Saturday, March 24, 2007

07-03-24: El debate mente-cerebro y sus implicaciones filosóficas

Lo que sigue es un texto que ya había anunciado (ver entrada del 07-03-21), que empecé a escribir en 2001, que terminé en 2003, que perdí y que, gracias a una amiga muy querida que guardó una "copia dura", pude recuperar hace poco. El texto que presento es esencialmente el de 2003, con algunas correcciones menores, incluido el título. Antes se llamaba "¿Qué nos hace humanos?". Ya que he recibido al menos una crítica en el sentido de que los textos que cuelgo en mi blog son muy largos, pido excusas por la extensión, ya que, de todos los textos colgados hasta el momento, este es el más largo.

Una pregunta muy interesante es: ¿qué es lo que nos hace humanos?

Esa pregunta se responde a veces apelando a alguna cualidad o facultad que supuestamente sería exclusivamente humana: “el ser humano es un animal que ríe”, “el ser humano es un animal que habla” o, de manera quizás un poco más “filosófica”, “el ser humano es un animal moral”, es decir, es capaz de juzgar sus acciones desde un punto de vista ético (ver, por ejemplo, el título del libro de Wright, 1994).

Estas definiciones ciertamente apuntan a cualidades o facultades que parecen exclusivamente humanas, pero tienen, al menos, dos defectos: el primero es que parece demasiado reduccionista limitar la naturaleza humana a la posesión de una sola cualidad o facultad. Lo característicamente humano parece ser la combinación compleja de cualidades o facultades.

El segundo defecto es que hay cualidades que no parecen dicótomas, es decir, que no son cualidades que se tengan o que no se tengan, sino que parecen existir en diversos grados. Cuando uno dice que un ser humano ríe, dice que el ser humano es capaz de expresar un sentimiento de alegría. Cualquiera que haya visto cómo un perro bate la cola sabe que los animales también pueden tener sentimientos de alegría, aunque no puedan reír. También es cierto que ningún animal distinto del hombre puede hablar, pero no cabe duda de que muchos animales utilizan diversos sistemas de comunicación.

Otras veces se responde a la pregunta planteada en términos “trascendentes”. Se argumenta que el ser humano tiene una “consciencia”, es decir, por decirlo de alguna manera, que la mente humana tiene la capacidad de conocerse a sí misma (al escribir “consciencia”, utilizo la terminología del traductor de Crick, 1994, que usa esa palabra para denotar un estado profundo de conocimiento —consciousness— y diferenciarla de “conciencia”, que revela un concepto menos profundo —conscience—).

En casos más extremos, se afirma que el hombre tiene una dimensión “espiritual”, intangible, frecuentemente asociada con el “alma”, que, a su vez, es frecuentemente considerada eterna o sempiterna, y por lo tanto capaz de una existencia independiente del cuerpo. A esta noción de un espíritu independiente de la materia se le llama “dualismo”. No es de sorprender que su antónimo sea “monismo”.

Yo me aventuro a plantear algunas hipótesis en las que creo, es decir, en las que tengo fe (no las puedo probar, pero creo en ellas). Sobra decirlo: no soy el autor de las hipótesis. Simplemente, creo en ellas.
  1. Los humanos tenemos una “naturaleza”, es decir, unas cualidades que nos definen como una especie única.
  2. La naturaleza humana está básicamente dada por la actividad mental humana.
  3. La actividad mental humana es el producto de complejos procesos físico-químicos que ocurren en nuestro sistema nervioso, o (como lo pone Crick, 1994, p. 8) “nuestras mentes (el comportamiento de nuestros cerebros) pueden resultar explicadas por la interacción de las células nerviosas (y de otras células) y de sus moléculas asociadas”. Es decir, comparto una perspectiva monista de la cuestión cerebro/mente.
  4. La mejor forma de entender los mecanismos cerebrales/mentales humanos es utilizar una perspectiva evolucionaria. La “naturaleza” humana puede ser entendida estudiando sus orígenes evolutivos, pues sus componentes fundamentales son el producto de un proceso causal de evolución por selección (ver Buss, 1999, c. 1 y 2).

Es interesante considerar cada una de esas hipótesis por separado.

1. Hipótesis 1 y 2

Con las hipótesis 1 y 2, en efecto, estoy diciendo que sí hay algo particular, identificable, que nos hace humanos, y estoy diciendo que lo que nos hace humanos es nuestra actividad mental, es decir, la forma como pensamos y sentimos.

2. Hipótesis 3

La hipótesis 3 es más polémica. Tanto es así que el propio Francis Crick, premio Nobel de medicina en 1962 por su descubrimiento, junto con James Watson, de la estructura molecular del ADN, la bautiza como la “hipótesis sorprendente” (astonishing hypothesis): “ ‘Usted’, sus alegrías y sus penas, sus recuerdos y ambiciones, su propio sentido de la identidad personal y su libre voluntad, no son más que el comportamiento de un vasto conjunto de células nerviosas y de moléculas asociadas” (Crick, 1994, p. 3). O, tal como señalaba Hipócrates (citado por Crick, 1994, p. 1), “Los hombres deberían saber que del cerebro, y nada más que del cerebro, vienen las alegrías, el placer, la risa y el ocio, las penas, el dolor, el abatimiento y las lamentaciones”.

En síntesis, la hipótesis es que lo que nos hace específicamente humanos son los complejos procesos físico-químicos que ocurren en nuestro sistema nervioso, procesos que llamamos procesos mentales.

