito capaz de leer el Nuevo Testamento en griego. Es verdad. El artículo durmió el sueño de los justos. Hoy publico aquí una versión de ese artículo. ¿Por qué? Una discusión con unos amigos muy especiales precipitó esta decisión. Descargue el artículo aquí. Ojalá le interese y le guste. La verdadera historia de Jesús es de lo más apasionante que hay.

Monday, August 22, 2016

En la clausura de los olímpicos de Río

Los olímpicos siempre son un evento maravilloso. Por su compromiso con la excelencia humana, por el sentimiento de unidad planetaria a pesar de las diferencias culturales, por el respeto a una tradición heredada de los antiguos griegos. No hay nada más emocionante que ver llorar a un atleta olímpico cuando logra un desempeño asombroso, o cuando suena el himno de su país. Uno sabe que él celebra por su gente, pero, independientemente de dónde sea, uno siente que su triunfo es también un poco de uno. Puede que uno tenga unos kilos de más, o unas articulaciones ya muy oxidadas, o, simplemente, unos años de más, pero ver a esos muchachos intentando hacer lo imposible es francamente conmovedor. Los olímpicos son una gran fiesta de la juventud, la paz mundial y la humanidad.

El triunfo de Estados Unidos, con 46 medallas de oro y 121 medallas en total, fue contundente e inobjetable. Lo de Gran Bretaña, destacadísimo. China, con su tercer lugar, quizás estuvo por debajo de las expectativas. Rusia, golpeada por su escándalo de dopaje en su atletismo, con su cuarto lugar, muestra que ya no es lo que era antes. Resulta que predecir los resultados de los Olímpicos es un poco aburrido, porque son altamente predecibles. Desde un punto de vista agregado, casi todo lo que uno tiene que saber es cuál es la población del país y cuál es su ingreso per cápita. Lo anterior sugiere que Estados Unidos sigue siendo la primera potencia del planeta; que Gran Bretaña sigue pegando por encima de su peso; y que la promesa china aún está por realizar. El día de China llegará algún día, pero todavía no. Los 10 primeros países en los olímpicos son todos potencias mundiales: Estados Unidos, Gran Bretaña, China, Rusia, Alemania, Japón, Francia, Corea del Sur, Italia y Australia.

Los olímpicos sugieren que un país es grande también por su deporte. Los países socialistas tuvieron eso claro. Por eso Cuba, aún hoy, sigue siendo una potencia deportiva, aunque cada vez menos. Un país grande tiene un deporte grande. Tener un deporte grande es una consecuencia de ir logrando la grandeza. La grandeza se mide en la industria, en la ciencia, en las artes y, por supuesto, también en el deporte.

En ese contexto, lo de Colombia, con sus tres medallas de oro y sus ocho medallas en total, fue extraordinario. Con ese resultado, Colombia, en América Latina, solo queda detrás de Brasil, una gran potencia emergente y el país sede, y Cuba, una potencia deportiva que empieza a demostrar sus fragilidades. Con nuestro puesto 23 entre más de 200 países, fuimos más grandes que México, que fue un absoluto fracaso, y que Argentina, que tuvo unos juegos aceptables. Los olímpicos van señalando que Colombia, en el contexto latinoamericano y mundial, se abre paso, y no solo en el aspecto deportivo. Los triunfos deportivos nos convencen de que la excelencia también está a nuestro alcance, y de que un futuro mejor es posible para nuestro país.

Gloria a nuestros medallistas. Gloria a Mariana Pajón, a Caterine Ibargüen y a Óscar Figueroa. Gloria a Yuri, a Yuberjen, a Carlos Alberto, a Luis Javier, a Ingrit. Gloria, en general, a nuestros deportistas olímpicos, que nos recuerdan que la gloria no siempre está en ganar, sino en intentarlo, en tener siempre la ambición de superarse a sí mismo. Gloria a la mujer colombiana; a nuestras minorías étnicas, que han visto en el deporte una posibilidad cierta de redención; a nuestros nombres raros, que identifican una nueva Colombia, que busca y merece nuevas oportunidades.

Es imposible ver a los atletas olímpicos y no considerarlos un poco superhumanos. En un cierto sentido lo son. ¿Cómo hace alguien para correr 100 metros en menos de 10 segundos, o saltar por encima de dos metros, o correr 42 km en el filo de las dos horas? Eso es extraordinario, y es el fruto de esfuerzos constantes, de años de entrenamiento y privaciones. Uno se pregunta: ¿cuál es el límite?, y se abren paso especulaciones filosóficas: ¿Pueden seguir cayendo indefinidamente las marcas olímpicas y mundiales? ¿Qué pasará cuando el dopaje sea tan sofisticado que sea indetectable? ¿Qué pasará cuando los humanos sean genéticamente modificados? ¿Qué es más meritorio: atletas extraordinariamente dotados para una especialidad, como Usain Bolt o Michael Phelps, o atletas que, como los decatlonistas, no son extraordinarios en ninguna prueba específica, pero que son grandes deportistas de conjunto? El hecho de que probablemente sabemos quién es Usain Bolt o Michael Phelps, pero no sabemos el nombre del ganador de la medalla de oro en decatlón, sugiere que el signo de los tiempos es la especialización. La pasión por la excelencia ha terminado por enterrar el ideal olímpico del amateurismo. En los olímpicos queremos ver a los mejores, y para ser el mejor en algo tienes que dedicar tu vida a ello. El deporte olímpico ya no es de aficionados.

Los juegos olímpicos también son una vitrina para celebrar al país organizador y la diversidad humana en un marco de respeto. Ayer fue la hora de Brasil, antes de Gran Bretaña y de China. Ojalá, en un futuro no muy lejano, Colombia pueda celebrar unos juegos olímpicos. Sería un deseable reconocimiento mundial. Mientras eso ocurre, tenemos que seguir trabajando en reconocernos nosotros mismos. Ojalá no tengan que pasar muchas olimpíadas antes de llegar a ser lo que podemos ser como pueblo y como país.

Saturday, August 13, 2016

A propósito de una malhadada cartilla

El 4 de agosto de 2014, un joven de 16 años, Sergio Urrego, decidió poner fin a su vida, debido al acoso que recibió por su condición homosexual. Se lanzó desde lo alto de un centro comercial, no sin antes dejar unas dramáticas cartas justificando su decisión. Fue acosado por sus compañeros, por los directivos de su colegio y por los padres de un muchacho que fue su pareja.

No cabe duda de que cosas así no deben ocurrir. Nadie debe ser molestado por su condición sexual. En particular Sergio era un joven brillante (uno de los 10 mejores Icfes del país), con un gran futuro por delante, de modo que los matices trágicos de su muerte se acentúan por la pérdida de un ser especialmente valioso. El tema llegó a los estrados judiciales y, después de los usuales ires y venires, la Corte Constitucional falló, como debía ser, a favor de la familia de Urrego. Para vergüenza de la Procuraduría, esta hizo todo lo posible para entorpecer el fallo. Dentro de las disposiciones de la Corte estuvo obligar al colegio a dar una declaración pública “donde se reconozca que la orientación que asumió Sergio debía ser plenamente respetada por el ámbito educativo” y exhortar al Ministerio de Educación a revisar si los manuales de convivencia de los distintos colegios del país están dentro del marco legal. De manera ilegal, el manual de convivencia del colegio donde estudiaba Sergio tipificaba como “falta grave” la conducta homosexual.

