Saturday, May 28, 2016

Contras las normas y la policía de tránsito

Uno de mis odios favoritos, una de esas cosas que yo amo odiar, son las normas y la policía de tránsito. Me parece que en ese par de cosas se resume una arbitrariedad insoportable del Estado colombiano. En ese odio, vale decir, toca admitirlo desde el principio, tengo rabo de paja. Como dirían las señoras, tengo un palito para los comparendos que es la cosa más verraca. Casi siempre es por exceso de velocidad o por adelantar en línea continua, aunque el último comparendo, que todavía no he pagado, fue por estacionar en un lugar prohibido.

Viendo el valor facial de las cosas, todas las multas que me han puesto me las merecía. Pero lo que yo propongo es ir más allá del valor facial. Yo creo que buena parte de las normas de tránsito son arbitrarias, y son arbitrariamente aplicadas. Por ejemplo, la norma dice que los límites de velocidad generales son de 60 km por hora en zonas urbanas, y de 80 en carreteras, sin atención al tipo de vía en que uno transita. Eso me parece una estupidez. Recuerdo una gloriosa ocasión en que viajé a Ibagué por carretera, y me multaron dos veces en el mismo viaje por exceso de velocidad, una presencialmente y otra por fotomulta. En la presencial, lo admito, iba a 120 km, pero en una sección de doble calzada en la que el límite de 80, o 90, o 100, suena francamente ridículo. En la fotomulta, iba a 84 km por hora, también en una sección de doble calzada, pero en zona urbana de Soacha, y por lo tanto pailas. Hombre, no fregués: en Colombia hacemos dobles calzadas para no poder andar rápido.

Otra de mis multas icónicas por exceso de velocidad fue un día sin carro, en el que se podían sacar motos. Entonces saqué mi moto para ir a los Andes. De vuelta por la circunvalar, me pararon. Yo pensé que era una de esas detenciones para revisar papeles, que son molestas, pero no pensé que fuera a pasar a mayores. No me sentía infringiendo ninguna norma. Cuando, oh sorpresa, me dijeron que iba con exceso de velocidad. “¿Qué?”. “Sí señor, va a 74 km por hora”. “Señor agente, ir a esa velocidad en ese sector no tiene ningún problema”. “Sí, señor, el límite acá es 30 km por hora, y el límite urbano es de 60. Usted va superando los dos”. Mi punto es que nadie en la circunvalar anda a 30 km por hora. Si esa norma se hiciera cumplir siempre, se paralizaría la circunvalar.

Yo propongo un criterio simple para establecer los límites de velocidad. Antes de fijarlos, haga un estudio. Mire pasar los carros, y pregúntese a qué velocidad pasan. Después, usted no puede fijar un límite que sea inferior a la velocidad promedio a la que pasan los carros.  Si la vía aguanta esa velocidad promedio, es tonto fijar una velocidad máxima inferior a esa velocidad promedio. Lo ideal sería que la velocidad máxima fuera ligeramente superior a esa velocidad promedio. Más en general, lo ideal sería que hubiera un estudio previo a la imposición de la norma, de cualquier norma.

Por ejemplo, recuerdo una vez que venía de La Línea, cuando era una vía estrecha en todos lados. No había modo de pasar sin ser imprudente, y los camiones formaban un trancón horrible. Recuerdo que me aguanté la baja velocidad con paciencia, para no manejar con imprudencia entre los camiones y el curverío. Y, cuando apareció la primera recta en las planicies de Tolima, adelanté… y apareció la multa. Algún imbécil decidió que la recta también era línea continua, y me pusieron la multa por adelantar en línea continua. Era, claramente, una deficiencia de la señalización, pero yo la terminé pagando.

Otro ejemplo: mi papá vivía en una calle cerrada: un lugar sin ningún tráfico. Un buen día, aparecieron las señales de no parquear, y la multa para mi papá. Él, que había parqueado toda su vida en frente de su casa, en un lugar que no le hacía ningún daño al tráfico, ahora, de viejito, tenía que ir a pagar una multa sin sentido.

Igual me pasó a mí recientemente. Trabajo en la 65 con 2. La 65, es cierto, ha venido ganado tráfico, pero es amplia, y no hay problema en parquear a los dos lados de la vía. Un buen día, sin embargo, aparecieron las señales de no parquear, y nos multaron a una niña de mi oficina y a mí. Pienso que las dos multas son injustas, porque las señales de no parquear aparecieron de buenas a primeras en un sector donde todo el mundo estaba acostumbrado a parquear en la calle, sin hacerle daño a nadie, pero siento que la mía es particularmente injusta porque mi moto ni siquiera estaba parqueada sobre la calle. Estaba parqueada en el andén en frente de la oficina. Alguien me dirá que parquear en los andenes también está mal, y quizás hasta tenga razón, pero hasta antes de que aparecieran las señales de no parquear nunca había sido un problema parquear ahí. La joya de la historia es que me llegó por el celular la notificación de multa, que yo estaba dispuesto a pelear, y, cuando fui a pagar, la multa había desaparecido del “sistema”. Entonces no la pude pagar. Dos meses después, volvió a aparecer, pero ya perdí la posibilidad de reclamación y de descuento. Así que la pregunta es: ¿cómo así que las multas aparecen, desaparecen y vuelven a aparecer?

Otra multa célebre me la pusieron viniendo de Armero a Bogotá por la ruta de Cambao. La ruta es estrecha y llena de curvas, y la pérdida de la banca en algunos sectores hace que se pierda un carril. Los obreros, por tanto, tienen que bloquear la vía en un sentido, para que los que vienen en el otro sentido puedan pasar. En uno de esos bloqueos, se acumularon como 20 motos detrás de un carro de la policía. Cuando dieron paso, las motos empezaron a pasar al carro de la policía, que iba muy lento. Yo no me atreví a pasar, porque la doble línea amarilla era muy clara. Pero unas 17 motos pasaron al carro de la policía. Luego, este bajó aún más la velocidad. Dada la impresión de que iba a orillarse, y entonces las otras tres motos empezamos a pasarlo. La primera de las tres, es cierto, lo hizo de manera imprudente, y a la policía se le salió el genio, prendió las luces y las sirenas, y se dedicó a perseguir la moto que la acababa de pasar. Echándole el carro encima la obligó a orillar. En ese momento, yo pasé el carro de la policía, y también me detuvieron, me multaron y me retuvieron la moto, por pasar en línea continua. No menciono que los dos policías que me pararon llevaban una nenita en la patrulla, y que, lo menos, estaban utilizando la patrulla como transporte público de una particular. En breve, la policía armó el trancón, y, a pesar de que traté de prevenirme, tuve que pagar por ello. Vieran lo rico que es tener que hacer el curso en Villeta y recoger la moto en Albán. Qué tiempo tan “bien” invertido fue ese.

Mi punto es que en Colombia van apareciendo las restricciones y prohibiciones de tránsito como hongos, sin ningún estudio o socialización. Yo admito que el tráfico de Bogotá y en Colombia es horrendo, y que los conductores necesitamos aprender a manejar mejor. Pero la combinación de normas y policía de tránsito se prestan para unas conductas que solo pueden ser consideradas como abusivas. Lo repito, en todos casos, a valor facial, yo estaba violando la norma. Pero, en muchos casos, lo que yo creo que faltaba era criterio y sentido común. En muchos casos, lo mejor es no hacer cumplir la norma. Si a eso uno le añade la tendencia a la corrupción de la policía, las cosas empeoran: las normas estúpidas son un caldo de cultivo para que la policía cobre plata por dejar las cosas pasar. Yo tengo por costumbre no pagarles a los policías, pero varias veces he sentido que la razón de fondo por la cual me están poniendo la multa es por no aceptar el soborno.