La anterior forma de pensar genera algunos interrogantes e implicaciones, que deben ser abordados. Ellos son los siguientes:

  1. ¿Existe la posibilidad de que otros seres vivos, con sistemas nerviosos similares a los nuestros, tengan algún grado de consciencia?
  2. Si otros animales tienen algún grado de consciencia, ¿son éticamente iguales a los seres humanos?
  3. ¿Qué implica nuestra forma de pensar sobre la noción del “alma”?
  4. ¿Qué implica nuestra forma de pensar sobre la noción de la sacralidad de la vida?
  5. Si los seres humanos no tienen una dimensión espiritual, ¿cuál es la justificación de la existencia?
  6. Si el dualismo materia-espíritu es una noción equivocada, ¿acaso no somos más que máquinas?
  7. Si sólo somos una máquina, ¿en dónde queda la noción del libre albedrío?
  8. ¿Pueden máquinas no biológicas sostener una consciencia?
  9. ¿Podrían máquinas no biológicas con consciencia llegar a ser reconocidas como “humanas”?

A continuación se abordan cada uno de estos interrogantes.

2.1. ¿Tienen otros seres vivos consciencia?

Un corolario importante de la forma de pensar que sostiene que la consciencia no es más que procesos físico-químicos que ocurren en nuestro sistema nervioso, es que existe la posibilidad de que otros seres vivos, con sistemas nerviosos similares a los nuestros, tengan algún grado de consciencia. En otras palabras, la consciencia podría ser una facultad no exclusivamente humana. Yo no tengo dudas de que es así. Me parece que, así como es claro que otros animales no tienen un nivel de consciencia tan elevado como el de los seres humanos, también es claro que otros animales presentan niveles de consciencia significativos. Me parece que los argumentos que Singer (2000, p. 55-60) propone para demostrar ese punto son suficientes, y no voy a repetirlos aquí. Sólo voy a reproducir una cita de Lord Brain (¡!), “uno de los neurólogos más eminentes de nuestro tiempo”:

Personalmente, no veo la razón por la que concedo que mis congéneres tienen mente y no los animales… Yo al menos no puedo dudar de que los intereses y actividades de los animales se correlacionan con la conciencia y el sentimiento del mismo modo que los míos, y, que yo sepa, pueden ser tan vívidos (citado por Singer, 2000, p. 57-58).

2.2. ¿Somos éticamente iguales a otros animales?

Una pregunta interesante es: si al menos algunos animales son capaces de algún grado de consciencia, ¿eso los hace éticamente iguales a los seres humanos? Al respecto, es importante tomar en cuenta la posición de Peter Singer, quien ocupa la cátedra Ira W. DeCamp de bioética en el Center for Human Values de la Universidad de Princeton. Singer ha sido internacionalmente reconocido como uno de los principales teóricos del movimiento de “liberación animal” (este es, precisamente, el título de uno de sus libros más conocidos), aunque sostiene posiciones polémicas en otros campos. En breve, Singer (2000, p. 47) argumenta que “el principio ético sobre el que descansa la igualdad humana nos exige extender la igual consideración también a los animales”.

Pues bien, esta es una opinión con la cual estoy en desacuerdo.

La opinión de Singer se basa en dos pilares que a mi modo de ver son erróneos (fuera de muchos otros que yo considero correctos). El primero es que “el principio de la igualdad de los seres humanos no es una descripción de una presunta igualdad real entre los humanos: es una prescripción de cómo debemos tratarlos” (2000, p. 50-51. Énfasis en el original). En otras palabras, no es necesario que seamos iguales para decir que debemos ser iguales. Singer lo explica así: “No hay razón que lógicamente nos obligue a asumir que una diferencia fáctica en la capacidad de dos personas justifica distinción alguna en el grado de consideración que damos a sus necesidades e intereses” (p. 50). Y continúa: “De este principio de igualdad se deriva que nuestra preocupación por los demás y nuestra disposición a considerar sus intereses no deben depender de cómo son o de qué capacidades puedan poseer” (p. 51). Singer argumenta que, dado que no tenemos que ser iguales para reconocer el principio de igualdad (tomar en cuenta los intereses de los diversos seres), no hay razón por la cual ese principio de igualdad no pueda ser extendido a seres no humanos.

El segundo pilar de la opinión de Singer que yo considero erróneo es que, siguiendo a Bentham, “La capacidad de sufrimiento y disfrute es (…) no sólo necesaria sino también suficiente para que podamos decir que un ser tiene intereses —en el mínimo absoluto, el interés de no sufrir—” (p. 53).

Mejor dicho, primero, uno debe tener en cuenta “los intereses” de cualquier ser que los tenga, no importa si es igual o distinto de uno, y segundo, la cosa que define si un ser tiene intereses es su capacidad de sufrir. De estos dos puntos se desprenden dos (de las cuatro) premisas que Singer considera esenciales para el desarrollo de su pensamiento. Del segundo punto, que lo que define si un ser tiene intereses es su capacidad de sufrir, se desprende la premisa de que “El dolor es malo, y cantidades similares de dolor son igualmente malas, sin que importe a quién le pueda doler” (Singer, 2000, p. 11). Y del primer punto, que uno debe tener los intereses de cualquier ser en cuenta, independientemente de que sea igual o distinto a uno, se desprende la premisa de que “Los seres humanos no son los únicos seres capaces de sentir dolor o de sufrir” (Singer, 2000, p. 11).