El Ministerio de Educación, acatando el fallo de la Corte, produjo una cartilla, titulada “Ambientes escolares libres de discriminación: 1. Orientaciones sexuales e identidades de género no hegemónicas en la Escuela: Aspectos para la reflexión”. La cartilla contó con el apoyo del Fondo de Población de las Naciones Unidas (Unfpa), el Fondo para la Infancia de las Naciones Unidas (Unicef) y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).

La cartilla ha desatado la más increíble reacción adversa por parte de sectores conservadores y diversas denominaciones confesionales de la sociedad colombiana, incluida la Iglesia Católica. Hubo multitudinarias manifestaciones en diversas ciudades de Colombia en contra de la denominada “ideología de género”. Hubo comentarios abusivos en contra de la ministra de Educación, cuyas inclinaciones homosexuales son bien conocidas, lo cual hace preguntar: si la ministra puede ser acosada por su orientación sexual, ¿qué cosas terribles no pasarán con miles de jóvenes homosexuales en los colegios colombianos?

La triste verdad es que, a mi juicio, la famosa cartilla no está bien orientada. Esta comienza por hacer una distinción entre el “sexo” y el “género” de una persona: el sexo sería una condición biológica, que se manifestaría principalmente a través de los genitales, y el género sería una condición sociocultural, según la cual uno “escoge” ser hombre o mujer.

Tal vez la distinción entre sexo y género tenga alguna validez. Tal vez mi sexo es masculino si, simplificadamente, yo tengo genitales masculinos, y mi género es femenino si yo me siento mujer (independientemente de cómo sean mis genitales). Sin embargo, lo que sí me parece completamente equivocado es adscribir el sexo al ámbito de lo biológico y el género al ámbito de lo sociocultural. Me parece que esta es una aplicación inadecuada del debate pasado de moda entre naturaleza y crianza. Esto sugiere que las conductas homosexuales son aprendidas, y que, si son aprendidas, pueden ser enseñadas, y que, en una interpretación extrema, el ámbito escolar es un ámbito adecuado para enseñar las tendencias de género de las personas. No es sorprendente que esta visión equivocada levante la ira de los sectores conservadores.

La verdad es que me parece evidente que las definiciones de género no son definiciones socioculturales, sino que pertenecen al fuero interno más íntimo de las personas, donde operan factores tanto biológicos como psicológicos, que no creo que a la fecha de hoy estén totalmente entendidos. Muy pocos maricas, si es que alguno, lo son porque los “educaron” para ser maricas. Por el contrario, muchos homosexuales lo son a pesar de la presión social para no serlo. Sugerir que las definiciones de género son definiciones socioculturales es completamente equivocado, y, como vimos con las marchas de días pasados, es un error frente al cual la sociedad es muy sensible.

Lo que la sociedad y la cultura sí pueden ofrecer es un ambiente tolerante u hostil para quienes su sexo no coincide con su género. La lección que el caso de Sergio Urrego nos debió haber enseñado es que nadie puede ser molestado por su condición sexual. Otras lecciones a partir de ese caso no solo pueden ser equivocadas, sino que además pueden no contribuir a la causa del reconocimiento de los derechos de los homosexuales.

Hay que admitirlo, la famosa cartilla está desenfocada. Pero ese desenfoque no nos debe hacer perder de vista el enfoque fundamental: la diversidad sexual debe ser reconocida y respetada. No vale la pena, con los instrumentos diseñados para promover la tolerancia sexual, terminar promoviendo una homofobia que en estos tiempos ya debería estar completamente enterrada.

Saturday, July 30, 2016

Saturday, July 23, 2016

¿Qué está mal, exactamente, con el capitalismo?

A lo largo de su historia, el capitalismo ha tenido tanto defensores como detractores. En su defensa priman la riqueza que crea y la libertad que respeta. Sus acusadores destacan, en cambio, su explotación e injusticia.

Soy de la opinión de que las sociedades que han tratado de superar las manifiestas debilidades del capitalismo no han producido sociedades mejores que las sociedades capitalistas. En política, han traído dictaduras; en economía, no han resultado particularmente eficientes.

Uno pudiera concluir, entonces, que es mejor no tratar de arreglar lo que no se ha dañado, y que es mejor dejar las cosas como están. Esta forma de pensar ignora, sin embargo, que sí hay cosas profundamente dañadas en el capitalismo. Pero, al tratar de botar el agua sucia del capitalismo, ¿cómo estar seguros de que no estamos botando al bebé con la bañera?

Yo creo que hay cosas del capitalismo que es bueno preservar, o por lo menos que no hay que desechar a la ligera. La primera es el sistema de precios, entendido como que los precios deben variar libremente para reflejar adecuadamente las condiciones de la oferta y la demanda. La segunda es la libertad de empresa, entendida como que cada cual es libre de montar su negocio, y que los negocios que no son capaces de superar la prueba del mercado deben desaparecer. La tercera es la propiedad privada. La cuarta, que no es propiamente capitalismo, es un entorno de libertad individual y política, mejor conocido como democracia.

Entonces, ¿qué es lo que está mal con el capitalismo, exactamente? Yo creo que son varias cosas, pero en esta nota, en aras de la brevedad, solo voy a discutir una: la que denomino “superioridad” o “primacía del capital”. La idea es la siguiente: todo esfuerzo económico es, fundamentalmente, un esfuerzo cooperativo. La economía no se puede entender con el símil de Robinson Crusoe solo en una isla: nada de lo que producimos y consumimos lo producimos y consumimos solos. Las economías más desarrolladas son las que permiten mayor interacción económica, no menos. Ahora, si los esfuerzos cooperativos son exitosos, se genera un excedente. La pregunta clave es: ¿cómo se reparte ese excedente? En el capitalismo, el excedente del esfuerzo cooperativo no se reparte equitativamente. La regla es simple: en una unidad productiva, después de pagar el valor de los insumos y el “valor de mercado” del trabajo, el excedente que se genere es por completo propiedad de los dueños del capital. Y se afirma que esa es la remuneración “justa” del capitalista por su emprendimiento, organización de la actividad productiva y asunción de riesgos. Es a esta regla a la que denomino “superioridad” o “primacía del capital”.

Bien, el punto es que esta regla me parece absurda. La organización económica sería muy distinta si, en vez de que hubiera primacía del capital, hubiera primacía del trabajo. Esto querría decir que al capital se le paga su “valor de mercado”, pero es el trabajo el que se apropia del excedente generado en el proceso productivo. Es el trabajo el que controla el proceso productivo, el que alquila el capital y el que se apropia del excedente generado. En síntesis, aquí el capital no “manda” al trabajo, sino que es el trabajo el que “manda” al capital. Esto implica que las empresas deberían ser, de alguna forma, empresas controladas por los trabajadores, no por los capitalistas. Esto no quiere decir que todos los trabajadores deban ganar lo mismo. Los “jefes” podrían ganar más que los “subalternos”. Pero todos se beneficiarían, quizás en las proporciones de sus salarios, del excedente generado por la empresa en la que trabajan.

