En días recientes he tenido una
experiencia notable, por la cual debo estar agradecido. Resulta que Procolombia
y la Andi contrataron a la Universidad del Rosario para hacer un trabajo sobre
el potencial exportador de las empresas multinacionales en Colombia. La
pregunta es si algunas multinacionales pueden ser escogidas como “anclas” para
apalancar la inversión y las exportaciones en Colombia. En la Universidad del
Rosario, el trabajo está liderado por Juan José Echavarría y Saúl Pineda. Para
realizar una parte del trabajo (unas encuestas a las multinacionales), la
Universidad del Rosario contrató a Cifras & Conceptos, y ahí es donde yo
entro en el paseo. Este trabajo me ha permitido darle un vistazo a un tema que
me apasionó en una época de mi vida, y que merece un segundo vistazo.
Comencemos por decir que trabajar con
Juan José es un privilegio. Juan José es un tipo inteligente, apasionado y
divertido, y uno solo quisiera que hubiera más colombianos como él. Juan José
debió haber sido ministro del gobierno Santos, pero las cosas de la política
impidieron que eso se diera. Y, si hubiera sido ministro, debió haber sido
ministro de Comercio, Industria y Turismo: es uno de los tipos que más sabe en
Colombia sobre el tema (aunque todos los economistas llevamos un pequeño
ministro de Hacienda en nuestro corazón). Al respecto, Juan José es un
economista ortodoxo: él quisiera ver una economía colombiana más impulsada por
las exportaciones, más insertada en el comercio exterior, menos protegida. Y,
aunque el tema no es objeto del contrato que involucró a Cifras &
Conceptos, he podido ver cómo Juan José propone una reforma que reduciría los
niveles, la dispersión y la protección efectiva de los aranceles en Colombia.
La propuesta de reforma arancelaria de
Juan José no parece tener viabilidad política, así que parece que se va a
quedar en eso, en una propuesta. Pero sí sería bueno que el país le echara una
mirada, y la debatiera.
El tema de la reforma arancelaria y, más
en general, del papel del comercio exterior en el desarrollo nacional, es un tema apasionante pero controversial. La
mentalidad colombiana y latinoamericana al respecto está muy influenciada por
el pensamiento de la Comisión Económica para América Latina (Cepal) de la
segunda mitad del siglo XX. La idea “cepalina” (por aquello de la Cepal) era
muy simple: los países desarrollados son países industrializados. Los países
subdesarrollados son países sin industria, productores de materias primas. Por
lo tanto, para desarrollar un país hay que industrializarlo. Pero una
dificultad para la industrialización es el patrón de comercio internacional que
se genera cuando países ricos y pobres comercian: los países ricos se
especializan en la producción y exportación de bienes manufacturados, y los
países pobres se especializan en la producción y exportación de bienes básicos.
En otras palabras, si usted es un país pobre y comercia, usted se especializará
en la producción de bienes básicos, que nunca lo sacarán del subdesarrollo. Por
lo tanto, la recomendación cepalina en materia de comercio exterior era
aislarse de él, con el fin de permitir el florecimiento de la industria local,
que debía ser fuertemente protegida frente al poder de la industria extranjera.
Una forma de proteger la industria local era subir los aranceles. Toda esta
lógica de protección de la industria local se denominó “sustitución de
importaciones”.
Desde finales de los años 1960 la lógica de la
sustitución de importaciones empezó a ser cuestionada. ¿Por qué? Primero,
porque los productos de la industria local eran más costosos que los
importados. Eso, fuera de estimular el contrabando, genera una pregunta: ¿por
qué los consumidores locales deben pagar un costo para favorecer a los
productores locales? Lo segundo es que la industria local pareció acostumbrarse
a la protección. Si hay que proteger a una industria naciente, la pregunta es
por qué hay que seguir protegiendo a una industria establecida. Si hay que
proteger a una industria establecida, lo que en realidad se está premiando es
la ineficiencia. Lo tercero es que, con los años, la industria empezó a
desplazarse a los países subdesarrollados, sin necesariamente desarrollarlos.