Uno diría, entonces, que, con las fotomultas, la cosa debe ser mejor. Tengo la sospecha de que no. A mí “solo” me han puesto dos fotomultas: el “exceso” de velocidad en Soacha, y el “mal” parqueo en frente de mi oficina. Ambas me han parecido una estupidez. Y hay claras evidencias de que el tema de las fotomultas se ha vuelto una fuente de quejas por los abusos de unas autoridades que han visto en ellas una fuente de ingresos fiscales.

En fin, la vida es difícil. Yo entiendo que el Estado debe tratar de poner orden en el caos, y que uno, como ciudadano, tampoco es que se comporte la maravilla en todas las ocasiones. Pero, no sé, con las normas y la policía de tránsito hay algo que no funciona: un cierto abuso de la autoridad estatal que no hace sino amargarle la vida al ciudadano. En las normas y la policía de tránsito veo una metáfora de la sinrazón de la vida en Colombia, que ayuda a nuestra falta de sanidad mental. Perdón termino aquí. Tengo que ir a pagar una multa.

Wednesday, May 25, 2016

Democracia I-IV: La gran encuesta del proceso de paz

Tengo la fortuna de tener un chat de amigos de la universidad. A ese chat mando los vínculos a las entradas de mi blog. Frente a mi más reciente entrada, que hablaba de un método de votación que estoy proponiendo, alternativo al mayoritario usualmente usado, tuve una interesante reacción: “Si te estás inventando un método de votación alternativo, ¿cómo funcionaría en el caso práctico de los acuerdos de paz en La Habana?”. ¡Ja! Quién dijo: “¿para qué soy bueno?”. Inmediatamente les cogí la caña (hablando en sentido figurado, claro).

Lo primero era ponerse de acuerdo en las opciones disponibles. ¿Por qué se iba a votar? Después de alguna discusión, se convino en que las opciones eran aprobar lo acordado en La Habana y no aprobar lo acordado en La Habana. Al fin y al cabo, a esa decisión se someterá el pueblo colombiano en unos meses, si todo sale bien. Este tema merecerá más discusión adelante.

Lo segundo era explicar cómo funciona el método de votación. Yo traté de explicar que cada cual debía escoger, en abstracto, una nota máxima y una nota mínima, y que con respecto a esas dos notas debía calificar las dos opciones disponibles. Mi explicación no debió haber sido muy buena porque, debo decirlo, causó alguna confusión. Algunos pensaron que con señalar sus notas máximas y mínimas era suficiente; otros pensaron que calificar situaciones abstractas, que nunca se iban a dar, era una ridiculez; unos terceros pensaron que con dar una sola nota era suficiente, sin darse cuenta de que mi método exige poner una nota a todas las opciones disponibles, en nuestro caso dos; otros más dijeron que esas valoraciones eran filosóficamente imposibles. Así que me tocó ejercer bastante pedagogía, y tener algo de paciencia.

Al principio, la gente se mostró tímida frente al método, lo cual es normal cuando uno se enfrenta a un procedimiento nuevo. Tal vez uno no deba enredar el método de votación y deba anunciar de antemano cuáles son las notas máxima y mínima, pero una de las bellezas del método es que esa decisión no importa para nada, y cada cual puede escoger sus notas máxima y mínima como a bien tenga. En esta prueba, yo pedí que un voto válido tuviera cuatro números (la calificación máxima, la calificación mínima y las calificaciones de las dos opciones en juego: aprobar y no aprobar los acuerdos de La Habana). Sin embargo, acepté los votos de las personas que mandaron solo dos números cuando era razonablemente claro cuál era el marco de máximos y mínimos que estaban utilizando.

Después de algunas aclaraciones, la gente empezó a votar. Quizás aquí quepan algunos datos sociodemográficos. En el chat hay 17 personas. Ellas no fueron escogidas probabilísticamente: todos fuimos compañeros de estudio de economía en los Andes, hace ya unas tres décadas. 11 son hombres y seis son mujeres. Todos estamos en nuestros “early fifties” de edad. Pertenecemos a un estrato socioeconómico medio-alto (en mi caso más medio; en el del resto, extraordinariamente alto). Somos altamente educados: todos fuimos, por lo menos, a la universidad (aunque allí unos mamamos más gallo que otros). En síntesis, la muestra no es ni cinco representativa. Un estadístico bobo diría que de los resultados no se puede derivar ninguna conclusión confiable. Y, sin embargo…

Después del plazo de escrutinio, se emitieron 13 votos, de los cuales 12 fueron válidos, lo cual equivale a una abstención del 29%. Los votos, a diferencia de una elección de verdad, se emitieron de manera pública, lo cual pudo haber inhibido a algunos a votar, para así no revelar frente a sus amigos sus verdaderas preferencias. Eso puede causar una distorsión adicional en los resultados.

Algunas personas, más que no preocuparse por votar, fueron renuentes a hacerlo. Según lo que se dijo en el chat, yo identifico al menos tres razones para esa renuencia: (1) había inconformidad con las opciones planteadas (es decir, a la gente le hubiera gustado que hubiera otras opciones para escoger); (2) había el sentimiento de que la información para votar era insuficiente; que no había suficiente información para votar (una pregunta que se formuló era: ¿quién sabe lo que se acordó en La Habana?); y (3) hubo el sentimiento de que darle un valor a las opciones era moral o filosóficamente complicado.

A pesar del tono con el que se expresaron las anteriores razones (al fin y al cabo hablamos en un chat de amigos), me parece que todas ellas son profundas. Con respecto a la primera (¿no sería mejor tener otras opciones?), la selección de opciones o candidatos es crucial. Mi primera condición para identificar un método de votación adecuado es que una elección está definida, entre otras cosas, por los candidatos que participan en ella. Una cosa es que uno elija entre aprobar o no aprobar los acuerdos de La Habana en un plebiscito; otra cosa es que uno elija entre un plebiscito, un referendo o una constituyente; y una tercera es que uno tenga que aprobar precisamente los términos del acuerdo alcanzado por los negociadores del gobierno y las Farc, y no otros términos. La escogencia de las opciones que entran en el proceso democrático también es parte del juego político, y ya desde ahí se pueden dar exclusiones que pueden dejar insatisfechos a los electores. La democracia no se empieza a ejercer cuando las opciones para votar están definidas, sino en el proceso mismo de definir las opciones por las cuales se va a votar.

La segunda razón señala que es muy difícil votar por opciones de las cuales uno está mal informado. Aquí, creo, hay más razones para el pesimismo. Mucha gente insiste en la importancia de tener una ciudadanía informada, participativa, empoderada y deliberativa para tener una buena democracia. Todo eso es verdad y hay que hacer más esfuerzos en ese sentido, pero, siendo honestos, nada de eso pasará en alto grado. Uno siempre vota con información incompleta. Un trabajo reciente de Achen y Bartels (2016), titulado Democracy for Realists, señala que la gente nunca vota como consecuencia de una decisión racional e informada, sino que vota, más bien, por afinidad grupal. Mejor dicho, uno vota por quien le parece chévere, no más. En particular, uno no vota como un acto racional, ponderado después de evaluar toda la información disponible, sino motivado por sentimientos más bien primarios. Quien quiera información sobre el proceso de paz puede hallarla en la página web www.mitosyrealidades.co, o en la app “mesa de conversaciones”, pero pocos absorberán la información necesaria para una decisión “informada”. Hay que reconocer que las elecciones, ningunas elecciones, se tratan de eso.