La idea fundamental es que la propiedad del capital no tiene por qué conducir automáticamente al control empresarial y a la propiedad del excedente generado en el proceso productivo. Esto no quiere decir que el capital no tenga ningún valor. Por el contrario, lo tiene y se le debe reconocer. Pero el capitalista que viene a poner la plata para un negocio no podría decir que el negocio es de él. Todo lo que podría decir es que él merece una remuneración de mercado por prestar o arrendar su capital.

Lo anterior conduciría a una sociedad más justa, y no veo por qué sería menos eficiente que una economía capitalista tradicional.

Thursday, July 21, 2016

Reflexiones sobre la próxima reforma tributaria

Hace pocos días, Fescol invitó a un interesante conversatorio, con invitados de lujo, sobre la reforma tributaria, que merece más debate público. El conversatorio se basó en un documento, preparado por la Red de Justicia Tributaria, crítico de las propuestas de reforma que presentó la Comisión de Expertos reunida para tal fin por el gobierno. Leonardo Villar y Ricardo Bonilla, dos de los comisionados, criticaron, creo yo con justicia, el documento de la Red, pero el mérito de este está, creo yo, no en la agudeza de sus planteamientos, sino en haber provocado la discusión.

Yo quisiera elaborar brevemente sobre cinco puntos que de alguna manera fueron debatidos por los panelistas y la audiencia, entre la que se contaba la senadora Claudia López. El primero es la cuestión de la legitimidad tributaria. En Colombia la carga tributaria, medida como impuestos pagados como proporción del PIB, es baja en una comparación internacional. Adicionalmente, la gente se ve frecuentemente tentada a evadir o eludir sus obligaciones tributarias. Todo esto sugiere que la legitimidad tributaria en Colombia es baja. Eso hace pensar en una Dian con mayor capacidad institucional e, incluso, en un régimen penal para los evasores de impuestos. Sin embargo, el tema de la legitimidad tributaria va más allá. Yo creo que un punto de fondo tiene que ver con la creencia popular de que uno para qué paga impuestos si al final los van a despilfarrar, o se los van a robar, o uno igual, si tiene los medios, va a tener que pagar privadamente los bienes públicos que los impuestos debieron haber pagado. En otras palabras, la disponibilidad a pagar impuestos depende de la percepción sobre la calidad de su uso. Por tanto, una reforma tributaria que no aborde temas como la corrupción y la mayor trazabilidad y transparencia entre el pago de los impuestos y su uso siempre será incompleta.

En particular, una doctrina presupuestal extendida en Colombia es la de la flexibilidad presupuestal, que dice que quienes apropian recursos en el presupuesto deben tener la libertad para asignarlos al tipo de gasto que juzguen más conveniente, sin restricciones de tipo normativo. Sin embargo, esa doctrina se opone a la trazabilidad tributaria, porque implica que los ciudadanos deben pagar impuestos sin poder preguntar en qué van a ser gastados. En Colombia se necesita que la gente vea un mayor vínculo entre impuestos y gastos, y para eso se podría comenzar por exigir que todas las reformas tributarias tuvieran que ser discutidas en el marco de las discusiones presupuestales. Pero no: en Colombia los impuestos se discuten por un lado, y el presupuesto por otro. Mala idea: si queremos que los colombianos paguen sus impuestos con gusto, debemos mostrar con más claridad cómo la plata que pagan se gasta. Esa trazabilidad y transparencia es fundamental para ganar legitimidad tributaria.

El segundo tema es la cuestión de la complejidad tributaria. En Colombia pagar impuestos es complejo, y eso tiene que ver con varios factores: la dispersión entre cargas nacionales y regionales, los esfuerzos de control de la evasión y la elusión, las necesidades de caja del estado, etc. Sin embargo, hay un elemento que hay que destacar, y es la perforación del régimen tributario por intereses privados: así como sucede con nuestro régimen comercial, buena parte de la complejidad de nuestro régimen tributario se debe a las excepciones que son introducidas para beneficiar a agentes particulares. En este sentido, es urgente tener un régimen simple y universal. La Comisión de Expertos avanza en este sentido al proponer una tasa de renta empresarial única, calculada sobre las utilidades, que implícitamente elimina todas las excepciones con las que se pueden beneficiar las empresas. Pero es urgente que haya un estatuto para debatir con más transparencia los intereses particulares que se expresan en nuestro régimen tributario y en otros regímenes. El problema no es que haya intereses particulares. El problema es que ellos se puedan colar a nuestro régimen tributario y otros sin la debida transparencia y sin debate público.

El tercer tema es el de la equidad tributaria. Yo simplemente no creo que alguna vez vaya a haber equidad tributaria si el tema de las diferencias entre la tributación de las rentas de trabajo y de capital no se aborda con seriedad. Las rentas de trabajo son aproximadamente un tercio del PIB nacional, así que preguntarse cómo es la tributación de las rentas de capital es una pregunta importante. Algunos indicios señalan que las rentas de capital pagan muchos menos impuestos que las rentas de trabajo, y así es imposible que la estructura tributaria contribuya a la disminución de la desigualdad en el país. Solo tener el cálculo de cuál es la tasa de tributación efectiva de las rentas de trabajo y de capital ya sería muy ilustrativo. En términos generales, la pregunta de por qué las rentas de capital deben pagar distinto que las rentas de trabajo debe ser abordada. En principio, desde mi perspectiva, no debería haber ninguna diferencia y, si la hubiere, debería favorecer, por razones de equidad, al trabajo, no al capital. Pero, aparentemente, en Colombia tenemos todo lo contrario. Aquí debemos comenzar por producir las cifras necesarias para el análisis.

El cuarto tema es el de la tributación empresarial. Las empresas pagan demasiados impuestos en Colombia. Según algunos datos, aproximadamente el 75% de los impuestos en Colombia proviene de las empresas, y solo el 25% proviene de las personas. Exactamente lo contrario de lo que sucede en muchas sociedades desarrolladas. Esto es malo para la competitividad y para la equidad. Es urgente que las empresas paguen menos, y que las personas paguen más. Esto puede parecer contradictorio con mi solicitud del párrafo anterior de que el capital pague más impuestos, pero no lo es: yo lo que pido es que los dueños del capital paguen más impuestos, no que las empresas paguen más impuestos. No es lo mismo. Mientras en Colombia los impuestos provengan de las empresas, seguiremos castigando severamente el desarrollo económico.

El último tema es el IVA. Debido a presiones de recaudo, la gran pregunta es de dónde va a sacar más plata la reforma tributaria. La respuesta es del IVA. Subir tres puntos ese impuesto, como propone la Comisión de Expertos, según algunos cálculos, produciría un recaudo de unos nueve billones de pesos, de los 16 que produciría la reforma recomendada por la Comisión. En síntesis, la plata está en el IVA. Sin embargo, el IVA es un impuesto indirecto, con efectos complicados sobre la progresividad tributaria. Las soluciones a este problema, como no gravar la canasta familiar, o tener un esquema de devolución del IVA para las clases más desfavorecidas, o tener un gasto público progresivo, implican aumentar la complejidad tributaria, o simplemente no son discutidas por la Comisión. En el conversatorio, el comisionado Leonardo Villar admitió que la Comisión había fallado en hacer la pedagogía del IVA. Quizás esa pedagogía falla porque las razones para defender el aumento del IVA, más allá de la necesidad de los recursos, no han sido suficientemente elaboradas. Sin esas razones, y sin la adecuada pedagogía, es probable que la reforma fracase en el congreso, porque el aumento del IVA es merecidamente impopular. Es urgente que se elabore cómo se va a viabilizar el IVA, si es que esa va a ser la ruta para obtener más ingresos fiscales.

