¿Cómo educar a un ser humano? Me eduqué como bachiller clásico en el Gimnasio Moderno y como economista en la Universidad de los Andes, entre otros. Es decir, quizás obtuve la mejor educación a la que un colombiano puede tener acceso. Y, sin embargo, no estoy seguro de que pueda decir que mi educación fue adecuada.
En mis épocas la educación era dividida en primaria, secundaria (bachillerato) y universitaria. Esos términos hoy han cambiado, pero yo aquí los seguiré usando, por pura costumbre. Siempre pensé que la educación que uno recibe en el bachillerato tenía demasiado énfasis en dar información, en enseñar conocimiento establecido, y en memorización de datos. Creo que esas no son virtudes para el mundo de hoy. Los datos que uno no sabe los puede encontrar fácilmente en la Internet, de modo que cada vez me parece menos importante “saber cosas”. El problema ya no es la información, sino saber qué hacer con ella. Pienso que el énfasis en la información general de la secundaria debe ser reducido. En la secundaria estudié química, por ejemplo, tema con el cual no me he vuelto a encontrar en la vida. Aunque claramente concedo que estudiar química tiene un interés por sí mismo, no sé si el tiempo de mi educación lo pude haber utilizado en algo más acorde con mis preocupaciones e intereses posteriores.
Me parece que el papel de la secundaria es educar en valores y en habilidades generales, que todos los seres humanos deben tener. Por su parte, me parece que el papel de la universidad es proveer unas técnicas específicas que le permitan a un individuo ganarse la vida, de acuerdo con sus intereses. El vínculo entre estudios universitarios y desempeño profesional me parece que debe ser muy estrecho. El hecho de que la educación preuniversitaria deba tener la función general de formar en valores y habilidades generales significa asignarle un papel muy importante.
Pienso, de manera general, que la educación secundaria debe formarlo a uno, a todos, en competencias para la vida. ¿Qué cosas realmente necesita uno saber para la vida? Como ser humano, uno se desempeña por lo menos en tres ámbitos: la familia, el trabajo y la sociedad. Creo que a uno deberían prepararlo para poder comportarse bien en cada uno de ellos. Creo que es muy importante que uno aprenda unas ciertas habilidades generales básicas para cada uno de esos ámbitos. Esas cosas uno no las aprende en el colegio: las enseña la vida a golpes. Pero el hecho de que uno tenga que aprenderlas intuitivamente no quiere decir que así deba ser. Que uno tenga que aprender cosas fundamentales por intuición o por instinto sólo habla del atraso de la pedagogía.
Una buena educación debe permitir a un ser humano llegar a la adultez con autonomía. Un adulto debe ser capaz de ser responsable de sí mismo y de sus acciones. Por ejemplo, un adulto debe poder ser capaz de ganarse la vida, pero no sólo de eso: debe ser capaz de moldearse su propia vida, de vivirla de acuerdo con sus aspiraciones e intereses. En Colombia, me parece, preparamos muy mal para ese fin. Muchas parejas en Colombia educan a sus hijos para mandarlos al exterior, porque “en Colombia no hay oportunidades”. Muchos jóvenes en Colombia crecen convencidos de que “aquí no se puede hacer lo que uno quiera”. El fracaso de los proyectos personales es frecuentemente atribuido a otros, incluido el Estado. Mucha gente piensa que “mi proyecto fracasa porque el Estado no me apoya”. Sin duda, un país como Colombia no ofrece las oportunidades que otros países sí pueden ofrecer. Pero lo terrible es qué tan rápidamente los jóvenes internalizan esa noción de “no futuro”. En este sentido, es bien posible que el subdesarrollo sea más mental que cualquier otra cosa: somos subdesarrollados porque convencemos a nuestros jóvenes de la imposibilidad de crear. Somos subdesarrollados porque convencemos a nuestros jóvenes de que no pueden valerse por sí mismos, de que necesitan una suerte de muletas para toda la vida. En este sentido, el subdesarrollo es un estado mental, inadecuadamente tratado por el proceso educativo.
He pensado que mi educación, sobre todo mi educación secundaria, hubiera podido ser mucho mejor si se hubiera concentrado en cuatro temas: (1) lógica, (2) cultura general, (3) civilidad y (4) habilidades productivas. Los temas (1) y (2), la lógica y la cultura general, eran recurrentes en la educación que recibí. Pero la lógica la aprendí principalmente por medio de las matemáticas, y vi cómo la mayoría de la gente, con los cursos de matemáticas que tomó, aprendió a odiarlas. Me parece que eso es una desgracia, porque la gente sin lógica frecuentemente saca conclusiones estúpidas de los datos que observa o de las premisas que construye. Como se discute abajo, la gente no actúa de acuerdo con lo que sabe, sino de acuerdo con lo que cree. Si la gente llega a conclusiones estúpidas, seguramente apoyará acciones perversas. Por ejemplo, si tú crees que los inmigrantes te están robando puestos de trabajo, es probable que termines apoyando medidas en contra de los inmigrantes. Pero la pregunta es: ¿es correcto que los inmigrantes amenazan tu trabajo? La utilidad de la lógica reside en la habilidad para obtener unas conclusiones correctas de un conjunto de premisas o de datos, y para cuestionar adecuadamente éstos últimos. Por lo tanto, es fundamental para interpretar adecuadamente el mundo real. Si la gente está acostumbrada a sacar conclusiones estúpidas de las observaciones que hace, su comportamiento no sólo será estúpido: será peligroso. Me parece que un individuo con una buena capacidad lógica tiene mejores defensas contra el fanatismo y sus peligros.
Una cultura general me parece necesaria. Sin embargo, me parece que debe ser enseñada más como una relación de cadenas causales que me hacen más comprensible el mundo, y menos como una serie de datos que se deben aprender de memoria. Por ejemplo, todo el mundo sabe que Colón descubrió América en 1492 (es un dato aprendido de memoria), pero poca gente sabe por qué Colón descubrió América en 1492. Me parece que, cuando uno es capaz de relacionar las diferentes piezas de cultura general, todo empieza a ganar sentido. ¿Por qué hablo yo español, y no chino? Porque Colombia fue colonizada por España. ¿Por qué Colombia fue colonizada por España? Porque España patrocinó los viajes de investigación hacia el oeste del navegante Cristóbal Colón. ¿Por qué era importante viajar hacia el oeste en la época de Colón? Porque la expansión del imperio turco musulmán que tuvo como hito la toma de Constantinopla por los turcos rompió las rutas tradicionales de comercio que Occidente tenía con el Oriente. Y etcétera.
En otras palabras, me parece que la cultura general debe proveer los datos del mundo que yo debo interpretar, y una buena capacidad lógica me debe enseñar cómo interpretarlos. No ignoro que la forma como interpreto los datos sesga la forma como yo miro los datos, e incluso el tipo de datos que debo mirar. Por lo tanto, una relación interactiva entre cultura general y lógica me parece indispensable. Me parece indispensable, además, una cierta curiosidad en estos temas, para considerar siquiera la posibilidad de que otras miradas del mundo son posibles. Por ejemplo, es posible que yo crea que los pobres son pobres porque son perezosos. Pero quizás una mirada distinta de la realidad me lleve a cambiar mis creencias, y por lo tanto mi comportamiento. Es posible que, con base en las premisas que yo tengo, lo que yo piense sea correcto. Pero, ¿he cuestionado lo suficiente mis premisas?
Detrás de los párrafos anteriores hay una convicción: educar no es enseñar las cosas que sabemos. Por ejemplo, educar no es enseñar que dos más dos es igual a cuatro, bajo la justificación de que ya sabemos que dos más dos es igual a cuatro. Sin lugar a dudas, transmitir lo que ya sabemos es una parte muy importante del aprendizaje, pero lo crucial no es lo que la gente hace con lo que sabe. Lo crucial es lo que la gente hace con lo que no sabe. Supongo que hacia 1905 habría algún erudito en el mundo que sabía toda la física que se podía saber en ese entonces, pero su nombre es ahora irrelevante para la historia. A quien recordamos es a Einstein, quien nos enseñó por qué la física de 1905 podía estar equivocada. El punto es que la buena educación debe ser una que mejore las capacidades de los individuos para resolver problemas, cualesquiera que ellos sean. Y los problemas interesantes no son los que ya están resueltos al final de cada capítulo de los libros de texto. Los problemas interesantes son los que no están resueltos, ya sean los de cómo erradicar la pobreza, cómo reducir la dependencia de los combustibles fósiles o cómo vender camisas en Taiwán. Una persona educada es una persona capaz de resolver problemas en todos los ámbitos de su desempeño personal. Una persona educada es una persona capaz de abordar los problemas de la vida real, incluido, de manera prominente, el problema de cómo ser feliz.
Hay otro sentido importante en el cual educar no es enseñar las cosas que sabemos. En general, los seres humanos nos movemos en un mundo dominado por la incertidumbre: es más lo que no sabemos que lo que sabemos. Adicionalmente, lo que sabemos, nuestro conocimiento, es provisional. Por lo tanto, los seres humanos por lo general actuamos más guiados por lo que creemos que por lo que sabemos. En consecuencia, debemos ser cuidadosos con lo que creemos. Una sana cuota de criticismo y escepticismo sobre lo que creemos me parece a mí que es fundamental. Educar no es transmitir dogmas. Educar no es fanatizar.
También considero la civilidad muy importante dentro de un buen currículo. Por civilidad entiendo, entre otras cosas, el buen trato en la familia y en la sociedad. A mí de niño me enseñaron, por ejemplo, que había que saludar a los invitados, y que era grosero comer con la boca llena. El punto es que hay normas que facilitan, e incluso vuelven agradable, la vida en familia y en sociedad. Esas normas no sólo incluyen la cortesía tradicional, sino cosas tan fundamentales como la comunicación, la simpatía, la convivencia, los valores democráticos y la proactividad. En un país donde la democracia es más formal que real y donde en cualquier debate no se pierde la oportunidad para la grosería e incluso para la agresión física, el tema de la civilidad no es un tema menor. El tema de la civilidad incluye, me parece, los métodos para lograr que las interacciones humanas sean constructivas y agradables. Cuánta gente tiene éxito en la vida sólo porque es encantadora. Nadie disfruta de los amargados, así tengan razón. El efecto de un comentario formulado en positivo es muy distinto del de un comentario formulado en negativo. En Colombia, donde no faltan oportunidades para la confrontación social, he podido ver que un gesto amable rápidamente diluye la tensión de una situación que sólo apuntaba a un conflicto dañino y quizás irreparable. Cuántos problemas se resuelven sólo porque la gente es capaz de comunicarlos. Por ejemplo, ciertos libros de sicología popular sugieren que los conflictos de pareja son inevitables porque los hombres y las mujeres se comunican distinto. Si ese el es caso, el problema de la comunicación es un problema importante dentro del tema de la civilidad.
Por último, está el tema de las habilidades productivas. Ya dije que una característica esencial de un adulto maduro debe ser la capacidad de ganarse la vida. Y sólo hay dos formas de ganarse la vida: o creando empresa o encontrando empleo. Sin embargo, la preparación para el proceso de ganarse la vida es una tarea que el proceso educativo sólo aborda indirectamente, si acaso. El proceso educativo no se preocupa por hablar explícitamente de las condiciones que un buen empresario o un buen empleado debe tener, ni por cultivarlas en los estudiantes. Creo, por lo tanto, que buena parte de la educación de un joven debe consistir en prepararlo para cualquiera de las dos funciones como ser humano productivo. Creo que a los jóvenes hay que cultivarles una mentalidad empresarial. Me parece que debe haber una cierta correlación entre el nivel de educación y la capacidad de emprendimiento. Sin embargo, también se debe entender que no todos los seres humanos se realizan con el emprendimiento. Aquellos que prefieran una carrera como empleados también requieren una preparación especial. El punto general mencionado atrás, de que una buena educación debe mejorar las capacidades individuales para la resolución de problemas, es particularmente cierto tanto para los empresarios como para los empleados.
Hay un último tema que quisiera tratar. Se refiere a la distinción entre la educación formal y la educación continuada. Cada vez es más cierto que la educación de una persona no puede terminar con el fin de sus estudios formales. A las personas hay que educarlas para que su proceso de aprendizaje dure toda la vida. En la vida de hoy, mucho conocimiento se vuelve rápidamente obsoleto. No he terminado de aprender inglés, y descubro que para el mundo de hoy es muy importante hablar árabe, o chino. No he descubierto toda la potencialidad de Windows XP, y ya aparece Windows Vista. Me parece que una persona educada es una que quiere seguir aprendiendo, incluso cuando su aprendizaje ya no conduce a un título educativo formal. Parece paradójico, pero es así: una persona educada es una que nunca se termina de educar.
Wednesday, January 31, 2007
Thursday, January 25, 2007
07-01-25: A favor de la legalización de las drogas
Quizás el país que más ha sufrido por el tráfico de drogas ilícitas es Colombia. Esta aseveración puede parecer chocante en la opinión de algunos habitantes de los países consumidores de drogas, que se perciben a sí mismos como víctimas de ese flagelo. Y obviamente los países consumidores son víctimas, pero no se puede ignorar que los países productores también son víctimas severas. El narcotráfico en Colombia ha tenido efectos ambientales nocivos, ha distorsionado la economía, ha corrompido la sociedad y la política, ha permitido la expansión de grupos armados ilegales y ha costado un sinfín de vidas humanas, incluidas las de algunos de los mejores colombianos. No cabe duda de que Colombia es una víctima mayor del narcotráfico.
¿Cómo combatir ese flagelo? El problema tiene dos dimensiones: la producción y el consumo. La política antidrogas de algunos países, notablemente Estados Unidos, parece estar guiada por el principio de que la culpa del consumo en esos países es de los países productores. En consecuencia, la política antidrogas que se diseña es una que hace relativamente poco énfasis en combatir el consumo interno, y se concentra en combatir la producción externa. Así, el combate contra el narcotráfico se vuelve principalmente un combate de fronteras para afuera.
Mi inclinación liberal me sugiere que el combate del consumo de drogas debe recibir un tratamiento más de salud pública que penal y policivo. Algunas drogas, como el tabaco o el alcohol, ya se pueden consumir legalmente. Supongo que, con algunas cualificaciones, el criterio del consumo legal se debería extender a todas las drogas. No ignoro que la capacidad adictiva y destructiva de algunas drogas haría recomendable que la venta de ellas no fuera enteramente libre. La esencia fundamental del argumento a favor de la despenalización del consumo de drogas radica en la responsabilidad individual. En últimas, quien debe decidir si consume drogas o no es cada cual. La gran mayoría de consumidores habituales de cigarrillos, alcohol u otras drogas no son, en otros respectos, malos seres humanos o ciudadanos, y no debieran ser castigados por ello. No creo que ningún padre razonable, al descubrir que su hijo consume drogas, crea que la respuesta adecuada es someterlo a una penalización legal: los consumidores de drogas no son criminales (aunque algunos comportamientos asociados con el uso de drogas sí puedan serlo, como por ejemplo la conducción de vehículos bajo la influencia del alcohol, o la violencia, particularmente la intrafamiliar, asociada con éste).
Yo, personalmente, no estoy a favor del consumo de drogas: soy un bebedor social, pero no fumo ni consumo otras drogas. Me gusta tomarme unos tragos, pero creo que me los tomo sin hacerme un daño muy particular ni a mí ni al resto de la sociedad. Me encantó cuando vi en Inglaterra que algún chancellor of the exchequer (ministro de asuntos económicos en Gran Bretaña) llegó a presentar ante el Parlamento su propuesta de presupuesto anual (una ley muy importante de la tierra) con un whisky en la mano. Eso en Colombia quizás hubiera causado un pequeño escándalo. En Inglaterra era, más bien, un símbolo de elegancia.
Claro, puede haber casos en los cuales hay individuos que reconocen que el consumo de drogas les hace daño, y que quisieran abandonarlas, pero la adicción se los impide. Estos casos deben ser tratados como lo que son: como problemas de salud, no como problemas de policía. Supongo que, entre mayor sea el potencial adictivo de una droga, más controlada debe ser su distribución. Para comenzar, es razonable que los menores de edad no tengan acceso legal a las drogas. Y también me parecería razonable que adultos consumidores habituales de drogas fuertes tengan acceso a ellas sólo a cambio de estar registrados en programas de atención médica o procedimientos similares. Por último, me parece enteramente razonable que el Estado financie campañas en contra del consumo de drogas, obligue a los productores a inducir en los consumidores un consumo responsable y produzca una legislación que haga que el consumo de drogas no se vuelva una molestia para los no consumidores, tal como sucede con las restricciones al consumo de cigarrillos en lugares públicos.
En materia de producción y comercio, muchos economistas liberales (o neoconservadores) de renombre, como Milton Friedman o Gary Becker, ambos premios Nobel, así como el semanario The Economist, han abogado por la legalización de la droga. El argumento económico clásico a favor de la prohibición de la producción y el comercio es que, si se restringe la oferta de droga, su precio sube, y si su precio sube, entonces la demanda cae. La lucha tradicional contra las drogas no parece haber producido esos efectos. Por el contrario, parece que, mientras haya demanda, ahí estará la oferta, sin importar cuántos recursos se dediquen a combatir ésta última. De esta manera, un argumento a favor de la legalización es que la lucha contra la oferta no parece haber dado los resultados esperados. Esto no es sorprendente: la experiencia con la prohibición del alcohol en Estados Unidos no fue positiva.
