Debió haber sido en el Hay Festival de
Cartagena de 2013 que oí de la existencia del libro The robber of memories (El
ladrón de recuerdos), de Michael Jacobs. Un libro de una belleza reposada
sobre la pérdida de la memoria, el río Magdalena, Gabriel García Márquez y el
recuerdo de los padres, entre otras cosas.
Pronto supe que Michael Jacobs había
muerto, y me congratulé de haberlo podido ver en ese Hay Festival.
Hace poco estuve en la Feria del Libro de
Bogotá de 2016, que está dedicada a Holanda. Gracias a ella oí de la existencia
del libro El azar y el destino: viajes
por Latinoamérica, del escritor holandés Cees Nooteboom. En ese libro,
Nooteboom dedica su última entrada a El
ladrón de recuerdos. Tanto Jacobs como Nooteboom tienen algo de
latinoamericanistas, y hay que agradecerles por sus esfuerzos para rescatarnos
del olvido.
La memoria es una cosa porosa. La mía es
particularmente mala. Recuerdo muy bien muy pocas cosas, cosas de las que la
gente normal no se acuerda. Pero, de resto, tengo muy mala memoria. Por
ejemplo, si salgo de ver una película, solo recuerdo el sabor general de la
película: soy incapaz de describir escenas específicas.
Por lo tanto, mi pasado está poblado de
muy pocas personas. Pero hay dos que no olvido, a pesar del paso del tiempo.
Una es un vendedor de juguetes inflables, flotadores y cosas así, que habitó en
mi infancia. Me lo encontré varias veces en la calle, y dejó una huella perenne
en mi memoria por dos razones: una, los juguetes en sí mismos, que me
encantaban, pero que no recuerdo que mis papás me hubieran comprado alguna vez.
Yo solo veía pasar al señor, semioculto por todos los juguetes que cargaba, y yo
me moría de ganas de que uno de esos juguetes fuera mío.
La otra razón por la cual no me olvido de
él es porque no tenía nariz. Eso, naturalmente, siendo yo un niño, me
impresionaba mucho. Así que podemos llamarlo el desnarigado de los juguetes de
inflar. Creo que solo una vez me atreví a hablarle en la vida, y recuerdo que
no fue muy amable. No importa: lo guardé en la memoria.
El otro señor que habita mi memoria es un
viejito que se paraba a la vera de la carretera Bogotá-Villavicencio, un poco
más allá de los túneles de Quebradablanca, a vender velas y miel. Era un
viejito extremadamente dulce, y con un pobre sentido comercial. De hecho, yo
creo que pasé varias veces a su lado antes de enterarme cuál era su actividad
económica: uno solo lo veía al lado de la carretera, en una casetica como de
celador, para protegerse de los elementos. La expansión de la vía, con la
construcción de viaductos y todas esas cosas, para él solo amplió las
dificultades comerciales del negocio.
Por fin alguna vez paré, y me costó
entender que vendía velas. A veces lo acompañaba su esposa. Ninguno de los dos
tenía ya edad para ejercer como vendedor en la carretera, pero, en una
época de mi vida en la que viajaba con alguna frecuencia a una finca con nombre poético entre
Cumaral y Restrepo, ahí estaba el viejito, a veces solo, a veces con su esposa,
y mi carro quedaba lleno de velas que yo no estaba seguro de necesitar. Después
de la compra, uno lo veía alejarse por el espejo retrovisor, y sentía que ese
señor que movía la mano para despedirse parecía menos un vendedor de carretera
que el abuelo que uno acababa de visitar. Si las cosas fueran al derecho en
Colombia, viejitos como ese gozarían de un buen retiro, y no les tocaría
combatir la pobreza con un negocio precario al lado de la carretera.
No sé qué será hoy del vendedor de inflables y del
vendedor de velas. Muy probablemente están muertos. Hace tantos años que los
veía. Hoy forman parte de mis memorias tal como la loca Margarita o el bobo del
tranvía forman parte de las memorias de Bogotá. Si ya murieron, no me enteré de
sus muertes; no fui a sus entierros. Pero ellos forman parte de mi vida tanto
como si estuvieran vivos, y en mi memoria, tan porosa, tan llena de huecos para
otras cosas, ellos siempre están ahí, y ahí estarán mientras yo viva.
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1 comment:
Creo recordar a ese mismo vendedor de juguetes
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