Thursday, June 23, 2016

El día más importante de mi vida

En una cierta perspectiva, hoy, 22 de junio de 2016, es el día más importante de la historia de Colombia que me ha tocado vivir. Hoy, como dice el comunicado 75 de la mesa de conversaciones en La Habana,  “Las delegaciones del Gobierno Nacional y de las FARC–EP  informamos a la opinión pública que hemos llegado con éxito al Acuerdo para el Cese al Fuego y de Hostilidades Bilateral y Definitivo; la Dejación de las armas; las garantías de seguridad y la lucha contra las organizaciones criminales responsables de homicidios y masacres o que atentan contra defensores de Derechos Humanos, movimientos sociales o movimientos políticos”. Con mucho que me moleste el uso ocioso de las mayúsculas, esa es probablemente la declaración nacional más importante que he oído en mi vida.

Tengo 52 años. Colombia, de vida independiente, lleva 197 años. Es decir, he sido testigo directo de aproximadamente un cuarto de la historia republicana de Colombia, y, repito, hoy es quizás el día más importante de la historia de Colombia que me ha tocado vivir. ¿Contra qué compite este día? Creo que solo dos cosas son apenas comparables: el fin del Frente Nacional y la expedición de la constitución de 1991. Otras memorias son abundantes, pero aciagas: la semana apocalíptica de la toma del Palacio de Justicia y la tragedia de Armero, el asesinato de Luis Carlos Galán, y tantas otras desgracias que han golpeado a este pobre país: el asesinato de José Raquel Mercado; la bomba del avión de Avianca, en el que murió mi amigo Andrés Alameda; el asesinato de Andrés Escobar; el asesinato de Enrique Low Murtra. La lista es interminable…

Algunos dirán que considerar al 22 de junio de 2016 como el día más importante de la historia de Colombia de los últimos 50 años es un exabrupto. No estoy tan seguro. Gústenos o no, una característica de la historia de Colombia ha sido su violencia política. En el siglo XIX, según ciertas referencias, Colombia tuvo nueve guerras civiles nacionales, 14 guerras civiles regionales e incontables revueltas. La transición del siglo XIX al XX la hicimos en medio de una guerra civil larga y cruenta, que terminó costándonos la pérdida de Panamá. En el siglo XX la violencia política continuó. Entre 1946 y 1958 tuvimos el período conocido como La Violencia; entre 1958 y 1974 tuvimos el período de democracia restringida del Frente Nacional; y en los años 1990 tuvimos el desborde de la violencia. Una serie de la tasa de homicidios desde 1964 muestra que Colombia nunca ha tenido una tasa de homicidios inferior a 20 por cada 100.000 habitantes, y que en los 1990 esa tasa subió a niveles de alrededor de 80 por cada 100.000 habitantes. Colombia fácilmente puede competir por el título del país más violento del mundo en una perspectiva de largo plazo.

Las Farc fueron fundadas en 1964, como una de las respuestas que se desataron frente al régimen de democracia restringida del Frente Nacional. Es decir, ellas y yo somos perfectamente contemporáneas. No he visto un solo día de mi vida sin conflicto. Entre 1964 y hoy el país ha visto muchos esfuerzos de paz fallidos. Quién puede olvidar, por ejemplo, la silla vacía al lado del presidente Pastrana. Fue esa imagen, quizás más que ninguna otra, la que catapultó a Uribe al poder.

En esta perspectiva, es fácil entender por qué el 22 de junio de 2016 es el día más importante de la historia de Colombia que me ha tocado vivir. Ese día abre la esperanza de que Colombia se piense y se viva distinto. Hasta hoy, el orden ha provenido de la represión, y las reglas sociales se han concebido como la imposición de los vencedores sobre los vencidos. Desde hoy, podemos pensar en un país distinto: un país donde el orden provenga de la inclusión, las reglas sociales den espacio para todas las manifestaciones sociales pacíficas, y la política pública se construya a través del diálogo.

Sé que la paz tiene enemigos en Colombia. Sé que incluso los que no son enemigos de la paz reciben la noticia con escepticismo. Sé que los acuerdos de paz no son lo mismo que la paz. ¿Las guerrillas desmovilizadas constituirán sus propias bandas criminales, como ocurrió con los paramilitares? ¿Asesinarán a los líderes guerrilleros desmovilizados? ¿Continuará el narcotráfico? ¿Habrá justicia, verdad y reparación con las víctimas de la guerrilla? ¿Seguirá operando el ELN? Cabe ser pesimista en todos esos aspectos. Y, sin embargo, los acuerdos de paz valen la pena. Estos son la oportunidad para un país distinto, difícil de imaginar para nosotros los colombianos, tan acostumbrados a otra realidad. Después de casi 200 años de vida republicana, ha llegado el momento de decir: ¡basta! Ha llegado el momento de decir que las diferencias políticas no se resuelven con violencia. Ha llegado el momento de concebir una nueva democracia, una apta no solo para los vencedores.

Quienes hoy abrazamos la paz no somos amigos de la guerrilla. Por el contrario. La rechazamos vehementemente, al igual que rechazamos la acción paramilitar. Colombia no está para extremismos armados de izquierda y de derecha. Que haya izquierda y derecha tal vez sea un designio inevitable de la diversidad social. Pero no que la izquierda y la derecha tengan que matarse. Hoy el mensaje queda claro: la justicia social no se logra justificando el asesinato, el secuestro, el narcotráfico, la explotación de menores, la destrucción de la infraestructura nacional.

Hoy celebramos, no la paz de Santos, sino la paz de todos los colombianos. Pero, a todo señor, todo honor. Gracias al presidente Santos y a su equipo por haber perseguido la paz con constancia, por haberla impulsado en un entorno adverso. Gracias, presidente Santos. Gracias, gracias, gracias. Ahora nos queda a los colombianos construir la paz de verdad, porque la cosa no termina con los acuerdos. La nueva Colombia todavía está por construirse. Sé que hay colombianos que no bajan a Santos de traidor y de hijueputa. Algunos son amigos míos. Parte de la contribución a la paz será la tolerancia. Es mi íntima convicción que hoy el mensaje correcto para el país es el de Santos, no el de Uribe. No podemos permitir que los mensajes disonantes rompan hoy el rumbo de la nueva Colombia. Llegó la hora de enterrar los odios.

