Saturday, April 30, 2016

Democracia I

Estoy escribiendo un libro sobre mercado y democracia. Para tal fin, estoy escribiendo unas notas que me sirven para organizar las ideas. Quizás sea bueno ir publicando esas notas, por si eso provoca algún debate y me sirve para refinar mis posiciones. Por lo tanto, me gustaría iniciar una serie de entradas sobre la democracia. Esta es la primera, lo que explica el título de Democracia I.

La democracia es uno de los grandes inventos de Occidente, pero, como dicen por ahí, no se ha terminado de inventar. Yo creo que la democracia actual, en particular la colombiana, tiene cuatro grandes defectos, que son los siguientes: (1) La definición comúnmente aceptada de democracia es insatisfactoria. (2) La democracia representativa introduce unos privilegios inaceptables para los representantes, que se traducen fácilmente en corrupción. (3) La forma adecuada de tributar aún no se ha identificado. Y (4) la desigualdad económica puede afectar la igualdad política, desvirtuando la democracia. Dedicaré sendas entradas a tratar cada uno de estos temas. En esta ocasión trataré el tema de la definición de la democracia.

Usualmente se aceptan tres ideas: (1) que el fin de la democracia es el bien común, (2) que la democracia es el gobierno del pueblo, y (3) que, en una democracia, debe prevalecer la opinión de las mayorías. Con las dos primeras concepciones no tengo problema. Con la tercera sí. Es decir, creo que el fin de la democracia es el bien común y que la democracia es el gobierno del pueblo, pero no creo que un régimen mayoritario sea una democracia.

Eso no quiere decir que yo privilegie los gobiernos de minorías. No. Lo que quiero decir es que el criterio superior en una democracia debe ser el bien común, y sostengo que la regla de la mayoría no expresa adecuadamente el bien común. Pongamos un ejemplo. Supongamos que en Alemania gana las elecciones un partido, que, por decir algo, se llama el Partido Nacional-Socialista (nazi). Ese partido, una vez en el poder, decide que hay que exterminar a los judíos alemanes, que son una minoría. ¿Es democrático que los nazis exterminen a los judíos? Obvio que no. Mi punto es que una mayoría, por muy mayoría que sea, no puede imponer sacrificios enormes a una minoría.

Algunos teóricos de la democracia sostienen que ese problema se resuelve otorgándoles derechos a las minorías, derechos que, en una democracia, deberían ser inviolables por parte de las mayorías. Así, en una verdadera democracia, no solo gobiernan las mayorías, sino que, además, se reconocen unos derechos a las minorías.

Debo decir que la anterior solución me parece insatisfactoria. La principal razón es que hay una contradicción inherente entre los derechos de los individuos y el bien común. ¿Qué debe primar cuándo? No es una pregunta fácil de responder. Algunos teóricos afirman que el bien común no existe, y que solo existen derechos individuales, mientras que otros (nuestra Constitución incluida) sugieren que el bien común (casi) siempre está por encima de los derechos individuales. ¿Cómo se traza la línea? ¿Cuándo se traza? ¿Cómo se definen los derechos individuales?

He pensado mucho sobre qué significa el bien común, y he llegado a la conclusión de que los regímenes mayoritarios no lo expresan adecuadamente. Pienso, además, que una adecuada definición de bien común debe incorporar los derechos de los individuos, y no asumirlos como exógenos.

No es este el lugar para explicar los detalles de mi visión del mundo (para más detalles ver Castellanos, 2012), pero creo que el bien común está expresado por aquella situación social que impone los menores costos relativos a todos los miembros de la sociedad. Esta idea, expresada así, es vaga, así que voy a tratar de aclararla con un ejemplo.

Suponga que una sociedad está dividida en dos grupos, los “rojos” y los “azules”. Los rojos prefieren la situación I, y detestan la situación D. Los azules, por su parte, tienen las preferencias exactamente contrarias, es decir, prefieren la situación D, y detestan la situación I. Si los rojos tienen la mayoría, y por tanto gobernaran, harían valer la situación I, y los azules verían el gobierno de los rojos como tiranía. Si sucediera el caso contrario, con una mayoría azul, prevalecería la situación D, y los rojos verían el gobierno de los azules como tiranía.

Ahora supongamos que existe una situación C, que los rojos ven no tan buena como I, pero no tan mala como D. Algo similar pasa con los azules: ellos ven la situación C no tan buena como D, pero no tan mala como I. Para ser específicos, si cada grupo pudiera calificar cada situación de 1 a 5, siendo 1 la peor nota y 5 la mejor nota, los rojos calificarían a las situaciones I, C y D con 5, 3 y 1, respectivamente, y los azules las calificarían con 1, 3 y 5, respectivamente.

Notemos que nadie votaría por C en unas elecciones mayoritarias. Sin embargo, yo afirmo que una situación como C expresa el bien común en esta sociedad de rojos y azules. La propiedad de C es que la mínima valoración de ella que hacen las diversas fuerzas sociales es la mayor posible. Para los rojos, la situación D es un desastre. Para los azules, la situación I es un desastre. Tanto para los rojos como para los azules la situación C no es la gran cosa, pero tampoco es un desastre. Se puede argumentar que la situación C es la mejor situación social posible: la situación C expresa el bien común. Y a ella nunca se hubiera llegado por un voto mayoritario.

Los puntos de fondo que quiero hacer son que: (1) la regla mayoritaria no expresa el bien común, y (2) el bien común está expresado por aquella situación social que causa el menor daño posible a todos los posibles grupos sociales.

La afirmación (1) es polémica, ya que, a lo largo de la historia, se ha identificado la democracia con la regla de la mayoría. Yo afirmo que eso no solo es un error conceptual, sino que, adicionalmente, ha traído un daño innecesario a las sociedades donde se aplica.

Voy a poner un par de ejemplos, tomados de la historia política reciente de Colombia. En 2006, Álvaro Uribe logró su reelección como presidente de Colombia, a pesar de que la Constitución inicialmente la prohibía, porque, al terminar su primer mandato, había un sentimiento mayoritario de que él debía continuar como presidente. Había, naturalmente, una fuerte oposición a la reelección, pero era minoritaria. La voluntad de las mayorías se impuso, y la experiencia con la reelección no fue buena. Un segundo intento de reelección en 2010 fue detenido por la Corte Constitucional.