Entonces ese vínculo entre industrialización y desarrollo empezó a ser
cuestionado.
En fin, no voy a detallar acá todas las
razones que pusieron a temblar el paradigma de la sustitución de importaciones.
Pero, como reacción, el país, y Latinoamérica, se metieron primero en una
lógica de “promoción de las exportaciones”, con tasas de cambio en permanente
devaluación, fondos de promoción de las exportaciones y todo eso. Luego vino la
época de la apertura. Después vinieron los esfuerzos mundiales por promover el
libre comercio, con la conversión del Acuerdo General de Aranceles y Comercio (GATT,
por su sigla en inglés) en la Organización Mundial del Comercio (OMC), que, en
una versión muy simplificada de los hechos, fracasaron por el interés de los
países ricos de promover el libre comercio pero proteger a sus sectores
primarios, y el interés de los países pobres de no respetar los derechos de
propiedad intelectual. La OMC avanzó, eso sí, en proscribir las tácticas
“desleales” de promoción de las exportaciones. Hoy, para promover las
exportaciones, los países no pueden, en términos generales, subsidiarlas.
Dado que los esfuerzos de promoción del
libre comercio a escala planetaria fracasaron, Estados Unidos intentó promover
el libre comercio a escala continental, con el Acuerdo de Libre Comercio de las
Américas (ALCA). Eso también fracasó. Entonces se entró en la lógica de los
acuerdos de libre comercio bilaterales. Colombia firmó algunos, especialmente
con los Estados Unidos. Pero, aparentemente, se acabó el vapor para seguir
firmando tratados de libre comercio bilaterales. El principal país que se quedó
por fuera es China.
Entonces la pregunta es: ¿qué más se
puede hacer? Eso depende de la postura ideológica. El proteccionismo brinda en
Colombia un punto de encuentro a algunos empresarios y a tipos más bien
mamertos. En Estados Unidos, el gran proteccionista ahora es Trump. De modo que
el discurso proteccionista, sin mucha consistencia, a veces es abrazado por la
izquierda y a veces por la derecha.
Mi interés por el tema surgió a finales
de los años 1980 y principios de los años 1990. En esa época, finales del
gobierno Barco y principios del gobierno Gaviria, Colombia se aprestaba para la
apertura. Yo trabajaba en el Departamento Nacional de Planeación y Pedro Nel
Ospina andaba para arriba y para abajo con un listado de todas las partidas
arancelarias que se iban a bajar. Había un cierto fanatismo aperturista entre
los técnicos, impulsado por Rudy Hommes y Armando Montenegro.
Pero a mí me entraron dudas: si el
comercio internacional es tan bueno, ¿por qué tanta gente se opone a él? Otra
pregunta era: si con la apertura nos dedicamos a favorecer a los consumidores,
que ahora podrán comprar más barato, pero afectamos a los productores, ¿qué
pasa con la localización de la actividad económica? Porque un país que consume
todo pero no produce nada no es viable. Dediqué mi doctorado (del que no me gradué,
aunque hice la tesis y la defendí) a estudiar ese tipo de preguntas.
La respuesta de libro de texto de por qué
tanta gente se opone al comercio internacional es que, aunque el libre comercio
es bueno para la sociedad como un todo, no necesariamente es bueno para todos
los sectores de la sociedad. El libre comercio produce ganadores y perdedores.
Y los perdedores pueden ser lo suficientemente importantes políticamente como
para bloquear los intentos aperturistas. Pero esa respuesta, en esa época, no me
satisfacía. Si el libre comercio es bueno para la sociedad como un todo, debe
ser posible hacer transferencias de ingresos de los ganadores a los perdedores,
y dejar a todo el mundo contento. ¿Por qué eso no pasa? Yo pensaba que una
posible explicación era porque no en todos los casos el libre comercio era una
cosa buena.