A veces los economistas hablan de un índice de “miseria económica”, que suma el desempleo y la inflación, los dos males macroeconómicos por excelencia. De igual manera se podría hablar de un índice de miseria social, que sume la desigualdad y la violencia. En esta escala, Colombia sería uno de los peores países del mundo. Óigase bien: uno de los peores países del mundo. Colombia tiene que corregir tan graves y profundos males. Y para eso necesita un nuevo pacto social. No necesariamente una nueva constitución, pero sí una nueva mentalidad, una nueva cultura. La derecha tiene razón en que el país necesita orden y desarrollo económico. Y la izquierda tiene razón en que el país necesita inclusión y justicia social. Eso es lo que tenemos que inventar ahora. Un país que se dé cuenta de que los necesita a todos, y que no crea que los problemas sociales se resuelven matando a unos para que queden otros. Qué lindo es que el país se dé la oportunidad de cumplir 200 años de vida independiente, no reproduciendo los vicios del pasado, sino trabajando por el país del futuro. Yo soy loro viejo. Tengo 52 años. Pero hoy me siento con ganas de llorar y como volviendo a nacer. El día más importante de mi vida como miembro de la sociedad colombiana…

Saturday, May 28, 2016

Contras las normas y la policía de tránsito

Uno de mis odios favoritos, una de esas cosas que yo amo odiar, son las normas y la policía de tránsito. Me parece que en ese par de cosas se resume una arbitrariedad insoportable del Estado colombiano. En ese odio, vale decir, toca admitirlo desde el principio, tengo rabo de paja. Como dirían las señoras, tengo un palito para los comparendos que es la cosa más verraca. Casi siempre es por exceso de velocidad o por adelantar en línea continua, aunque el último comparendo, que todavía no he pagado, fue por estacionar en un lugar prohibido.

Viendo el valor facial de las cosas, todas las multas que me han puesto me las merecía. Pero lo que yo propongo es ir más allá del valor facial. Yo creo que buena parte de las normas de tránsito son arbitrarias, y son arbitrariamente aplicadas. Por ejemplo, la norma dice que los límites de velocidad generales son de 60 km por hora en zonas urbanas, y de 80 en carreteras, sin atención al tipo de vía en que uno transita. Eso me parece una estupidez. Recuerdo una gloriosa ocasión en que viajé a Ibagué por carretera, y me multaron dos veces en el mismo viaje por exceso de velocidad, una presencialmente y otra por fotomulta. En la presencial, lo admito, iba a 120 km, pero en una sección de doble calzada en la que el límite de 80, o 90, o 100, suena francamente ridículo. En la fotomulta, iba a 84 km por hora, también en una sección de doble calzada, pero en zona urbana de Soacha, y por lo tanto pailas. Hombre, no fregués: en Colombia hacemos dobles calzadas para no poder andar rápido.

Otra de mis multas icónicas por exceso de velocidad fue un día sin carro, en el que se podían sacar motos. Entonces saqué mi moto para ir a los Andes. De vuelta por la circunvalar, me pararon. Yo pensé que era una de esas detenciones para revisar papeles, que son molestas, pero no pensé que fuera a pasar a mayores. No me sentía infringiendo ninguna norma. Cuando, oh sorpresa, me dijeron que iba con exceso de velocidad. “¿Qué?”. “Sí señor, va a 74 km por hora”. “Señor agente, ir a esa velocidad en ese sector no tiene ningún problema”. “Sí, señor, el límite acá es 30 km por hora, y el límite urbano es de 60. Usted va superando los dos”. Mi punto es que nadie en la circunvalar anda a 30 km por hora. Si esa norma se hiciera cumplir siempre, se paralizaría la circunvalar.

Yo propongo un criterio simple para establecer los límites de velocidad. Antes de fijarlos, haga un estudio. Mire pasar los carros, y pregúntese a qué velocidad pasan. Después, usted no puede fijar un límite que sea inferior a la velocidad promedio a la que pasan los carros.  Si la vía aguanta esa velocidad promedio, es tonto fijar una velocidad máxima inferior a esa velocidad promedio. Lo ideal sería que la velocidad máxima fuera ligeramente superior a esa velocidad promedio. Más en general, lo ideal sería que hubiera un estudio previo a la imposición de la norma, de cualquier norma.

Por ejemplo, recuerdo una vez que venía de La Línea, cuando era una vía estrecha en todos lados. No había modo de pasar sin ser imprudente, y los camiones formaban un trancón horrible. Recuerdo que me aguanté la baja velocidad con paciencia, para no manejar con imprudencia entre los camiones y el curverío. Y, cuando apareció la primera recta en las planicies de Tolima, adelanté… y apareció la multa. Algún imbécil decidió que la recta también era línea continua, y me pusieron la multa por adelantar en línea continua. Era, claramente, una deficiencia de la señalización, pero yo la terminé pagando.

Otro ejemplo: mi papá vivía en una calle cerrada: un lugar sin ningún tráfico. Un buen día, aparecieron las señales de no parquear, y la multa para mi papá. Él, que había parqueado toda su vida en frente de su casa, en un lugar que no le hacía ningún daño al tráfico, ahora, de viejito, tenía que ir a pagar una multa sin sentido.

Igual me pasó a mí recientemente. Trabajo en la 65 con 2. La 65, es cierto, ha venido ganado tráfico, pero es amplia, y no hay problema en parquear a los dos lados de la vía. Un buen día, sin embargo, aparecieron las señales de no parquear, y nos multaron a una niña de mi oficina y a mí. Pienso que las dos multas son injustas, porque las señales de no parquear aparecieron de buenas a primeras en un sector donde todo el mundo estaba acostumbrado a parquear en la calle, sin hacerle daño a nadie, pero siento que la mía es particularmente injusta porque mi moto ni siquiera estaba parqueada sobre la calle. Estaba parqueada en el andén en frente de la oficina. Alguien me dirá que parquear en los andenes también está mal, y quizás hasta tenga razón, pero hasta antes de que aparecieran las señales de no parquear nunca había sido un problema parquear ahí. La joya de la historia es que me llegó por el celular la notificación de multa, que yo estaba dispuesto a pelear, y, cuando fui a pagar, la multa había desaparecido del “sistema”. Entonces no la pude pagar. Dos meses después, volvió a aparecer, pero ya perdí la posibilidad de reclamación y de descuento. Así que la pregunta es: ¿cómo así que las multas aparecen, desaparecen y vuelven a aparecer?

Otra multa célebre me la pusieron viniendo de Armero a Bogotá por la ruta de Cambao. La ruta es estrecha y llena de curvas, y la pérdida de la banca en algunos sectores hace que se pierda un carril. Los obreros, por tanto, tienen que bloquear la vía en un sentido, para que los que vienen en el otro sentido puedan pasar. En uno de esos bloqueos, se acumularon como 20 motos detrás de un carro de la policía. Cuando dieron paso, las motos empezaron a pasar al carro de la policía, que iba muy lento. Yo no me atreví a pasar, porque la doble línea amarilla era muy clara. Pero unas 17 motos pasaron al carro de la policía. Luego, este bajó aún más la velocidad. Dada la impresión de que iba a orillarse, y entonces las otras tres motos empezamos a pasarlo. La primera de las tres, es cierto, lo hizo de manera imprudente, y a la policía se le salió el genio, prendió las luces y las sirenas, y se dedicó a perseguir la moto que la acababa de pasar. Echándole el carro encima la obligó a orillar. En ese momento, yo pasé el carro de la policía, y también me detuvieron, me multaron y me retuvieron la moto, por pasar en línea continua. No menciono que los dos policías que me pararon llevaban una nenita en la patrulla, y que, lo menos, estaban utilizando la patrulla como transporte público de una particular. En breve, la policía armó el trancón, y, a pesar de que traté de prevenirme, tuve que pagar por ello. Vieran lo rico que es tener que hacer el curso en Villeta y recoger la moto en Albán. Qué tiempo tan “bien” invertido fue ese.