En 2011, Gustavo Petro fue elegido como alcalde de Bogotá para el período 2012-2015, con 32% de la votación total. Se puede argumentar que, para una mayoría de la población bogotana, Petro era la peor opción, pero las primeras preferencias de esa mayoría estaban divididas. Eso permitió que Petro ganara, con un porcentaje muy bajo de la votación. La polarización que esa elección causó dividió a la ciudad y paralizó a la administración. Petro fue destituido y restablecido en el cargo, y su alcaldía fue polémica. ¿Por qué? Porque, aunque tuvo una mayoría de votos, Petro no representaba el bien común. Para una mayoría de personas, una mayoría probablemente mayor que la que lo eligió, Petro era la peor opción, pero el método mayoritario no pregunta por cuál es peor opción para la gente, sino cuál es la mejor, y el resultado fue la elección de Petro. Lo triste de la anterior historia es que no aprendimos la lección. En las elecciones de 2015, Peñalosa fue elegido con 33% de los votos. Aparentemente, vamos a tener una ciudad dividida por mucho tiempo.

En síntesis, la pregunta sobre qué es la democracia no es un mero ejercicio académico: nuestra comprensión sobre qué es la democracia tiene serias consecuencias en la práctica. También, como lo señalo brevemente abajo, tiene profundas implicaciones filosóficas.

Sé que no es fácil aceptar la idea de que la regla de la mayoría no expresa adecuadamente el sentimiento democrático y el bien común. La idea de que la democracia está mejor expresada por la opción que haga el menor daño posible a cualquier grupo social será aún más difícil de aceptar. Sin embargo, electoralmente sería muy fácil de aplicar. Los ciudadanos no tendrían que votar por su opción más preferida, sino que tendrían que calificar a todos los candidatos. Ganaría el candidato cuya peor calificación fuera la mayor de todas.

Estoy convencido de que cambiar nuestra concepción sobre la democracia nos llevará a una sociedad más amable. Porque, en una democracia mayoritaria, el propósito de las mayorías es imponer sus intereses. En el tipo de democracia que estoy proponiendo, el propósito es no imponer a nadie cargas excesivamente pesadas o dolorosas. Es una lógica distinta, que facilita la amabilidad y la cooperación. Entonces, si queremos mejorar la democracia, debemos comenzar por modificar lo que entendemos por democracia.

Thursday, April 28, 2016

Palabras ante los graduandos de economía de la Universidad del Rosario

El decano de la facultad de economía de la Universidad del Rosario, Carlos Sepúlveda, muy amablemente me invitó a dirigir unas palabras a los graduados de la facultad. Esto fue lo que dije.

Quisiera, en primer lugar, agradecer el riesgo que tomó la Universidad, y muy en particular el decano Carlos Sepúlveda, al pedirme que les dirigiera a ustedes, queridos graduandos, unas palabras en este día. No sé si tenga los pergaminos o las canas necesarias para semejante encargo. Les ruego mucha indulgencia con estas palabras, que fueron preparadas a las carreras, sin mucha inspiración y sin mucho orden para ponerlas en un todo coherente.

Quiero comenzar por contar anécdotas personales que me atan a esta universidad. Yo soy uniandino, pero tengo una deuda de gratitud con el Rosario. Recién graduado de los Andes, mi primer trabajo fue aquí al lado, en el Banco de la República. Y tal vez esa proximidad sirvió para que mi primer trabajo como profesor fuera acá, en la Universidad del Rosario, que en esas épocas tal vez todavía era el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. Acá me recibieron a pesar de mi juventud de entonces, de mi pelo largo, de mi arete, de mi falta de corbata y de mi irreverencia por los “doctores”, así entre comillas. En el Rosario de la época, eso era un sacrilegio, que fue aceptado de buen grado. En mi primera clase, los estudiantes no creyeron que yo fuera el profesor, y me tocó llamar a la decana de Derecho de la época, Marcela Monroy, para que los persuadiera de que yo no era una primiparada. Hice muchos amigos entre los estudiantes de esa época, que eran casi de mi misma edad, varios de los cuales aún conservo.

Aquí me pasaron cosas divertidas y terribles. Recuerdo que la universidad me exigía hacer exámenes orales, en los cuales yo no tenía experiencia. Hice uno que comenzó un viernes en la tarde, y que duró todo un fin de semana. La fiesta en el intermedio, animada con música de Soda Estéreo, para mí siempre será inolvidable. En otra ocasión, en plena clase y en voz alta, una alumna me pidió que me quitara la chaqueta, para poderme ver mejor las nalgas. Me imagino que la apuesta que debió ganar por ese atrevimiento tuvo que haber sido muy grande. Al menos una de mis estudiantes de esa época ya murió, y vine a enterrarla, con todo el dolor de mi alma, aquí a la Bordadita. Y estas historias no agotan todas las anécdotas que puedo contar de esas épocas. ¿Por qué cuento todo esto? Creo que una palabra lo resume todo: gratitud porque aquí comencé mi carrera de profesor. No tengo el honor de ser rosarista, pero tengo una deuda de gratitud enorme con este claustro.

Hoy es una fecha de celebración. Estamos celebrando su grado de economistas. Trabajaron duro para él, y es justo que hoy lo celebren. Así que felicitaciones para ustedes; para sus padres, que deben estar muy orgullosos; para la Universidad y sus profesores, que formaron una nueva cohorte de profesionales, y que deben sentirse satisfechos por la labor cumplida. Aquí hay motivo de regocijo para todo el mundo.

Los grados universitarios son un rito de paso, una iniciación, una ceremonia para marcar una conversión. Hasta hoy ustedes estaban en formación. Hasta hoy ustedes eran responsabilidad, primariamente, de otros: de sus padres, de sus familiares, de su Universidad. Hoy termina la preparación para la vida, y mañana será otra cosa.