Otro argumento a favor de la legalización es que, en muchos lugares, se ha despenalizado la posesión de drogas, usualmente en casos en los cuales el monto poseído no es muy grande (es una “dosis personal”) o se considera que la droga es “débil” o “suave” (como la marihuana). Ciertamente este es el caso en Colombia. A mi modo de ver, no tiene mucho sentido que se despenalice la posesión de drogas para el consumo personal, y que se mantenga penalizado todo el resto de la cadena productiva. Esto da la impresión de que lo “malo” no es consumir la droga, sino producirla y distribuirla, lo cual, me parece, tiene el efecto negativo de debilitar la noción de responsabilidad individual frente a la droga. En la visión de responsabilidad individual que yo comparto, es precisamente el potencial consumidor quien tiene la facultad y la responsabilidad final de decidir si consumir drogas es “bueno” o “malo”: yo no consumo drogas porque, en últimas, no creo que sea bueno para mí.
Un argumento económico a favor de la legalización de las drogas es que la penalización de éstas impone un premium o margen sobre el precio de las mismas, que hace que su producción sea muy atractiva, a pesar de ser ilegal. Lo que está claro es que la penalización de la producción y distribución de drogas no genera los incentivos suficientes para inhibir su producción. No me cabe duda de que una actividad altamente rentable, pero ilegal, termina atrayendo a los individuos con mayores tendencias delincuenciales, y haciendo, de esta manera, que en torno de esa actividad se desarrollen otras actividades criminales. La verdad, no es claro que la legalización aumente o reduzca los crímenes de otra naturaleza hoy asociados con la producción y distribución ilegal de drogas. No olvido el argumento que hace muchos años me dio Ricardo Chica, un profesor de economía colombiano, en el sentido de que la legalización de la droga no reduciría la violencia, porque la rentabilidad del negocio era tan alta que éste no tenía otro remedio que ser violento. Es posible, pero también lo opuesto puede ser verdad: es posible que la legalización de las drogas contribuya a romper el nexo entre producción y distribución de drogas, por una parte, y violencia, por la otra. No es seguro, pero es posible que la legalización permita una reducción del precio de las drogas que reduzca los incentivos para que los más hampones se sientan atraídos a esa actividad, y rompa el vínculo entre narcotráfico y violencia.
No creo que Colombia deba adoptar unilateralmente una política de legalización de las drogas. Creo que debe avanzar gradualmente en esa dirección, en la medida en que hace valer en la comunidad internacional el principio de corresponsabilidad: el problema de las drogas no es sólo colombiano. Pensando en borrador, una forma de aproximarse a la legalización de la droga es permitiendo su consumo, con todas las precauciones del caso, y su cultivo, también con todas las regulaciones del caso, pero siempre prohibiendo su comercialización hacia países que mantengan la ilegalidad del tráfico de drogas. Así la lucha contra las drogas se concentraría en los grandes capos del narcotráfico, no en los campesinos pobres. Quienes producen drogas o insumos por falta de oportunidades económicas deben recibir un tratamiento especial. En particular, en consonancia con el principio de corresponsabilidad, yo propondría un programa de sustitución de cultivos, subsidiado por los países consumidores, que usualmente son de altos ingresos y subsidian a su propia agricultura. En principio, yo favorezco la erradicación manual y no las fumigaciones para combatir los cultivos ilícitos.
Está claro que la legalización de las drogas no es una política para reducir el consumo de drogas. Es una política para reducir los daños colaterales de mantener la producción y distribución de las drogas en la ilegalidad. Este beneficio no es uno menor, ya que esos daños colaterales son inmensos. Lo que tengo claro es que la batalla contra las drogas no se gana en los campos de cultivo, o en las fronteras nacionales, o en las calles de unas barriadas ásperas y sin mayores esperanzas. La lucha contra las drogas se da en las mentes de los potenciales consumidores, y es allí donde se debe ganar.
¿Cómo combatir ese flagelo? El problema tiene dos dimensiones: la producción y el consumo. La política antidrogas de algunos países, notablemente Estados Unidos, parece estar guiada por el principio de que la culpa del consumo en esos países es de los países productores. En consecuencia, la política antidrogas que se diseña es una que hace relativamente poco énfasis en combatir el consumo interno, y se concentra en combatir la producción externa. Así, el combate contra el narcotráfico se vuelve principalmente un combate de fronteras para afuera.
Mi inclinación liberal me sugiere que el combate del consumo de drogas debe recibir un tratamiento más de salud pública que penal y policivo. Algunas drogas, como el tabaco o el alcohol, ya se pueden consumir legalmente. Supongo que, con algunas cualificaciones, el criterio del consumo legal se debería extender a todas las drogas. No ignoro que la capacidad adictiva y destructiva de algunas drogas haría recomendable que la venta de ellas no fuera enteramente libre. La esencia fundamental del argumento a favor de la despenalización del consumo de drogas radica en la responsabilidad individual. En últimas, quien debe decidir si consume drogas o no es cada cual. La gran mayoría de consumidores habituales de cigarrillos, alcohol u otras drogas no son, en otros respectos, malos seres humanos o ciudadanos, y no debieran ser castigados por ello. No creo que ningún padre razonable, al descubrir que su hijo consume drogas, crea que la respuesta adecuada es someterlo a una penalización legal: los consumidores de drogas no son criminales (aunque algunos comportamientos asociados con el uso de drogas sí puedan serlo, como por ejemplo la conducción de vehículos bajo la influencia del alcohol, o la violencia, particularmente la intrafamiliar, asociada con éste).
Yo, personalmente, no estoy a favor del consumo de drogas: soy un bebedor social, pero no fumo ni consumo otras drogas. Me gusta tomarme unos tragos, pero creo que me los tomo sin hacerme un daño muy particular ni a mí ni al resto de la sociedad. Me encantó cuando vi en Inglaterra que algún chancellor of the exchequer (ministro de asuntos económicos en Gran Bretaña) llegó a presentar ante el Parlamento su propuesta de presupuesto anual (una ley muy importante de la tierra) con un whisky en la mano. Eso en Colombia quizás hubiera causado un pequeño escándalo. En Inglaterra era, más bien, un símbolo de elegancia.
Claro, puede haber casos en los cuales hay individuos que reconocen que el consumo de drogas les hace daño, y que quisieran abandonarlas, pero la adicción se los impide. Estos casos deben ser tratados como lo que son: como problemas de salud, no como problemas de policía. Supongo que, entre mayor sea el potencial adictivo de una droga, más controlada debe ser su distribución. Para comenzar, es razonable que los menores de edad no tengan acceso legal a las drogas. Y también me parecería razonable que adultos consumidores habituales de drogas fuertes tengan acceso a ellas sólo a cambio de estar registrados en programas de atención médica o procedimientos similares. Por último, me parece enteramente razonable que el Estado financie campañas en contra del consumo de drogas, obligue a los productores a inducir en los consumidores un consumo responsable y produzca una legislación que haga que el consumo de drogas no se vuelva una molestia para los no consumidores, tal como sucede con las restricciones al consumo de cigarrillos en lugares públicos.
En materia de producción y comercio, muchos economistas liberales (o neoconservadores) de renombre, como Milton Friedman o Gary Becker, ambos premios Nobel, así como el semanario The Economist, han abogado por la legalización de la droga. El argumento económico clásico a favor de la prohibición de la producción y el comercio es que, si se restringe la oferta de droga, su precio sube, y si su precio sube, entonces la demanda cae. La lucha tradicional contra las drogas no parece haber producido esos efectos. Por el contrario, parece que, mientras haya demanda, ahí estará la oferta, sin importar cuántos recursos se dediquen a combatir ésta última. De esta manera, un argumento a favor de la legalización es que la lucha contra la oferta no parece haber dado los resultados esperados. Esto no es sorprendente: la experiencia con la prohibición del alcohol en Estados Unidos no fue positiva.
Otro argumento a favor de la legalización es que, en muchos lugares, se ha despenalizado la posesión de drogas, usualmente en casos en los cuales el monto poseído no es muy grande (es una “dosis personal”) o se considera que la droga es “débil” o “suave” (como la marihuana). Ciertamente este es el caso en Colombia. A mi modo de ver, no tiene mucho sentido que se despenalice la posesión de drogas para el consumo personal, y que se mantenga penalizado todo el resto de la cadena productiva. Esto da la impresión de que lo “malo” no es consumir la droga, sino producirla y distribuirla, lo cual, me parece, tiene el efecto negativo de debilitar la noción de responsabilidad individual frente a la droga. En la visión de responsabilidad individual que yo comparto, es precisamente el potencial consumidor quien tiene la facultad y la responsabilidad final de decidir si consumir drogas es “bueno” o “malo”: yo no consumo drogas porque, en últimas, no creo que sea bueno para mí.
Un argumento económico a favor de la legalización de las drogas es que la penalización de éstas impone un premium o margen sobre el precio de las mismas, que hace que su producción sea muy atractiva, a pesar de ser ilegal. Lo que está claro es que la penalización de la producción y distribución de drogas no genera los incentivos suficientes para inhibir su producción. No me cabe duda de que una actividad altamente rentable, pero ilegal, termina atrayendo a los individuos con mayores tendencias delincuenciales, y haciendo, de esta manera, que en torno de esa actividad se desarrollen otras actividades criminales. La verdad, no es claro que la legalización aumente o reduzca los crímenes de otra naturaleza hoy asociados con la producción y distribución ilegal de drogas. No olvido el argumento que hace muchos años me dio Ricardo Chica, un profesor de economía colombiano, en el sentido de que la legalización de la droga no reduciría la violencia, porque la rentabilidad del negocio era tan alta que éste no tenía otro remedio que ser violento. Es posible, pero también lo opuesto puede ser verdad: es posible que la legalización de las drogas contribuya a romper el nexo entre producción y distribución de drogas, por una parte, y violencia, por la otra. No es seguro, pero es posible que la legalización permita una reducción del precio de las drogas que reduzca los incentivos para que los más hampones se sientan atraídos a esa actividad, y rompa el vínculo entre narcotráfico y violencia.
No creo que Colombia deba adoptar unilateralmente una política de legalización de las drogas. Creo que debe avanzar gradualmente en esa dirección, en la medida en que hace valer en la comunidad internacional el principio de corresponsabilidad: el problema de las drogas no es sólo colombiano. Pensando en borrador, una forma de aproximarse a la legalización de la droga es permitiendo su consumo, con todas las precauciones del caso, y su cultivo, también con todas las regulaciones del caso, pero siempre prohibiendo su comercialización hacia países que mantengan la ilegalidad del tráfico de drogas. Así la lucha contra las drogas se concentraría en los grandes capos del narcotráfico, no en los campesinos pobres. Quienes producen drogas o insumos por falta de oportunidades económicas deben recibir un tratamiento especial. En particular, en consonancia con el principio de corresponsabilidad, yo propondría un programa de sustitución de cultivos, subsidiado por los países consumidores, que usualmente son de altos ingresos y subsidian a su propia agricultura. En principio, yo favorezco la erradicación manual y no las fumigaciones para combatir los cultivos ilícitos.
Está claro que la legalización de las drogas no es una política para reducir el consumo de drogas. Es una política para reducir los daños colaterales de mantener la producción y distribución de las drogas en la ilegalidad. Este beneficio no es uno menor, ya que esos daños colaterales son inmensos. Lo que tengo claro es que la batalla contra las drogas no se gana en los campos de cultivo, o en las fronteras nacionales, o en las calles de unas barriadas ásperas y sin mayores esperanzas. La lucha contra las drogas se da en las mentes de los potenciales consumidores, y es allí donde se debe ganar.
Monday, January 22, 2007
07-01-22: En defensa de la integración latinoamericana
Una de las grandes desgracias de América Latina es su incapacidad para integrarse. Europa fue el centro del mundo hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando ya no quedó ninguna duda de que el centro de poder había pasado a Estados Unidos. Este país, del tamaño de un continente y con más de 250 millones de personas de población, es una economía demasiado poderosa comparada con cualquier país europeo tomado por separado. Pero si, separados, los aproximadamente 460 millones de europeos son débiles, ellos fueron capaces de entender que, unidos, probablemente conforman la economía más grande del mundo.
La Unión Europea no fue fácil. Hace menos de 70 años terminó la Segunda Guerra Mundial, en la que los europeos se mataron los unos a los otros en números colosales. Pero, a pesar de ese pasado, han logrado construir hoy una Unión que, si bien no opera en los asuntos del mundo como un solo país, sí le permite ser un polo de poder alternativo a Estados Unidos.
Por contraste, el estado de la integración en América es lamentable. La primera pregunta que se tiene que responder es si la integración americana debe incluir o no a los Estados Unidos. La iniciativa del Alca (Área de libre comercio de las Américas) no ha avanzado lo suficiente, por diversas razones. Pero si la integración de las Américas, incluyendo a Estados Unidos, es difícil de lograr, debido a las disparidades entre ese país y el resto de América, lo que es imperdonable es que los progresos en la integración latinoamericana sean tan modestos. Crudamente, Estados Unidos no necesita a América Latina para ser el país más poderoso del mundo. Esta realidad no puede llevar a Estados Unidos a concluir que puede tratar con desprecio a sus vecinos de patio. Algunos analistas opinan que la política exterior reciente de Estados Unidos ha ignorado a América Latina, y que por esa razón la está “perdiendo”. Sin lugar a dudas, el sentimiento antinorteamericano en América Latina va en aumento. Hugo Chávez, el presidente venezolano, lidera esa actitud. Colombia, creo yo de manera correcta, ha mantenido unos vínculos de cercanía con Estados Unidos. Pero Colombia tiene que tener una política exterior inteligente, en la que, al tiempo que sigue siendo un firme aliado de Estados Unidos, tiene una política de integración latinoamericana de largo plazo.
La idea de la integración latinoamericana ha sido lamentablemente reemplazada por los bloques subregionales, los tratados de libre comercio bilaterales y, más recientemente, por las alianzas con trasfondo político. Es una desgracia. Así como para que la Unión Europea marchara fue necesario que los dos grandes de Europa, Francia y Alemania, dos eternos rivales, se unieran para impulsarla, es bien posible que, para la integración latinoamericana, sea necesario que México y Brasil dejen de percibirse como rivales, y empiecen a percibirse como socios. La homogeneidad cultural latinoamericana es tan grande que las generaciones futuras tendrán dificultades para explicarse cuál fue el tipo de pequeñeces locales que impidieron avanzar más rápidamente en el propósito común. En un mundo crecientemente controlado por grandes países, o por bloques de países pequeños, la integración latinoamericana, aunque hoy parece muy distante, sigue siendo una necesidad.
La Unión Europea no fue fácil. Hace menos de 70 años terminó la Segunda Guerra Mundial, en la que los europeos se mataron los unos a los otros en números colosales. Pero, a pesar de ese pasado, han logrado construir hoy una Unión que, si bien no opera en los asuntos del mundo como un solo país, sí le permite ser un polo de poder alternativo a Estados Unidos.
Por contraste, el estado de la integración en América es lamentable. La primera pregunta que se tiene que responder es si la integración americana debe incluir o no a los Estados Unidos. La iniciativa del Alca (Área de libre comercio de las Américas) no ha avanzado lo suficiente, por diversas razones. Pero si la integración de las Américas, incluyendo a Estados Unidos, es difícil de lograr, debido a las disparidades entre ese país y el resto de América, lo que es imperdonable es que los progresos en la integración latinoamericana sean tan modestos. Crudamente, Estados Unidos no necesita a América Latina para ser el país más poderoso del mundo. Esta realidad no puede llevar a Estados Unidos a concluir que puede tratar con desprecio a sus vecinos de patio. Algunos analistas opinan que la política exterior reciente de Estados Unidos ha ignorado a América Latina, y que por esa razón la está “perdiendo”. Sin lugar a dudas, el sentimiento antinorteamericano en América Latina va en aumento. Hugo Chávez, el presidente venezolano, lidera esa actitud. Colombia, creo yo de manera correcta, ha mantenido unos vínculos de cercanía con Estados Unidos. Pero Colombia tiene que tener una política exterior inteligente, en la que, al tiempo que sigue siendo un firme aliado de Estados Unidos, tiene una política de integración latinoamericana de largo plazo.
La idea de la integración latinoamericana ha sido lamentablemente reemplazada por los bloques subregionales, los tratados de libre comercio bilaterales y, más recientemente, por las alianzas con trasfondo político. Es una desgracia. Así como para que la Unión Europea marchara fue necesario que los dos grandes de Europa, Francia y Alemania, dos eternos rivales, se unieran para impulsarla, es bien posible que, para la integración latinoamericana, sea necesario que México y Brasil dejen de percibirse como rivales, y empiecen a percibirse como socios. La homogeneidad cultural latinoamericana es tan grande que las generaciones futuras tendrán dificultades para explicarse cuál fue el tipo de pequeñeces locales que impidieron avanzar más rápidamente en el propósito común. En un mundo crecientemente controlado por grandes países, o por bloques de países pequeños, la integración latinoamericana, aunque hoy parece muy distante, sigue siendo una necesidad.
Saturday, January 20, 2007
07-01-20: El acuerdo parapolítico
Tal como lo ha revelado El Tiempo (19-01-2007), en 2001 se firmó un acuerdo político entre los paramilitares y un grupo de políticos: congresistas, gobernadores y alcaldes.