Mi punto es que en Colombia van apareciendo las restricciones y prohibiciones de tránsito como hongos, sin ningún estudio o socialización. Yo admito que el tráfico de Bogotá y en Colombia es horrendo, y que los conductores necesitamos aprender a manejar mejor. Pero la combinación de normas y policía de tránsito se prestan para unas conductas que solo pueden ser consideradas como abusivas. Lo repito, en todos casos, a valor facial, yo estaba violando la norma. Pero, en muchos casos, lo que yo creo que faltaba era criterio y sentido común. En muchos casos, lo mejor es no hacer cumplir la norma. Si a eso uno le añade la tendencia a la corrupción de la policía, las cosas empeoran: las normas estúpidas son un caldo de cultivo para que la policía cobre plata por dejar las cosas pasar. Yo tengo por costumbre no pagarles a los policías, pero varias veces he sentido que la razón de fondo por la cual me están poniendo la multa es por no aceptar el soborno.

Uno diría, entonces, que, con las fotomultas, la cosa debe ser mejor. Tengo la sospecha de que no. A mí “solo” me han puesto dos fotomultas: el “exceso” de velocidad en Soacha, y el “mal” parqueo en frente de mi oficina. Ambas me han parecido una estupidez. Y hay claras evidencias de que el tema de las fotomultas se ha vuelto una fuente de quejas por los abusos de unas autoridades que han visto en ellas una fuente de ingresos fiscales.

En fin, la vida es difícil. Yo entiendo que el Estado debe tratar de poner orden en el caos, y que uno, como ciudadano, tampoco es que se comporte la maravilla en todas las ocasiones. Pero, no sé, con las normas y la policía de tránsito hay algo que no funciona: un cierto abuso de la autoridad estatal que no hace sino amargarle la vida al ciudadano. En las normas y la policía de tránsito veo una metáfora de la sinrazón de la vida en Colombia, que ayuda a nuestra falta de sanidad mental. Perdón termino aquí. Tengo que ir a pagar una multa.

Wednesday, May 25, 2016

Democracia I-IV: La gran encuesta del proceso de paz

Tengo la fortuna de tener un chat de amigos de la universidad. A ese chat mando los vínculos a las entradas de mi blog. Frente a mi más reciente entrada, que hablaba de un método de votación que estoy proponiendo, alternativo al mayoritario usualmente usado, tuve una interesante reacción: “Si te estás inventando un método de votación alternativo, ¿cómo funcionaría en el caso práctico de los acuerdos de paz en La Habana?”. ¡Ja! Quién dijo: “¿para qué soy bueno?”. Inmediatamente les cogí la caña (hablando en sentido figurado, claro).

Lo primero era ponerse de acuerdo en las opciones disponibles. ¿Por qué se iba a votar? Después de alguna discusión, se convino en que las opciones eran aprobar lo acordado en La Habana y no aprobar lo acordado en La Habana. Al fin y al cabo, a esa decisión se someterá el pueblo colombiano en unos meses, si todo sale bien. Este tema merecerá más discusión adelante.

Lo segundo era explicar cómo funciona el método de votación. Yo traté de explicar que cada cual debía escoger, en abstracto, una nota máxima y una nota mínima, y que con respecto a esas dos notas debía calificar las dos opciones disponibles. Mi explicación no debió haber sido muy buena porque, debo decirlo, causó alguna confusión. Algunos pensaron que con señalar sus notas máximas y mínimas era suficiente; otros pensaron que calificar situaciones abstractas, que nunca se iban a dar, era una ridiculez; unos terceros pensaron que con dar una sola nota era suficiente, sin darse cuenta de que mi método exige poner una nota a todas las opciones disponibles, en nuestro caso dos; otros más dijeron que esas valoraciones eran filosóficamente imposibles. Así que me tocó ejercer bastante pedagogía, y tener algo de paciencia.

Al principio, la gente se mostró tímida frente al método, lo cual es normal cuando uno se enfrenta a un procedimiento nuevo. Tal vez uno no deba enredar el método de votación y deba anunciar de antemano cuáles son las notas máxima y mínima, pero una de las bellezas del método es que esa decisión no importa para nada, y cada cual puede escoger sus notas máxima y mínima como a bien tenga. En esta prueba, yo pedí que un voto válido tuviera cuatro números (la calificación máxima, la calificación mínima y las calificaciones de las dos opciones en juego: aprobar y no aprobar los acuerdos de La Habana). Sin embargo, acepté los votos de las personas que mandaron solo dos números cuando era razonablemente claro cuál era el marco de máximos y mínimos que estaban utilizando.

Después de algunas aclaraciones, la gente empezó a votar. Quizás aquí quepan algunos datos sociodemográficos. En el chat hay 17 personas. Ellas no fueron escogidas probabilísticamente: todos fuimos compañeros de estudio de economía en los Andes, hace ya unas tres décadas. 11 son hombres y seis son mujeres. Todos estamos en nuestros “early fifties” de edad. Pertenecemos a un estrato socioeconómico medio-alto (en mi caso más medio; en el del resto, extraordinariamente alto). Somos altamente educados: todos fuimos, por lo menos, a la universidad (aunque allí unos mamamos más gallo que otros). En síntesis, la muestra no es ni cinco representativa. Un estadístico bobo diría que de los resultados no se puede derivar ninguna conclusión confiable. Y, sin embargo…

Después del plazo de escrutinio, se emitieron 13 votos, de los cuales 12 fueron válidos, lo cual equivale a una abstención del 29%. Los votos, a diferencia de una elección de verdad, se emitieron de manera pública, lo cual pudo haber inhibido a algunos a votar, para así no revelar frente a sus amigos sus verdaderas preferencias. Eso puede causar una distorsión adicional en los resultados.

Algunas personas, más que no preocuparse por votar, fueron renuentes a hacerlo. Según lo que se dijo en el chat, yo identifico al menos tres razones para esa renuencia: (1) había inconformidad con las opciones planteadas (es decir, a la gente le hubiera gustado que hubiera otras opciones para escoger); (2) había el sentimiento de que la información para votar era insuficiente; que no había suficiente información para votar (una pregunta que se formuló era: ¿quién sabe lo que se acordó en La Habana?); y (3) hubo el sentimiento de que darle un valor a las opciones era moral o filosóficamente complicado.

A pesar del tono con el que se expresaron las anteriores razones (al fin y al cabo hablamos en un chat de amigos), me parece que todas ellas son profundas. Con respecto a la primera (¿no sería mejor tener otras opciones?), la selección de opciones o candidatos es crucial. Mi primera condición para identificar un método de votación adecuado es que una elección está definida, entre otras cosas, por los candidatos que participan en ella. Una cosa es que uno elija entre aprobar o no aprobar los acuerdos de La Habana en un plebiscito; otra cosa es que uno elija entre un plebiscito, un referendo o una constituyente; y una tercera es que uno tenga que aprobar precisamente los términos del acuerdo alcanzado por los negociadores del gobierno y las Farc, y no otros términos. La escogencia de las opciones que entran en el proceso democrático también es parte del juego político, y ya desde ahí se pueden dar exclusiones que pueden dejar insatisfechos a los electores. La democracia no se empieza a ejercer cuando las opciones para votar están definidas, sino en el proceso mismo de definir las opciones por las cuales se va a votar.