Claro, el cambio no es tan abrupto como el rito lo sugiere: ustedes ya venían ganando independencia antes de este acto, y, de hecho, antes de llegar aquí, ya habían tomado algunas decisiones que serán cruciales para el resto de sus vidas. Por ejemplo, ustedes ya decidieron que querían ser economistas o financieros.

Esa decisión es importante, pero no determinante. Algunos de ustedes querrán ser economistas académicos, otros trabajarán en el sector financiero, otros estarán preocupados por el desarrollo, otros estarán en el tercer sector, otros venderán bienes raíces. La carrera que uno escoge marca un rumbo posible, pero no definitivo. Ya habrá tiempo para que la vida juegue sus dados, y para cambios voluntarios de rumbo y rectificaciones.

Además, cometerían un error muy grave si creen que sus procesos de formación para la vida terminan hoy. Si hay algo que hemos aprendido en el incesante cambio del mundo de hoy es que la formación no puede terminar con la juventud, y solo los que mantienen sus cabezas actualizadas evitan una obsolescencia precoz en un mundo que corre atropellado.

Pero los grados dan pie para reflexionar por un instante sobre los cambios que están sucediendo en sus vidas. Ya mañana ustedes serán profesionales, y deberán enfrentar el reto de vivir la vida como adultos. De mañana en adelante, sus vidas serán lo que ustedes quieran hacer con ellas. Desde mañana, los principales responsables de ustedes serán ustedes mismos.

Claro, el azar existe. Nadie sabe qué les deparará la vida. Algunos tendrán más oportunidades; otros menos. La vida traerá sorpresas, no cabe duda, y, no crean, los años son aleccionantes. Bien dice el dicho que más sabe el diablo por viejo que por diablo. Pero las personas más exitosas usualmente son aquellas que mantienen una consistencia de propósitos entre la juventud y la madurez. Si uno, desde joven, sabe para dónde va, la vida le alcanzará más fácilmente para llegar al puerto de destino.

Así que mi primer mensaje es que, en la vida, uno recibe más o menos lo que quiere. Si algún acierto tiene el pensamiento de derecha es que el individuo adulto es responsabilidad, principalmente, de sí mismo, no de las circunstancias, del Estado, de los familiares o del azar. Ejerzan con cuidado la gerencia de sus propias vidas, porque, hasta donde entiendo, a cada cual le toca una sola, y cada cual es responsable de la que le ha tocado en suerte. Nada es más odioso que una persona que utiliza sus circunstancias para explicar sus fracasos. Contra ese terrible mal, es bueno recordar la frase de Bolívar en la que dijo que, si la naturaleza se oponía a sus designios, lucharía contra ella, y la sometería. Para los grandes hombres, y mujeres, no hay excusas.

Todo lo que se les pide, lo cual es fácil de pedir, pero no tan fácil de lograr, es que sean buenos profesionales, buenos rosaristas y buenas personas.

Como profesionales, sean buenos trabajadores y buenos economistas o financieros. Uno, como profesional, solo tiene dos futuros posibles: o es empleado, o es emprendedor. Los emprendedores son fundamentales para la sociedad, y su éxito es fácil de medir: la lograste, o no la lograste. Pero no todo el mundo tiene madera de emprendedor, y está bien que así sea. Una sociedad necesita emprendedores, pero no solamente emprendedores. Si uno escoge ser empleado, es bueno saber que uno debe jugar a ser la locomotora que arrastra los vagones, no la carga que va dentro de ellos. El mensaje es simple: como trabajadores, den más de lo que les piden. Piensen más y más rápido que sus jefes. Así pronto llegarán a ocupar los cargos que ellos ocupan.

En cuanto a la economía y las finanzas, se ha popularizado el mito de que Colombia es tierra de buenos economistas. Y eso es cierto, pero solo en un sentido limitado. Se ha enfatizado que el manejo económico colombiano es razonable, que tenemos una tradición de mantener la estabilidad macroeconómica y de pagar nuestras deudas. Cuando una mira nuestra historia, esa tradición bien puede ser más un mito que una realidad, pero, aun así, bien vale la pena mantenerla. Nuestro actual ministro de Hacienda, creo, simboliza esa sana tradición. Adicionalmente, en una bienvenida evolución, creo que hay toda una generación de economistas jóvenes con notables habilidades empíricas, sectoriales y microeconómicas. Todo eso está muy bien.

Pero también creo que hay dimensiones donde los economistas le hemos fallado al país. Por ejemplo, creo que Colombia aplazó inversiones vitales por mantener el equilibrio macroeconómico, y hoy es un país con un acervo de capital que no se compadece con su nivel de desarrollo. De otra parte, creo que uno de los grandes debates que no se han dado en Colombia, quizás porque todos sus protagonistas están todavía vivos, es cuál fue la responsabilidad de los técnicos colombianos en la gran crisis económica de 1999. Como un tercer ejemplo, habría que mencionar la crisis social que vive el país, que se refleja en el hecho de que, en términos de desigualdad, estemos entre los 10 o 15 peores países del mundo. Quizás la culpa de esto no sea solo de los economistas, pero la verdad es que es un hecho que nos avergüenza a todos.

Economistas colombianos de renombre internacional hay muy pocos, quizás solo uno, y ninguno con posibilidades de llegar a ser un premio Nobel. Me parece, por tanto, que la producción teórica colombiana es deficiente, y que eso ha limitado nuestra capacidad de entendernos a nosotros mismos. En este terreno me parece incluso que hemos retrocedido. En el pasado, las reflexiones sobre el desarrollo, sobre el desempleo, sobre la historia económica, sobre los problemas económicos vitales, me parece que eran más activas, si bien no se hacían, quizás, con el nivel de rigor necesario.

Pero ser buen economista no significa solamente hacer modelos matemáticos complejos o correr regresiones con las últimas técnicas estadísticas. Ser buen economista implica darse cuenta de que hay preguntas sobre el comportamiento social que todavía no sabemos responder muy bien, y cuyas respuestas son fundamentales para entendernos como sociedad y para resolver problemas como la pobreza y la desigualdad. Estoy tratando de decir, creo, que la técnica, por sí sola, no hace bueno al economista. No solo se trata de responder rigurosamente las preguntas que se nos plantean, sino de saber plantearnos las preguntas adecuadas.