La tercera razón es que es difícil pasar de preferencias a números que expresan preferencias. En términos de economistas, es difícil pasar de relaciones de preferencia a funciones de utilidad. Yo sé que Paulina Vega me gusta más que Laura Acuña, pero ¿cuánto más? Es difícil de precisar. Adicionalmente, es repugnante valorar ciertas cosas. ¿Cuánto vale una vida humana, por ejemplo? ¿La paz no es el máximo bien? ¿La guerra no es el máximo mal? ¿No es estúpido tratar de valorar esas cosas? Por eso el supuesto de tener funciones de utilidad cardinales es exigente: porque pide más información. Las relaciones de preferencia (esto me gusta más que aquello) son menos exigentes, porque no tengo que decir por cuánto. Pero, si no preciso el cuánto, no puedo hablar de una función de utilidad social consistente (Arrow). En el fondo, toda la economía está basada en la idea de darle un valor a nuestras preferencias, así eso a veces suene repugnante. De esta manera, siempre seguirá existiendo gente que nos recuerde que hay cosas que el dinero no puede comprar (ver, por ejemplo, Sandel, 2012, What Money Can´t Buy). 

A pesar de todas las salvedades, los resultados del ejercicio fueron contundentes. Si la elección hubiera sido mayoritaria, aprobar los acuerdos de La Habana hubiera ganado por unanimidad, 12 votos contra cero.

Con mi método de votación, aprobar los acuerdos de La Habana también hubiera ganado. ¿Por qué? Porque los votantes calificaron muy mal no aprobar los acuerdos. La nota relativa mínima de no aprobar los acuerdos fue más baja que la nota relativa mínima de aprobarlos. Los detalles de los cálculos los muestro en un cuadro abajo, que explico más adelante. Por lo tanto, según mi método, la opción ganadora fue aprobar los acuerdos de La Habana. La nota decisiva fue la de una persona cuyo nombre no puedo revelar por razones de habeas data, pero cuyo sistema de evaluación fue bastante creativo. Sin embargo, no creo que eso haya sesgado los resultados. 

Espero que una de las cosas para las cuales haya servido este experimento particular es para mostrar que la aplicación de mi método no es extraordinariamente difícil. Una de las cosas para las cuales NO sirvió fue para mostrar la superioridad de mi método de votación sobre el método mayoritario, ya que ambos, en este caso, dieron el mismo resultado. Pero no importa. El experimento sirvió para sacar otras conclusiones.

Adicionalmente, es fácil ver cómo hubiera podido haber una diferencia. Por ejemplo, suponga que hubiera habido una mayoría que votara en contra de los acuerdos, pero sin grandes diferencias entre rechazar y aprobar los acuerdos. Suponga, además, que la minoría que hubiera votado a favor de los acuerdos tuviera unas preferencias intensas a favor de los acuerdos (es decir, que no aprobarlos le pareciera fatal). Ahí los métodos de votación hubieran hecho una diferencia. 

Para terminar, yo no tomaría mi muestra tan en serio. Pero, con todo y sus limitaciones, tal vez sí se pueda sacar una lección de este experimento. Aún no puedes cantar victoria, pero puedes respirar tranquilo, Juan Manuel (me refiero a Santos, no a Soto). A pesar de todos los peros que se le pueda poner al proceso de La Habana, la gente no es boba, y sabe que un mal acuerdo es preferible a un buen pleito. Con la sabiduría infinita y mal informada de Pambelé, la paz es mejor que la guerra.

A continuación describo en detalle los resultados del experimento. En el siguiente cuadro hay 12 columnas. La primera es un identificador consecutivo de los votantes. Las columnas 2 a 5 contienen las calificaciones de cada votante: la 2 es la calificación del cielo de cada votante, la 3 es la calificación que se le da a la opción de aprobar los acuerdos, la 4 es la calificación que se le da a la opción de no aprobar los acuerdos, y la 5 es la calificación del infierno de cada votante. La columna 6 es la diferencia entre las columnas 3 y 5. La columna 7 es la diferencia entre las columnas 4 y 5. La columna 8 es la diferencia entre las columnas 2 y 5. Por lo tanto, las columnas 6, 7 y 8 son las "distancias" entre las opciones y el cielo con respecto al infierno. La mejor calificación que una opción puede sacar es que sea igual al cielo; la peor, que sea igual al infierno. Las columnas 9 y 10 son las columnas claves del método de votación que propongo. La columna 9 indica cuánto saca la opción de aprobar los acuerdos en una escala de 0 a 1, y se calcula dividiendo la columna 6 entre la columna 8. La columna 10 indica cuánto saca la opción de no aprobar los acuerdos en una escala de 0 a 1, y se calcula dividiendo la columna 7 entre la columna 8. En otras palabras, las columnas 9 y 10 califican cada opción en relación con la felicidad máxima que un individuo podría sacar en la sociedad. Esas calificaciones tienen que estar entre 0 y 1. Mi método de votación se pregunta cuál es la calificación mínima en las columnas 9 y 10 (leyenda "mínimo"), y luego se pregunta, de esas dos calificaciones mínimas, cuál es la mayor (leyenda "maximin"). Se puede ver que el maximin coincide con el mínimo de la columna 9; por lo tanto, la opción de aprobar los acuerdos de La Habana es la ganadora. Las columnas 11 y 12 se refieren a los votos de cada opción si la votación hubiera sido mayoritaria. Se imputa un voto a "aprobar" si la columna 3 es mayor que la 4, y se imputa un voto a "no aprobar" si la columna 4 es mayor que la 3.  





Tuesday, May 24, 2016

Democracia I-III

El método de votación que hemos propuesto ha surgido de una reflexión sobre el bien común. ¿Cómo se puede llevar a cabo esa reflexión? Una forma es entender que el método de votación es equivalente a construir una función de utilidad social, que depende de la utilidad de cada individuo en una determinada situación. La función de utilidad social debe arrojar el mayor valor para la situación más preferida por la sociedad, y el menor valor para la situación menos preferida por la sociedad. Si una situación social se denota con la letra s y la función de utilidad social se denota con la letra w, entonces la función de utilidad social es w = w(s). El punto clave es que, para llegar al número w, se deben usar las funciones de utilidad de los diversos individuos sobre el conjunto de posibles situaciones sociales. Llame a la función de utilidad del individuo i ui = ui(s). Entonces la función de utilidad social para una sociedad de I individuos se puede expresar como:

(1) w(s) = w(u1(s), u2(s), … , uI(s))

De acuerdo con esta lógica, el método de votación mayoritario se puede caracterizar de la siguiente manera: a cada opción s cada individuo le asigna un valor de acuerdo con su función de utilidad individual, así: ui(s) = 1 si s es la opción más preferida del individuo i, o ui(s) = 0 si s no es la opción más preferida del individuo i. La función w lo que hace es sumar todos los valores ui para una determinada opción s. Es decir, para el método de votación mayoritario,

(2) w(s) = u1(s) + u2(s) + … + uI(s)

y los únicos valores que puede adoptar la función ui = ui(s) son unos o ceros. Gana la opción s para la cual la suma w(s) sea la mayor de todas.

La pregunta es: ¿Se pueden pensar otros métodos de votación? Claro que se puede. El conjunto de posibles métodos de votación es potencialmente infinito. Diversas concepciones se han formado en torno a este problema. Aquí yo destacaría cuatro: los libertarios, los utilitarios (benthamianos), los teóricos de juegos (nasheanos) y los igualitarios (rawlsianos) (para más detalles, ver Castellanos, 2012).

Los libertarios afirman que el bien común no existe. En concreto, dicen que la función w no se puede construir. ¿Por qué? Porque ellos afirman que las funciones ui = ui(s) de los diversos individuos no se pueden comparar. Si un individuo dice que califica una situación social con 4 y otro dice que la califica con 5, no hay modo de saber si el 4 del primer individuo es menor, igual o mayor que el 5 del segundo individuo. Y el teorema de la imposibilidad de Arrow (1951) dice que, si las funciones de utilidad de los diversos individuos son incomparables, entonces la función de utilidad social no se puede construir.