Y aquí viene mi crítica. Yo, por mi parte, creo, en primer lugar, que sí es necesario que haya igualdad fáctica para definir una igualdad en términos éticos. En otras palabras, es justamente a raíz de la igualdad de los seres humanos que podemos y debemos decir que los seres humanos deben ser tratados como iguales. Si no, la igualdad ética solamente se sostiene “porque sí”. Singer mismo, sin percatarse, no escapa a la necesidad de definir un terreno de igualdad fáctica que sirva para establecer una igualdad en términos éticos. Singer define esa igualdad fáctica en términos de si somos seres “sintientes” o no. Si somos seres sintientes, tenemos “intereses” y, en últimas, somos iguales y nos debemos consideración. Por eso la definición de Singer de quiénes poseen intereses se vuelve tan crucial: porque, al definir quiénes son fácticamente iguales, define quiénes deben ser éticamente iguales. Entonces, la primera parte de mi crítica es que sí es necesario establecer una igualdad fáctica para luego poder establecer una igualdad ética. El lío, claro está, es que establecer esa igualdad fáctica no es fácil. ¿No son los negros “distintos” de los blancos? ¿No son las mujeres “distintas” de los hombres? ¿No son los animales “distintos” de los seres humanos? Esto le sugiere a uno que la definición de diferencias o parecidos fácticos para establecer diferencias o parecidos éticos puede ser, muchas veces, una definición ética en sí misma.

En segundo lugar, continuando con mi crítica, otro lío está en que Singer define que un ser tiene intereses si y sólo si tiene capacidad de sufrir. Pero me parece a mí que esa definición es innecesariamente estrecha. Me parece que la capacidad de sentir dolor y de sufrir es sólo una fracción, y no una de las más interesantes, de lo que, de manera más general, podemos llamar “consciencia”. Lo más interesante no es que un ser pueda o no tener la capacidad de sufrir; lo más interesante es que un ser tenga algún grado de consciencia. Es interesante notar que muchos de los argumentos citados por Singer (2000, p. 55-60) para mostrar que los animales sí sienten dolor, y con los cuales estamos de acuerdo, rebasan el ámbito del dolor y se adentran en los terrenos de la mente y la consciencia, como lo atestiguan las líneas de Brain atrás citadas. Brain no habla específicamente de “dolor”. De manera muy interesante, Brain habla de “mente”, de “conciencia” y de “sentimiento”. Obviamente, muchos seres no humanos tienen algún grado de consciencia, incluyendo la capacidad de sufrir, y por eso deben merecer algún grado de consideración. Pero también es obvio, y esto es clave, que ninguno de los seres vivos conocidos en la Tierra tiene un grado de consciencia tan alto como el de los seres humanos. Por lo tanto, el grado de consideración que les debemos a otros animales no debe ser tan alto como el que les debemos a los seres humanos.

Entonces, lo primero es: ¿por qué debemos tratar a los negros, o a las mujeres, como iguales? Simplemente porque reconocemos que son seres humanos, como “nosotros”, es decir, porque reconocemos que son “iguales” a “nosotros” (siendo “nosotros”, en este caso, hombres blancos). Pero, ¿no es obvio que los negros no son iguales a los blancos, porque sus pieles son distintas, y que las mujeres no son iguales a los hombres, porque sus órganos reproductivos y sexuales son distintos? Cierto, no son iguales. Pero las diferencias son en aspectos no esenciales. La similitud esencial, y así lo reconoce la taxonomía biológica, es que todos compartimos la consciencia del homo sapiens.

Puede que esta clasificación taxonómica, tal como lo señala Jared Diamond (2007), en una discusión recogida por Singer (2000, p. 107), tenga un sesgo antropocéntrico, que tiende a sugerir que la distancia biológica entre el hombre y otros primates es mayor de lo que la evidencia científica permite verdaderamente justificar. Tal vez nuestro género no deba ser homo sino pan, de modo que en efecto somos, como sugiere Diamond, “sólo” un tercer chimpancé. Pero, incluso si somos el pan sapiens, negros y mujeres son pan sapiens también. El reconocimiento de algunas diferencias no esenciales no puede ser una justificación para negar la igualdad ética a todos los seres humanos, que “tienen derecho” a ella (odio la terminología de los “derechos”). En general se reconoce, correctamente desde el punto de vista ético, que seres humanos sin una extremidad, por ejemplo, o con un cociente intelectual bajo, no han perdido su condición de humanos. Sin embargo, me parece diciente que el debate es mayor cuando un ser humano ha perdido su consciencia y se ha convertido en un “vegetal”. Mucha gente concedería que no es necesario mantener viva a una persona que ha perdido irremediablemente su consciencia.

Lo segundo es que, en materia de consciencia, incluso reconociendo que muchos animales tienen algún grado de la misma, resulta evidente que los seres humanos y otros animales son diferentes en ese aspecto esencial. Incluso si somos el pan sapiens, está claro que nuestra especie tiene un grado de consciencia mayor que la del pan troglodytes y la del pan paniscus (sin que la de éstos deje de ser sorprendente, por lo refinada). Por lo tanto, no deben ser éticamente iguales quienes no son fácticamente iguales. Estoy sosteniendo, pues, que la gradación de la consciencia es una medida adecuada para hacer comparaciones éticas. Así, los otros animales no deben ser éticamente iguales a los seres humanos. Esto no implica, sin embargo, que no debamos otorgarles ningún valor ético a seres con menor consciencia e, incluso, a seres sin consciencia. Por ejemplo, los seres humanos no son perfectamente “libres” de hacer “lo que se les venga en gana” con el parque natural de Yellowstone, por decir alguna cosa. De otra parte, obviamente el hecho de que los seres humanos no son iguales a otros animales no pretende ser una justificación para que los seres humanos causen dolor innecesario a otros animales (pero sí es una justificación para el argumento de que el dolor de otros animales no se puede equiparar éticamente al dolor humano).

Consideremos este caso. Una leona ataca, da muerte y devora a una gacela. Supongamos (un supuesto no muy fuerte) que la leona y la gacela tienen niveles de consciencia y capacidades de sentir dolor similares. El ataque de la leona obviamente causa dolor a la gacela. ¿Ha sido la leona “inmoral” por haberle causado dolor (y muerte) a la gacela? Uno tiende a responder que no, por una variedad de razones. En primer lugar, la leona no tiene un grado de consciencia tan alto como para poder preguntarse por la moralidad de sus actos. En segundo lugar, que los leones coman gacelas parece el “orden natural” de las cosas. En tercer lugar, comerse a la gacela significa la supervivencia de la leona. Así, “socialmente” hablando (en la sociedad compuesta por leones y gacelas), el dolor que se le ha causado a la gacela está “compensado” por la satisfacción que se le ha dado a la leona.