Mi generación, creo yo, ha sido una de economistas técnicos pero ideologizados, convencidos de las bondades del libre mercado y la apertura, pero incapaces de contrastar la teoría con la realidad. Para mi generación, ser buen economista era ser neoliberal. Para nosotros, nuestros problemas se resolverían si sacáramos a los políticos y metiéramos al mercado a manejar las cosas. Hoy estoy convencido de que el mundo es más sutil, y que no basta con entender la esfera económica del funcionamiento social. No creo que en el mundo de hoy alguien pueda ser buen economista despreciando o ignorando la política, la sociedad y la historia.

Hoy, un buen economista es ante todo un buen científico social: un tipo que puede hablar con los sicólogos, con los antropólogos, con los politólogos, y no un tipo que se atrinchera en la jerga de los economistas para descalificar al resto con la pregunta de “¿y dónde está su modelo?”. Los más técnicos de nuestros ministros fueron sacrificados en el Congreso de la República porque su lenguaje técnico sonaba como, y quizás era, arrogancia, y hoy no nos sorprendemos de que tipos como Óscar Iván Zuluaga o Simón Gaviria, con un perfil más político que técnico, sean ministros de Hacienda o directores de Planeación Nacional. Hoy los economistas no pueden solo hablar con letras griegas y entre ellos, sino que tienen que hablar, también, en lengua vernácula y frente a todos los concernidos. La economía es demasiado importante para dejársela solo a los técnicos.

No sean dogmáticos con su conocimiento. Sé que es una tentación de la juventud, pero no crean que se las saben todas. Quién sabe si la economía es una ciencia, pero el sello distintivo de esta es la posibilidad de estar equivocado. El buen economista no es el que sabe qué dice el modelo, sino el que sabe si el modelo aplica a la realidad. Todo modelo, por bello que sea, si no es ratificado por la realidad, debe ser corregido o abandonado. Nuestra prueba ácida no es que nuestro conocimiento esté de acuerdo con nuestras ideas, sino que esté de acuerdo con la realidad.

Ese contraste con la realidad me parece vital. En estos días, ese reality check, como se dice en inglés, se practica en economía con lo que, en nuestra jerga, se denomina “formulación de políticas públicas basada en evidencia”. Debo decir que ese reality check, practicado de esa manera, me parece absolutamente insuficiente. El mundo hoy corre más rápido que las evaluaciones de impacto. No sé si estoy diciendo con claridad lo que quiero decir, pero, como diría Suso el paspi, para que no digan que no cito a grandes filósofos, el que me entendió me entendió.

Descubran la ideología que hay detrás de cada modelo. Algunos han querido convencernos de que, como la economía es una ciencia, en cuanto tal, no admite valores. Pamplinas. La economía no es solo la ciencia de la eficiencia: también es la ciencia de la justicia. No hay separación entre economía y política, así como tampoco hay separación entre política y valores. No les estoy diciendo que sean de derecha o de izquierda. Creo que todo ser humano maduro debe cultivar una posición política, pero es indispensable reconocer que nunca habrá unanimidad al respecto, y que tenemos que ser capaces de crear una sociedad donde todos, incluso los que piensan distinto de uno, puedan florecer. No solo como economistas, sino también como seres humanos, tenemos que aportar a la paz de Colombia.

A la economía a veces se le dice the dismal science, la ciencia lúgubre. A veces se dice que los estudiantes de economía son más egoístas que los estudiantes de otras disciplinas, que uno se vuelve más egoísta por estudiar economía. Si esas cosas se siguen repitiendo, que no sea por ustedes. Ojalá ustedes sean portadores de una economía de la esperanza y el altruismo. Las utopías pensadas por los economistas han resultado un desastre, como lo atestiguan la antigua Unión Soviética o la actual Venezuela. Releo esta frase y, la verdad, no sé si estos resultados se pueden atribuir a los economistas, o a la falta de ellos. En fin, ese sería todo un debate. Pero creo que mis puntos son dos: uno, no podemos renunciar a la utopía, y dos, no podemos abandonar el sentido práctico de las cosas. 

Así que creo que lo que estoy proponiendo es la búsqueda del oxímoron de las utopías posibles. No causen daño por buscar lo imposible, pero tampoco se contenten con justificar lo malo de la realidad actual solo porque es la realidad actual. Las cosas son como son, pero la promesa del conocimiento es que es la comprensión la que permite la transformación social.

Como buenos rosaristas, ustedes son herederos de una tradición sobre la cual se ha construido Colombia, y que se respira muy fácilmente en estas paredes, tan llenas de historia. Ser rosarista es un honor que cuesta. Tal vez ustedes, que deambulan tanto por estas paredes, no lo notan tanto, pero para mí, que, como ya dije, no soy de este claustro, la tradición rosarista es un bien público de máximo valor. Colombia está hecha de lo que ha hecho el Rosario. Recuerden que en esta casa enseñó Mutis. Solo pensar que de esta casa salió Caldas a enfrentar su suerte se vuelve un pensamiento sobrecogedor. Piensen ustedes en esa figura conmovedora: el conocimiento saliendo a dar la vida por la Patria. Pocas universidades pueden decir que tienen una cafetería con una multitud de cuadros de presidentes de la república egresados de la universidad. Esa historia pesa y es un patrimonio, no solo de ustedes, sino de toda Colombia. Vivimos la vida bajo la sombra de nuestros mayores, y no podemos ser inferiores a su legado. Hoy ustedes entran a esa historia, y no como espectadores, sino como protagonistas. Desde hoy es el turno de ustedes.

Como personas, me parece que todos tenemos tres grandes responsabilidades: con nosotros mismos, con nuestras familias y con nuestra sociedad, tanto nacional como internacional. La primera responsabilidad de cada individuo es consigo mismo. Cada cual debe cultivarse, intelectual y moralmente. Nadie que no esté bien consigo mismo puede hacer el bien por los demás.