Así que, durante mi doctorado, me dediqué
a combinar modelos de crecimiento con modelos de comercio internacional para
entender si el libre comercio podría ser, en algunas circunstancias, nocivo
para el crecimiento. Y, en efecto, utilizando modelos económicos de competencia
perfecta, eso fue lo que encontré. En términos generales, el comercio es bueno,
pero hay algunos casos en que no lo es. Entiendo que esa posición es muy
polémica. Uno de mis papers satisfizo al jurado; el otro no: por eso, razones
más razones menos, no me gradué de PhD. Pero por esa época apareció un libro
clásico sobre la materia (Grossman y Helpman, 1993) que sostenía más o menos lo
mismo.
Un profesor de la universidad me
preguntó, si yo quería mostrar que el comercio internacional no era siempre
bueno, por qué no utilizaba modelos de competencia imperfecta. Yo le respondí
que, si se podía probar que el comercio internacional podía ser malo en un
contexto de competencia perfecta, los defensores a ultranza del comercio verían
muy debilitados sus argumentos.
Hoy, claro, pienso que la competencia
imperfecta es crucial para entender muchas de las particularidades de las
políticas de comercio. Por ejemplo, los países ricos están interesados en que
se protejan sus derechos de propiedad intelectual. Eso quiere decir, por
ejemplo, que, si una farmacéutica desarrolla una nueva droga contra una
enfermedad, ella tiene derecho, por lo menos por un tiempo, a vender su droga
cara sin que nadie pueda copiar su fórmula. Eso, en muchos países
subdesarrollados, se ha visto como inviable. Nuestro propio ministro de Salud,
Alejandro Gaviria, sometido a esa situación, se ha visto inclinado a no
respetar derechos de propiedad intelectual, sino permitir que el sistema de
salud pague drogas baratas. El punto de fondo es que la innovación es una
imperfección del mercado: es una externalidad que, si es valorada por el
mercado, será muy poco remunerada, y por lo tanto se producirá muy poco de
ella. Para estimularla, se inventaron las patentes, que no son sino una forma
de garantizar rentas monopólicas por un tiempo. En síntesis, estamos cambiando
una imperfección del mercado por otra. La pregunta de fondo es: ¿quién la paga?
¿Deben los países pobres pagarles rentas monopólicas a los países ricos, o deben
los países ricos subsidiar la innovación, y permitir que sus beneficios se
extiendan como una externalidad positiva a todo el mundo?
Una pregunta que uno puede formularse es:
si ya hemos firmado varios tratados de libre comercio, ¿no estamos ya lo suficientemente
abiertos? La respuesta, aparentemente, es no. Por porcentaje del comercio
exterior sobre el PIB, Colombia sigue siendo un país cerrado. Sigue habiendo
sectores altamente protegidos. Muchos de ellos están localizados en el sector
agropecuario, lo cual tiene sentido, porque, si los países ricos protegen mucho
su propio sector agropecuario, la pregunta es por qué nosotros no habríamos de
hacerlo. Y, aunque Colombia tiene tratados con Estados Unidos y la Unión
Europea, cuyos efectos se habrán de sentir gradualmente, no tiene tratados con
China y otros países similares. El último tratado que Colombia negoció fue con
Corea del Sur, y esa fue la gota que rebosó el vaso de la paciencia de los
productores nacionales. Pero países como Chile y Perú tienen más tratados de
libre comercio que Colombia, una estructura arancelaria más simple y baja, y,
aparentemente, un mejor desempeño económico de largo plazo. Entonces la
pregunta es: ¿no somos aún demasiado proteccionistas?
Juan José Echavarría cree que sí, y que
eso nos cuesta en términos de crecimiento de largo plazo. Hoy, con toda la
energía del país puesta en sacar un pacto de paz en La Habana, es difícil que
el país aborde de fondo el tema de la reforma arancelaria. Pero no estaría mal
que, por lo menos, busque una racionalización de la estructura de aranceles.
Quizás no se puedan bajar los niveles, pero sí se puede ajustar la dispersión.
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