Ese documento representa, quizás, el punto más bajo en el que ha caído la política colombiana. El único antecedente comparable fue el escándalo desatado por el proceso 8.000. Entre ambos señalan la penetración al más alto nivel de la política por el narcotráfico.
La existencia de la parapolítica es una desgracia del país. Es una desgracia explicable, pero no justificable. La democracia colombiana tiene el derecho y el deber de usar su fuerza legítima en contra de la amenaza guerrillera. Pero se ha cometido un error social enorme al considerar que, en la lucha contra la guerrilla, todo vale. En la lucha contra ésta la ventaja moral radica en no usar sus métodos. Lo que se ha construido es un monstruo de mil cabezas que le costará a Colombia mucho sufrimiento.
El país tiene que distanciarse tanto de la narcoguerrilla como del narcoparamilitarismo. Colombia no puede caer en la trampa de creer que defenderse de la amenaza guerrillera implica crear un ambiente de tolerancia frente al paramilitarismo. Que no quepan dudas: el paramilitarismo, como la guerrilla, es una maldición para el país.
Vergüenza sobre los firmantes del acuerdo parapolítico. Vergüenza, vergüenza, mil veces vergüenza. No se puede dar la señal de que en Colombia uno puede ser un hampón del más alto nivel y salirse con la suya. Como mínimo, esos individuos deben tener una muerte política.
Ese documento representa, quizás, el punto más bajo en el que ha caído la política colombiana. El único antecedente comparable fue el escándalo desatado por el proceso 8.000. Entre ambos señalan la penetración al más alto nivel de la política por el narcotráfico.
La existencia de la parapolítica es una desgracia del país. Es una desgracia explicable, pero no justificable. La democracia colombiana tiene el derecho y el deber de usar su fuerza legítima en contra de la amenaza guerrillera. Pero se ha cometido un error social enorme al considerar que, en la lucha contra la guerrilla, todo vale. En la lucha contra ésta la ventaja moral radica en no usar sus métodos. Lo que se ha construido es un monstruo de mil cabezas que le costará a Colombia mucho sufrimiento.
El país tiene que distanciarse tanto de la narcoguerrilla como del narcoparamilitarismo. Colombia no puede caer en la trampa de creer que defenderse de la amenaza guerrillera implica crear un ambiente de tolerancia frente al paramilitarismo. Que no quepan dudas: el paramilitarismo, como la guerrilla, es una maldición para el país.
Vergüenza sobre los firmantes del acuerdo parapolítico. Vergüenza, vergüenza, mil veces vergüenza. No se puede dar la señal de que en Colombia uno puede ser un hampón del más alto nivel y salirse con la suya. Como mínimo, esos individuos deben tener una muerte política.
Thursday, January 18, 2007
07-01-18: Sobre el TLC
Los Congresos de Colombia y Estados Unidos se aprestan a estudiar para su ratificación el tratado de libre comercio (TLC) entre esos dos países. El ánimo político con respecto al TLC en Estados Unidos ha cambiado, debido a la nueva composición política del Congreso, hoy con mayoría demócrata. Los demócratas, con el argumento de fortalecer la legislación que defiende a los trabajadores y al medio ambiente, quieren erigir barreras al TLC, que pueden resultar insalvables. En el Congreso de Colombia es bien posible que se recoja el apoyo suficiente para que el TLC pase. Sin embargo, en algunos sectores de opinión todavía existen algunas voces estentóreas en contra del TLC.
Es curioso que el TLC genere temores tanto en Estados Unidos como en Colombia. En Estados Unidos, los demócratas temen que los tratados de libre comercio terminen exportando trabajo fuera del país. En Colombia el temor es que el TLC perpetúe la condición de dependencia de la economía. Estos temores no se compadecen con la ortodoxia económica, que dice que el libre comercio es bueno. Sin embargo, esa ortodoxia está basada en un modelo simplificado, que quizás no hace justicia a todas las complejidades del mundo real. La principal debilidad de la ortodoxia consiste en que el principal argumento a favor del libre comercio se basa en los beneficios a los consumidores por la posibilidad de comprar más barato, pero ignora los efectos del comercio sobre la localización y la especialización de la actividad económica. Es posible que el comercio especialice a una economía en sectores económicos con pocas posibilidades de dinamismo.
De otra parte, parece que hay ciclos en los cuales una economía, cuando logra niveles altos de productividad, promueve el libre comercio. Así mismo, la mayor productividad encarece el trabajo. Cuando el trabajo se encarece demasiado, las economías menos desarrolladas se vuelven atractivas, ya que las economías más desarrolladas encuentran más barato producir en el exterior. Por lo tanto, en épocas de auge, es probable que los países prefieran el libre comercio. En épocas de atraso, o de consolidación económica, es cuando surgirían los apetitos proteccionistas.
Es interesante notar que las ideas librecambistas usualmente se invocan por fuerzas muy dinámicas, incluso revolucionarias. En el siglo XIX la “burguesía” librecambista representaba una nueva fuerza económica, que buscaba su propio espacio tratando de romper las pesadas estructuras feudales, atadas a la tierra, heredadas de la economía colonial. En el mundo del siglo XIX, era la economía de Gran Bretaña, la más dinámica del mundo, la que promovía el libre comercio. En la segunda mitad del siglo XX, en toda América Latina primó el proteccionismo, como respuesta al poderío económico del Primer Mundo. Hoy en Estados Unidos afloran ideas proteccionistas por las amenazas que se perciben desde China y desde otros países del Tercer Mundo. El libre comercio parece una posición agresiva; el proteccionismo una posición defensiva.
De esta manera, no es curioso que el debate entre libre comercio y proteccionismo sea recurrente. Es un poco más curioso que la afiliación política de quienes defienden uno u otro varíe con el tiempo. Por ejemplo, la doctrina del libre comercio fue una bandera del liberalismo colombiano del siglo XIX, mientras que el liberalismo actual parece más próximo a las ideas proteccionistas. Hoy, tanto en Estados Unidos como en Colombia, el libre comercio es una idea conservadora, y el proteccionismo es una idea de izquierda.
Mucha gente en Colombia protestó que el poder de negociación del país en el TLC no se podía comparar con el de Estados Unidos. Por esta razón, quizás hubiera sido mejor que los negociadores del tratado fueran gente aversa al libre comercio, pero obligada en todo caso a lograr algún acuerdo. Estados Unidos, en efecto, obtuvo ventajas que en otros contextos no habría obtenido. Ese país podrá seguir exportando productos agrícolas ampliamente subsidiados; se respetarán sus derechos de propiedad intelectual tal como ellos quieren; en términos migratorios, mientras todos los norteamericanos tendrán fácil acceso a Colombia, sólo los empresarios e inversionistas colombianos tendrán acceso a Estados Unidos. Pero ya no vale la pena llorar sobre la leche derramada. El punto sigue siendo que el TLC es mejor tenerlo que no tenerlo. Las razones de esto son las mismas que las que esgrimían los liberales colombianos del siglo XIX: el libre comercio es la mejor forma que tiene el país de combatir una actitud mental que no promueve la innovación y el emprendimiento, y de luchar contra una serie de privilegios locales que se van consolidando durante las épocas de proteccionismo.
Es curioso que el TLC genere temores tanto en Estados Unidos como en Colombia. En Estados Unidos, los demócratas temen que los tratados de libre comercio terminen exportando trabajo fuera del país. En Colombia el temor es que el TLC perpetúe la condición de dependencia de la economía. Estos temores no se compadecen con la ortodoxia económica, que dice que el libre comercio es bueno. Sin embargo, esa ortodoxia está basada en un modelo simplificado, que quizás no hace justicia a todas las complejidades del mundo real. La principal debilidad de la ortodoxia consiste en que el principal argumento a favor del libre comercio se basa en los beneficios a los consumidores por la posibilidad de comprar más barato, pero ignora los efectos del comercio sobre la localización y la especialización de la actividad económica. Es posible que el comercio especialice a una economía en sectores económicos con pocas posibilidades de dinamismo.
De otra parte, parece que hay ciclos en los cuales una economía, cuando logra niveles altos de productividad, promueve el libre comercio. Así mismo, la mayor productividad encarece el trabajo. Cuando el trabajo se encarece demasiado, las economías menos desarrolladas se vuelven atractivas, ya que las economías más desarrolladas encuentran más barato producir en el exterior. Por lo tanto, en épocas de auge, es probable que los países prefieran el libre comercio. En épocas de atraso, o de consolidación económica, es cuando surgirían los apetitos proteccionistas.
Es interesante notar que las ideas librecambistas usualmente se invocan por fuerzas muy dinámicas, incluso revolucionarias. En el siglo XIX la “burguesía” librecambista representaba una nueva fuerza económica, que buscaba su propio espacio tratando de romper las pesadas estructuras feudales, atadas a la tierra, heredadas de la economía colonial. En el mundo del siglo XIX, era la economía de Gran Bretaña, la más dinámica del mundo, la que promovía el libre comercio. En la segunda mitad del siglo XX, en toda América Latina primó el proteccionismo, como respuesta al poderío económico del Primer Mundo. Hoy en Estados Unidos afloran ideas proteccionistas por las amenazas que se perciben desde China y desde otros países del Tercer Mundo. El libre comercio parece una posición agresiva; el proteccionismo una posición defensiva.
De esta manera, no es curioso que el debate entre libre comercio y proteccionismo sea recurrente. Es un poco más curioso que la afiliación política de quienes defienden uno u otro varíe con el tiempo. Por ejemplo, la doctrina del libre comercio fue una bandera del liberalismo colombiano del siglo XIX, mientras que el liberalismo actual parece más próximo a las ideas proteccionistas. Hoy, tanto en Estados Unidos como en Colombia, el libre comercio es una idea conservadora, y el proteccionismo es una idea de izquierda.
Mucha gente en Colombia protestó que el poder de negociación del país en el TLC no se podía comparar con el de Estados Unidos. Por esta razón, quizás hubiera sido mejor que los negociadores del tratado fueran gente aversa al libre comercio, pero obligada en todo caso a lograr algún acuerdo. Estados Unidos, en efecto, obtuvo ventajas que en otros contextos no habría obtenido. Ese país podrá seguir exportando productos agrícolas ampliamente subsidiados; se respetarán sus derechos de propiedad intelectual tal como ellos quieren; en términos migratorios, mientras todos los norteamericanos tendrán fácil acceso a Colombia, sólo los empresarios e inversionistas colombianos tendrán acceso a Estados Unidos. Pero ya no vale la pena llorar sobre la leche derramada. El punto sigue siendo que el TLC es mejor tenerlo que no tenerlo. Las razones de esto son las mismas que las que esgrimían los liberales colombianos del siglo XIX: el libre comercio es la mejor forma que tiene el país de combatir una actitud mental que no promueve la innovación y el emprendimiento, y de luchar contra una serie de privilegios locales que se van consolidando durante las épocas de proteccionismo.
Monday, January 15, 2007
07-01-15: La legitimación política de la izquierda
¿Qué tiene que hacer la izquierda para legitimarse políticamente, especialmente en Colombia? Yo soy de los que están convencidos de que la democracia en Colombia sería mejor si la izquierda fuera una opción real de poder. Infortunadamente, hasta el momento no lo ha sido en el nivel nacional, y mucho de esta situación es responsabilidad de la propia izquierda. De otra parte, afortunadamente, las cosas están cambiando. Ya la izquierda logró, por ejemplo, tener un gobernador en el Valle del Cauca y un alcalde en Bogotá. Pero la izquierda todavía tiene que probarse en el nivel nacional.
Me parece que la respuesta a la pregunta sobre la legitimación política de la izquierda gira en torno a dos ejes principales:
1.- Aceptar que los objetivos de la izquierda se deben buscar por medio de instrumentos democráticos.
2.- Conciliar el socialismo con los mercados.
Con respecto al primer eje, hay una brecha entre el socialismo y el socialismo democrático. La socialdemocracia de todo el mundo se ha comprometido a buscar objetivos socialistas por medio de instrumentos democráticos. Esto quizás hace a la socialdemocracia menos de izquierda que al socialismo, pero también la hace más sostenible políticamente.
En Colombia la ruptura entre la izquierda armada y la democrática es relativamente reciente, y aún no está totalmente consolidada. Los grupos políticos de izquierda siempre tuvieron algún tipo de vínculo con organizaciones armadas, lo cual con toda seguridad no contribuyó al éxito electoral de la izquierda política en Colombia. El primer grupo que hizo esa ruptura con claridad, el M-19, ha obtenido éxitos políticos considerables, que comenzaron con su participación activa en la redacción de la Constitución de 1991. El M-19 como organización política ya no existe, pero los miembros del antiguo M-19 tienen hoy un papel muy importante en la conformación del bloque de izquierda que se denomina Polo Democrático Alternativo (PDA), que es probablemente la fuerza de izquierda más importante de la historia de Colombia. Miembros de otros grupos han seguido el mismo camino del M-19, y contribuyen a la fortaleza del PDA.
Sin lugar a dudas, la existencia de una izquierda armada le hace daño a la izquierda democrática. Una izquierda violenta no le hace ningún bien a su causa, porque ayuda a radicalizar a muchos individuos en contra, no sólo de la violencia, sino de cualquier izquierda. En el peor de los casos, se estigmatiza a la izquierda, pero se legitima el uso de la fuerza, incluso la ilegal, en contra de ella. Por lo tanto, la izquierda violenta debe abandonar la lucha armada. Es inadmisible que se siga pensando que el camino de las armas es una ruta válida para obtener propósitos políticos. Esto, naturalmente, es válido tanto para las guerrillas izquierdistas como para los grupos paramilitares de derecha. Es inadmisible que las Farc sigan practicando el secuestro, y que algunos de sus secuestrados alcancen años con su libertad confiscada. Si la lucha de las guerrillas tiene alguna justificación, con ese tipo de actos la pierde toda. Con razón el desprestigio de las guerrillas en la opinión pública colombiana es prácticamente total. Las guerrillas son más que un anacronismo: son una vergüenza. Nuestra democracia tiene múltiples fallas, pero, en las actuales condiciones, nada amerita la búsqueda de objetivos políticos por vías no democráticas basadas en la fuerza.
Con respecto al segundo eje mencionado atrás, una característica tradicional de la izquierda es que desconfía de los mercados. Pero las izquierdas modernas han demostrado que se puede convivir con los mercados y seguir siendo de izquierda. Así sucede en Inglaterra, en Francia, en Alemania. Así también ha sucedido con las izquierdas de Lula en Brasil y Bachelet en Chile. La izquierda debe desarrollar un discurso económico que supere el populismo y debe ser capaz de demostrar un manejo económico pragmático. La izquierda no puede y no debe olvidar su compromiso con la justicia social, pero debe aprender a enmarcarlo dentro de un discurso económico que no sea anti-mercados.
Sin embargo, no cabe duda de que la modernización económica de la izquierda es una propuesta que abre muchas preguntas. ¿Qué es ser de izquierda en el siglo XXI? La pregunta es una difícil, que por ahora sólo empezaré a responder provisionalmente. Dado el desarrollo de mis ideas, creo en una izquierda bastante tibia, incapaz de intervenir el sistema de precios; crear monopolios nacionales, nacionalizar empresas o subsidiar empresas deficitarias; o entorpecer el funcionamiento de los mercados. Me espanta una izquierda impermeable al concepto de las restricciones presupuestales, o capaz de creer que éstas se pueden burlar con un banco central que imprima dinero cada vez que el gobierno quiera gastarlo, o con la adquisición de deudas que se saben impagables. Me parecen tontos los izquierdistas que creen que invocar el concepto de la “deuda social” es suficiente justificación para no pagar la deuda pública.
Pero, si uno no cree en esas cosas, ¿entonces en qué cree? Creo en una izquierda preocupada por la justicia social, que no renuncia a la tributación, y en especial a una tributación progresiva, como instrumento de justicia social (sin embargo, para mantener el atractivo de la economía para los inversionistas, creo que es interesante explorar la idea de una baja tributación empresarial, combinada con una tributación personal relativamente alta y progresiva). Y creo en un Estado que busca una asignación más “social” del gasto público, así como una mayor eficiencia en el mismo.
Me parece que la respuesta a la pregunta sobre la legitimación política de la izquierda gira en torno a dos ejes principales:
1.- Aceptar que los objetivos de la izquierda se deben buscar por medio de instrumentos democráticos.
2.- Conciliar el socialismo con los mercados.
Con respecto al primer eje, hay una brecha entre el socialismo y el socialismo democrático. La socialdemocracia de todo el mundo se ha comprometido a buscar objetivos socialistas por medio de instrumentos democráticos. Esto quizás hace a la socialdemocracia menos de izquierda que al socialismo, pero también la hace más sostenible políticamente.
En Colombia la ruptura entre la izquierda armada y la democrática es relativamente reciente, y aún no está totalmente consolidada. Los grupos políticos de izquierda siempre tuvieron algún tipo de vínculo con organizaciones armadas, lo cual con toda seguridad no contribuyó al éxito electoral de la izquierda política en Colombia. El primer grupo que hizo esa ruptura con claridad, el M-19, ha obtenido éxitos políticos considerables, que comenzaron con su participación activa en la redacción de la Constitución de 1991. El M-19 como organización política ya no existe, pero los miembros del antiguo M-19 tienen hoy un papel muy importante en la conformación del bloque de izquierda que se denomina Polo Democrático Alternativo (PDA), que es probablemente la fuerza de izquierda más importante de la historia de Colombia. Miembros de otros grupos han seguido el mismo camino del M-19, y contribuyen a la fortaleza del PDA.