Esta institución ha sabido derivar las fuentes de su propuesta moral de la fe cristiana, y en esa fe, sea uno creyente o no, puede encontrar valiosos motivos de renovación y valiosas lecciones de vida. Hoy el papa Francisco es luz para todo el mundo, incluidos los no católicos, y se me antoja que Francisco no está más que renovando los esfuerzos educativos de un Cristóbal de Torres, o reeditando para hoy el mensaje del nazareno que murió en una cruz hace más de 2.000 años.

Colombia pasa hoy por una crisis de probidad. Hoy es normal ver que un exalcalde que pasó por estas aulas está en la cárcel por haber desfalcado a la ciudad, o que la comida de los colegios oficiales alcanza para dar contratos millonarios, pero no para dar comida a los niños de los colegios. Recuerden, por Dios, una cosa. No es más exitoso el que más tiene. No es cierto que el que tenga más juguetes al final de la vida gana. No se trata de acumular riquezas a toda costa. Hay una cuestión de modo que es fundamental. Ser famoso con el prestigio de Pablo Escobar es el mayor oprobio. La decencia es un valor que se ha perdido en Colombia, y que ustedes deben conservar. Ser profesional es un privilegio en Colombia, y el que más ha recibido más debe a la sociedad. Si los ladrones no merecen perdón, los ladrones de cuello blanco son más indignos aún. Hay que mantener la elegancia de la discreción, las buenas maneras y el buen hacer. El único patrimonio real de una persona es su buen nombre.

Atrás les dije que, en la vida, uno recibe más o menos lo que quiere. Eso que les dije es verdad, pero no es toda la verdad. La historia no queda completa si no se entiende que uno recibe más o menos lo que da. Esta idea es fácil de entender para un economista. Todo intercambio es un acto de reciprocidad. Pero, cuando esta noción se saca del ámbito del mercado, adquiere una profundidad insospechada. Llamémosla la lección de San Francisco: dando es como se recibe. La medida de nuestro éxito personal es el alcance de nuestra responsabilidad social. A todos nos gusta el aprecio y el reconocimiento social, pero ellos no vendrán si antes no hemos dado lo que nos corresponde.

En un sentido profundo, ustedes hoy generan la misma ternura que genera un bebé, con todo el futuro por delante. Como diría Miguel Mateos, en una canción que quizás revela demasiado mi edad, “nene, nene, ¿qué vas a hacer, cuando seas grande? ¿Una estrella de rock and roll, presidente de la nación?”. Cuando les estamos diciendo que ustedes tienen todo el futuro por delante, créanselo, porque es verdad. Hoy los mayores les estamos haciendo entrega a ustedes de ese bien tan preciado que es la esperanza en el futuro. Hagan con él lo que mejor puedan. Construyan un mejor mañana. Se les pide que tomen la posta, y que la entreguen un poco más lejos de donde la recibieron. El país que ustedes reciben hoy no es, en muchos sentidos, el mejor del mundo, así que tienen mucho trabajo por delante, pero aquí tampoco es que no hayan pasado cosas. Aquí se ha construido una nacionalidad, se han construido unas instituciones, se ha construido una base económica. Puede que la Colombia de hoy no sea una maravilla, pero cómo ha cambiado, y para bien, desde que yo tenía la edad de ustedes. Hay que seguir, y solo hay una dirección posible: hacia adelante. Hoy nosotros, seres ya mayores, vemos cómo ustedes ya pueden despegar, tomar vuelo, y eso nos llena de orgullo y de felicidad a todos nosotros. Con ustedes, queridos graduandos, nuestro futuro está en buenas manos. Me uno a sus seres queridos y a sus maestros en felicitarlos efusivamente, y en desearles lo mejor para sus vidas.

Tuesday, April 26, 2016

Pobladores de la memoria

Debió haber sido en el Hay Festival de Cartagena de 2013 que oí de la existencia del libro The robber of memories (El ladrón de recuerdos), de Michael Jacobs. Un libro de una belleza reposada sobre la pérdida de la memoria, el río Magdalena, Gabriel García Márquez y el recuerdo de los padres, entre otras cosas. Pronto supe que Michael Jacobs había muerto, y me congratulé de haberlo podido ver en ese Hay Festival.

Hace poco estuve en la Feria del Libro de Bogotá de 2016, que está dedicada a Holanda. Gracias a ella oí de la existencia del libro El azar y el destino: viajes por Latinoamérica, del escritor holandés Cees Nooteboom. En ese libro, Nooteboom dedica su última entrada a El ladrón de recuerdos. Tanto Jacobs como Nooteboom tienen algo de latinoamericanistas, y hay que agradecerles por sus esfuerzos para rescatarnos del olvido.

La memoria es una cosa porosa. La mía es particularmente mala. Recuerdo muy bien muy pocas cosas, cosas de las que la gente normal no se acuerda. Pero, de resto, tengo muy mala memoria. Por ejemplo, si salgo de ver una película, solo recuerdo el sabor general de la película: soy incapaz de describir escenas específicas.

Por lo tanto, mi pasado está poblado de muy pocas personas. Pero hay dos que no olvido, a pesar del paso del tiempo. Una es un vendedor de juguetes inflables, flotadores y cosas así, que habitó en mi infancia. Me lo encontré varias veces en la calle, y dejó una huella perenne en mi memoria por dos razones: una, los juguetes en sí mismos, que me encantaban, pero que no recuerdo que mis papás me hubieran comprado alguna vez. Yo solo veía pasar al señor, semioculto por todos los juguetes que cargaba, y yo me moría de ganas de que uno de esos juguetes fuera mío.

La otra razón por la cual no me olvido de él es porque no tenía nariz. Eso, naturalmente, siendo yo un niño, me impresionaba mucho. Así que podemos llamarlo el desnarigado de los juguetes de inflar. Creo que solo una vez me atreví a hablarle en la vida, y recuerdo que no fue muy amable. No importa: lo guardé en la memoria.

El otro señor que habita mi memoria es un viejito que se paraba a la vera de la carretera Bogotá-Villavicencio, un poco más allá de los túneles de Quebradablanca, a vender velas y miel. Era un viejito extremadamente dulce, y con un pobre sentido comercial. De hecho, yo creo que pasé varias veces a su lado antes de enterarme cuál era su actividad económica: uno solo lo veía al lado de la carretera, en una casetica como de celador, para protegerse de los elementos. La expansión de la vía, con la construcción de viaductos y todas esas cosas, para él solo amplió las dificultades comerciales del negocio.