La segunda razón señala que es muy difícil votar por opciones de las cuales uno está mal informado. Aquí, creo, hay más razones para el pesimismo. Mucha gente insiste en la importancia de tener una ciudadanía informada, participativa, empoderada y deliberativa para tener una buena democracia. Todo eso es verdad y hay que hacer más esfuerzos en ese sentido, pero, siendo honestos, nada de eso pasará en alto grado. Uno siempre vota con información incompleta. Un trabajo reciente de Achen y Bartels (2016), titulado Democracy for Realists, señala que la gente nunca vota como consecuencia de una decisión racional e informada, sino que vota, más bien, por afinidad grupal. Mejor dicho, uno vota por quien le parece chévere, no más. En particular, uno no vota como un acto racional, ponderado después de evaluar toda la información disponible, sino motivado por sentimientos más bien primarios. Quien quiera información sobre el proceso de paz puede hallarla en la página web www.mitosyrealidades.co, o en la app “mesa de conversaciones”, pero pocos absorberán la información necesaria para una decisión “informada”. Hay que reconocer que las elecciones, ningunas elecciones, se tratan de eso.

La tercera razón es que es difícil pasar de preferencias a números que expresan preferencias. En términos de economistas, es difícil pasar de relaciones de preferencia a funciones de utilidad. Yo sé que Paulina Vega me gusta más que Laura Acuña, pero ¿cuánto más? Es difícil de precisar. Adicionalmente, es repugnante valorar ciertas cosas. ¿Cuánto vale una vida humana, por ejemplo? ¿La paz no es el máximo bien? ¿La guerra no es el máximo mal? ¿No es estúpido tratar de valorar esas cosas? Por eso el supuesto de tener funciones de utilidad cardinales es exigente: porque pide más información. Las relaciones de preferencia (esto me gusta más que aquello) son menos exigentes, porque no tengo que decir por cuánto. Pero, si no preciso el cuánto, no puedo hablar de una función de utilidad social consistente (Arrow). En el fondo, toda la economía está basada en la idea de darle un valor a nuestras preferencias, así eso a veces suene repugnante. De esta manera, siempre seguirá existiendo gente que nos recuerde que hay cosas que el dinero no puede comprar (ver, por ejemplo, Sandel, 2012, What Money Can´t Buy). 

A pesar de todas las salvedades, los resultados del ejercicio fueron contundentes. Si la elección hubiera sido mayoritaria, aprobar los acuerdos de La Habana hubiera ganado por unanimidad, 12 votos contra cero.

Con mi método de votación, aprobar los acuerdos de La Habana también hubiera ganado. ¿Por qué? Porque los votantes calificaron muy mal no aprobar los acuerdos. La nota relativa mínima de no aprobar los acuerdos fue más baja que la nota relativa mínima de aprobarlos. Los detalles de los cálculos los muestro en un cuadro abajo, que explico más adelante. Por lo tanto, según mi método, la opción ganadora fue aprobar los acuerdos de La Habana. La nota decisiva fue la de una persona cuyo nombre no puedo revelar por razones de habeas data, pero cuyo sistema de evaluación fue bastante creativo. Sin embargo, no creo que eso haya sesgado los resultados. 

Espero que una de las cosas para las cuales haya servido este experimento particular es para mostrar que la aplicación de mi método no es extraordinariamente difícil. Una de las cosas para las cuales NO sirvió fue para mostrar la superioridad de mi método de votación sobre el método mayoritario, ya que ambos, en este caso, dieron el mismo resultado. Pero no importa. El experimento sirvió para sacar otras conclusiones.

Adicionalmente, es fácil ver cómo hubiera podido haber una diferencia. Por ejemplo, suponga que hubiera habido una mayoría que votara en contra de los acuerdos, pero sin grandes diferencias entre rechazar y aprobar los acuerdos. Suponga, además, que la minoría que hubiera votado a favor de los acuerdos tuviera unas preferencias intensas a favor de los acuerdos (es decir, que no aprobarlos le pareciera fatal). Ahí los métodos de votación hubieran hecho una diferencia. 

Para terminar, yo no tomaría mi muestra tan en serio. Pero, con todo y sus limitaciones, tal vez sí se pueda sacar una lección de este experimento. Aún no puedes cantar victoria, pero puedes respirar tranquilo, Juan Manuel (me refiero a Santos, no a Soto). A pesar de todos los peros que se le pueda poner al proceso de La Habana, la gente no es boba, y sabe que un mal acuerdo es preferible a un buen pleito. Con la sabiduría infinita y mal informada de Pambelé, la paz es mejor que la guerra.

A continuación describo en detalle los resultados del experimento. En el siguiente cuadro hay 12 columnas. La primera es un identificador consecutivo de los votantes. Las columnas 2 a 5 contienen las calificaciones de cada votante: la 2 es la calificación del cielo de cada votante, la 3 es la calificación que se le da a la opción de aprobar los acuerdos, la 4 es la calificación que se le da a la opción de no aprobar los acuerdos, y la 5 es la calificación del infierno de cada votante. La columna 6 es la diferencia entre las columnas 3 y 5. La columna 7 es la diferencia entre las columnas 4 y 5. La columna 8 es la diferencia entre las columnas 2 y 5. Por lo tanto, las columnas 6, 7 y 8 son las "distancias" entre las opciones y el cielo con respecto al infierno. La mejor calificación que una opción puede sacar es que sea igual al cielo; la peor, que sea igual al infierno. Las columnas 9 y 10 son las columnas claves del método de votación que propongo. La columna 9 indica cuánto saca la opción de aprobar los acuerdos en una escala de 0 a 1, y se calcula dividiendo la columna 6 entre la columna 8. La columna 10 indica cuánto saca la opción de no aprobar los acuerdos en una escala de 0 a 1, y se calcula dividiendo la columna 7 entre la columna 8. En otras palabras, las columnas 9 y 10 califican cada opción en relación con la felicidad máxima que un individuo podría sacar en la sociedad. Esas calificaciones tienen que estar entre 0 y 1. Mi método de votación se pregunta cuál es la calificación mínima en las columnas 9 y 10 (leyenda "mínimo"), y luego se pregunta, de esas dos calificaciones mínimas, cuál es la mayor (leyenda "maximin"). Se puede ver que el maximin coincide con el mínimo de la columna 9; por lo tanto, la opción de aprobar los acuerdos de La Habana es la ganadora. Las columnas 11 y 12 se refieren a los votos de cada opción si la votación hubiera sido mayoritaria. Se imputa un voto a "aprobar" si la columna 3 es mayor que la 4, y se imputa un voto a "no aprobar" si la columna 4 es mayor que la 3.  