La implicación de fondo es que el bien común no existe. Lo que existen son los intereses particulares. Por lo tanto, el régimen social ideal es uno de máxima libertad individual, en el que cada cual pueda promover su interés particular de la manera menos restringida posible. Toda acción social debe provenir de un acuerdo cooperativo entre las partes. Así, la libertad se convierte en el máximo valor social, y la justicia se convierte, en el mejor de los casos, en un valor secundario.

Los utilitarios afirman que el bien común es la suma de los bienes individuales, es decir, que tiene, en efecto, la forma (2), pero no limitan la forma de las funciones de utilidad individual a los valores uno o cero. Sin embargo, para que la teoría utilitaria funcione, es necesario que las funciones de utilidad individual sean comparables (para estar seguros de que, al utilizar la forma (2), estamos sumando las mismas unidades). Harsanyi inventó un método para hacer esas comparaciones, pero ese método depende de que los individuos tengan preferencias empáticas, es decir, que tengan la capacidad perfecta de “ponerse en los zapatos” de otros, lo cual muchos, yo incluido, consideran que es un supuesto muy fuerte.

Algunos teóricos de juegos, siguiendo a Nash, dicen que la función de utilidad social no es una suma, sino un producto:

w(s) = (u1(s) - u1(o))(u2(s) – u2(o))…(uI(s) – uI(o))

Esto se deduce de suponer, entre otras cosas, las dos siguientes: (1) las funciones de utilidad individual son cardinales, pero no son comparables, y (2) la función de utilidad social debe ser invariante ante transformaciones cardinalmente consistentes de las funciones de utilidad individuales.

Los igualitarios sostienen que la función de utilidad social es igual a la utilidad del individuo que está peor en la sociedad:

w(s) = mín(u1(s), u2(s), … , uI(s))

Por lo tanto, la sociedad no mejora si no mejora el que está peor en la sociedad. Para que esta teoría funcione, también es necesario que las funciones de utilidad individual sean comparables.

Las implicaciones “políticas” de estas teorías son muy distintas. Por su tolerancia a la desigualdad, estas teorías se pueden clasificar, de izquierda a derecha (en un sentido político), así: igualitarios, teóricos de juegos, utilitarios y libertarios. Los igualitarios exigen igualdad absoluta. Los libertarios no le dan ningún valor a la igualdad. Para los utilitarios, aunque la felicidad de dos individuos contribuye igualitariamente al bien común, este aumenta si el bien particular de un individuo aumenta y el de otro permanece constante. Por lo tanto, la igualdad termina no siendo muy valorada entre los utilitarios.

El método de votación que yo defiendo, propuesto inicialmente por Kalai y Smorodinsky, pertenece a la familia de los teóricos de juegos: es, de hecho, una solución alternativa al problema de la negociación de Nash. Es, por lo tanto, una solución de centro-izquierda. Esta solución difiere de la libertaria en dos aspectos esenciales: (1) desde el punto de vista formal, acepta que las funciones de utilidad individual deben ser cardinales, no ordinales, lo cual es un requerimiento de información mayor; y (2) desde el punto de vista conceptual, acepta que la noción de bien común sí existe.

Las soluciones igualitaria y utilitaria también aceptan que el bien común sí existe, pero, primero, ellas requieren comparabilidad de las funciones de utilidad individual, lo cual es un requerimiento de información aún mayor, que, según cierta ortodoxia económica, es imposible de lograr: las utilidades individuales no se pueden comparar. Segundo, esas soluciones tienen implicaciones políticas muy distintas: mientras la solución igualitaria exige una sociedad igual en utilidad para todos sus miembros, la solución utilitaria es bastante tolerante de la desigualdad.

El método de Kalai y Smorodinsky tiene implicaciones muy distintas al método mayoritario que usamos en la actualidad. Este solo se preocupa por las primeras preferencias de los ciudadanos, es decir, por la opción que cada ciudadano quiere más. En cambio, el método de Kalai y Smorodinsky, al ser cardinal, se preocupa por todo el mapa de preferencias de cada individuo sobre todo el conjunto de candidatos, y no solo por el candidato más preferido por cada individuo. Aquí no gana la opción que sea la primera preferencia del mayor número de personas, sino que gana la opción cuya peor calificación relativa (y esta relatividad es intrapersonal, no interpersonal, con los cual se evita el espinoso problema de la comparabilidad interpersonal) es la mayor de todas.


En otras palabras, el método de Kalai y Smorodinsky no busca darle lo que más quiere al mayor número de personas. Lo que busca es hacer el menor daño posible a todas las personas. Por eso, bajo el método de Kalai y Smorodinsky, una elección como la de la Alemania nazi de los años 1930 no hubiera ocurrido: la minoría judía, por muy minoría que fuera, le hubiera dado muy baja calificación a su propia exterminación, y por lo tanto la elección mayoritaria de los nazis se hubiera revelado como injusta. El mensaje de fondo del método de Kalai y Smorodinsky es: “no dañarás a unos para hacerles el bien a otros”. ¿No es esa una buena definición de la justicia?

Monday, May 23, 2016

La reforma arancelaria de Echavarría

En días recientes he tenido una experiencia notable, por la cual debo estar agradecido. Resulta que Procolombia y la Andi contrataron a la Universidad del Rosario para hacer un trabajo sobre el potencial exportador de las empresas multinacionales en Colombia. La pregunta es si algunas multinacionales pueden ser escogidas como “anclas” para apalancar la inversión y las exportaciones en Colombia. En la Universidad del Rosario, el trabajo está liderado por Juan José Echavarría y Saúl Pineda. Para realizar una parte del trabajo (unas encuestas a las multinacionales), la Universidad del Rosario contrató a Cifras & Conceptos, y ahí es donde yo entro en el paseo. Este trabajo me ha permitido darle un vistazo a un tema que me apasionó en una época de mi vida, y que merece un segundo vistazo.

Comencemos por decir que trabajar con Juan José es un privilegio. Juan José es un tipo inteligente, apasionado y divertido, y uno solo quisiera que hubiera más colombianos como él. Juan José debió haber sido ministro del gobierno Santos, pero las cosas de la política impidieron que eso se diera. Y, si hubiera sido ministro, debió haber sido ministro de Comercio, Industria y Turismo: es uno de los tipos que más sabe en Colombia sobre el tema (aunque todos los economistas llevamos un pequeño ministro de Hacienda en nuestro corazón). Al respecto, Juan José es un economista ortodoxo: él quisiera ver una economía colombiana más impulsada por las exportaciones, más insertada en el comercio exterior, menos protegida. Y, aunque el tema no es objeto del contrato que involucró a Cifras & Conceptos, he podido ver cómo Juan José propone una reforma que reduciría los niveles, la dispersión y la protección efectiva de los aranceles en Colombia.

La propuesta de reforma arancelaria de Juan José no parece tener viabilidad política, así que parece que se va a quedar en eso, en una propuesta. Pero sí sería bueno que el país le echara una mirada, y la debatiera.

El tema de la reforma arancelaria y, más en general, del papel del comercio exterior en el desarrollo nacional, es un tema apasionante pero controversial. La mentalidad colombiana y latinoamericana al respecto está muy influenciada por el pensamiento de la Comisión Económica para América Latina (Cepal) de la segunda mitad del siglo XX. La idea “cepalina” (por aquello de la Cepal) era muy simple: los países desarrollados son países industrializados. Los países subdesarrollados son países sin industria, productores de materias primas. Por lo tanto, para desarrollar un país hay que industrializarlo. Pero una dificultad para la industrialización es el patrón de comercio internacional que se genera cuando países ricos y pobres comercian: los países ricos se especializan en la producción y exportación de bienes manufacturados, y los países pobres se especializan en la producción y exportación de bienes básicos. En otras palabras, si usted es un país pobre y comercia, usted se especializará en la producción de bienes básicos, que nunca lo sacarán del subdesarrollo. Por lo tanto, la recomendación cepalina en materia de comercio exterior era aislarse de él, con el fin de permitir el florecimiento de la industria local, que debía ser fuertemente protegida frente al poder de la industria extranjera. Una forma de proteger la industria local era subir los aranceles. Toda esta lógica de protección de la industria local se denominó “sustitución de importaciones”.