Por fin alguna vez paré, y me costó entender que vendía velas. A veces lo acompañaba su esposa. Ninguno de los dos tenía ya edad para ejercer como vendedor en la carretera, pero, en una época de mi vida en la que viajaba con alguna frecuencia a una finca con nombre poético entre Cumaral y Restrepo, ahí estaba el viejito, a veces solo, a veces con su esposa, y mi carro quedaba lleno de velas que yo no estaba seguro de necesitar. Después de la compra, uno lo veía alejarse por el espejo retrovisor, y sentía que ese señor que movía la mano para despedirse parecía menos un vendedor de carretera que el abuelo que uno acababa de visitar. Si las cosas fueran al derecho en Colombia, viejitos como ese gozarían de un buen retiro, y no les tocaría combatir la pobreza con un negocio precario al lado de la carretera.

No sé qué será hoy del vendedor de inflables y del vendedor de velas. Muy probablemente están muertos. Hace tantos años que los veía. Hoy forman parte de mis memorias tal como la loca Margarita o el bobo del tranvía forman parte de las memorias de Bogotá. Si ya murieron, no me enteré de sus muertes; no fui a sus entierros. Pero ellos forman parte de mi vida tanto como si estuvieran vivos, y en mi memoria, tan porosa, tan llena de huecos para otras cosas, ellos siempre están ahí, y ahí estarán mientras yo viva.

Sunday, April 24, 2016

Una visión distinta de la Feria del Libro

Yendo en mi carro nuevo a la Feria del Libro, me pasó algo singular. Detenido en un semáforo, vi a un “habitante de la calle” a la distancia. Su presencia me dio una cierta aprehensión. Y, como si yo lo hubiera atraído con el pensamiento, se vino directo a mi carro. Le vi los gestos de un perturbado mental. Se recostó un instante sobre mi puerta, no más que un instante. No le di dinero. Miré si iba a arrancarme el espejo, pero no se acercó a él. Oí un sonido seco en la puerta, pero no me intranquilizó: no era el sonido que se hubiera producido si me hubiera rayado la puerta. No fue más que un instante. No insistió en que le diera algo, y se marchó. El semáforo se puso en verde, y seguí mi camino a la Feria del Libro.

Después de mis compras de libros, volví al parqueadero, y vi el daño que el “habitante de la calle” me había hecho: me arrancó una pieza de la manija de la puerta del carro. También puede ser que me la hayan arrancado en el parqueadero, pero es menos probable. Es mucho más probable que ese habitante de la calle, en ese preciso momento, me haya seleccionado precisamente a mí para hacerme un daño.

El daño, en sí mismo, no es enorme. La pieza faltante es pequeña. Sin embargo, en un carro nuevo, no deja de ser doloroso. Caben, pienso, dos reacciones: una, la de la “izquierda”, lamentarse por la deplorable condición social de los habitantes de la calle, condición que los lanza a una vida brutal, muchas veces al margen de ley. Otra, la de la “derecha”, quejarse de la vida en Bogotá. De los trancones y los semáforos, que hacen más fácil la operación de los ladrones, los mendigos y los vendedores ambulantes. De los indeseables sociales, que “alguien” debería recoger y poner en cintura.

Que haya habitantes de la calle es un síntoma de una grave enfermedad social. El desarrollo, sin embargo, no parece eliminarla. He visto habitantes de la calle en Estados Unidos y en Europa. En Londres les dicen homeless. En París son los clochard, que usualmente son viejitos que beben de alguna botella de alcohol guardada en una bolsa de papel, porque, alguien me explicó, exhibir botellas de alcohol abiertas en la calle es ilegal en París. Pero hay una diferencia entre los habitantes de la calle colombianos y los del mundo desarrollado: los colombianos no parecen ser tan inofensivos. ¿Conclusión? El desarrollo no parece eliminar los habitantes de la calle: simplemente se aprende a convivir con ellos.

Debo admitir que mi encuentro cercano con un habitante de la calle me produce reacciones de “izquierda” y de “derecha”. Creo que todos tenemos el derecho de transitar sin miedo por la calle. Pero vivo en una ciudad donde ese derecho no existe. Uno tiene que cuidarse de todo: del hueco, del trancón, del policía, del habitante de la calle, del atravesado. En la caldera a punto de estallar en la que vivo, cualquier gesto mal interpretado puede terminar en muertos. Entiendo que alguien, de manera facilista, recomiende una “limpieza social” para nuestros males. Digámoslo en un español más actual: “que maten a todos esos hijueputas”.

Pero también entiendo que, en una sociedad desigual, transito en un carro ostentoso, dispuesto a gastarme en libros lo que no estoy dispuesto a pagar en impuestos y lo que mucha gente no gana en un mes, y que el precio de mi estilo de vida es poder vivirlo solo en guetos donde los habitantes de la calle no puedan entrar. Viendo bien las cosas, lo que me ha pasado a mí no es nada comparado con lo que les ha pasado a otros en esta horrible sociedad colombiana.

Yo aproveché la Feria del Libro para comprar, entre otros, el libro de Claudia Palacios Perdonar lo imperdonable. No lo hubiera comprado si no me hubieran hablado mucho de él. Las primeras historias son terribles. Para decir solo un dato, a Maurice Armitage, el actual alcalde de Cali, lo secuestraron dos veces. A mí solo me arrancaron una pieza de la manija de la puerta del carro. A mí lo que me ha ido es bien.

Todos queremos paz. No veo cómo vamos a tenerla si no construimos una sociedad completamente diferente. Armitage (citado por Palacios) dice: “Yo no veo mi secuestro como algo personal de él contra mí sino en medio de un contexto, y estoy convencido de que la paz se logra con la distribución de la riqueza. Es claro que la guerrilla está desprestigiada por su proceder militar, pero no por su principio ideológico. El que diga que eso no es cierto es porque no conoce”.