¿Qué pasa si en este escenario se cambia a la leona por un ser humano? ¿Debe cambiar la conclusión de que matar a la gacela es inmoral? En el caso de los seres humanos, hay dos aspectos que se deben tener en cuenta: primero, los seres humanos sí pueden preguntarse por la moralidad de sus actos, y segundo, los seres humanos son omnívoros, no exclusivamente carnívoros. Sin embargo, no creo que esos dos aspectos sean suficientes para argumentar que matar animales para que sean comidos por seres humanos es inmoral. En la historia anterior, cambiar la leona por un ser humano, en lo fundamental, no cambia nada. Un ser humano es un animal, y dentro de las reglas del mundo animal es común que algunos sobrevivan comiéndose a otros. Juzgar eso como moralmente incorrecto es aplicar reglas morales, que básicamente surgen de la “fantasía mental” humana, a un mundo que es, esencialmente, amoral. Respetar la vida animal (lo cual es ciertamente moralmente deseable) no implica que la vida animal (incluida la humana) deba considerarse como sagrada.

A esta conclusión cabe hacerle un par de matices. El primero ya está hecho, pero no sobra enfatizarlo. Que haya justificación en que los seres humanos maten a otros animales para comerlos (porque los humanos son, entre otras cosas, animales carnívoros) no implica que haya justificación en causar dolor innecesario a otros animales. Matar animales por placer, como pescar o buscar trofeos de caza, me parece moralmente injustificable. El segundo es que parece mucho más justificado matar animales para comerlos cuando han sido criados para el sacrificio que cuando los animales viven en estado salvaje. La menor justificación de la muerte de animales salvajes radica en que hay menos conciencia de los efectos que esa muerte tiene sobre el ecosistema. Quien cría domésticamente una vaca para que sea comida (por él o por otros) rara vez sacrificará un número tal de vacas que le deje sin ganado. Eso bien puede no ser cierto para quien caza ballenas, que puede llegar a cazarlas hasta el exterminio.

Sin embargo, no puede ignorarse que la domesticación del ambiente también tiene efectos sobre el ecosistema (el cultivo de amplias zonas modifica la vegetación nativa y priva a los animales endémicos de la región de su hábitat natural), pero estas consecuencias, cuya severidad no se quiere minimizar en absoluto, pueden ser mejor (o menos peor) estimadas por los seres humanos que las de una caza indiscriminada sobre animales salvajes. En otras palabras, aunque parece más justificado matar animales criados para ser comidos que animales salvajes, no puede ignorarse que la domesticación del ambiente usualmente requerida para la cría de animales destinados al sacrificio también tiene efectos sobre el ecosistema. Qué tanta modificación al medio ambiente es justificable para sostener a los seres humanos es también una pregunta ética, cuya respuesta (o intento de respuesta) no cabe dentro de los confines de este ensayo. Sin embargo, sí es importante señalar que la afirmación de que los seres humanos no son éticamente comparables a otros animales (y a otros seres inanimados) no implica que no se le esté atribuyendo ningún valor ético a los otros seres animados o inanimados. El que les atribuyamos un valor ético especial a los seres humanos no implica que ellos, con el fin de asegurar su subsistencia, tengan el “derecho” de arruinar el medio ambiente.

2.3. Sobre la noción del “alma”

Otro corolario importante de la forma de pensar que sostiene que la consciencia no es más que procesos físico-químicos que ocurren en nuestro sistema nervioso, es “la creencia de que el alma es una metáfora y de que no existe vida personal ni antes de la concepción ni después de la muerte” (Crick, 1994, p. 8).

A diferencia de Crick, los científicos raras veces hacen explícita esta conclusión. Sin embargo, parece inescapable llegar a ella desde la frontera hasta donde han llegado los conocimientos científicos sobre el funcionamiento de la mente.

Rodolfo Llinás, el crédito colombiano de la neurociencia, nos explica (2001): “desde mi perspectiva monista, el cerebro y la mente son eventos inseparables. (…) la ‘mente’, o el estado mental, constituye tan sólo uno de los grandes estados funcionales generados por el cerebro” (p. 1). “La mente es codimensional con el cerebro y lo ocupa todo, hasta en sus más recónditos repliegues” (p. 3). Así, no es que la mente sea el software y el cerebro sea el hardware. “Como la mente coincide con los estados funcionales del cerebro, el hardware y el software se entrelazan en unidades funcionales, que no son otra cosa que las neuronas. La actividad neuronal constituye simultáneamente ‘el comer y lo comido’ ” (p. 3). El título del libro de Llinás de donde se extraen estas citas es El cerebro y el mito del yo. Llinás nos explica que “tal mito es la existencia de un yo separable de la función cerebral. Si dijéramos ‘el cerebro nos engaña’ la implicación sería que mi cerebro y yo somos cosas diferentes. La tesis central de este libro es que el yo es un estado funcional del cerebro y nada más, ni nada menos” (p. 4).

Para tratar este problema, es bueno considerar el planteamiento del mismo que hace Carter (1998, p. 206):

¿Agrega algo novedoso esta nueva ciencia de la exploración cerebral? Sí, con seguridad.

En este momento nuestro código legal y moral se funda sobre el supuesto de que cada uno de nosotros posee un “yo” independiente —el fantasma que controla la máquina de nuestras acciones—. Esta noción es en esencia la misma que el dualismo que por primera vez formuló Descartes. Ha resistido en primera línea porque suena a correcta. ¿Cómo, si no, iban la mera sangre y la carne a producir experiencias como el amor, el significado, la pasión, la veneración?