Sin lugar a dudas, la existencia de una izquierda armada le hace daño a la izquierda democrática. Una izquierda violenta no le hace ningún bien a su causa, porque ayuda a radicalizar a muchos individuos en contra, no sólo de la violencia, sino de cualquier izquierda. En el peor de los casos, se estigmatiza a la izquierda, pero se legitima el uso de la fuerza, incluso la ilegal, en contra de ella. Por lo tanto, la izquierda violenta debe abandonar la lucha armada. Es inadmisible que se siga pensando que el camino de las armas es una ruta válida para obtener propósitos políticos. Esto, naturalmente, es válido tanto para las guerrillas izquierdistas como para los grupos paramilitares de derecha. Es inadmisible que las Farc sigan practicando el secuestro, y que algunos de sus secuestrados alcancen años con su libertad confiscada. Si la lucha de las guerrillas tiene alguna justificación, con ese tipo de actos la pierde toda. Con razón el desprestigio de las guerrillas en la opinión pública colombiana es prácticamente total. Las guerrillas son más que un anacronismo: son una vergüenza. Nuestra democracia tiene múltiples fallas, pero, en las actuales condiciones, nada amerita la búsqueda de objetivos políticos por vías no democráticas basadas en la fuerza.
Con respecto al segundo eje mencionado atrás, una característica tradicional de la izquierda es que desconfía de los mercados. Pero las izquierdas modernas han demostrado que se puede convivir con los mercados y seguir siendo de izquierda. Así sucede en Inglaterra, en Francia, en Alemania. Así también ha sucedido con las izquierdas de Lula en Brasil y Bachelet en Chile. La izquierda debe desarrollar un discurso económico que supere el populismo y debe ser capaz de demostrar un manejo económico pragmático. La izquierda no puede y no debe olvidar su compromiso con la justicia social, pero debe aprender a enmarcarlo dentro de un discurso económico que no sea anti-mercados.
Sin embargo, no cabe duda de que la modernización económica de la izquierda es una propuesta que abre muchas preguntas. ¿Qué es ser de izquierda en el siglo XXI? La pregunta es una difícil, que por ahora sólo empezaré a responder provisionalmente. Dado el desarrollo de mis ideas, creo en una izquierda bastante tibia, incapaz de intervenir el sistema de precios; crear monopolios nacionales, nacionalizar empresas o subsidiar empresas deficitarias; o entorpecer el funcionamiento de los mercados. Me espanta una izquierda impermeable al concepto de las restricciones presupuestales, o capaz de creer que éstas se pueden burlar con un banco central que imprima dinero cada vez que el gobierno quiera gastarlo, o con la adquisición de deudas que se saben impagables. Me parecen tontos los izquierdistas que creen que invocar el concepto de la “deuda social” es suficiente justificación para no pagar la deuda pública.
Pero, si uno no cree en esas cosas, ¿entonces en qué cree? Creo en una izquierda preocupada por la justicia social, que no renuncia a la tributación, y en especial a una tributación progresiva, como instrumento de justicia social (sin embargo, para mantener el atractivo de la economía para los inversionistas, creo que es interesante explorar la idea de una baja tributación empresarial, combinada con una tributación personal relativamente alta y progresiva). Y creo en un Estado que busca una asignación más “social” del gasto público, así como una mayor eficiencia en el mismo.
07-01-15: Acuerdo humanitario o rescate militar
Hace pocos días, Fernando Araújo, ex ministro de Estado, quien duró secuestrado seis años por la guerrilla izquierdista que se hace llamar las “Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia” (Farc), recobró su libertad.
La liberación de Araújo ha reabierto el debate sobre cómo debe actuar el Estado frente a los secuestrados. En términos simplistas el debate es uno entre canje (o acuerdo humanitario) y rescate militar. A favor del rescate militar está la idea de que, frente al chantaje que implica el secuestro, el Estado no puede ceder. Si el secuestro es exitoso, estimula la realización de más secuestros. Por lo tanto, si desde el punto de vista de las familias de los secuestrados es razonable ceder al chantaje de los secuestradores, pagando por el rescate de aquéllos, desde el punto de vista del Estado es inconveniente que los secuestros se resuelvan por la vía del pago de rescates, o que el Estado ceda frente al chantaje implícito en un secuestro. El Estado no puede ceder frente al chantaje.
Otro argumento a favor del rescate militar es que existe una diferencia conceptual importante entre el intercambio de prisioneros en una guerra y el cambio de prisioneros de grupos armados por fuera de la ley en poder del Estado por secuestrados en poder de estos grupos. En una guerra normal, las partes tienen todas el mismo estatus jurídico, de modo que el intercambio de prisioneros en efecto tiene un carácter humanitario. Pero la de Colombia no es una guerra normal. Los secuestrados por los grupos armados por fuera de la ley son en buena parte civiles, privados de su libertad de una manera inhumana y bárbara. Existe una asimetría importante cuando los grupos armados por fuera de la ley liberan secuestrados, que presumiblemente no se involucrarán en actividades armadas en contra de esos grupos, y de otra parte el Estado libera prisioneros que presumiblemente se volverán a integrar a la lucha en contra del Estado. Este argumento sugiere que, si hay acuerdo humanitario, es más admisible si el Estado sólo libera prisioneros de bajo rango en las filas de los grupos armados por fuera de la ley. La liberación de los cabecillas de estos grupos es mucho más difícil de justificar.
A favor del canje o acuerdo humanitario está la consideración de que, ante la incapacidad del Estado para poner bajo presión a los secuestradores, sin arriesgar las vidas de los secuestrados, miles de secuestrados languidecen en cautiverio, en una situación inhumana sobre la cual el Estado “tiene que hacer algo”.
Un argumento espurio a favor del acuerdo humanitario es que los secuestrados por los grupos armados por fuera de la ley languidecen en cautiverio por el rechazo del gobierno a aceptar el acuerdo humanitario. El argumento es absurdo. La responsabilidad por la falta de libertad de los secuestrados en poder de los grupos armados por fuera de la ley sólo se puede adjudicar a éstos últimos. Cuando estos grupos secuestran a alguien, la responsabilidad por el secuestro, bajo ningún argumento, se puede asignar al Estado.
Supongo que en el debate entre canje y rescate militar las cosas no son blancas o negras. Sin embargo, yo tiendo a inclinarme hacia una posición más próxima al rescate militar que al acuerdo humanitario. En general, me parece que, si un grupo por fuera de la ley secuestra a alguien, la respuesta estatal no puede ser cederlo todo para garantizar la integridad física de los secuestrados. Esta actitud podría ser justificable en los familiares de los secuestrados, pero no en el Estado.
El estudio de dos situaciones históricas quizás me permita aclarar mi posición en el debate. En el gobierno de Turbay, en 1980, el M-19 tomó un conjunto de rehenes de alto perfil internacional en la famosa toma de la embajada de la República Dominicana. Quizás bajo la premisa de que los rehenes eran de tan alto nivel internacional que sería inadmisible que sufrieran en su integridad física, el gobierno decidió negociar con los secuestradores. Después de unas negociaciones que duraron un par de meses, a los secuestradores se les permitió escapar a Cuba, y los rehenes fueron liberados sin daño a su integridad física. En esta circunstancia me parece que el Estado fue demasiado débil.
De otra parte, en el gobierno de Betancur, en 1985, el M-19 se tomó el Palacio de Justicia. La reacción de las Fuerzas Militares fue inmediata e indiscriminada, lo cual generó una masacre de rehenes y secuestradores, que le costó la vida a buena parte de los jerarcas de la rama judicial colombiana. En esta situación me parece que el Estado fue demasiado fuerte.
En síntesis, me parece que, cuando un grupo armado por fuera de la ley secuestra a alguien, el Estado debe tratar de impedir la fuga de los secuestradores, al tiempo que debe tratar de impedir llevar a cabo acciones que pongan en peligro la integridad física de los secuestrados. El balance entre estas dos cosas es complicado, de modo que debe ser juzgado caso por caso, pero ciertamente no se alcanzó ni en la toma de la embajada ni en la toma del Palacio de Justicia. En estos casos, en los cuales los secuestradores no tenían ninguna posibilidad de escapar, me parece que la actitud del Estado debía ser rodear la embajada o el Palacio sin promover tomas precipitadas, y exigir la entrega sin concesiones de los secuestradores. Mientras los secuestradores se entregan, el Estado debería planificar cuidadosamente una intervención militar, que sólo pondría en práctica cuando los secuestradores, para forzar sus puntos, empiecen sin ambigüedad a afectar la integridad física de los rehenes, o cuando las posibilidades de éxito del rescate militar sean muy altas.
El balance delicado está en cómo rodear a los secuestradores sin poner en peligro a los secuestrados. En los casos de la embajada y el Palacio de Justicia lograr ese balance era relativamente fácil. Pero en el caso de un secuestro como el de Fernando Araújo, ese balance es más difícil de establecer. Uno se puede imaginar una sucesión de círculos concéntricos que implican cada vez mayor presión sobre los secuestradores, pero también mayor riesgo sobre los secuestrados. En qué círculo concéntrico establecerse es lo que el Estado debe juzgar cuidadosamente, yo creo que con alguna sensibilidad a las opiniones de los familiares. La sensación aburridora en Colombia es que el Estado no tiene la capacidad militar para producir un círculo concéntrico que apriete lo suficiente a los secuestradores, de modo que los secuestrados pueden pasar años o lustros en esa lamentable situación.
En el caso del secuestro de Fernando Araújo, hubo una intervención militar que terminó de manera relativamente afortunada, aunque esa operación le costó la vida a un soldado de Colombia. No dejo de percibir que toda acción militar impone un riesgo sobre los secuestrados, y no creo que el caso de Araújo pueda ser tomado como un ejemplo de los méritos del rescate militar. Algunos analistas han señalado que en la liberación de Araújo hubo más suerte que pericia militar, y es posible que tengan razón. Establecer un círculo concéntrico de presión sobre un grupo de secuestradores siempre implica riesgos. La toma de la embajada de la República Dominica no terminó “bien” porque se salvó a los rehenes: a los cinco años el M-19 se estaba tomando el Palacio de Justicia. Y la masacre del Palacio de Justicia no puede ser calificada sino como una desgracia, pero ese fracaso militar debió haber pesado mucho en las cabezas de los cabecillas del M-19 a la hora de aceptar un pacto de paz con el Gobierno, menos de seis años después. Hoy Rosemberg Pabón, el jefe de la toma de la embajada dominicana, es un alto funcionario de la administración Uribe.
Horrible como es la situación de los secuestrados de Colombia y de sus familiares, uno no debe olvidar que, si Colombia requiere un acuerdo humanitario, éste debe implicar el abandono de toda práctica inhumana. Incluso las guerras tienen sus códigos humanitarios. En ningún caso el secuestro de civiles es una práctica de guerra aceptada. Si no hay acuerdo humanitario en Colombia, no es por culpa del gobierno. Es por culpa de unos grupos armados por fuera de la ley sin ningún trazo de humanidad. A pesar de lo cruel que es la situación de los secuestrados en Colombia, la hora del acuerdo humanitario todavía no le ha llegado al país.
La liberación de Araújo ha reabierto el debate sobre cómo debe actuar el Estado frente a los secuestrados. En términos simplistas el debate es uno entre canje (o acuerdo humanitario) y rescate militar. A favor del rescate militar está la idea de que, frente al chantaje que implica el secuestro, el Estado no puede ceder. Si el secuestro es exitoso, estimula la realización de más secuestros. Por lo tanto, si desde el punto de vista de las familias de los secuestrados es razonable ceder al chantaje de los secuestradores, pagando por el rescate de aquéllos, desde el punto de vista del Estado es inconveniente que los secuestros se resuelvan por la vía del pago de rescates, o que el Estado ceda frente al chantaje implícito en un secuestro. El Estado no puede ceder frente al chantaje.
Otro argumento a favor del rescate militar es que existe una diferencia conceptual importante entre el intercambio de prisioneros en una guerra y el cambio de prisioneros de grupos armados por fuera de la ley en poder del Estado por secuestrados en poder de estos grupos. En una guerra normal, las partes tienen todas el mismo estatus jurídico, de modo que el intercambio de prisioneros en efecto tiene un carácter humanitario. Pero la de Colombia no es una guerra normal. Los secuestrados por los grupos armados por fuera de la ley son en buena parte civiles, privados de su libertad de una manera inhumana y bárbara. Existe una asimetría importante cuando los grupos armados por fuera de la ley liberan secuestrados, que presumiblemente no se involucrarán en actividades armadas en contra de esos grupos, y de otra parte el Estado libera prisioneros que presumiblemente se volverán a integrar a la lucha en contra del Estado. Este argumento sugiere que, si hay acuerdo humanitario, es más admisible si el Estado sólo libera prisioneros de bajo rango en las filas de los grupos armados por fuera de la ley. La liberación de los cabecillas de estos grupos es mucho más difícil de justificar.
A favor del canje o acuerdo humanitario está la consideración de que, ante la incapacidad del Estado para poner bajo presión a los secuestradores, sin arriesgar las vidas de los secuestrados, miles de secuestrados languidecen en cautiverio, en una situación inhumana sobre la cual el Estado “tiene que hacer algo”.
Un argumento espurio a favor del acuerdo humanitario es que los secuestrados por los grupos armados por fuera de la ley languidecen en cautiverio por el rechazo del gobierno a aceptar el acuerdo humanitario. El argumento es absurdo. La responsabilidad por la falta de libertad de los secuestrados en poder de los grupos armados por fuera de la ley sólo se puede adjudicar a éstos últimos. Cuando estos grupos secuestran a alguien, la responsabilidad por el secuestro, bajo ningún argumento, se puede asignar al Estado.
Supongo que en el debate entre canje y rescate militar las cosas no son blancas o negras. Sin embargo, yo tiendo a inclinarme hacia una posición más próxima al rescate militar que al acuerdo humanitario. En general, me parece que, si un grupo por fuera de la ley secuestra a alguien, la respuesta estatal no puede ser cederlo todo para garantizar la integridad física de los secuestrados. Esta actitud podría ser justificable en los familiares de los secuestrados, pero no en el Estado.
El estudio de dos situaciones históricas quizás me permita aclarar mi posición en el debate. En el gobierno de Turbay, en 1980, el M-19 tomó un conjunto de rehenes de alto perfil internacional en la famosa toma de la embajada de la República Dominicana. Quizás bajo la premisa de que los rehenes eran de tan alto nivel internacional que sería inadmisible que sufrieran en su integridad física, el gobierno decidió negociar con los secuestradores. Después de unas negociaciones que duraron un par de meses, a los secuestradores se les permitió escapar a Cuba, y los rehenes fueron liberados sin daño a su integridad física. En esta circunstancia me parece que el Estado fue demasiado débil.
De otra parte, en el gobierno de Betancur, en 1985, el M-19 se tomó el Palacio de Justicia. La reacción de las Fuerzas Militares fue inmediata e indiscriminada, lo cual generó una masacre de rehenes y secuestradores, que le costó la vida a buena parte de los jerarcas de la rama judicial colombiana. En esta situación me parece que el Estado fue demasiado fuerte.
En síntesis, me parece que, cuando un grupo armado por fuera de la ley secuestra a alguien, el Estado debe tratar de impedir la fuga de los secuestradores, al tiempo que debe tratar de impedir llevar a cabo acciones que pongan en peligro la integridad física de los secuestrados. El balance entre estas dos cosas es complicado, de modo que debe ser juzgado caso por caso, pero ciertamente no se alcanzó ni en la toma de la embajada ni en la toma del Palacio de Justicia. En estos casos, en los cuales los secuestradores no tenían ninguna posibilidad de escapar, me parece que la actitud del Estado debía ser rodear la embajada o el Palacio sin promover tomas precipitadas, y exigir la entrega sin concesiones de los secuestradores. Mientras los secuestradores se entregan, el Estado debería planificar cuidadosamente una intervención militar, que sólo pondría en práctica cuando los secuestradores, para forzar sus puntos, empiecen sin ambigüedad a afectar la integridad física de los rehenes, o cuando las posibilidades de éxito del rescate militar sean muy altas.
El balance delicado está en cómo rodear a los secuestradores sin poner en peligro a los secuestrados. En los casos de la embajada y el Palacio de Justicia lograr ese balance era relativamente fácil. Pero en el caso de un secuestro como el de Fernando Araújo, ese balance es más difícil de establecer. Uno se puede imaginar una sucesión de círculos concéntricos que implican cada vez mayor presión sobre los secuestradores, pero también mayor riesgo sobre los secuestrados. En qué círculo concéntrico establecerse es lo que el Estado debe juzgar cuidadosamente, yo creo que con alguna sensibilidad a las opiniones de los familiares. La sensación aburridora en Colombia es que el Estado no tiene la capacidad militar para producir un círculo concéntrico que apriete lo suficiente a los secuestradores, de modo que los secuestrados pueden pasar años o lustros en esa lamentable situación.