Desde finales de los años 1960 la lógica de la sustitución de importaciones empezó a ser cuestionada. ¿Por qué? Primero, porque los productos de la industria local eran más costosos que los importados. Eso, fuera de estimular el contrabando, genera una pregunta: ¿por qué los consumidores locales deben pagar un costo para favorecer a los productores locales? Lo segundo es que la industria local pareció acostumbrarse a la protección. Si hay que proteger a una industria naciente, la pregunta es por qué hay que seguir protegiendo a una industria establecida. Si hay que proteger a una industria establecida, lo que en realidad se está premiando es la ineficiencia. Lo tercero es que, con los años, la industria empezó a desplazarse a los países subdesarrollados, sin necesariamente desarrollarlos. Entonces ese vínculo entre industrialización y desarrollo empezó a ser cuestionado.

En fin, no voy a detallar acá todas las razones que pusieron a temblar el paradigma de la sustitución de importaciones. Pero, como reacción, el país, y Latinoamérica, se metieron primero en una lógica de “promoción de las exportaciones”, con tasas de cambio en permanente devaluación, fondos de promoción de las exportaciones y todo eso. Luego vino la época de la apertura. Después vinieron los esfuerzos mundiales por promover el libre comercio, con la conversión del Acuerdo General de Aranceles y Comercio (GATT, por su sigla en inglés) en la Organización Mundial del Comercio (OMC), que, en una versión muy simplificada de los hechos, fracasaron por el interés de los países ricos de promover el libre comercio pero proteger a sus sectores primarios, y el interés de los países pobres de no respetar los derechos de propiedad intelectual. La OMC avanzó, eso sí, en proscribir las tácticas “desleales” de promoción de las exportaciones. Hoy, para promover las exportaciones, los países no pueden, en términos generales, subsidiarlas.

Dado que los esfuerzos de promoción del libre comercio a escala planetaria fracasaron, Estados Unidos intentó promover el libre comercio a escala continental, con el Acuerdo de Libre Comercio de las Américas (ALCA). Eso también fracasó. Entonces se entró en la lógica de los acuerdos de libre comercio bilaterales. Colombia firmó algunos, especialmente con los Estados Unidos. Pero, aparentemente, se acabó el vapor para seguir firmando tratados de libre comercio bilaterales. El principal país que se quedó por fuera es China.

Entonces la pregunta es: ¿qué más se puede hacer? Eso depende de la postura ideológica. El proteccionismo brinda en Colombia un punto de encuentro a algunos empresarios y a tipos más bien mamertos. En Estados Unidos, el gran proteccionista ahora es Trump. De modo que el discurso proteccionista, sin mucha consistencia, a veces es abrazado por la izquierda y a veces por la derecha.

Mi interés por el tema surgió a finales de los años 1980 y principios de los años 1990. En esa época, finales del gobierno Barco y principios del gobierno Gaviria, Colombia se aprestaba para la apertura. Yo trabajaba en el Departamento Nacional de Planeación y Pedro Nel Ospina andaba para arriba y para abajo con un listado de todas las partidas arancelarias que se iban a bajar. Había un cierto fanatismo aperturista entre los técnicos, impulsado por Rudy Hommes y Armando Montenegro.

Pero a mí me entraron dudas: si el comercio internacional es tan bueno, ¿por qué tanta gente se opone a él? Otra pregunta era: si con la apertura nos dedicamos a favorecer a los consumidores, que ahora podrán comprar más barato, pero afectamos a los productores, ¿qué pasa con la localización de la actividad económica? Porque un país que consume todo pero no produce nada no es viable. Dediqué mi doctorado (del que no me gradué, aunque hice la tesis y la defendí) a estudiar ese tipo de preguntas.

La respuesta de libro de texto de por qué tanta gente se opone al comercio internacional es que, aunque el libre comercio es bueno para la sociedad como un todo, no necesariamente es bueno para todos los sectores de la sociedad. El libre comercio produce ganadores y perdedores. Y los perdedores pueden ser lo suficientemente importantes políticamente como para bloquear los intentos aperturistas. Pero esa respuesta, en esa época, no me satisfacía. Si el libre comercio es bueno para la sociedad como un todo, debe ser posible hacer transferencias de ingresos de los ganadores a los perdedores, y dejar a todo el mundo contento. ¿Por qué eso no pasa? Yo pensaba que una posible explicación era porque no en todos los casos el libre comercio era una cosa buena.

Así que, durante mi doctorado, me dediqué a combinar modelos de crecimiento con modelos de comercio internacional para entender si el libre comercio podría ser, en algunas circunstancias, nocivo para el crecimiento. Y, en efecto, utilizando modelos económicos de competencia perfecta, eso fue lo que encontré. En términos generales, el comercio es bueno, pero hay algunos casos en que no lo es. Entiendo que esa posición es muy polémica. Uno de mis papers satisfizo al jurado; el otro no: por eso, razones más razones menos, no me gradué de PhD. Pero por esa época apareció un libro clásico sobre la materia (Grossman y Helpman, 1993) que sostenía más o menos lo mismo.

Un profesor de la universidad me preguntó, si yo quería mostrar que el comercio internacional no era siempre bueno, por qué no utilizaba modelos de competencia imperfecta. Yo le respondí que, si se podía probar que el comercio internacional podía ser malo en un contexto de competencia perfecta, los defensores a ultranza del comercio verían muy debilitados sus argumentos.

Hoy, claro, pienso que la competencia imperfecta es crucial para entender muchas de las particularidades de las políticas de comercio. Por ejemplo, los países ricos están interesados en que se protejan sus derechos de propiedad intelectual. Eso quiere decir, por ejemplo, que, si una farmacéutica desarrolla una nueva droga contra una enfermedad, ella tiene derecho, por lo menos por un tiempo, a vender su droga cara sin que nadie pueda copiar su fórmula. Eso, en muchos países subdesarrollados, se ha visto como inviable. Nuestro propio ministro de Salud, Alejandro Gaviria, sometido a esa situación, se ha visto inclinado a no respetar derechos de propiedad intelectual, sino permitir que el sistema de salud pague drogas baratas. El punto de fondo es que la innovación es una imperfección del mercado: es una externalidad que, si es valorada por el mercado, será muy poco remunerada, y por lo tanto se producirá muy poco de ella. Para estimularla, se inventaron las patentes, que no son sino una forma de garantizar rentas monopólicas por un tiempo. En síntesis, estamos cambiando una imperfección del mercado por otra. La pregunta de fondo es: ¿quién la paga? ¿Deben los países pobres pagarles rentas monopólicas a los países ricos, o deben los países ricos subsidiar la innovación, y permitir que sus beneficios se extiendan como una externalidad positiva a todo el mundo?

Una pregunta que uno puede formularse es: si ya hemos firmado varios tratados de libre comercio, ¿no estamos ya lo suficientemente abiertos? La respuesta, aparentemente, es no. Por porcentaje del comercio exterior sobre el PIB, Colombia sigue siendo un país cerrado. Sigue habiendo sectores altamente protegidos. Muchos de ellos están localizados en el sector agropecuario, lo cual tiene sentido, porque, si los países ricos protegen mucho su propio sector agropecuario, la pregunta es por qué nosotros no habríamos de hacerlo. Y, aunque Colombia tiene tratados con Estados Unidos y la Unión Europea, cuyos efectos se habrán de sentir gradualmente, no tiene tratados con China y otros países similares. El último tratado que Colombia negoció fue con Corea del Sur, y esa fue la gota que rebosó el vaso de la paciencia de los productores nacionales. Pero países como Chile y Perú tienen más tratados de libre comercio que Colombia, una estructura arancelaria más simple y baja, y, aparentemente, un mejor desempeño económico de largo plazo. Entonces la pregunta es: ¿no somos aún demasiado proteccionistas?