Mientras nuestros sentimientos y nuestras acciones surgían como por arte de magia de la “caja negra” de nuestro cerebro, era inevitable que la explicación intuitiva de la mente se mantuviera. Y como hipótesis de trabajo nos ha dado un espléndido resultado durante siglos. Pero ahora que la caja negra ha sido abierta, el dualismo rápidamente se está haciendo difícil de mantener. Como enseñan los estudios mencionados en este libro, cuando miramos dentro del cerebro vemos que nuestras acciones derivan de nuestras percepciones y nuestras percepciones las construye la actividad cerebral. Esa actividad, a su vez, es dictada por una estructura neuronal formada por la interacción de nuestros genes con el entorno. No hay rastro alguno de una antena cartesiana que sintonice con otro mundo.

En la anterior cita hay un punto importante, que tiene que ver con el dualismo entre “materia” y “espíritu”. La hipótesis de Carter, que comparto plenamente, es que ese dualismo se está volviendo, a la luz de los avances recientes de la ciencia, cada vez más insostenible. No hay “espíritu” más allá de la “materia”. En el tema que nos interesa, no hay mente más allá del cerebro. Llinás (2001, p. xvi) se refiere así al respecto:

Para comprender la naturaleza de la mente, el requisito primordial es disponer de una perspectiva apropiada. Así como la sociedad occidental, sumida en el pensamiento dualista, debe cambiar de orientación para captar las premisas elementales de la filosofía no dualista, también es necesario un cambio fundamental de perspectiva para abordar la naturaleza neurobiológica de la mente.

Así, como dice Llinás, la mente es “codimensional” con el cerebro. Por eso, liquidada la organización material que permite la vida y la consciencia (es decir, producida la muerte en un ser humano), debe desaparecer también el “espíritu” individual. No es casual que los “dualistas” atribuyan a la muerte el momento en que el “espíritu” se “libera” del cuerpo. La cuestión es: ¿se “libera”, o se “desaparece”?

2.4. Sobre la sacralidad de la vida

Mucha gente puede preguntarse: si no tenemos alma, ¿en dónde queda la sacralidad de la vida? En breve, la sacralidad de la vida desaparece. “No matar” no es un mandamiento divino, que se incumple so pena de “pecado mortal” (interesante por lo interpretable este nombre: pecado “mortal”). Es un postulado ético, que se debe valorar según las circunstancias. A juzgar por la historia humana, matar no siempre ha sido incorrecto.

2.5. Si no tenemos alma, ¿cuál es la justificación de la existencia?

Mucha gente ha creído que la existencia de una dimensión espiritual, un “alma”, anexa a la vida de cada una de las personas, le da justificación a la misma, sobre todo en presencia de la muerte, pues parece increíble que los tan altos niveles de consciencia que los seres humanos logran mantener en vida se pierdan con la muerte. Una de las grandes cuestiones “filosóficas” de los seres humanos es la muerte y cómo superarla. Según algunas creencias, la vida permite el desarrollo de un espíritu, que supuestamente sería capaz de trascendernos después de la muerte. Dentro de la tradición cristiana, la suerte del espíritu después de la muerte depende de qué tan “buenos” hemos sido en vida. Por lo tanto, la justificación para una vida ética es el premio al espíritu que se recibe después de la muerte. Creencias como la reencarnación o la resurrección son comunes entre los humanos.

Obviamente, hay problemas con estas nociones. ¿Es el espíritu eterno? Es decir, ¿existía antes de que nosotros viviéramos? ¿Son otros seres vivos capaces de tener alma? Para los conquistadores españoles de la América Latina, era indispensable determinar si los habitantes nativos que encontraron tenían alma, para saber si debían tratarlos como seres humanos. Sin embargo, no es mi interés discurrir sobre las dificultades de estas nociones. Simplemente diré que, dentro de un criterio de parsimonia, introducir una dimensión espiritual para comprendernos a nosotros mismos y para dar un propósito a nuestras vidas es tan innecesario como lo son, en este momento, el éter y el flogisto para entender ciertos fenómenos físicos.

Llinás (2001, p. xvi) dice lo siguiente:

En su ciclo de conferencias Gifford en Edimburgo, en 1937, tituladas “Reflexiones del hombre sobre su naturaleza”, Charles Sherrington (1941, capítulo 12) insinuó la posibilidad de que si algún día los seres humanos llegaran a enfrentarse cara a cara con su verdadera naturaleza, este conocimiento podría desencadenar la caída de la civilización. Evidentemente, para Sherrington, el hombre prefiere considerarse como el más bajo de los ángeles y no el más alto de los animales. Mi opinión es que si algún día llegáramos a comprender en su totalidad la portentosa naturaleza de la mente, de hecho, el respeto y la admiración por nuestros congéneres se verían notablemente enriquecidos.

Yo no sé por qué existe la sensación de que, si no somos copias hechas “a imagen y semejanza de Dios”, entonces nuestra dignidad se ve de algún modo disminuida. Yo no veo así las cosas. Cuando uno puede ver que el universo, la vida y la consciencia son un “milagro”, no en el sentido metafísico de la palabra, sino en el sentido de que son cosas que por sí mismas pueden causar un asombro y una sorpresa profundos, ser “el más alto de los animales” es simplemente una maravilla.