En el caso del secuestro de Fernando Araújo, hubo una intervención militar que terminó de manera relativamente afortunada, aunque esa operación le costó la vida a un soldado de Colombia. No dejo de percibir que toda acción militar impone un riesgo sobre los secuestrados, y no creo que el caso de Araújo pueda ser tomado como un ejemplo de los méritos del rescate militar. Algunos analistas han señalado que en la liberación de Araújo hubo más suerte que pericia militar, y es posible que tengan razón. Establecer un círculo concéntrico de presión sobre un grupo de secuestradores siempre implica riesgos. La toma de la embajada de la República Dominica no terminó “bien” porque se salvó a los rehenes: a los cinco años el M-19 se estaba tomando el Palacio de Justicia. Y la masacre del Palacio de Justicia no puede ser calificada sino como una desgracia, pero ese fracaso militar debió haber pesado mucho en las cabezas de los cabecillas del M-19 a la hora de aceptar un pacto de paz con el Gobierno, menos de seis años después. Hoy Rosemberg Pabón, el jefe de la toma de la embajada dominicana, es un alto funcionario de la administración Uribe.
Horrible como es la situación de los secuestrados de Colombia y de sus familiares, uno no debe olvidar que, si Colombia requiere un acuerdo humanitario, éste debe implicar el abandono de toda práctica inhumana. Incluso las guerras tienen sus códigos humanitarios. En ningún caso el secuestro de civiles es una práctica de guerra aceptada. Si no hay acuerdo humanitario en Colombia, no es por culpa del gobierno. Es por culpa de unos grupos armados por fuera de la ley sin ningún trazo de humanidad. A pesar de lo cruel que es la situación de los secuestrados en Colombia, la hora del acuerdo humanitario todavía no le ha llegado al país.
Saturday, January 6, 2007
07-01-06: Sobre unas declaraciones de Susan Sontag
La escritora norteamericana Susan Sontag, muerta en 2004, es recordada, entre otras cosas, por dos declaraciones muy chocantes.
La primera es de 1967:
"Mozart, Pascal, el álgebra de Boole, Shakespeare, el gobierno parlamentario, las iglesias barrocas, Newton, la emancipación de las mujeres, Kant, los ballets de Balanchine y otros no redimen lo que esta civilización particular ha traído sobre el mundo. La raza blanca es el cáncer de la historia humana" (Partisan Review, Winter 1967, p. 57. En inglés en el original) .
Posteriormente, Sontag se retractó sarcásticamente de este comentario, diciendo que no tenía en cuenta los sentimientos de los enfermos de cáncer. Irónicamente, después de una lucha de décadas contra la enfermedad, Sontag murió de una extraña variedad de cáncer.
La segunda declaración es del 24 de septiembre de 2001, pocos días después del ataque a las Torres Gemelas:
"¿Dónde está el reconocimiento de que éste no fue un ataque 'cobarde' a la 'civilización', o a la 'libertad', o a la 'humanidad', o al 'mundo libre', sino un ataque al autoproclamado superpoder del mundo, llevado a cabo como consecuencia de acciones y alianzas americanas específicas? ¿Cuántos ciudadanos son conscientes del actual bombardeo americano de Irak? Y si la palabra 'cobarde' va a ser usada, sería más aptamente aplicada a aquellos que matan desde más allá del alcance de la retaliación, en lo alto del cielo, que a aquellos deseosos de morir ellos mismos con tal de matar a otros. En el tema del coraje (una virtud moralmente neutra) , cualquier cosa que se pueda decir de quienes perpetraron la masacre del martes, lo que no se puede decir es que fueron unos cobardes" (The New Yorker. En inglés en el original).
Lo notable de ambas declaraciones es su capacidad para sacudir. Yo, quizás, no las hubiera firmado. La primera, su acusación de la raza blanca, hubiera sido más precisa si se hubiera dirigido a un blanco mejor definido. O quizás uno más general. ¿Es la barbarie propia de la "raza blanca", o más bien de la condición humana?
Sin embargo, su declaración no deja de recordarnos que una civilización que es capaz de producir a Mozart, Pascal, el álgebra de Boole, Shakespeare, el gobierno parlamentario, las iglesias barrocas, Newton, la emancipación de las mujeres, Kant, los ballets de Balanchine y otros no está necesariamente libre de la barbarie. Puesta así, creo que es una declaración que comparto.
Su segunda declaración es increíble por el momento en que escogió emitirla. Yo no sé si en eso Sontag mostró una enorme insensibilidad o un gran coraje. Nuevamente, yo quizás hubiera puesto las cosas distinto. Aparte de eso, hay dos temas sustanciales: ¿son cobardes quienes tumbaron las torres? ¿Es el ataque al autoproclamado superpoder del mundo llevado a cabo como consecuencia de acciones y alianzas americanas específicas? Al primero no quiero referirme. No me importa si quienes tumbaron las torres son cobardes o no. En el segundo sí creo que Sontag pone el dedo en la llaga. Uno no entiende los ataques a las torres si los interpreta como un ataque salido de la nada, inesperado, contra la libertad. Pero, en un obituario que ahora no puedo encontrar, fue precisamente la frase de que el ataque fue "llevado a cabo como consecuencia de acciones y alianzas americanas específicas" la que generó mayores críticas. Lo más aterrador de Estados Unidos es su incapacidad para entender por qué lo odian en otros lugares del mundo. Para mí, visitar Israel fue suficiente para entender por qué un palestino estaría interesado en hacerse explotar dentro de un bus lleno de judíos. Nada justifica el ataque a las Torres Gemelas. Pero el hecho de que no se pueda justificar no quiere decir que no se pueda explicar. Entender por qué sucedió ese ataque es quizás el mejor homenaje que se les puede hacer a las víctimas de ese horrible atentado, porque esa comprensión es lo que verdaderamente constituye un aporte a la paz del mundo: es la garantía de que cosas así no vuelvan a ocurrir.
La primera es de 1967:
"Mozart, Pascal, el álgebra de Boole, Shakespeare, el gobierno parlamentario, las iglesias barrocas, Newton, la emancipación de las mujeres, Kant, los ballets de Balanchine y otros no redimen lo que esta civilización particular ha traído sobre el mundo. La raza blanca es el cáncer de la historia humana" (Partisan Review, Winter 1967, p. 57. En inglés en el original) .
Posteriormente, Sontag se retractó sarcásticamente de este comentario, diciendo que no tenía en cuenta los sentimientos de los enfermos de cáncer. Irónicamente, después de una lucha de décadas contra la enfermedad, Sontag murió de una extraña variedad de cáncer.
La segunda declaración es del 24 de septiembre de 2001, pocos días después del ataque a las Torres Gemelas:
"¿Dónde está el reconocimiento de que éste no fue un ataque 'cobarde' a la 'civilización', o a la 'libertad', o a la 'humanidad', o al 'mundo libre', sino un ataque al autoproclamado superpoder del mundo, llevado a cabo como consecuencia de acciones y alianzas americanas específicas? ¿Cuántos ciudadanos son conscientes del actual bombardeo americano de Irak? Y si la palabra 'cobarde' va a ser usada, sería más aptamente aplicada a aquellos que matan desde más allá del alcance de la retaliación, en lo alto del cielo, que a aquellos deseosos de morir ellos mismos con tal de matar a otros. En el tema del coraje (una virtud moralmente neutra) , cualquier cosa que se pueda decir de quienes perpetraron la masacre del martes, lo que no se puede decir es que fueron unos cobardes" (The New Yorker. En inglés en el original).
Lo notable de ambas declaraciones es su capacidad para sacudir. Yo, quizás, no las hubiera firmado. La primera, su acusación de la raza blanca, hubiera sido más precisa si se hubiera dirigido a un blanco mejor definido. O quizás uno más general. ¿Es la barbarie propia de la "raza blanca", o más bien de la condición humana?
Sin embargo, su declaración no deja de recordarnos que una civilización que es capaz de producir a Mozart, Pascal, el álgebra de Boole, Shakespeare, el gobierno parlamentario, las iglesias barrocas, Newton, la emancipación de las mujeres, Kant, los ballets de Balanchine y otros no está necesariamente libre de la barbarie. Puesta así, creo que es una declaración que comparto.
Su segunda declaración es increíble por el momento en que escogió emitirla. Yo no sé si en eso Sontag mostró una enorme insensibilidad o un gran coraje. Nuevamente, yo quizás hubiera puesto las cosas distinto. Aparte de eso, hay dos temas sustanciales: ¿son cobardes quienes tumbaron las torres? ¿Es el ataque al autoproclamado superpoder del mundo llevado a cabo como consecuencia de acciones y alianzas americanas específicas? Al primero no quiero referirme. No me importa si quienes tumbaron las torres son cobardes o no. En el segundo sí creo que Sontag pone el dedo en la llaga. Uno no entiende los ataques a las torres si los interpreta como un ataque salido de la nada, inesperado, contra la libertad. Pero, en un obituario que ahora no puedo encontrar, fue precisamente la frase de que el ataque fue "llevado a cabo como consecuencia de acciones y alianzas americanas específicas" la que generó mayores críticas. Lo más aterrador de Estados Unidos es su incapacidad para entender por qué lo odian en otros lugares del mundo. Para mí, visitar Israel fue suficiente para entender por qué un palestino estaría interesado en hacerse explotar dentro de un bus lleno de judíos. Nada justifica el ataque a las Torres Gemelas. Pero el hecho de que no se pueda justificar no quiere decir que no se pueda explicar. Entender por qué sucedió ese ataque es quizás el mejor homenaje que se les puede hacer a las víctimas de ese horrible atentado, porque esa comprensión es lo que verdaderamente constituye un aporte a la paz del mundo: es la garantía de que cosas así no vuelvan a ocurrir.
Friday, January 5, 2007
07-01-05: Despedida de Estados Unidos
Mi viaje a Estados Unidos está llegando a su fin. Tengo que decir que ha sido un buen viaje. Estuve en Washington, Filadelfia y Nueva York, y cada ciudad me ofreció experiencias interesantes. Filadelfia, cuna de mucha historia norteamericana, con su museo de la Constitución, que me pareció muy impactante. Washington, una ciudad de políticos y burócratas, de museos, del Kennedy Center; en fin, una ciudad más interesante de lo que parece a primera vista. Y Nueva York... ¿Qué puedo decir? Nueva York es la capital del mundo.
Viajar siempre es una experiencia interesante. Viajar es importante porque combate el provincialismo y enseña que la realidad social se puede organizar de más de una manera. Viajar estimula mi curiosidad. Quiero aprender de dónde estoy, de su historia, de su gente. Tengo que decir que este viaje me ha enriquecido. Leí sobre Dante y sobre Aristóteles. Leí sobre la inexistencia de Dios. Vi, nuevamente, el "ground zero" donde alguna vez estuvieron las Torres Gemelas. Leí sobre la guerra de Irak. Vi cómo ahorcaban a Saddam Hussein (quizás no hubiera visto como vi el ahorcamiento de Saddam si no hubiera estado en Estados Unidos). Aprendí sobre la independencia norteamericana. Releí las palabras de Thomas Jefferson "We hold these truths to be self-evident: that all men are created equal...", que estaban tan presentes en mi cabeza al iniciar el viaje. Leí sobre Paul Wolfowitz y Donald Rumsfeld. Vi cine. Pasé el 31 de diciembre en un club de jazz. Vi una exposición de cuerpos disecados con una técnica nueva que sustituye el agua del cuerpo por algún polímero, de modo que ningún tejido cambia de aspecto ni se descompone. Vi The Cloisters y PS1 en Nueva York y The Corcoran y el zoológico en Washington. Me miré con un orangután como si ambos tuviésemos consciencia.
Gran país éste, Estados Unidos. Gran país, y, sin embargo, tan perfectible.
Ya me voy de Washington y toda partida es morir un poco. Toda partida es aproximar un poco más la partida definitiva, en la que uno deja todo atrás. Una de las últimas cosas que hice fue comprar un libro de la famosa fotógrafa Annie Leibovitz, que literalmente retrata su amor por la escritora Susan Sontag. Es un amor de la edad madura que termina con la muerte de Sontag y del padre de Leibovitz. Es un libro hermoso y triste, que le dejé a María Inés.
Le digo adiós no sé a qué. Digo adiós con un poco de pesar en mi alma. Es un sentimiento que últimamente no deja de acompañarme. Debe ser algo normal para quienes tienen más de cuarenta.
Ya veremos qué trae mañana...
Viajar siempre es una experiencia interesante. Viajar es importante porque combate el provincialismo y enseña que la realidad social se puede organizar de más de una manera. Viajar estimula mi curiosidad. Quiero aprender de dónde estoy, de su historia, de su gente. Tengo que decir que este viaje me ha enriquecido. Leí sobre Dante y sobre Aristóteles. Leí sobre la inexistencia de Dios. Vi, nuevamente, el "ground zero" donde alguna vez estuvieron las Torres Gemelas. Leí sobre la guerra de Irak. Vi cómo ahorcaban a Saddam Hussein (quizás no hubiera visto como vi el ahorcamiento de Saddam si no hubiera estado en Estados Unidos). Aprendí sobre la independencia norteamericana. Releí las palabras de Thomas Jefferson "We hold these truths to be self-evident: that all men are created equal...", que estaban tan presentes en mi cabeza al iniciar el viaje. Leí sobre Paul Wolfowitz y Donald Rumsfeld. Vi cine. Pasé el 31 de diciembre en un club de jazz. Vi una exposición de cuerpos disecados con una técnica nueva que sustituye el agua del cuerpo por algún polímero, de modo que ningún tejido cambia de aspecto ni se descompone. Vi The Cloisters y PS1 en Nueva York y The Corcoran y el zoológico en Washington. Me miré con un orangután como si ambos tuviésemos consciencia.
Gran país éste, Estados Unidos. Gran país, y, sin embargo, tan perfectible.
Ya me voy de Washington y toda partida es morir un poco. Toda partida es aproximar un poco más la partida definitiva, en la que uno deja todo atrás. Una de las últimas cosas que hice fue comprar un libro de la famosa fotógrafa Annie Leibovitz, que literalmente retrata su amor por la escritora Susan Sontag. Es un amor de la edad madura que termina con la muerte de Sontag y del padre de Leibovitz. Es un libro hermoso y triste, que le dejé a María Inés.
Le digo adiós no sé a qué. Digo adiós con un poco de pesar en mi alma. Es un sentimiento que últimamente no deja de acompañarme. Debe ser algo normal para quienes tienen más de cuarenta.
Ya veremos qué trae mañana...
07-01-05: La interacción entre la ley y la cultura
El texto que sigue es un texto viejo, que apareció publicado en el número 1 de la revista de la Fundación Buen Gobierno. Espero que lo disfruten.
Douglass North, el premio Nobel de Economía, definió a las instituciones como las reglas del juego social. Admitió que las instituciones podían ser formales, como la Constitución y las leyes, o informales, como las convenciones culturales y sociales.
En Colombia existe una interacción peculiar entre las reglas formales e informales del juego social. Esa actitud se resume en dos aforismos populares. Uno es: “la ley se acata pero no se cumple”, heredado de la época en que los monarcas españoles enviaban leyes a América que nadie ponía en práctica. La idea es que las reglas formales están ahí, pero las prácticas informales las invalidan. El otro es: “la ley es para los de ruana”. Como, según la identificación popular, la gente de ruana es (o era) de menor categoría social, el aforismo sugiere que las élites se pueden sentir efectivamente por encima de la ley.
La sabiduría popular contenida en esos dos aforismos resume bastante bien por qué Colombia tiene problemas para desarrollarse: los colombianos creen que las reglas formales que se dan están ahí para violarlas. El irrespeto a las normas es parte del inconsciente colombiano. Aún más, si las normas llegasen a cumplirse, deberían ser cumplidas sólo por “los de abajo”. “Los de arriba” tienen todo el “derecho” (o, más bien, el poder) para que las normas no se apliquen a ellos. Es la manifestación más flagrante de que en Colombia la gente, en realidad, no es igual ante la ley. Semejante actitud cultural frente a las normas es una tara enorme para que el país pueda buscar sendas de progreso. Es una medida descarnada de nuestro grado de incivilización.
¿Por qué deben existir reglas sociales? Las reglas sociales deben existir para mejorar la convivencia social. Pongamos un ejemplo: suponga el cruce de dos vías congestionadas, sin ninguna regulación. Cada uno de los vehículos trata de seguir su camino en la intersección, pero lo que se logra es un trancón magnífico. Individuos racionales aceptarían la imposición de una norma social (un policía de tránsito, o un semáforo, por ejemplo) si reconociesen que el cumplimiento de la norma les permite llegar más pronto a su destino que si la norma no estuviera vigente. En este caso, por lo tanto, individuos racionales estarían dispuestos a cumplir la norma.
La pregunta es: ¿por qué las normas sociales no tienden a cumplirse en Colombia? Una hipótesis obvia es que las normas no tienden a promover el bien común. Si las normas promueven sólo intereses particulares, los individuos no se verán muy incentivados a cumplirlas. Y las normas tienden a expresar más intereses particulares que generales cuando el Estado es capturado por grupos de interés particulares. De ahí sale la profunda desconfianza del colombiano frente al Estado: el Estado no existe para ayudarme, sino para perjudicarme. Más sutil aún es la actitud del colombiano de que “el Estado debe estar ahí para ayudarme” pero “está bien que yo evada mis responsabilidades con el Estado”.