Juan José Echavarría cree que sí, y que eso nos cuesta en términos de crecimiento de largo plazo. Hoy, con toda la energía del país puesta en sacar un pacto de paz en La Habana, es difícil que el país aborde de fondo el tema de la reforma arancelaria. Pero no estaría mal que, por lo menos, busque una racionalización de la estructura de aranceles. Quizás no se puedan bajar los niveles, pero sí se puede ajustar la dispersión.

Wednesday, May 18, 2016

Elecciones presidenciales 2018

Mayo de 2016. Muy temprano para hablar de candidaturas presidenciales. ¿O no? ¿Quiénes tienen posibilidades de ser presidente de Colombia en 2018? Según las cuentas de César Caballero, hoy en Colombia hay por lo menos 35 precandidatos presidenciales. La pregunta es quién va a ser candidato presidencial de verdad.

Comencemos por la derecha. ¿Repetirá Óscar Iván, después de la cantidad de votos que obtuvo en las elecciones pasadas? Hoy, exiliado en Miami, no parece probable. ¿Buscará el Centro Democrático una figura interna nueva, como Iván Duque? No estaría mal. ¿O dará Álvaro Uribe su bendición al procurador Ordóñez? No sería raro. Por ahora, suena lo más probable que Ordóñez sea el candidato de Uribe, del Centro Democrático y de una parte del Partido Conservador.

¿El Partido Conservador? La pregunta es si se unirá al Centro Democrático, o si tendrá candidato propio. Marta Lucía tiene muchas ganas, y seguramente volverá a intentar. Si el partido no tiene candidato propio, perderá mucho como fuerza política. Pero hoy luce más probable que el conservatismo adhiera al uribismo que viceversa.

¿Cambio Radical? Tiene un candidato cantado: Germán Vargas Lleras. Es el candidato del establecimiento (más político que económico). Es un fuerte contendiente. A su favor su experiencia pública y su récord como ejecutor en temas de vivienda e infraestructura. En contra su salud y su mala imagen. Y es una incógnita su postura frente al proceso de paz. Ahora que es vicepresidente, no lo ha atacado, pero tampoco lo ha apoyado. Algunos dicen que una alianza entre Cambio Radical y el Centro Democrático no sería probable, debido a la distancia personal entre Uribe y Vargas. Yo no pienso lo mismo: ahí no hay química personal, pero hay química ideológica. Aquí puede haber una de las volteretas interesantes de la política.

¿Los independientes y verdes? Aquí está Sergio Fajardo. Tiene un gran espacio, porque no tiene la opinión en su contra. Puede hacer una gran campaña en contra del establecimiento político. Va a sacar muchos votos. La pregunta es si le van a alcanzar para ganar. La coyuntura está dada para que un candidato de sus características pueda hacer una gran campaña.

¿La U y el Partido Liberal? Ganas tienen muchos. Vuelo, muy pocos, prácticamente ninguno. Esto es particularmente cierto para la U. El único rumbo sensato es una coalición U-liberalismo, pero Santos no se movió en esa dirección con el último gabinete ministerial. Se especula que el candidato del Partido Liberal será Humberto de la Calle, con el apoyo de César Gaviria. Para que vuele, hay que apoyarlo bastante. No tiene los votos, pero tiene la talla presidencial. Es un hombre medido y ponderado. Hay que evaluar qué tanto el escándalo de los Panama Papers puede afectarlo. Si llega a ser el candidato del liberalismo y del gobierno, puede ser un candidato fuerte.

¿La izquierda? Petro y Robledo. La pregunta es si pueden presentar una candidatura unida. Parece difícil. Petro va a tener muchos votos (10 o 15%). No va a ganar, pero algunos candidatos no podrán distanciarse mucho de él, porque sus votos serán importantes. Quizás la coyuntura internacional, en la cual la izquierda latinoamericana está implosionando, víctima de sus propios errores, afecte a nuestros zurdos locales.

Hoy luce que los dos candidatos para segunda vuelta serán Vargas Lleras y Fajardo. A mi juicio, el que puede dañar ese caminado es de la Calle. Para Vargas, la pregunta es: ¿Santos, o Uribe? Para Santos, la pregunta es: ¿Vargas, o de la Calle? Ni Vargas ni Santos responderán pronto. Pero yo creo que Vargas se acercará a Uribe y Santos estaría mejor yéndose con de la Calle, aunque esta última fórmula tiene el problema de ser una coalición de débiles. Para de la Calle es fundamental que la opinión ciudadana sobre el proceso de paz mejore: una tarea de titanes.

Aunque Vargas Lleras no parece tan fuerte como en el pasado, hoy luce que la campaña presidencial puede terminar en un toconvar: todos contra Vargas. Aquí la gran pregunta es si las fuerzas u-liberales y las independientes-verdes pueden juntarse efectivamente contra Vargas. Es poco probable que aquí haya una coalición explícita, pero quienes no “gustan de” Vargas Lleras (la mitad de la población) y que tampoco son de izquierda, vistas las cosas hoy, tendrán que escoger entre Fajardo y de la Calle.

Hay elecciones que son de gigantes. Hay otras elecciones que son de enanos. Hay otras que son de enanos y gigantes. La de 2018 parece ser de este último tipo. En este caso, la pregunta es: ¿podrán los enanos tumbar a los gigantes, o podrán los gigantes poner orden entre los enanos? Por ahora se puede decir que las elecciones presidenciales de 2018 lucen ideológicamente muy diversas y que el juego de las coaliciones va a ser muy importante. Ojalá el país no se incline por un juego de fanatismos de extrema derecha e izquierda, sino de medios.

Como se dice en TV, ¡espere el próximo capítulo de esta saga emocionante! ¡Esto apenas comienza!

PS: No bien había escrito lo anterior, Andrés Cadena, de McKinsey, me escribió diciéndome que mi lista era incompleta, y que eso podía alterar el análisis. En particular, él mencionó a Luis Alberto Moreno y a Juan Carlos Pinzón. De los dos tengo la mejor opinión. Moreno, recién reelegido en el BID, me parecería raro que renunciara para ser candidato presidencial en Colombia. Pinzón es un gran tipo. Quizás se lance. Es de la entraña de Santos. Quizás le falta un hervor: no creo que mucha gente lo conozca.


Saturday, May 14, 2016

Santos le revira a Uribe (por fin)

En el Foro Ideológico Liberal, Santos se fue con toda contra Uribe. Ya era hora. Santos ha encontrado en Uribe un opositor menos que leal, pero, eso sí, muy elocuente e incisivo, que le ha hecho mucho daño al gobierno. A punta de repetir mentiras, al gobierno Santos lo están haciendo ver como el más inepto de la historia. A Santos lo culpan de todos los males, reales e inventados, y es hora de poner todo en sus justas proporciones. Es hora de que el presidente empiece a defender su obra, él mismo, vocalmente, y no por medio de costosísimas campañas de publicidad y comunicaciones, que solo dicen el mensaje de manera indirecta. Para no hablar de un sinfín de temas, para los cuales no tengo espacio, solo voy a concentrarme en dos: el proceso de paz y la mermelada.

La ultraderecha no perdona que el gobierno de Santos haya abierto un proceso de paz con la guerrilla de izquierda. Recientemente, el presidente Uribe ha pedido “resistencia civil” contra el proceso de paz. Yo soy de los que creen que ese gesto de Uribe es un error histórico de monumentales proporciones. Nada es más valioso que la paz. Y pactar la paz es más valioso para el país que matar a todos los guerrilleros. ¿Por qué? Porque, al pactar la paz, el país tendrá que reflexionar sobre la estrechez de su democracia, y ampliarla, para que todos quepamos. Al pactar la paz, estamos haciendo un país más viable para el futuro.