Carter (1998, p. 207) lo pone así:

Los descubrimientos descritos en este libro dan sólo un esbozo de la impresión del paisaje de la mente —la tarea de crear una imagen detallada queda para el milenio siguiente, y para más adelante aún—. Y, sin embargo, una cosa está ya clara: no hay ningún fantasma en nuestro suelo, no hay monstruos en las profundidades, no hay tierras regidas por dragones. Lo que los viajeros de la mente sí están descubriendo es un sistema biológico de asombrosa complejidad. No tenemos necesidad de satisfacer nuestra ansia de asombro conjurando fantasmas: el mundo que hay dentro de nuestras cabezas es más maravilloso que cualquier cosa que podamos inventar en sueños.

2.6. Si el dualismo materia-espíritu es una noción equivocada, ¿acaso no somos más que máquinas?

Si aceptamos que no hay separación entre “materia” y “espíritu”, eso equivale a aceptar que nuestras acciones son “mecanicistas”. Esta idea no debería ser polémica. Somos un tipo de máquina (biológica) muy sofisticado, que produce unos resultados sorprendentes.

Lo anterior nos lleva a preguntarnos si hay alguna diferencia esencial entre una máquina biológica y una máquina no biológica. Básicamente, yo creo que no (aunque aquí hay un debate importante cuyos detalles reportaré más adelante). Volviendo a citar a Llinás (2001, p. 305):

¿hay alguna duda de que la biología sea diferente de la física? El conocimiento científico acumulado en los últimos 100 años sugiere que la biología, con todo y su sorprendente complejidad, no difiere de los sistemas sujetos a las leyes de la física.

Yo coincido con Llinás. Somos una máquina biológica. En una máquina biológica hay vida, es decir, hay nacimiento y muerte, y hay reproducción, pero, aparte de eso, no hay nada esencial que distinga a una máquina biológica de una no biológica. Somos, en breve, una máquina, y en ese sentido nuestro funcionamiento es “mecanicista”.

2.7. Si todo lo que somos es una “máquina” biológica, ¿dónde queda el libre albedrío?

Mi punto aquí es que el hecho de que seamos máquinas no reduce nuestra posibilidad de libre albedrío. Para tratar este problema, es bueno, por contraste, considerar el planteamiento que hace Carter (1998, p. 206-207):

Mucha gente se resiste a la idea de que nuestras acciones sean enteramente mecanicistas, y algunos auguran escenas de fin del mundo si la idea llega a prender. Si a la gente no se la puede hacer responsable de sus actos, argumentan, todos abandonaríamos cualquier esfuerzo de responsabilidad y caeríamos en un fatalismo pasivo, actuando desenfadadamente y sin restricción ante cada impulso.

Una contestación a este argumento es que sí, que tal vez lo haríamos, “si ‘pudiéramos’ ”. Pero la máquina no funciona así. Como hemos visto, algunas ilusiones están tan firmemente programadas en nuestros cerebros que el solo conocimiento de que son falsas [no] nos impide seguirlas viendo. El libre albedrío es una de esas ilusiones. Podemos aceptar racionalmente que somos máquinas, pero seguimos sintiendo y actuando como si la parte esencial de nosotros estuviera libre de los imperativos mecanicistas.

La ilusión del libre albedrío está tan profundamente arraigada en nosotros precisamente porque evita que caigamos en un estado mental fatalista y suicida —es una de las ayudas para sobrevivir más poderosas del cerebro—. No obstante, como tantos otros de nuestros mecanismos de supervivencia, ya no trabaja exclusivamente en nuestro beneficio. Al crear la ilusión de que hay un “yo” autodeterminado en cada uno de nosotros, nos hace castigar a aquellos que parecen comportarse mal, aunque sepamos bien que el castigo no tiene beneficio práctico. También nos impulsa a mirar los colapsos mecánicos de nuestro cerebro como debilidades de un yo inmaterial, más bien que como una enfermedad del cuerpo. Estas visiones distorsionadas probablemente fueron útiles alguna vez porque alejaban a la gente antisocial y dañina de la tribu. Hoy sólo causan dolor. A nivel emocional podemos seguir creyendo que somos algo más que máquinas, pero eso no debería impedirnos aceptar lo contrario a nivel racional, y adaptar nuestras costumbres para que reflejen ese conocimiento: el cerebro, como hemos visto, no tiene inconveniente en “no saber lo que sabe”. Individualmente, es el conocimiento “profundo” arraigado en nuestro cerebro emocional, el que invariablemente sale ganando. Pero en nuestros tratos con los demás es con seguridad mejor que sea el cerebro racional el que mande.

En esta cita, se formula el punto importante de que, si nuestras acciones son “mecanicistas”, entonces no podemos tener libre albedrío. Si no somos más que una máquina, nuestro libre albedrío sería tan limitado como el del computador que, al presionársele la tecla “c” en el teclado, no hace otra cosa que reproducirla en la pantalla.

Entramos aquí a un terreno más especulativo. Mi hipótesis es que el reconocimiento de que somos unas máquinas y de que nuestras acciones son mecanicistas no implica que no tengamos albedrío. Aquí me aparto de Carter, que sugiere que el libre albedrío es una “ilusión” de la cual, así la identifiquemos como tal en términos racionales, no podemos desprendernos en términos emocionales. Yo diría que una de las cosas sorprendentes del proceso de evolución que dio lugar a los seres humanos es que, al dotarnos de un alto grado de “consciencia”, simultánea y complementariamente nos dotó de un alto grado de capacidad para considerar la conveniencia de diversas respuestas frente a un determinado estímulo externo. A esta capacidad yo la llamaría, justamente, “albedrío”.