En los momentos de escribir estas líneas, el Gobierno se apresta a presentar otra reforma tributaria al Congreso. El Gobierno dice que esta vez la reforma sí es estructural, porque alivia el impuesto a la renta que pesa sobre las empresas, lo cual puede aumentar el atractivo de la inversión en Colombia. Esa es, ciertamente, una definición de reforma estructural. Pero yo pondría otra: una reforma estructural sería aquella en la que la mayoría de los colombianos quede conforme con pagar lo que le corresponde. Se me dirá que soy un iluso: ¿Quién paga conforme sus impuestos? Pero, un minuto: ¿Por qué yo pago mi cuenta de agua? Porque, si no la pago, no recibo el agua. Yo veo el vínculo entre el pago que yo hago y el agua que recibo. Ese es el vínculo que yo no puedo hacer cuando le pago mis impuestos al Estado. La gente piensa: “¿yo para qué pago impuestos? ¿Para que se los roben?”. Si no se establece el vínculo entre lo que pago y lo que recibo, se mantendrá la evasión que es el símbolo máximo de que los colombianos no se sienten comprometidos a contribuir con su Estado. La tarifa nominal de impuesto a la renta es de 38.5% en Colombia, lo cual, es cierto, es muy alto, pero, ¿quién lo paga? En Colombia la tarifa nominal es muy distinta de la que la gente efectivamente termina pagando. Es otra norma que todo el mundo, excepto ciertos asalariados formales, se siente con la libertad de no cumplir.
Yo sospecho que el fracaso de las normas en Colombia es un reflejo de nuestra antidemocracia. En la antidemocracia, los esfuerzos colectivos que yo hago no benefician al colectivo, sino a algunos oportunistas. Algunos me dirán que Colombia es, efecto, una democracia, pero lo cierto y lo concreto es que la gente mira las reglas sociales como estorbos, no como ayudas. Lo demás es filosofía. Eso nos debe llevar a pensar sobre el tipo de institucionalidad que hemos construido. Las reglas que tenemos fracasan en buscar el bienestar de todos, lo cual es profundamente antidemocrático. Y la gente busca protegerse ignorando la ley. La distancia que hay entre ley y cultura en Colombia debe ser una manifestación de una dislocación social profunda, que debe ser corregida para que el país pueda avanzar por la senda del desarrollo.
Douglass North, el premio Nobel de Economía, definió a las instituciones como las reglas del juego social. Admitió que las instituciones podían ser formales, como la Constitución y las leyes, o informales, como las convenciones culturales y sociales.
En Colombia existe una interacción peculiar entre las reglas formales e informales del juego social. Esa actitud se resume en dos aforismos populares. Uno es: “la ley se acata pero no se cumple”, heredado de la época en que los monarcas españoles enviaban leyes a América que nadie ponía en práctica. La idea es que las reglas formales están ahí, pero las prácticas informales las invalidan. El otro es: “la ley es para los de ruana”. Como, según la identificación popular, la gente de ruana es (o era) de menor categoría social, el aforismo sugiere que las élites se pueden sentir efectivamente por encima de la ley.
La sabiduría popular contenida en esos dos aforismos resume bastante bien por qué Colombia tiene problemas para desarrollarse: los colombianos creen que las reglas formales que se dan están ahí para violarlas. El irrespeto a las normas es parte del inconsciente colombiano. Aún más, si las normas llegasen a cumplirse, deberían ser cumplidas sólo por “los de abajo”. “Los de arriba” tienen todo el “derecho” (o, más bien, el poder) para que las normas no se apliquen a ellos. Es la manifestación más flagrante de que en Colombia la gente, en realidad, no es igual ante la ley. Semejante actitud cultural frente a las normas es una tara enorme para que el país pueda buscar sendas de progreso. Es una medida descarnada de nuestro grado de incivilización.
¿Por qué deben existir reglas sociales? Las reglas sociales deben existir para mejorar la convivencia social. Pongamos un ejemplo: suponga el cruce de dos vías congestionadas, sin ninguna regulación. Cada uno de los vehículos trata de seguir su camino en la intersección, pero lo que se logra es un trancón magnífico. Individuos racionales aceptarían la imposición de una norma social (un policía de tránsito, o un semáforo, por ejemplo) si reconociesen que el cumplimiento de la norma les permite llegar más pronto a su destino que si la norma no estuviera vigente. En este caso, por lo tanto, individuos racionales estarían dispuestos a cumplir la norma.
La pregunta es: ¿por qué las normas sociales no tienden a cumplirse en Colombia? Una hipótesis obvia es que las normas no tienden a promover el bien común. Si las normas promueven sólo intereses particulares, los individuos no se verán muy incentivados a cumplirlas. Y las normas tienden a expresar más intereses particulares que generales cuando el Estado es capturado por grupos de interés particulares. De ahí sale la profunda desconfianza del colombiano frente al Estado: el Estado no existe para ayudarme, sino para perjudicarme. Más sutil aún es la actitud del colombiano de que “el Estado debe estar ahí para ayudarme” pero “está bien que yo evada mis responsabilidades con el Estado”.
En los momentos de escribir estas líneas, el Gobierno se apresta a presentar otra reforma tributaria al Congreso. El Gobierno dice que esta vez la reforma sí es estructural, porque alivia el impuesto a la renta que pesa sobre las empresas, lo cual puede aumentar el atractivo de la inversión en Colombia. Esa es, ciertamente, una definición de reforma estructural. Pero yo pondría otra: una reforma estructural sería aquella en la que la mayoría de los colombianos quede conforme con pagar lo que le corresponde. Se me dirá que soy un iluso: ¿Quién paga conforme sus impuestos? Pero, un minuto: ¿Por qué yo pago mi cuenta de agua? Porque, si no la pago, no recibo el agua. Yo veo el vínculo entre el pago que yo hago y el agua que recibo. Ese es el vínculo que yo no puedo hacer cuando le pago mis impuestos al Estado. La gente piensa: “¿yo para qué pago impuestos? ¿Para que se los roben?”. Si no se establece el vínculo entre lo que pago y lo que recibo, se mantendrá la evasión que es el símbolo máximo de que los colombianos no se sienten comprometidos a contribuir con su Estado. La tarifa nominal de impuesto a la renta es de 38.5% en Colombia, lo cual, es cierto, es muy alto, pero, ¿quién lo paga? En Colombia la tarifa nominal es muy distinta de la que la gente efectivamente termina pagando. Es otra norma que todo el mundo, excepto ciertos asalariados formales, se siente con la libertad de no cumplir.
Yo sospecho que el fracaso de las normas en Colombia es un reflejo de nuestra antidemocracia. En la antidemocracia, los esfuerzos colectivos que yo hago no benefician al colectivo, sino a algunos oportunistas. Algunos me dirán que Colombia es, efecto, una democracia, pero lo cierto y lo concreto es que la gente mira las reglas sociales como estorbos, no como ayudas. Lo demás es filosofía. Eso nos debe llevar a pensar sobre el tipo de institucionalidad que hemos construido. Las reglas que tenemos fracasan en buscar el bienestar de todos, lo cual es profundamente antidemocrático. Y la gente busca protegerse ignorando la ley. La distancia que hay entre ley y cultura en Colombia debe ser una manifestación de una dislocación social profunda, que debe ser corregida para que el país pueda avanzar por la senda del desarrollo.
07-01-05: Sobre la detención de Jorge Londoño
Con enorme sorpresa se ha recibido la noticia de la detención domiciliaria de Jorge Londoño y Federico Guillermo Ochoa, presidente y vicepresidente, respectivamente, de Bancolombia. El presidente de Bancolombia es uno de los principales líderes empresariales del Grupo Empresarial Antioqueño (GEA), que es a su vez uno de los principales grupos económicos de Colombia. Es decir, es toda una figura del establecimiento colombiano. La detención se produce por actos relacionados con la fusión del Banco de Colombia y el BIC hace ya casi 10 años. No es la primera vez que esa fusión produce escándalo. Recuérdese que esa fusión fue famosa por el pleito que generó entre la familia Gilinski y el GEA, que, veo hoy, es un pleito que no se ha cerrado.
Al presidente y vicepresidente de Bancolombia no se les puede condenar desde ya, porque para eso están los jueces. En estas notas me abstengo de juzgarlos, ruego porque la justicia opere de manera pronta y efectiva, y aprovecho su detención para hacer tres comentarios de otra naturaleza.
El primero es el funcionamiento de la justicia en Colombia. Es increíble que, si hubo procederes incorrectos en la fusión del Banco de Colombia y el BIC, la justicia colombiana sólo empiece a actuar casi diez años después. ¿Por qué sólo hasta ahora se preocupa la justicia? ¿Por qué la entonces Superintendencia Bancaria no se pronunció en su momento? Infortunadamente, este es uno de esos casos en los que uno no tiene más remedio que suponer que la justicia en Colombia se mueve al ritmo del poder de los intereses afectados. ¿Por qué el caso no se movió antes? Seguramente porque la justicia lo piensa dos veces antes de meterse con el GEA. ¿Por qué el caso se mueve ahora? Seguramente porque los callos pisados también son de gatos gordos. Es un pesar que la primera sensación que uno deriva de este caso es la constatación de que la justicia en Colombia no es independiente y no es ciega. Y no me quiero imaginar qué pasa si la detención resulta injustificada: sería una vergüenza para el sistema judicial colombiano, que seguramente la élite colombiana cobraría con creces.
El segundo comentario que quiero hacer es mi sorpresa ante la reacción popular frente a la noticia, expresada según los comentarios de los lectores en la página web de El Tiempo. Estos comentarios condenan a Londoño antes de tiempo, son vitriólicos, son carentes de toda civilidad, y rezuman odio contra el sistema financiero y contra la clase dirigente. Leerlos es una experiencia chocante. De esta situación, creo yo, se deben sacar dos lecciones: la primera es la necesidad de hacer un esfuerzo por hacer más civilizado el debate en Colombia. Es difícil no pensar que, cuando los colombianos no pierden la oportunidad de ser groseros desde el comienzo mismo de un debate, entonces el debate fácilmente se vuelve una trifulca, y muy posiblemente una pelea a muerte. La segunda lección es para la clase dirigente. Semejante animadversión popular debe ser por algo. La clase dirigente debe trabajar por su legitimidad, lo cual la debe obligar a pensar en su responsabilidad social. Esto es especialmente cierto para el sistema financiero, cuyas utilidades se cuentan en billones de pesos, al tiempo que sus clientes se sienten sistemáticamente abusados.
Lo anterior me conduce al tercer comentario. Infortunadamente, en Colombia ha habido escándalos que indican que el comportamiento de nuestros líderes empresariales colombianos es menos que prístino. No me refiero solamente a ciertos pecadillos, que en Colombia son ampliamente tolerados, como no pagar impuestos o no respetar las leyes laborales y ambientales. Me refiero también a los escándalos en que se vieron envueltos personajes como Jaime Michelsen o Félix Correa. Colombia requiere recuperar la confianza, si es que alguna vez la tuvo, en su clase dirigente. Para eso, de ella se debe esperar el máximo decoro. Así como de los líderes empresariales se espera de manera natural que se sepan comportar en un club social o en un restaurante de lujo, de igual manera se debe esperar que ellos se sepan comportar en todo lo ancho y largo de la vida social colombiana. Toda clase dirigente es, por definición, privilegiada. Que el pueblo la vea abusando de sus privilegios es intolerable. Por eso, si los señores Londoño y Ochoa son culpables de algo, su sanción, precisamente por ser ellos clase dirigente, debe ser ejemplarizante. Esto sería revolucionario en Colombia, un país acostumbrado a que la ley “es para los de ruana”. Los líderes empresariales tienen una responsabilidad social, que comienza por la pulcritud. En un país que todavía tiene por aprender que hay cosas que no se hacen, el ejemplo tiene que provenir de la clase dirigente. De lo contrario, ¿qué se puede esperar de un país en el que la sal se corrompe?
Al presidente y vicepresidente de Bancolombia no se les puede condenar desde ya, porque para eso están los jueces. En estas notas me abstengo de juzgarlos, ruego porque la justicia opere de manera pronta y efectiva, y aprovecho su detención para hacer tres comentarios de otra naturaleza.
El primero es el funcionamiento de la justicia en Colombia. Es increíble que, si hubo procederes incorrectos en la fusión del Banco de Colombia y el BIC, la justicia colombiana sólo empiece a actuar casi diez años después. ¿Por qué sólo hasta ahora se preocupa la justicia? ¿Por qué la entonces Superintendencia Bancaria no se pronunció en su momento? Infortunadamente, este es uno de esos casos en los que uno no tiene más remedio que suponer que la justicia en Colombia se mueve al ritmo del poder de los intereses afectados. ¿Por qué el caso no se movió antes? Seguramente porque la justicia lo piensa dos veces antes de meterse con el GEA. ¿Por qué el caso se mueve ahora? Seguramente porque los callos pisados también son de gatos gordos. Es un pesar que la primera sensación que uno deriva de este caso es la constatación de que la justicia en Colombia no es independiente y no es ciega. Y no me quiero imaginar qué pasa si la detención resulta injustificada: sería una vergüenza para el sistema judicial colombiano, que seguramente la élite colombiana cobraría con creces.
El segundo comentario que quiero hacer es mi sorpresa ante la reacción popular frente a la noticia, expresada según los comentarios de los lectores en la página web de El Tiempo. Estos comentarios condenan a Londoño antes de tiempo, son vitriólicos, son carentes de toda civilidad, y rezuman odio contra el sistema financiero y contra la clase dirigente. Leerlos es una experiencia chocante. De esta situación, creo yo, se deben sacar dos lecciones: la primera es la necesidad de hacer un esfuerzo por hacer más civilizado el debate en Colombia. Es difícil no pensar que, cuando los colombianos no pierden la oportunidad de ser groseros desde el comienzo mismo de un debate, entonces el debate fácilmente se vuelve una trifulca, y muy posiblemente una pelea a muerte. La segunda lección es para la clase dirigente. Semejante animadversión popular debe ser por algo. La clase dirigente debe trabajar por su legitimidad, lo cual la debe obligar a pensar en su responsabilidad social. Esto es especialmente cierto para el sistema financiero, cuyas utilidades se cuentan en billones de pesos, al tiempo que sus clientes se sienten sistemáticamente abusados.
Lo anterior me conduce al tercer comentario. Infortunadamente, en Colombia ha habido escándalos que indican que el comportamiento de nuestros líderes empresariales colombianos es menos que prístino. No me refiero solamente a ciertos pecadillos, que en Colombia son ampliamente tolerados, como no pagar impuestos o no respetar las leyes laborales y ambientales. Me refiero también a los escándalos en que se vieron envueltos personajes como Jaime Michelsen o Félix Correa. Colombia requiere recuperar la confianza, si es que alguna vez la tuvo, en su clase dirigente. Para eso, de ella se debe esperar el máximo decoro. Así como de los líderes empresariales se espera de manera natural que se sepan comportar en un club social o en un restaurante de lujo, de igual manera se debe esperar que ellos se sepan comportar en todo lo ancho y largo de la vida social colombiana. Toda clase dirigente es, por definición, privilegiada. Que el pueblo la vea abusando de sus privilegios es intolerable. Por eso, si los señores Londoño y Ochoa son culpables de algo, su sanción, precisamente por ser ellos clase dirigente, debe ser ejemplarizante. Esto sería revolucionario en Colombia, un país acostumbrado a que la ley “es para los de ruana”. Los líderes empresariales tienen una responsabilidad social, que comienza por la pulcritud. En un país que todavía tiene por aprender que hay cosas que no se hacen, el ejemplo tiene que provenir de la clase dirigente. De lo contrario, ¿qué se puede esperar de un país en el que la sal se corrompe?
Thursday, January 4, 2007
07-01-05: Sobre Dios y la religión
Recientemente, el famoso biólogo británico Richard Dawkins, de la Universidad de Oxford, publicó un libro titulado The God Delusion (La ilusión o El engaño de Dios) (2.006, Boston: Houghton Mifflin Company). Es un fuerte ataque contra quienes creen en Dios, y contra la religión. Creo que, en lo esencial, Dawkins está en lo correcto. Sin embargo, siento que el libro de Dawkins es innecesariamente virulento. Para ilustrar esto sólo con un ejemplo, Dawkins señala que, después de que el papa Juan Pablo II fue víctima de un atentado al cual logró sobrevivir, él "atribuyó su sobrevivencia a la intervención de Nuestra Señora de Fátima: 'una mano maternal guió la bala'. Uno no puede sino preguntarse por qué ella no la guió de modo que esquivara al Santo Padre por completo" (p. 35. En inglés en el original). Es un buen chiste, pero a algunos católicos no les debe hacer mucha gracia.
Yo soy de los que no creen mucho en Dios, pero también creen que hacer mucho ruido acerca de eso no vale la pena. Dawkins es consciente de esa crítica. Él reporta que colegas que comparten su posición ante Dios y la religión en todo caso se preguntan por qué él es tan hostil frente a esas ideas (p. 281). Y la crítica le llega cuando se insinúa que su posición es tan fundamentalista como la de aquellos que él critica tan acerbamente. Él dice que no es fundamentalista, sino apasionado, que es distinto. Yo no sé qué tan distinto sea.