La derecha dice que una paz con impunidad es inadmisible. Es cierto que se está haciendo la paz con asesinos, secuestradores, narcotraficantes, destructores de instituciones e infraestructura. Pero hay valor en que, haciendo la paz, ellos renuncien a seguir haciendo todo eso. Lo que, para los que no somos de derecha, no es fácil de entender es por qué estaba bien hacer la paz con los paramilitares, pero está mal hacerla con la guerrilla. Claro, no es cierto que se firmen los acuerdos de paz y todo vaya a quedar bien como por milagro, pero será un paso importante en la dirección del desarrollo nacional.

La derecha dice que, con el proceso de paz, se le está entregando el país a la guerrilla. Pamplinas. El retrato de Santos como socio de Castro y Chávez solo cabe en mentes enfermas, delirantes de fiebre, y por lo mismo no muy dignas de tener en cuenta.

Uribe se equivoca de cabo a rabo en su oposición a la paz, y se coloca en contravía de la historia. En el empeño porque Colombia logre la paz hay que ponerse de lado de los esfuerzos del presidente Santos. Claro, con ojo vigilante. No todo se le puede conceder a la guerrilla. Pero tampoco hay que olvidar que siempre es preferible un mal arreglo a un buen pleito. La política del odio que pregona Uribe debe ser desterrada de la escena nacional, por el bien del país. Uribe, que tanto bien le hizo al país entre 2002 y 2006, hoy es poco menos que un enemigo nacional.

Al de Santos también se le critica por ser uno de los gobiernos más corruptos de la historia. Yo no creo que esta acusación sea precisa. Yo no creo que el gobierno Santos sea corrupto. Pero sí es fuerza admitir que este gobierno ha basado su gobernabilidad, no en el liderazgo del presidente, sino en refinar el arte de distribuir la mermelada. Esta ha sido la práctica común en Colombia, no solo de este gobierno, sino de todos. Pero muchos colombianos han notado que hoy la gobernabilidad solo proviene de la mermelada, y están hastiados de eso.

Con una actitud más vocal, el presidente podrá defender más eficazmente su obra. Yo estoy seguro de que la historia lo juzgará benignamente, cosa que no veo tan clara con Uribe, a pesar de todos sus logros, en especial los de su primer mandato. Pero la verdad es que, a la par con el proceso de paz, que pretende curar el cáncer que está por fuera de las instituciones, es necesario que el país también reflexione sobre la necesidad de depurar las fuentes de la gobernabilidad nacional, que es el cáncer que está por dentro de las instituciones. El país no resiste más la compra de gobernabilidad con el presupuesto nacional. Por eso van a estar tan interesantes las próximas elecciones presidenciales.

Democracia I-II

Si el método de votación mayoritario, en cualquiera de sus versiones, no es el apropiado, ¿entonces cuál es el método de votación que mejor representa el bien común? Para responder esa pregunta, procedo en dos pasos: (1) identifico unas condiciones que sería deseable que el método de votación satisficiera, y (2) me pregunto cuál método de votación satisface las condiciones identificadas.

Esta forma de proceder es común en la literatura. Así Arrow (1951) probó su teorema de la imposibilidad de unas preferencias colectivas consistentes; Nash (1950) halló su solución al problema de la negociación; y May (1952) identificó las condiciones que caracterizan a la votación mayoritaria. Así que, procediendo de esa manera, navego por aguas relativamente familiares.

Pido perdón de antemano por la longitud de esta entrada, y porque se me colaron algunos aspectos técnicos, que yo creo son necesarios para la cabal comprensión de lo que a continuación expongo. Sin embargo, en una lectura rápida, usted bien puede leer solo las cuatro condiciones, sin entrar en el detalle de sus explicaciones, y así la lectura se reduce considerablemente.

Las condiciones que identifico son las siguientes:
  • Un problema de escogencia social está caracterizado por tres elementos: (1) el grupo de individuos (“ciudadanos”) que toma la decisión; (2) el grupo de opciones o candidatos que tiene el grupo de individuos; y (3) las preferencias que cada uno de los miembros del grupo de ciudadanos tiene sobre el grupo de opciones o candidatos.
Que el problema de escogencia social esté caracterizado por estos tres elementos quiere decir que cambiar cualquiera de ellos debe cambiar lo que se entienda por una elección óptima. Si el grupo de individuos cambia, si el grupo de candidatos cambia o si las preferencias de los individuos sobre los candidatos cambian, las preferencias colectivas deben cambiar. Eso es lo que quiere decir que el problema de escogencia social esté caracterizado por el grupo de individuos, el grupo de candidatos y el grupo de preferencias que cada individuo tiene sobre todos los candidatos.
  • Las preferencias de los individuos sobre los candidatos u opciones son cardinales.
Se dice que las preferencias de los individuos son cardinales cuando su representación revela información sobre la intensidad de las preferencias. La noción de las preferencias cardinales se opone a la noción de las preferencias ordinales. Para aclarar estos conceptos quizás valga la pena un ejemplo. Si yo digo que Paulina Vega me gusta más que Teresa Gutiérrez simplemente digo que prefiero a Paulina sobre Teresa, pero no estoy diciendo cuánto la prefiero. Este tipo de preferencias es ordinal, porque lo único que hace es ordenar los candidatos; no me dice nada sobre la magnitud de las preferencias. En cambio, si digo que Paulina Vega me parece una mamacita y que Teresa Gutiérrez me parece un “gurre” (palabra que no aparece en el Diccionario de la Real Academia Española), estoy avanzando en la ruta de describir la intensidad de mis preferencias; es decir, me estoy moviendo en la dirección de las preferencias cardinales. Una cosa es que yo diga que Paulina Vega me gusta más que Teresa Gutiérrez; otra cosa es que yo diga que Paulina Vega me gusta más que Carolina Cruz. En un caso Paulina me gusta muuuuucho más; en otro me gusta más, pero no mucho.

El principio de que las preferencias de los individuos sobre los candidatos son cardinales es polémico porque muchos economistas han tendido a suponer que las preferencias de los individuos deberían ser consideradas como ordinales, no como cardinales. Esta es la que pudiéramos llamar la posición ortodoxa en economía. Esta posición, que se desarrolló principalmente en los años 1930 con los trabajos de Lionel Robbins, entre otros, tomó popularidad por el reconocimiento de que no es posible comparar las preferencias de dos individuos. Si un individuo dice que prefiere la pasta al sushi y otro también, no hay un modo objetivo de descubrir que uno de los dos prefiere la pasta al sushi más que el otro. Y una forma de evitar esas comparaciones interpersonales de bienestar era proscribiendo las preferencias cardinales de la teoría.

Sin embargo, con el desarrollo de la teoría de toma de decisiones bajo incertidumbre se ha venido cuestionando la posición ortodoxa en economía. La teoría de toma de decisiones bajo incertidumbre más popular entre los economistas, también conocida como teoría de Von Neumann-Morgensten, por sus proponentes iniciales, es una teoría que supone que las preferencias de los individuos son cardinales. Pero pocos economistas parecen haberse percatado de la contradicción entre su compromiso con las preferencias ordinales y su continuado uso de la teoría de decisiones bajo incertidumbre de Von Neumann y Morgensten.

El punto de fondo es que prohibir las preferencias cardinales para evitar la comparación interpersonal de bienestar es una medida demasiado drástica: por una parte, la gente evidentemente tiene intensidad en sus preferencias; por otra, aunque las preferencias cardinales son necesarias para tener comparaciones interpersonales de bienestar, no son suficientes: uno bien puede tener preferencias cardinales y sin embargo no tener el patrón de comparación que permita decir que un determinado número de unidades de bienestar de un individuo es equivalente a un determinado número de unidades de bienestar de otro individuo.