Un hampón es un hampón, es cierto. Y también es cierto que no puede haber equilibrio en una sociedad injusta. Como dice Claudia Palacios, todos tienen razón. La izquierda y la derecha tienen razón. Pero, si seguimos pensando igual y actuando igual, seguiremos viviendo con miedo.

No sé qué pensar. Pero, bien vistas las cosas, esta Feria de Libro ha dejado sus lecciones.

Monday, April 11, 2016

El asesinato de Gaitán, a 68 años de distancia

Vi la noticia en El Tiempo de que la casa museo de Jorge Eliécer Gaitán había sido reabierta, y aproveché este 9 de abril para visitarla. Fue una visita interesante, típica del país en que vivimos. El museo es la casa en que vivía Gaitán cuando lo mataron, en la bien recordada fecha del 9 de abril de 1948. La casa está bien mantenida, con unos enseres que, si bien pueden no ser originales, reproducen el ambiente de los años 1940. El entorno de la casa es una construcción, diseñada por Rogelio Salmona, que rodea y empequeñece a la casa, y que quedó a medio terminar. Un guía, estudiante o profesor joven de la Universidad Nacional, que aparentemente quiere hacer entender más de lo que sabe, nos explica que es porque la presidencia de la República, desde 2002, dejó de girar los fondos necesarios para su terminación. Una historia más precisa seguramente debe incluir las complejas relaciones entre Gloria Gaitán, la hija del caudillo, que no es una persona fácil, y el Estado colombiano.

El caso es que lo que pretendía ser un gran monumento a la memoria de Gaitán es una casa bien mantenida, rodeada de un elefante blanco sin terminar. Da pesar que Colombia no sea capaz de hacer monumentos a la altura de sus referentes históricos, pero ese es el país en el que vivimos. Recuerdo muy vívidamente que, cuando quise visitar el museo del 20 de julio en el bicentenario de nuestra independencia, el 20 de julio de 2010, estaba cerrado. Estaban haciendo unas remodelaciones, y no las terminaron para la fecha crucial.

Visitar la casa de Gaitán es interesante. He pasado muchas veces a su lado, pero nunca había entrado. Y no había entrado porque no estaba abierta al público. Así que aproveché la primera oportunidad. Hay una breve, pero buena, infografía en las paredes, que recuerda algunos hitos de la vida de Gaitán. Algunos objetos están al alcance del público, y uno teme que alguien se robe alguna pieza de la vajilla, o algo así. Hay objetos impactantes, como un micrófono desde el cual Gaitán presumiblemente dio algunos de sus discursos, pero quizás los cuatro más impactantes son la puerta de la entrada del edificio “Agustín Nieto”, donde Gaitán tenía su oficina de abogado, y de donde salía cuando lo mataron (toda la puerta con su marco de piedra fue trasladada de la Jiménez con séptima a la casa de Gaitán); la agenda de Gaitán con la fecha del 7 de abril de 1948, que muestra que tenía cita con Fidel Castro (cita que, aparentemente, nunca se cumplió); varios pares de zapatos del caudillo; y su vestido icónico, un traje gris cruzado: uno fácilmente puede imaginar a Gaitán metido dentro de ese vestido.

Sin duda, la museografía y los guías podrían ser mucho mejores. Tuve dos guías, una niña que era dulce, pero no más, y, como ya mencioné, un joven que, me pareció, tenía todo el perfil de un profesor distrital de historia, que, como buen petrista, tiene conocimientos pandos pero juicios políticos duros. Aunque bien intencionados, mis guías hubieran podido ser mejores. El caso es que quedé con la sensación de que mi visita, que duró casi cuatro horas e incluyó dos charlas, dos videos y una sesión de música, no fue suficiente para ayudar a entender el drama de Gaitán en la vida nacional. El nivel general de la claridad que la visita al muso genera fue revelado cuando una niña detrás de mí preguntó: “¿Pero Gaitán era liberal o conservador?”.

Jorge Eliécer Gaitán murió asesinado, a manos de Juan Roa Sierra, el 9 de abril de 1948. No se sabe quién fue el autor intelectual del asesinato de Gaitán, pero muchos sospechan que detrás de su muerte estuvo el régimen de Mariano Ospina Pérez. De hecho, la turba enardecida que linchó a Juan Roa tiró su cadáver frente al palacio presidencial, como queriéndole decir al presidente que ahí estaba su sicario. Muchos creen que, con la muerte de Gaitán, se inició el período de La Violencia en Colombia, que le costó la vida a unos 300.000 colombianos. La verdad, la violencia había comenzado antes. En Colombia había elecciones, pero no democracia. Los conservadores gobernaron entre 1880 y 1930, en la denominada República Conservadora, y luego los liberales gobernaron entre 1930 y 1946, en la denominada República Liberal. En esos años, e incluso desde antes, se había venido cultivando la animosidad entre los partidos, y las elecciones rara vez eran abiertas o limpias. En 1946, gracias a una división del Partido Liberal entre Gabriel Turbay y Jorge Eliécer Gaitán, los conservadores pudieron volver al poder, con Mariano Ospina a la cabeza. Gaitán se convirtió en el jefe indiscutido del Partido Liberal, y su victoria en las elecciones presidenciales de 1950 era prácticamente inevitable. Solo matándolo se le detendría. La violencia oficial se impuso.

De hecho, Jorge Eliécer Gaitán, dos meses antes de su muerte, el siete de febrero de 1948, encabezó una gran marcha, la Marcha del Silencio, para pedirle al gobierno que cesara la violencia oficial. “Señor presidente: serenamente, tranquilamente, con la emoción que atraviesa el espíritu de los hombres que llenan esta plaza, con esa emoción profunda os pedimos que ejerzáis vuestro mandato, el mismo que os ha dado el pueblo, a favor de la tranquilidad pública. Todo depende de vos; sabemos que quienes anegan en sangre este país cesarían en su pérfida siega. Esos espíritus de mal corazón cesarían al simple imperio de vuestra voluntad. […] Señor presidente: Os pedimos cosa sencilla para la cual están de más los discursos. Os pedimos que cese la persecución de las autoridades y así os lo pide esta inmensa muchedumbre. Pedimos pequeña cosa y gran cosa: que las luchas políticas se desarrollen por cauces de constitucionalidad. […] Impedid, señor presidente, la violencia. Solo os pedimos la defensa de la vida humana, que es lo menos que puede pedir un pueblo […]”. Gaitán obtuvo su respuesta el 9 de abril de 1948: tres balazos de Juan Roa Sierra.