Sin embargo, sí creo que una de las grandes luchas de la humanidad es la que enfrenta al racionalismo contra la superstición. En esta lucha, en la que la religión no sería sino otra forma de superstición, yo me pongo firmemente del lado del racionalismo. Aunque no me voy al extremo de Marx, que decía que "la religión es el opio del pueblo", sí creo, como Laplace (en una frase que Dawkins recoge (p. 46)), que "no tengo necesidad" de la hipótesis de Dios (y de la religión). La historia completa de la frase de Laplace es la siguiente. Él acaba de escribir su famoso libro de matemáticas, y se lo presenta a Napoleón. Napoleón, que era un buen matemático por derecho propio, lo lee, y le pregunta a Laplace que cómo hizo para escribir su libro sin mencionar a Dios ni una sola vez. Laplace le responde: "Señor, no tuve necesidad de esa hipótesis".
Lo que sí me llama la atención es el hecho de que un buen número de gente sí necesita esa hipótesis. De alguna manera, parece que estamos hechos para creer. Los magos nos pueden engañar fácilmente; los periódicos, incluso los más serios, nunca dejan de tener una sección con el horóscopo o con el Tarot; las librerías desaparecerían sin una sección de libros de autoayuda; toda luz en el cielo es un OVNI para los incautos.
A mí, por mi parte, no me molesta vivir en la incertidumbre. No necesito una hipótesis que me explique todo el Universo y la razon de ser de mi papel en él. Por el contrario, encuentro inspirador que el Universo sea comprensible a través de la razón, y no encuentro perturbador que, por el momento, no haya sido plenamente comprendido. Eso le da sentido a mi vida: yo estoy aquí para entender. De otra parte, siento que la ética y la moral no dependen de la religión. Siento que las razones para ser bueno son de este mundo. Pero la gente tiene necesidad de creer, y respeto eso.
Supongo que, mientras esa necesidad de creer se mantenga bajo control, no hace mucho daño. Si la gente se llama a sí misma católica, pero usa anticonceptivos, me parece que esa es una forma práctica e inofensiva de creer en algo. El lío es cuando esas creencias se vuelven fanáticas. Me molesta cuando la gente quiere adoctrinarlo a uno. Me pregunto cómo la gente puede ser tan idiota de dar el 10% de sus ingresos, o el porcentaje que sea, a un pastor que lo que evidentemente está haciendo es enriquecerse con su iglesia. Y me aterra cuando la religión se vuelve una excusa para la intolerancia y para la guerra.
En su libro, Dawkins cita un ejemplo que me parece uno de los claros excesos de la religión (p. 23). En Ohio, Estados Unidos, en 2004, un niño de 12 años aparece en su escuela con una camiseta que dice: "La homosexualidad es un pecado, el Islam es una mentira, el aborto es un asesinato. Algunos temas son simplemente blancos o negros". Esa camiseta, en sí misma, me parece una aberración, un escándalo. Sin embargo, la historia no para ahí. En la escuela, razonablemente, le dicen al niño que no puede usar esa camiseta. Y aquí viene lo verdaderamente increíble. Los padres demandan a la escuela, y ganan. Ganan no porque se haya violado la libertad de expresión del niño, porque la libertad de expresión no incluye expresiones que promuevan el odio, sino porque se violó la libertad religiosa del niño. De esta manera, la libertad religiosa se ha vuelto una excusa para el odio y para la intolerancia.
Otro ejemplo de excesos religiosos me parece que surge cuando los creacionistas, aquellos que creen que la formación del Universo está adecuadamente descrita por una lectura literal de la Biblia, niegan la evolución. Me pregunto qué pensarán cuando van a un Museo de Historia Natural y ven fósiles de dinosaurios. ¿Cómo puede uno ser tan ciego frente a la evidencia? La necesidad de creer tiene que ser muy grande cuando uno tiene la evidencia en frente, y prefiere rechazarla. Yo no sé para qué exista la religión. Pero una razón particularmente mala para la existencia de la religión es la contradicción de la ciencia. Que por lo menos ambas vivan sin molestarse la una a la otra.
Es en los anteriores casos cuando la religión me parece peligrosa. Si usted cree en Dios, bien. Si usted es católico, metodista, mormón, musulmán o judío, bien. Si los musulmanes no dejan salir a sus mujeres a la calle sino acompañadas de un varón y vestidas de modo que no se pueda ver ni un centímetro cuadrado de su piel ni insinuar ni una sola curva de su cuerpo, problema de ellos (y de ellas). Pero viva y deje vivir. Lo grave es cuando su fe lo obliga a usted a enseñarles a todos los demás cómo tienen que vivir. Si usted es cristiano y no puede vivir con los homosexuales, o con los médicos que practican abortos, o si usted es talibán y quiere hacer explotar todas las estatuas de Buda, así sean milenarias, tenemos un problema: el problema es usted. Me parece un hito de la vida civilizada es la laicización del Estado y la posibilidad de la libertad religiosa. Estas cosas, me parece, hay que respetarlas.
Es infortunado que muchos conflictos actuales tienen un sustrato religioso: palestinos contra israelíes, irlandeses católicos contra ingleses protestantes, Estados Unidos cristianos contra el Medio Oriente musulmán. Sin embargo, cuando uno mira a fondo estos conflictos, no son en verdad religiosos. Los católicos irlandeses no pelean contra los protestantes ingleses porque son protestantes. Pelean contra ellos porque buscan su autonomía como una nación íntegra. Los musulmanes no tumbaron las Torres Gemelas porque son musulmanes y los Estados Unidos cristianos. Si así hubiera sido, el ataque probablemente hubiera sido más aptamente dirigido al Vaticano. No: los musulmanes tumbaron las Torres Gemelas porque ven a Occidente, y en particular a la principal potencia de Occidente, interfiriendo demasiado en la vida del Medio Oriente.
La religión es una excusa para marcar diferencias. El palestino dice: "si usted es judío, entonces usted es mi enemigo". Es una desgracia. Peter Gabriel, el músico pop británico, alguna vez produjo un álbum con un concepto muy bello. El álbum se llama Us (Nosotros), y en la carátula pintaba un cuadrado, que encerraba la palabra us. También pintaba un círculo, cuya intención era encerrar la palabra them (ellos). La idea de Gabriel era muy sencilla: si todos aprendiésemos a clasificar a todos los seres humanos dentro del cuadrado, no habría conflictos en el mundo. El primer paso para querer eliminar, o por lo menos excluir, a alguien es clasificarlo como distinto. Toda lucha es una lucha de poder, y una forma de justificarla es arroparla con un traje religioso.
De modo que creo que hay que dejar descansar en paz a Dios y a la religión. Y por favor note que esta frase se puede leer con más de un sentido.
Yo soy de los que no creen mucho en Dios, pero también creen que hacer mucho ruido acerca de eso no vale la pena. Dawkins es consciente de esa crítica. Él reporta que colegas que comparten su posición ante Dios y la religión en todo caso se preguntan por qué él es tan hostil frente a esas ideas (p. 281). Y la crítica le llega cuando se insinúa que su posición es tan fundamentalista como la de aquellos que él critica tan acerbamente. Él dice que no es fundamentalista, sino apasionado, que es distinto. Yo no sé qué tan distinto sea.
Sin embargo, sí creo que una de las grandes luchas de la humanidad es la que enfrenta al racionalismo contra la superstición. En esta lucha, en la que la religión no sería sino otra forma de superstición, yo me pongo firmemente del lado del racionalismo. Aunque no me voy al extremo de Marx, que decía que "la religión es el opio del pueblo", sí creo, como Laplace (en una frase que Dawkins recoge (p. 46)), que "no tengo necesidad" de la hipótesis de Dios (y de la religión). La historia completa de la frase de Laplace es la siguiente. Él acaba de escribir su famoso libro de matemáticas, y se lo presenta a Napoleón. Napoleón, que era un buen matemático por derecho propio, lo lee, y le pregunta a Laplace que cómo hizo para escribir su libro sin mencionar a Dios ni una sola vez. Laplace le responde: "Señor, no tuve necesidad de esa hipótesis".
Lo que sí me llama la atención es el hecho de que un buen número de gente sí necesita esa hipótesis. De alguna manera, parece que estamos hechos para creer. Los magos nos pueden engañar fácilmente; los periódicos, incluso los más serios, nunca dejan de tener una sección con el horóscopo o con el Tarot; las librerías desaparecerían sin una sección de libros de autoayuda; toda luz en el cielo es un OVNI para los incautos.
A mí, por mi parte, no me molesta vivir en la incertidumbre. No necesito una hipótesis que me explique todo el Universo y la razon de ser de mi papel en él. Por el contrario, encuentro inspirador que el Universo sea comprensible a través de la razón, y no encuentro perturbador que, por el momento, no haya sido plenamente comprendido. Eso le da sentido a mi vida: yo estoy aquí para entender. De otra parte, siento que la ética y la moral no dependen de la religión. Siento que las razones para ser bueno son de este mundo. Pero la gente tiene necesidad de creer, y respeto eso.
Supongo que, mientras esa necesidad de creer se mantenga bajo control, no hace mucho daño. Si la gente se llama a sí misma católica, pero usa anticonceptivos, me parece que esa es una forma práctica e inofensiva de creer en algo. El lío es cuando esas creencias se vuelven fanáticas. Me molesta cuando la gente quiere adoctrinarlo a uno. Me pregunto cómo la gente puede ser tan idiota de dar el 10% de sus ingresos, o el porcentaje que sea, a un pastor que lo que evidentemente está haciendo es enriquecerse con su iglesia. Y me aterra cuando la religión se vuelve una excusa para la intolerancia y para la guerra.
En su libro, Dawkins cita un ejemplo que me parece uno de los claros excesos de la religión (p. 23). En Ohio, Estados Unidos, en 2004, un niño de 12 años aparece en su escuela con una camiseta que dice: "La homosexualidad es un pecado, el Islam es una mentira, el aborto es un asesinato. Algunos temas son simplemente blancos o negros". Esa camiseta, en sí misma, me parece una aberración, un escándalo. Sin embargo, la historia no para ahí. En la escuela, razonablemente, le dicen al niño que no puede usar esa camiseta. Y aquí viene lo verdaderamente increíble. Los padres demandan a la escuela, y ganan. Ganan no porque se haya violado la libertad de expresión del niño, porque la libertad de expresión no incluye expresiones que promuevan el odio, sino porque se violó la libertad religiosa del niño. De esta manera, la libertad religiosa se ha vuelto una excusa para el odio y para la intolerancia.
Otro ejemplo de excesos religiosos me parece que surge cuando los creacionistas, aquellos que creen que la formación del Universo está adecuadamente descrita por una lectura literal de la Biblia, niegan la evolución. Me pregunto qué pensarán cuando van a un Museo de Historia Natural y ven fósiles de dinosaurios. ¿Cómo puede uno ser tan ciego frente a la evidencia? La necesidad de creer tiene que ser muy grande cuando uno tiene la evidencia en frente, y prefiere rechazarla. Yo no sé para qué exista la religión. Pero una razón particularmente mala para la existencia de la religión es la contradicción de la ciencia. Que por lo menos ambas vivan sin molestarse la una a la otra.
Es en los anteriores casos cuando la religión me parece peligrosa. Si usted cree en Dios, bien. Si usted es católico, metodista, mormón, musulmán o judío, bien. Si los musulmanes no dejan salir a sus mujeres a la calle sino acompañadas de un varón y vestidas de modo que no se pueda ver ni un centímetro cuadrado de su piel ni insinuar ni una sola curva de su cuerpo, problema de ellos (y de ellas). Pero viva y deje vivir. Lo grave es cuando su fe lo obliga a usted a enseñarles a todos los demás cómo tienen que vivir. Si usted es cristiano y no puede vivir con los homosexuales, o con los médicos que practican abortos, o si usted es talibán y quiere hacer explotar todas las estatuas de Buda, así sean milenarias, tenemos un problema: el problema es usted. Me parece un hito de la vida civilizada es la laicización del Estado y la posibilidad de la libertad religiosa. Estas cosas, me parece, hay que respetarlas.
Es infortunado que muchos conflictos actuales tienen un sustrato religioso: palestinos contra israelíes, irlandeses católicos contra ingleses protestantes, Estados Unidos cristianos contra el Medio Oriente musulmán. Sin embargo, cuando uno mira a fondo estos conflictos, no son en verdad religiosos. Los católicos irlandeses no pelean contra los protestantes ingleses porque son protestantes. Pelean contra ellos porque buscan su autonomía como una nación íntegra. Los musulmanes no tumbaron las Torres Gemelas porque son musulmanes y los Estados Unidos cristianos. Si así hubiera sido, el ataque probablemente hubiera sido más aptamente dirigido al Vaticano. No: los musulmanes tumbaron las Torres Gemelas porque ven a Occidente, y en particular a la principal potencia de Occidente, interfiriendo demasiado en la vida del Medio Oriente.
La religión es una excusa para marcar diferencias. El palestino dice: "si usted es judío, entonces usted es mi enemigo". Es una desgracia. Peter Gabriel, el músico pop británico, alguna vez produjo un álbum con un concepto muy bello. El álbum se llama Us (Nosotros), y en la carátula pintaba un cuadrado, que encerraba la palabra us. También pintaba un círculo, cuya intención era encerrar la palabra them (ellos). La idea de Gabriel era muy sencilla: si todos aprendiésemos a clasificar a todos los seres humanos dentro del cuadrado, no habría conflictos en el mundo. El primer paso para querer eliminar, o por lo menos excluir, a alguien es clasificarlo como distinto. Toda lucha es una lucha de poder, y una forma de justificarla es arroparla con un traje religioso.
De modo que creo que hay que dejar descansar en paz a Dios y a la religión. Y por favor note que esta frase se puede leer con más de un sentido.
07-01-04: Escribiendo desde los EUA
En este momento, estoy escribiendo desde Washington, DC, capital de los Estados Unidos de América. Mi visita a este país ha sido impactante. De una parte, cada vez más reconozco la grandeza de este país, cosa que en mi juventud me costaba reconocer. Es imposible desconocer los principios sobre los cuales este país fue fundado como una entidad política, la enormidad de su producción intelectual y el vigor de su economía. En síntesis, es el único superpoder del mundo. Eso debe causar algún asombro.
Aproveché esta visita para ir a Nueva York, una ciudad que, aunque no es bella, tiene muchos méritos para ser llamada la "capital del mundo". Hace un poco más de cinco años que un grupo de musulmanes fanáticos derribó las Torres Gemelas. Su silueta hace falta en el perfil de la ciudad. Sobra decir que, cuando las Torres Gemelas fueron derribadas, Estados Unidos ganó toda la solidaridad del mundo. Desde entonces, y a causa de ello, Estados Unidos ha librado dos guerras, una en Afganistán y otra en Irak. En Afganistán Estados Unidos reclamó la victoria bastante pronto. En Irak el presidente Bush recientemente dijo que "Estados Unidos no estaba perdiendo la batalla, pero que tampoco la estaba ganando". Hace muy poco se sobrepasó la marca de 3.000 norteamericanos muertos en Irak, con lo cual la guerra en ese país ha costado más vidas que las que se sacrificaron el fatídico 11 de septiembre de 2001. Donald Rumsfeld, el secretario de defensa, fue retirado poco después de las elecciones del pasado noviembre, donde los demócratas volvieron a ganar control del Congreso. Hace muy pocos días fue ahorcado Saddam Hussein.
No me gusta la guerra en Irak. Nunca me gustó. Cuando se inició, por el año 2.003, yo formaba parte del movimiento político de Noemí Sanín, mientras ella estaba (aún está) de embajadora en España. Con un grupo de personas, dentro de las cuales se destacaba Carlos Adolfo Arenas, firmamos una declaración en la que nos oponíamos a apoyar la guerra en Irak. La declaración no cayó bien en algunos sectores, pero hoy juzgo que está completamente reivindicada. Es tonto, pero saber que levanté una modesta voz de protesta en ese momento me da hoy una cierta paz.
Eran los tiempos de una lógica simple: Colombia tiene su propia guerra contra el terrorismo. Si Colombia quiere ser apoyada, particularmente por Estados Unidos, en su guerra contra el terrorismo, entonces Colombia tiene que apoyar a Estados Unidos en su propia guerra contra el "terrorismo". Colombia no llegó al extremo de mandar tropas a Irak, pero adoptó la posición, excepcional en América Latina, de apoyar una guerra injusta.
No que me guste Saddam Hussein. No me gusta, y nunca me gustó. Pero esa no es una razón para iniciar una guerra. La que ha llegado a ser conocida como la "Doctrina Bush", que sostiene que Estados Unidos tiene el derecho de llevar a cabo una guerra preventiva, ha demostrado ser un riesgo para la comunidad internacional. Estados Unidos y Gran Bretaña mintieron cuando alegaron, para justificar su guerra, que Irak tenía armas de destrucción masiva. Además, todo parece indicar que los asesores "halcones" de Bush ya tenían decidido atacar a Irak aun antes del 11 de septiembre de 2001. Esa fecha les dio la excusa perfecta.
Esa guerra no va a hacer que Estados Unidos sea más, sino menos, querido en el mundo musulmán. Sin lugar a dudas esa guerra ha permitido que ciertas "incertidumbres" sobre el abastecimiento petrolero de Estados Unidos se disipen, al menos por el momento. Pero no es claro que, después de esa guerra, Estados Unidos sea un lugar más seguro. Los gringos tienen una dificultad enorme para apreciar el odio que sus acciones en el exterior pueden llegar a generar. La actitud gringa es: si nosotros somos tan chéveres, ¿por qué nos odian? Stephen Kinzer provee una respuesta en su libro Overthrow: America's Century of Regime Change from Hawaii to Iraq. Un país que se arroga el derecho de decidir cómo otros países deben ser gobernados se arroga un poder que sólo debieran tener los dioses... O, más propiamente, los pueblos de cada país.