Hay un punto de fondo cuando se afirma que las preferencias de los individuos sobre los candidatos u opciones son cardinales. Usando la idea contraria, es decir, suponiendo que las preferencias de los individuos son ordinales, Arrow (1951) demostró (y, entre otras razones, obtuvo el premio Nobel por eso) que ningún sistema de agregación de preferencias individuales para obtener unas preferencias colectivas podía ser consistente. Este resultado, naturalmente, es muy fuerte. En buen español, lo que quiere decir es que ningún método de votación puede ser bueno. Pero se puede afirmar que el resultado de Arrow está predeterminado por su supuesto de que las preferencias son ordinales. Si uno deja que las preferencias sean cardinales, entonces sí es posible hallar métodos de votación “adecuados”. La pregunta se vuelve: ¿qué tan adecuado es suponer que las preferencias de los individuos son ordinales? Desde mi punto de vista, es evidente que las preferencias de los individuos se expresan con diversas intensidades, es decir, son cardinales.

El lío de las preferencias cardinales es que admiten múltiples representaciones, y eso puede causar problemas. Para ilustrar la idea, considere mis preferencias sobre Paulina Vega, Carolina Cruz y Teresa Gutiérrez. En una calificación de 0 a 5, a Paulina le doy 5, a Carolina Cruz 4.8 y a Teresa Gutiérrez 0. Esas mismas preferencias las puedo representar de la siguiente manera: a Paulina le doy 12 puntos; a Carolina, 11.6; y a Teresa, 2. En general, si S es el conjunto de opciones, si s es un elemento del conjunto S y si represento mis preferencias sobre S por medio de una función u = u(s), entonces, si u(s) representa mis preferencias cardinales, resulta que la transformación a + bu(s), con b mayor o igual que cero, también las representa. La constante a modifica el origen de la función. La constante b modifica la unidad de medida de la función (en mi ejemplo, supuse que a = 2 y que b = 2). De hecho, esa es la definición formal de una función cardinal: una función es cardinal si u(s) y a + bu(s) son la misma función. En lenguaje corriente, si yo tengo una función cardinal, cambiar su origen o su unidad de medición no afecta la información contenida en la función: sigue siendo la misma función. En lenguaje un poco más técnico, una función cardinal es única hasta una transformación afín positiva.

Es importante entender por qué se dice que u(s) y a + bu(s) son la misma función. La razón es que esa transformación, ajustada por la unidad de medida, preserva la distancia entre opciones. Por ejemplo, con mis preferencias iniciales mencionadas en el párrafo anterior, la distancia entre Paulina  y Carolina es u(Paulina) - u(Carolina) = 5 – 4.8 = 0.2. Ahora, con mis preferencias transformadas, esa distancia es a + bu(Paulina) – (a + bu(Carolina)) = 12 – 11.6 = 0.4. Esta distancia es igual a la distancia inicial, ajustada por la unidad de medida: 0.4 = 0.2 x 2. Esta propiedad es cierta para cualquier par de opciones y para cualquier transformación cardinalmente consistente de las preferencias individuales, y será muy útil e importante para fijar la tercera condición que queremos imponer a nuestro método de votación.
  • El método de votación debe ser invariante ante transformaciones cardinalmente consistentes de las funciones de utilidad individual.
Esta condición se vuelve necesaria precisamente por el hecho de que las funciones cardinales admiten múltiples representaciones. Sin embargo, si todas las representaciones son cardinalmente consistentes, lo cual quiere decir que la función cardinal sigue siendo la misma, entonces esas transformaciones no deberían afectar las preferencias colectivas. Por eso se puede (o debe) imponer la condición 3. Esta condición implica que el método de votación solo debe depender de las distancias entre las opciones, ajustadas por la unidad de medida. Formalmente, la función de utilidad social para un grupo de n ciudadanos debe tener la forma general:

w = w(s) = w((u1(s) – u1(o))/b1, (u2(s) – u2(o))/b2, … , (un(s) – un(o))/bn)

donde o es una situación social que todos los miembros del grupo conceden que es la peor situación posible. Muy intuitivamente, la condición 3 dice que, si las distancias entre opciones son medidas en “metros”, en “kilómetros” o en cualquier otra unidad, eso no debe ser relevante para la definición de las preferencias colectivas.
  • La escogencia social debe ser la opción eficiente que garantice una distribución igualitaria del poder.
Las anteriores condiciones, sobre todo la 2 y la 3, son condiciones de carácter técnico, introducidas para garantizar la existencia y consistencia del método de votación. La condición 4, en cambio, es una condición de carácter ético, que trata de dar expresión a la aspiración de que, en una democracia, todo el mundo vale lo mismo: a todo el mundo le debe corresponder una cuota de poder igual a la de todos los demás.

¿Cómo formalizar la noción de poder? Sin dar mucho detalle, se puede plantear lo siguiente: suponga que la izquierda prefiere la opción I, que es lo peor para la derecha. Esta prefiere la opción D, que es lo peor para la izquierda. Uno diría que, si la sociedad acoge la opción I, entonces la izquierda tiene todo el poder, y la derecha ninguno. Si la sociedad acoge la opción D, entonces la derecha tiene todo el poder, y la izquierda ninguno. Eso es precisamente lo que no se quiere. “Poder” en este contexto quiere decir que todos los individuos puedan avanzar en la dirección de sus máximas aspiraciones en la misma proporción.

El punto de fondo es que se puede demostrar que las cuatro condiciones anteriores implican un método de votación muy específico. Los detalles matemáticos de la demostración se describen en Castellanos (2012). El método de votación al que nos referimos fue inicialmente propuesto por Kalai y Smorodinsky (1975) como una solución alternativa al problema de la negociación de Nash (1950). Este método propone que la función de utilidad social está dada por la expresión:

w = w(s) = mín[(u1(s) – u1(o))/(u1(m) – u1(o)), … , (un(s) – un(o))/(un(m) – un(o))]

donde m es una situación social que todos los miembros del grupo conceden que es la mejor situación posible.

Para hacer operativo este método de votación, se le pide a cada individuo que le asigne una calificación a cada uno de los candidatos. En esto hay una diferencia con el método de votación mayoritario, en el cual el ciudadano, conceptualmente, solo le asigna un 1 a su candidato más preferido, y por extensión un 0 a todos los demás candidatos. La escala de la calificación se puede escoger arbitrariamente, ya que las preferencias cardinales admiten transformaciones para ajustar la escala. Entonces, por ejemplo, podemos utilizar la escala de 0 a 5. El candidato ganador es aquel cuya nota mínima es la mayor de todas.

Por ejemplo, considere el ejemplo que introdujimos en la entrada Democracia I-I, en el que suponemos que la sociedad está dividida en tres grupos: la izquierda, el centro y la derecha. Hay cuatro candidatos: I, B, C y D, y las preferencias de cada grupo por cada uno de los candidatos son las siguientes:

Izquierda: I, B, C, D
Centro: C, B, D, I
Derecha: D, B, C, I

Entonces cada grupo califica a cada uno de los candidatos. Las calificaciones de la izquierda son:

I, 5;
B, 3.5;
C, 2;
D, 0.

Las calificaciones del centro son:

C, 5;
B, 3.5;
D, 2;
I, 0.

Las calificaciones de la derecha son:

D, 5;
B, 3.5;
C, 2;
I, 0.

Entonces la nota mínima de cada candidato es:

I: 0
B: 3.5
C: 2
D: 0

Por lo tanto, en este método de votación el ganador es el candidato B, porque su nota mínima es la mayor de todas. Es, como se puede apreciar, un método de votación extremadamente sencillo de aplicar, pero que da resultados completamente distintos del método de votación mayoritario (ver la entrada Democracia I-I). En nuestra próxima entrada discutiremos algunas propiedades “filosóficas” del método de votación que proponemos.