Tuesday, May 24, 2016

Democracia I-III

El método de votación que hemos propuesto ha surgido de una reflexión sobre el bien común. ¿Cómo se puede llevar a cabo esa reflexión? Una forma es entender que el método de votación es equivalente a construir una función de utilidad social, que depende de la utilidad de cada individuo en una determinada situación. La función de utilidad social debe arrojar el mayor valor para la situación más preferida por la sociedad, y el menor valor para la situación menos preferida por la sociedad. Si una situación social se denota con la letra s y la función de utilidad social se denota con la letra w, entonces la función de utilidad social es w = w(s). El punto clave es que, para llegar al número w, se deben usar las funciones de utilidad de los diversos individuos sobre el conjunto de posibles situaciones sociales. Llame a la función de utilidad del individuo i ui = ui(s). Entonces la función de utilidad social para una sociedad de I individuos se puede expresar como:

(1) w(s) = w(u1(s), u2(s), … , uI(s))

De acuerdo con esta lógica, el método de votación mayoritario se puede caracterizar de la siguiente manera: a cada opción s cada individuo le asigna un valor de acuerdo con su función de utilidad individual, así: ui(s) = 1 si s es la opción más preferida del individuo i, o ui(s) = 0 si s no es la opción más preferida del individuo i. La función w lo que hace es sumar todos los valores ui para una determinada opción s. Es decir, para el método de votación mayoritario,

(2) w(s) = u1(s) + u2(s) + … + uI(s)

y los únicos valores que puede adoptar la función ui = ui(s) son unos o ceros. Gana la opción s para la cual la suma w(s) sea la mayor de todas.

La pregunta es: ¿Se pueden pensar otros métodos de votación? Claro que se puede. El conjunto de posibles métodos de votación es potencialmente infinito. Diversas concepciones se han formado en torno a este problema. Aquí yo destacaría cuatro: los libertarios, los utilitarios (benthamianos), los teóricos de juegos (nasheanos) y los igualitarios (rawlsianos) (para más detalles, ver Castellanos, 2012).

Los libertarios afirman que el bien común no existe. En concreto, dicen que la función w no se puede construir. ¿Por qué? Porque ellos afirman que las funciones ui = ui(s) de los diversos individuos no se pueden comparar. Si un individuo dice que califica una situación social con 4 y otro dice que la califica con 5, no hay modo de saber si el 4 del primer individuo es menor, igual o mayor que el 5 del segundo individuo. Y el teorema de la imposibilidad de Arrow (1951) dice que, si las funciones de utilidad de los diversos individuos son incomparables, entonces la función de utilidad social no se puede construir.

La implicación de fondo es que el bien común no existe. Lo que existen son los intereses particulares. Por lo tanto, el régimen social ideal es uno de máxima libertad individual, en el que cada cual pueda promover su interés particular de la manera menos restringida posible. Toda acción social debe provenir de un acuerdo cooperativo entre las partes. Así, la libertad se convierte en el máximo valor social, y la justicia se convierte, en el mejor de los casos, en un valor secundario.

Los utilitarios afirman que el bien común es la suma de los bienes individuales, es decir, que tiene, en efecto, la forma (2), pero no limitan la forma de las funciones de utilidad individual a los valores uno o cero. Sin embargo, para que la teoría utilitaria funcione, es necesario que las funciones de utilidad individual sean comparables (para estar seguros de que, al utilizar la forma (2), estamos sumando las mismas unidades). Harsanyi inventó un método para hacer esas comparaciones, pero ese método depende de que los individuos tengan preferencias empáticas, es decir, que tengan la capacidad perfecta de “ponerse en los zapatos” de otros, lo cual muchos, yo incluido, consideran que es un supuesto muy fuerte.

Algunos teóricos de juegos, siguiendo a Nash, dicen que la función de utilidad social no es una suma, sino un producto:

w(s) = (u1(s) - u1(o))(u2(s) – u2(o))…(uI(s) – uI(o))

Esto se deduce de suponer, entre otras cosas, las dos siguientes: (1) las funciones de utilidad individual son cardinales, pero no son comparables, y (2) la función de utilidad social debe ser invariante ante transformaciones cardinalmente consistentes de las funciones de utilidad individuales.

Los igualitarios sostienen que la función de utilidad social es igual a la utilidad del individuo que está peor en la sociedad:

w(s) = mín(u1(s), u2(s), … , uI(s))

Por lo tanto, la sociedad no mejora si no mejora el que está peor en la sociedad. Para que esta teoría funcione, también es necesario que las funciones de utilidad individual sean comparables.

Las implicaciones “políticas” de estas teorías son muy distintas. Por su tolerancia a la desigualdad, estas teorías se pueden clasificar, de izquierda a derecha (en un sentido político), así: igualitarios, teóricos de juegos, utilitarios y libertarios. Los igualitarios exigen igualdad absoluta. Los libertarios no le dan ningún valor a la igualdad. Para los utilitarios, aunque la felicidad de dos individuos contribuye igualitariamente al bien común, este aumenta si el bien particular de un individuo aumenta y el de otro permanece constante. Por lo tanto, la igualdad termina no siendo muy valorada entre los utilitarios.

El método de votación que yo defiendo, propuesto inicialmente por Kalai y Smorodinsky, pertenece a la familia de los teóricos de juegos: es, de hecho, una solución alternativa al problema de la negociación de Nash. Es, por lo tanto, una solución de centro-izquierda. Esta solución difiere de la libertaria en dos aspectos esenciales: (1) desde el punto de vista formal, acepta que las funciones de utilidad individual deben ser cardinales, no ordinales, lo cual es un requerimiento de información mayor; y (2) desde el punto de vista conceptual, acepta que la noción de bien común sí existe.

Las soluciones igualitaria y utilitaria también aceptan que el bien común sí existe, pero, primero, ellas requieren comparabilidad de las funciones de utilidad individual, lo cual es un requerimiento de información aún mayor, que, según cierta ortodoxia económica, es imposible de lograr: las utilidades individuales no se pueden comparar. Segundo, esas soluciones tienen implicaciones políticas muy distintas: mientras la solución igualitaria exige una sociedad igual en utilidad para todos sus miembros, la solución utilitaria es bastante tolerante de la desigualdad.

El método de Kalai y Smorodinsky tiene implicaciones muy distintas al método mayoritario que usamos en la actualidad. Este solo se preocupa por las primeras preferencias de los ciudadanos, es decir, por la opción que cada ciudadano quiere más. En cambio, el método de Kalai y Smorodinsky, al ser cardinal, se preocupa por todo el mapa de preferencias de cada individuo sobre todo el conjunto de candidatos, y no solo por el candidato más preferido por cada individuo. Aquí no gana la opción que sea la primera preferencia del mayor número de personas, sino que gana la opción cuya peor calificación relativa (y esta relatividad es intrapersonal, no interpersonal, con los cual se evita el espinoso problema de la comparabilidad interpersonal) es la mayor de todas.


En otras palabras, el método de Kalai y Smorodinsky no busca darle lo que más quiere al mayor número de personas. Lo que busca es hacer el menor daño posible a todas las personas. Por eso, bajo el método de Kalai y Smorodinsky, una elección como la de la Alemania nazi de los años 1930 no hubiera ocurrido: la minoría judía, por muy minoría que fuera, le hubiera dado muy baja calificación a su propia exterminación, y por lo tanto la elección mayoritaria de los nazis se hubiera revelado como injusta. El mensaje de fondo del método de Kalai y Smorodinsky es: “no dañarás a unos para hacerles el bien a otros”. ¿No es esa una buena definición de la justicia?