La muerte de Gaitán fue una tragedia para Colombia toda, incluidos los conservadores. Obviamente, dentro de los conservadores la figura de Gaitán no es una figura admirada. Liberal, socialista, populista, fascista, son algunos de los adjetivos que la figura de Gaitán trae a la mente. “El liderazgo de Gaitán está sobreestimado”, dijo un amigo, al saber de mi visita al museo. Colombia tiene que aprender sus lecciones. Por no aprender de su historia, Colombia la repite. Hoy, como ayer, la política se basa en la violencia. Hoy, como ayer, no se gobierna para todos, sino para unos pocos. Gaitán, como todo personaje histórico, no está libre de defectos. Pero, mientras en Colombia siga reinando la injusticia, su memoria seguirá siendo indispensable.

Semblanza de Federico Uribe

Conocí a Federico Uribe cuando estábamos en el colegio, el Gimnasio Moderno, hace muchos años. Él estaba un año delante de mí y, por tanto, no éramos amigos: los grandes no se meten con los chiquitos. Pero Federico perdió un año, quinto de bachillerato, y quedó con nosotros. Fuimos, pues, compañeros de curso por dos años. No estaba en mi sección, sino en lo que en el colegio llamábamos “el otro curso”. Nunca fui muy amigo de Federico. Lo recuerdo como un tipo muy conflictuado y competitivo, y no me agradaba hablar con él. Federico siempre fue un tipo cuya presencia no me hacía sentir cómodo. En esa época le tuve algo de envidia porque se volvió novio de la hermana de José Manuel Arias, que a mí me parecía hermosa. Después terminaron, y recuerdo la explicación que me dio Federico: “la nena no dio la talla”. Nunca imaginé que fuera a escoger el arte como profesión y, menos aún, que fuera a ser ampliamente reconocido.

Luego Federico entró, como yo, a los Andes, él a estudiar arte y yo a economía. Yo tenía amigos entre los artistas, y no recuerdo que ellos hablaran bien de Federico. Recuerdo una escultura que Federico hizo con dos orinales, y que sus colegas criticaron mucho por ser una especie de copia de Duchamp. Después salimos de la universidad, y mis lazos con Federico, que nunca fueron fuertes, se debilitaron aún más. Oí que había hecho una escultura con tenis Puma, tal vez, y que Puma lo había contratado para que siguiera haciendo cosas con sus zapatos. Un buen negocio: Federico hacía esculturas, y Puma hacía publicidad. Federico, como artista, parecía tener una cualidad que sus colegas resentían o envidiaban: su habilidad comercial.

En fin, a veces oía algo de Federico, pero pasaron los años y los años, y se fue volviendo una bruma de la memoria. A veces tuve algo que ver con dos de sus hermanos, Eduardo y Beatriz, pero con él nunca más. Hasta hace poco, que vi un informe en televisión sobre él. El informe se daba a raíz de una exposición que él haría en Colombia. Pero el informe era morboso y se centraba sobre el “dolor” de la infancia de Federico y sobre el odio que le tenía al colegio en el que estudiamos juntos, el Gimnasio Moderno. Federico afirmó haber sido acosado por homosexual y haber sido violado por un sacerdote en el colegio. Graves acusaciones. Toda esa angustia de su infancia sería la fuente de su hoy exitoso arte. Avisé del informe de televisión a las autoridades del colegio, de las cuales formo parte, y tuve la oportunidad de leer un informe periodístico sobre la exposición que él se aprestaba a hacer. Decía más o menos lo mismo que el informe de televisión. Alguien me comentó que Federico lo que tenía era un buen jefe de marketing. Alguien más me comentó que había que comenzar por preguntarse si lo que decía Federico era cierto.

No es mi recuerdo que Federico haya sido acosado en el colegio por sus preferencias sexuales. Es más, yo no recuerdo que en el colegio Federico sufriera por acoso, o que su homosexualidad hubiera sido identificada. Pero, si él dice que sufrió por eso, debe ser cierto. El nuestro era un colegio de hombres, y, hay que admitirlo, las actitudes machistas abundaban. Y luego viene la acusación de la violación, que son palabras mayores.

No sé. Cada cual es dueño de sus memorias. Cada cual reconstruye el pasado a su antojo o conveniencia. Quizás él sufrió mucho en su infancia y adolescencia. O quizás él solo se inventó eso. Él dice que fue violado mientras estaba en el colegio, pero también que se enamoró de su violador. Traumas de su infancia debió tener, y él ha sabido canalizarlos para convertirse en un artista muy exitoso. Quizás Federico solo deba ser juzgado por su arte, y hay que admitir que su arte es vistoso. Pero para mí el Federico artista no tiene mucha importancia. No conozco mucho su arte, y tampoco me genera mucha curiosidad. Su historia personal me interesa más. Obviamente, ya no son horas de aterrarse por la homosexualidad de nadie. Pero el caso de Federico me pone a pensar sobre las dificultades que los homosexuales tuvieron, y que gracias a Dios tienen cada vez menos, para vivir en consonancia con su sexualidad. Una sociedad más tolerante y libre sexualmente es necesaria. También me hace pensar que, para hallar el éxito, Federico haya tenido que emigrar. Me da pesar que Federico Uribe hable mal del Moderno. Obvio, cada cual es dueño de sus experiencias, y la suya evidentemente fue particular. Pero mis recuerdos del colegio no son los de Federico Uribe. Yo fui feliz en el Moderno. No tengo mucho más qué decir. Tal vez solo una cosa: hoy Federico es el famoso, el exitoso, y yo no. Todo esto me pone a pensar sobre la naturaleza del éxito. ¿Qué es ser exitoso? ¿Qué es haber triunfado en la vida? En tu caso, Federico, no es tu arte, sino tú, el que me pone a pensar.