Pongamos un ejemplo trivial. En las sabanas africanas, cuando una gacela detecta que una manada de leones (probablemente lo más correcto sería decir “leonas”) la acecha, huye. Uno puede decir que la gacela está “programada” para huir en esas circunstancias, o puede decir que la gacela “sabe” que, dadas esas circunstancias, tiene que huir. En los seres humanos, pasa algo similar. Por ejemplo, se ha discutido mucho sobre el temor “instintivo” que los seres humanos les tienen a las serpientes. No es sorprendente que los seres humanos exhiban ese tipo de comportamiento, común a muchos otros animales. Lo sorprendente es que, en muchas circunstancias, los seres humanos son capaces de definir su comportamiento teniendo en cuenta consideraciones que van mucho más allá de las puramente instintivas.

Quizás lo que quiero decir es lo siguiente: muchos comportamientos de organismos vivos están gobernados por “programaciones genéticas” propias de estos organismos. Algunos otros comportamientos probablemente no estén tan directamente gobernados por “programaciones genéticas”, pero los organismos vivos que los ejecutan deben tener por lo menos la capacidad de aprender o formular esos comportamientos (en este caso, uno podría decir que se está programado genéticamente para aprender y para formular comportamientos complejos). Yo sostengo que una de las cosas que es sorprendente de los seres humanos es que, en ellos, la proporción de actos “aprendidos” o “formulados” a actos “programados genéticamente” es asombrosamente alta en relación con otros organismos vivos. De esta manera, como la evolución ha dotado de un mayor grado de “consciencia” a los seres humanos con respecto a otros seres vivos, eso también les habría dotado de un mayor grado de “albedrío”.

Eso no quiere decir que el número de actos “programados genéticamente” no sea sustancial en los seres humanos. Todo lo contrario. Creo que los actos “programados genéticamente” de los seres humanos son muchísimos más de los que a los humanos, tan inclinados a querer diferenciarse cualitativamente de otros seres vivos (a considerarse a sí mismos más ángeles que animales), les gustaría admitir. Y tampoco se quiere decir que el “libre albedrío” de los seres humanos es totalmente “libre”, es decir, que no tiene límites. Por el contrario, me parece que la escogencia humana, tal como la caracterizaría un economista, está por lo general sujeta a restricciones. En ese sentido, el “libre albedrío” de los humanos no es totalmente libre, sino que está sujeto a restricciones.

Un par de consideraciones finales. Carter sugiere que el albedrío es una “ilusión”, que una mente racional puede entender así, pero que una mente emocional sigue interpretando como una “realidad”. Una pregunta es: ¿qué tan reales son las “ilusiones” que crea la mente? Yo estoy sugiriendo que, por lo menos en lo que respecta al albedrío, son bastante reales. Tomemos un caso dramático: el amor. ¿Es el amor que sentimos una ilusión que inventa nuestra mente, o es algo real? Consideremos la descripción fisiológica que hace Carter (1998, p. 76) del amor:

En los seres humanos la sexualidad origina una compleja acumulación de sensaciones y pensamientos que llamamos amor. El amor entendido desde un punto de vista romántico nace del éxito evolutivo del vínculo de pareja como estrategia de reproducción. Nuestros cerebros han evolucionado hasta sentir placer en el vínculo sexual y malestar ante la separación. Esto surge de una interacción todavía más elaborada que la que se da entre hormonas y neurotransmisores. Hasta ahora se han localizado en el mapa los movimientos más rudimentarios de este concierto químico. Tenemos una idea razonable de las sustancias asociadas a las distintas fases del enamoramiento, pero aún no se sabe con exactitud qué áreas del cerebro son las que activan cada una de esas sustancias. Las sensaciones de euforia asociadas con las primeras fases del enamoramiento parecen surgir de una combinación entre la dopamina y un agente químico llamado feniletilamina. Las dos actúan probablemente sobre las vías de recompensa que van del sistema límbico hasta la corteza cerebral. El impulso de hacer el amor viene del efecto de la testosterona —tanto en el hombre como en la mujer— y de los estrógenos —sólo en la mujer— sobre el hipotálamo. Tanto el vínculo sexual como el vínculo entre padres e hijos parece surgir sobre todo a raíz de la acción en el cerebro de una hormona llamada occitocina.

Se piensa que la occitocina es una mutación relativamente reciente (en términos evolutivos) de una hormona mucho más antigua llamada vasopresina, a la cual se parece mucho desde el punto de vista químico. La vasopresina es un antidiurético. Su función principal es controlar el volumen y la presión de la sangre. Sin embargo, también se sabe que esta sustancia ayuda a afirmar memorias recientes y que se usa —o abusa, según se le mire— como estimulador de la cognición. La occitocina se produce en el hipotálamo y se libera como resultado de la estimulación de los órganos de reproducción y sexuales. Inunda el cerebro durante el orgasmo y durante las fases finales del parto, produciendo mientras lo hace una sensación cálida y acunadora de amor que fortalece la relación y los vínculos de la pareja. La occitocina parece adormecer la memoria a corto plazo, aunque es posible que haya “heredado” la capacidad de la vasopresina de afirmar el establecimiento de memorias nuevas. De tal manera, la impresión que nos hace una persona que nos provoca liberación de occitocina puede ser especialmente fuerte. El mecanismo podría parecerse a la adicción: la occitocina está estrechamente relacionada con las endorfinas —los opiáceos del cerebro—, y la agitación típica que sienten los amantes cuando se separan de quien adoran podría deberse en parte al deseo de elevar su nivel de occitocina.

Infinidad de estudios psicológicos han enseñado que la gente metida en el torbellino de esta tormenta hormonal se separa de la realidad más de lo normal, sobre todo cuando se trata de hacer evaluaciones acerca de la persona a quien aman. Es muy sabido que son ciegos a los defectos del otro y excesivamente optimistas en cuanto al futuro de la relación. Visto con frialdad, el amor romántico es una forma de locura inducida químicamente y una base desastrosa para la organización social, como bien demuestra el índice de divorcios en el mundo occidental.