Yo tengo mi propia anécdota: mi evaluación histórica de Theodore Roosevelt está marcada por el hecho de que él fue el presidente de Estados Unidos que forzó la separación de Colombia y Panamá. Estados Unidos necesitaba un canal, y no tuvo reparo en partir un país para construirlo. Sin embargo, cada vez que leo sobre Theodore Roosevelt en Estados Unidos, es prominente que él "impulsó" la construcción del canal de Panamá, pero nunca aparece que, para lograrlo, se llevó a cabo un acto de intervencionismo inadmisible. Si los colombianos fuésemos de otro talante, semejante humillación sería menos olvidada.
Yo supongo que los árabes musulmanes son de otro talante, y pueden fácilmente llegar a odiar a los Estados Unidos. Yo no sé cómo desatar el nudo gordiano que se ha ido formando entre Occidente y el Medio Oriente. Supongo que la respuesta pasa por la resolución del problema palestino. Lo que, me parece, debió haber ocurrido, es la creación de una Palestina binacional, con musulmanes y judíos. Eso no ocurrió, y quizás ya es demasiado tarde para llorar sobre la leche derramada. Por lo tanto, parece ser que la única salida que queda es la conformación de un Estado palestino, al lado del Estado de Israel.
El conflicto palestino-israelí es una desgracia para el mundo, no sólo por la violencia sin sentido que allá se desata, sino también porque hace suponer al mundo que es imposible que pueblos distintos convivan pacíficamente en el mismo planeta. Ya Samuel Huntington, en un par de libros, ha sugerido que el "choque de civilizaciones" en la escala planetaria es inevitable, y que el enemigo interior de los Estados Unidos es la comunidad latina que se ha venido conformando. Semejante forma de pensar me parece una desgracia.
Aproveché esta visita para ir a Nueva York, una ciudad que, aunque no es bella, tiene muchos méritos para ser llamada la "capital del mundo". Hace un poco más de cinco años que un grupo de musulmanes fanáticos derribó las Torres Gemelas. Su silueta hace falta en el perfil de la ciudad. Sobra decir que, cuando las Torres Gemelas fueron derribadas, Estados Unidos ganó toda la solidaridad del mundo. Desde entonces, y a causa de ello, Estados Unidos ha librado dos guerras, una en Afganistán y otra en Irak. En Afganistán Estados Unidos reclamó la victoria bastante pronto. En Irak el presidente Bush recientemente dijo que "Estados Unidos no estaba perdiendo la batalla, pero que tampoco la estaba ganando". Hace muy poco se sobrepasó la marca de 3.000 norteamericanos muertos en Irak, con lo cual la guerra en ese país ha costado más vidas que las que se sacrificaron el fatídico 11 de septiembre de 2001. Donald Rumsfeld, el secretario de defensa, fue retirado poco después de las elecciones del pasado noviembre, donde los demócratas volvieron a ganar control del Congreso. Hace muy pocos días fue ahorcado Saddam Hussein.
No me gusta la guerra en Irak. Nunca me gustó. Cuando se inició, por el año 2.003, yo formaba parte del movimiento político de Noemí Sanín, mientras ella estaba (aún está) de embajadora en España. Con un grupo de personas, dentro de las cuales se destacaba Carlos Adolfo Arenas, firmamos una declaración en la que nos oponíamos a apoyar la guerra en Irak. La declaración no cayó bien en algunos sectores, pero hoy juzgo que está completamente reivindicada. Es tonto, pero saber que levanté una modesta voz de protesta en ese momento me da hoy una cierta paz.
Eran los tiempos de una lógica simple: Colombia tiene su propia guerra contra el terrorismo. Si Colombia quiere ser apoyada, particularmente por Estados Unidos, en su guerra contra el terrorismo, entonces Colombia tiene que apoyar a Estados Unidos en su propia guerra contra el "terrorismo". Colombia no llegó al extremo de mandar tropas a Irak, pero adoptó la posición, excepcional en América Latina, de apoyar una guerra injusta.
No que me guste Saddam Hussein. No me gusta, y nunca me gustó. Pero esa no es una razón para iniciar una guerra. La que ha llegado a ser conocida como la "Doctrina Bush", que sostiene que Estados Unidos tiene el derecho de llevar a cabo una guerra preventiva, ha demostrado ser un riesgo para la comunidad internacional. Estados Unidos y Gran Bretaña mintieron cuando alegaron, para justificar su guerra, que Irak tenía armas de destrucción masiva. Además, todo parece indicar que los asesores "halcones" de Bush ya tenían decidido atacar a Irak aun antes del 11 de septiembre de 2001. Esa fecha les dio la excusa perfecta.
Esa guerra no va a hacer que Estados Unidos sea más, sino menos, querido en el mundo musulmán. Sin lugar a dudas esa guerra ha permitido que ciertas "incertidumbres" sobre el abastecimiento petrolero de Estados Unidos se disipen, al menos por el momento. Pero no es claro que, después de esa guerra, Estados Unidos sea un lugar más seguro. Los gringos tienen una dificultad enorme para apreciar el odio que sus acciones en el exterior pueden llegar a generar. La actitud gringa es: si nosotros somos tan chéveres, ¿por qué nos odian? Stephen Kinzer provee una respuesta en su libro Overthrow: America's Century of Regime Change from Hawaii to Iraq. Un país que se arroga el derecho de decidir cómo otros países deben ser gobernados se arroga un poder que sólo debieran tener los dioses... O, más propiamente, los pueblos de cada país.
Yo tengo mi propia anécdota: mi evaluación histórica de Theodore Roosevelt está marcada por el hecho de que él fue el presidente de Estados Unidos que forzó la separación de Colombia y Panamá. Estados Unidos necesitaba un canal, y no tuvo reparo en partir un país para construirlo. Sin embargo, cada vez que leo sobre Theodore Roosevelt en Estados Unidos, es prominente que él "impulsó" la construcción del canal de Panamá, pero nunca aparece que, para lograrlo, se llevó a cabo un acto de intervencionismo inadmisible. Si los colombianos fuésemos de otro talante, semejante humillación sería menos olvidada.
Yo supongo que los árabes musulmanes son de otro talante, y pueden fácilmente llegar a odiar a los Estados Unidos. Yo no sé cómo desatar el nudo gordiano que se ha ido formando entre Occidente y el Medio Oriente. Supongo que la respuesta pasa por la resolución del problema palestino. Lo que, me parece, debió haber ocurrido, es la creación de una Palestina binacional, con musulmanes y judíos. Eso no ocurrió, y quizás ya es demasiado tarde para llorar sobre la leche derramada. Por lo tanto, parece ser que la única salida que queda es la conformación de un Estado palestino, al lado del Estado de Israel.
El conflicto palestino-israelí es una desgracia para el mundo, no sólo por la violencia sin sentido que allá se desata, sino también porque hace suponer al mundo que es imposible que pueblos distintos convivan pacíficamente en el mismo planeta. Ya Samuel Huntington, en un par de libros, ha sugerido que el "choque de civilizaciones" en la escala planetaria es inevitable, y que el enemigo interior de los Estados Unidos es la comunidad latina que se ha venido conformando. Semejante forma de pensar me parece una desgracia.
Wednesday, January 3, 2007
07-01-03: Saludo inicial
Con este mensaje quiero dar inicio a mi blog. En éste quiero expresar mis opiniones sobre temas que pueden ser de interés público. No son más que mis opiniones: es el mundo visto a través de mis anteojos.
Para comenzar diré que mi visión del mundo es una liberal. Creo que los individuos tienen derecho a hacer lo que quieran, mientras con sus acciones no hagan daño a los demás. Creo en un mundo de individualidades diversas. Creo en un mundo entendido a través de la razón, no de la fe o el dogma. No soy lo que comúnmente se entiende por un hombre religioso, aunque sí estoy persuadido de que quien no tiene una búsqueda "espiritual" intensa se pierde lo mejor de una buena vida. Soy culturalmente católico, pero no soy un católico practicante. Soy colombiano y amo profundamente a mi país, aunque, como todos los buenos amores, me hace llorar de vez en cuando. Soy políticamente liberal. Para algunos ser liberal es ser izquierdista (como en Estados Unidos); para otros ser liberal es ser conservador (como en Europa). Supongo que yo soy un liberal en el sentido norteamericano de la palabra, aunque soy un liberal más bien de centro.
Déjenme explicar esto bien. Soy liberal porque creo profundamente en la libertad individual y en la justicia social. Creo en la democracia. Creo que soy de un talante democrático, que es muy distinto de ciertas actitudes elitistas que muchos supuestos demócratas mantienen. Creo que la democracia que hay en el mundo y en Colombia es necesaria, pero no suficiente. Creo en la profundización democrática: creo en la importancia de que todos los seres humanos tengan el mismo poder. Creo que en una sociedad civilizada el Estado es laico, los homosexuales no son perseguidos y el aborto no es legalmente prohibido. Pienso que el narcotráfico es una de las peores desgracias que le han ocurrido a Colombia, pero creo que la mejor forma de combatirlo es una que ponga más énfasis en la responsabilidad individual en el consumo de drogas, y menos en una "guerra" contra la oferta de las mismas. Sin embargo, concedo que no tengo claros los lineamientos de lo que podría ser una nueva política para combatir el narcotráfico en Colombia. Entiendo que la idea de la corresponsabilidad internacional en el problema es importante, y que Colombia no puede legalizar sin más la producción y el comercio de las drogas.
Sin embargo, soy economista, y eso me ha conducido a tener una visión más bien conservadora de la actividad económica: creo en la disciplina fiscal, en una moneda sana y en el respeto al funcionamiento de los mercados y el sistema de precios. No estoy seguro de que eso signifique un respeto sacrosanto a la propiedad privada de los medios de producción, pero, por lo pronto, estoy convencido de que, mientras no entendamos cómo la propiedad privada se traduce en injusticia social, es mejor no interferirla, a no ser en casos de flagrante contradicción con el interés general. Sospecho que los mercados son el mejor método que se ha inventado hasta ahora para lograr eficiencia social, aunque no albergo muchas esperanzas sobre la capacidad de los mercados para lograr justicia social. Sin embargo, creo que, tratando de promover la justicia social, uno tiene que ser cuidadoso. Creo que uno no puede intervenir el sistema de precios a la ligera. No creo que, por tratar de promover la justicia, uno se pueda permitir acabar con la libertad. Creo que el fracaso de la Revolución Rusa consistió en olvidar los principios de la Revolución Francesa. Como Rawls, creo que no puede haber justicia sin libertad. Eso es lo que me hace un liberal relativamente conservador.
Ya he dicho que soy políticamente liberal. Esto también significa que siento que el partido político que mejor me representa en Colombia es el Partido Liberal (en Estados Unidos yo sería demócrata y en el Reino Unido laborista). Me sentí del Partido Liberal en mis veintes, pero luego, en mis treintas, sentí que el Partido Liberal no me representaba. La razón es que empecé a pensar que en Colombia había un fracaso enorme de la política, debido a que los políticos, especialmente en el Congreso, se dedicaban más a pensar en su propio bienestar que en el bienestar general. Eso, por supuesto, es corrupción. Pensé que el sistema político colombiano estaba completamente degradado por la corrupción resultante de un sistema basado en el clientelismo. En 1994 me sentí incapaz de votar por el candidato liberal Ernesto Samper, aún antes de saber sobre el escándalo de la infiltración de los dineros de la mafia en su campaña. Fue cuando estuve más distante del Partido Liberal. Algo similar debió suceder al país, pues el liberalismo perdió el poder desde 1998. Siendo el Partido Liberal el epítome de la acción política en Colombia, se convirtió en el símbolo de lo peor que la política colombiana tiene para ofrecer: un partido populista, clientelista, corrupto y con vínculos con el narcotráfico. Palabras fuertes, yo sé, pero no creo estar faltando a la verdad.
Sin embargo, el giro hacia la derecha que el país inició en 1990, y que yo aplaudí con algún entusiasmo, me parece que, en la mitad de la primera década del siglo XXI, ya ha ido demasiado lejos. Me parece que el país debe recobrar ciertos principios liberales. Sin embargo, todavía no me siento enteramente cómodo con el Partido Liberal que hoy existe. Me parece que todavía tiene mucho qué aprender si quiere volver a ser opción de poder. Pero esta será especulación de una próxima oportunidad. Hasta la próxima.
Para comenzar diré que mi visión del mundo es una liberal. Creo que los individuos tienen derecho a hacer lo que quieran, mientras con sus acciones no hagan daño a los demás. Creo en un mundo de individualidades diversas. Creo en un mundo entendido a través de la razón, no de la fe o el dogma. No soy lo que comúnmente se entiende por un hombre religioso, aunque sí estoy persuadido de que quien no tiene una búsqueda "espiritual" intensa se pierde lo mejor de una buena vida. Soy culturalmente católico, pero no soy un católico practicante. Soy colombiano y amo profundamente a mi país, aunque, como todos los buenos amores, me hace llorar de vez en cuando. Soy políticamente liberal. Para algunos ser liberal es ser izquierdista (como en Estados Unidos); para otros ser liberal es ser conservador (como en Europa). Supongo que yo soy un liberal en el sentido norteamericano de la palabra, aunque soy un liberal más bien de centro.
Déjenme explicar esto bien. Soy liberal porque creo profundamente en la libertad individual y en la justicia social. Creo en la democracia. Creo que soy de un talante democrático, que es muy distinto de ciertas actitudes elitistas que muchos supuestos demócratas mantienen. Creo que la democracia que hay en el mundo y en Colombia es necesaria, pero no suficiente. Creo en la profundización democrática: creo en la importancia de que todos los seres humanos tengan el mismo poder. Creo que en una sociedad civilizada el Estado es laico, los homosexuales no son perseguidos y el aborto no es legalmente prohibido. Pienso que el narcotráfico es una de las peores desgracias que le han ocurrido a Colombia, pero creo que la mejor forma de combatirlo es una que ponga más énfasis en la responsabilidad individual en el consumo de drogas, y menos en una "guerra" contra la oferta de las mismas. Sin embargo, concedo que no tengo claros los lineamientos de lo que podría ser una nueva política para combatir el narcotráfico en Colombia. Entiendo que la idea de la corresponsabilidad internacional en el problema es importante, y que Colombia no puede legalizar sin más la producción y el comercio de las drogas.
Sin embargo, soy economista, y eso me ha conducido a tener una visión más bien conservadora de la actividad económica: creo en la disciplina fiscal, en una moneda sana y en el respeto al funcionamiento de los mercados y el sistema de precios. No estoy seguro de que eso signifique un respeto sacrosanto a la propiedad privada de los medios de producción, pero, por lo pronto, estoy convencido de que, mientras no entendamos cómo la propiedad privada se traduce en injusticia social, es mejor no interferirla, a no ser en casos de flagrante contradicción con el interés general. Sospecho que los mercados son el mejor método que se ha inventado hasta ahora para lograr eficiencia social, aunque no albergo muchas esperanzas sobre la capacidad de los mercados para lograr justicia social. Sin embargo, creo que, tratando de promover la justicia social, uno tiene que ser cuidadoso. Creo que uno no puede intervenir el sistema de precios a la ligera. No creo que, por tratar de promover la justicia, uno se pueda permitir acabar con la libertad. Creo que el fracaso de la Revolución Rusa consistió en olvidar los principios de la Revolución Francesa. Como Rawls, creo que no puede haber justicia sin libertad. Eso es lo que me hace un liberal relativamente conservador.
Ya he dicho que soy políticamente liberal. Esto también significa que siento que el partido político que mejor me representa en Colombia es el Partido Liberal (en Estados Unidos yo sería demócrata y en el Reino Unido laborista). Me sentí del Partido Liberal en mis veintes, pero luego, en mis treintas, sentí que el Partido Liberal no me representaba. La razón es que empecé a pensar que en Colombia había un fracaso enorme de la política, debido a que los políticos, especialmente en el Congreso, se dedicaban más a pensar en su propio bienestar que en el bienestar general. Eso, por supuesto, es corrupción. Pensé que el sistema político colombiano estaba completamente degradado por la corrupción resultante de un sistema basado en el clientelismo. En 1994 me sentí incapaz de votar por el candidato liberal Ernesto Samper, aún antes de saber sobre el escándalo de la infiltración de los dineros de la mafia en su campaña. Fue cuando estuve más distante del Partido Liberal. Algo similar debió suceder al país, pues el liberalismo perdió el poder desde 1998. Siendo el Partido Liberal el epítome de la acción política en Colombia, se convirtió en el símbolo de lo peor que la política colombiana tiene para ofrecer: un partido populista, clientelista, corrupto y con vínculos con el narcotráfico. Palabras fuertes, yo sé, pero no creo estar faltando a la verdad.
Sin embargo, el giro hacia la derecha que el país inició en 1990, y que yo aplaudí con algún entusiasmo, me parece que, en la mitad de la primera década del siglo XXI, ya ha ido demasiado lejos. Me parece que el país debe recobrar ciertos principios liberales. Sin embargo, todavía no me siento enteramente cómodo con el Partido Liberal que hoy existe. Me parece que todavía tiene mucho qué aprender si quiere volver a ser opción de poder. Pero esta será especulación de una próxima oportunidad. Hasta la próxima.
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