Sin embargo, desde el punto de vista del cerebro, es poco menos que la más grande aventura que existe. Mientras el sistema límbico siga al volante, el amor va a seguir trastornándonos, deleitándonos y emboscándonos de tanto en tanto cuando menos lo esperamos. Es posible que en realidad no sea lo que mueve el mundo, pero desde luego lo hace un sitio más interesante para vivir (negrillas en el original).

Carter describe, pues, al amor como un “concierto químico” y como una “tormenta hormonal”. ¿Le resta algo de su condición de sublime al amor describirlo de esa manera? Yo creo que no. En otras palabras, ¿puede algo tan sublime como el enamoramiento realmente reducirse a una descripción tan “mecanicista” como una “inundación” de dopamina y feniletilamina? Yo creo que sí (si se entiende adecuadamente qué es lo que se quiere decir con ese reduccionismo). ¿Significa la descripción “mecanicista” del enamoramiento que no hay “albedrío” frente al mismo? Yo creo que no. Por último, ¿debemos creer por eso que el amor no es “real”, sino un mero “concierto químico”? Yo creo que no.

Para ilustrar algunos aspectos de lo que quiero decir, considérese el siguiente ejemplo: tómese una obra literaria. Por decir algo, una obra de Shakespeare. ¿Cómo la podemos describir? Pues una forma precisa en que la podemos describir es diciendo que es una sucesión de letras, espacios, y símbolos ortográficos. Esa es una descripción precisa: una obra de Shakespeare no es sino un conjunto de símbolos (donde las letras, los símbolos ortográficos y los espacios conforman el “conjunto de símbolos”), o, para ser más dramático, una “sopa de letras”. Quien dice que una obra de Shakespeare es una sucesión de símbolos no ha mentido un ápice.

Pero todos sabemos que no ha dicho toda la verdad. La obra de Shakespeare no es cualquier sucesión de símbolos. Si tomáramos exactamente el número de espacios y de símbolos que una determinada obra de Shakespeare tiene, los echáramos a una bolsa y la agitáramos, la reconstrucción precisa de la obra para alguien que no tiene el original a mano sería un dolor de cabeza, incluso para un experto en el bardo inglés (a menos que sepa de memoria la obra). Podríamos confiar en reproducir la obra por azar, pero, aunque eso es posible, es extremadamente improbable. El ordenamiento de los símbolos que Shakespeare escogió tiene un significado para quien sepa leerlos.

El truco esencial es que Shakespeare, con un conjunto limitado de símbolos (las letras del alfabeto, que tienen un significado particular), puede escribir palabras (que tienen un significado adicional), que, junto con otros símbolos (espacios y símbolos ortográficos), pueden crear una obra cuyos significados, primero, superan con mucho al posible conjunto de significados que es posible con las letras o las palabras por separado, y segundo, pueden llegar a ser tan ricos que no se pueden describir sino como sublimes. De esta manera, con un conjunto relativamente restringido de símbolos, se pueden crear unos significados profundamente más ricos y complejos que cualquier cosa inherente a los símbolos originales básicos. En otras palabras, una obra de Shakespeare presenta propiedades “emergentes”: el “todo” presenta una “complejidad” que no está implícita en las “partes” por separado. En un sistema complejo que exhibe propiedades emergentes, el todo es “más” que la suma de las partes. Entonces, uno podría describir una obra de Shakespeare, de forma “mecanicista”, como una sucesión de símbolos. Eso es estrictamente cierto, pero no es, obviamente, toda la historia: se está quedando por fuera la “complejidad” de la obra de Shakespeare. De igual manera, creo, el enamoramiento puede no ser más que una inundación de dopamina y feniletilamina, pero esa descripción, aunque cierta, no recoge la “complejidad” del enamoramiento.

Pero, ¿qué hay del albedrío? Si el enamoramiento no es más que una “inyección” de dopamina y feniletilamina, ¿puede haber albedrío? A mi modo de ver, sí. Para no hacer larga la discusión, simplemente diré que, incluso si uno admite que el enamoramiento no es sino una inyección de dopamina y feniletilamina, todavía hace falta que haya “alguien” que ponga la inyección. Para seguir con un lenguaje altamente metafórico, el hecho de que un ser humano sea un animal significa que muchas de las “inyecciones” (de esos y de otros compuestos) que recibe sean aplicadas de manera involuntaria, generando comportamientos que llamaríamos “reflejos”. Pero el hecho de que en el ser humano se haya desarrollado un alto grado de consciencia implica que éste puede decidir sobre la conveniencia y el momento de colocación de muchas otras.

Uno no puede olvidar que una de las líneas más famosas de Shakespeare pone en boca de Hamlet las siguientes palabras: “To be or not to be. That is the question”. No hay que creer que, porque Hamlet es un personaje imaginario, su capacidad de cuestionarse (consciencia) y de plantearse alternativas para elegir (albedrío) no describe las reales capacidades de un ser humano. Ciertamente, en muchas ocasiones, los seres humanos tienen la facultad de ejercer su albedrío. Eso, para mí, es evidente. Creo que la carga de la prueba recae en quienes creen que el albedrío es una ilusión.

Y, por último, ¿qué tan “reales” son las impresiones que produce el cerebro? ¿Es real el albedrío, o el amor, o el dolor? Pues bien, yo creo que ellos son “reales”, en el sentido de que “existen de verdad”. Uno puede dar otra definición de realidad, que es la correspondencia con la realidad externa. Por ejemplo, no es real decir que llueve cuando, en la realidad externa, hace un sol radiante. Pero esta definición no es la relevante en nuestro caso. Hay que anotar que, en el funcionamiento del cerebro, en ciertos estados mentales la correspondencia con la realidad externa es fundamental (por ejemplo, cuando estoy realizando movimientos). Pero, en otros, la correspondencia con la realidad externa es innecesaria. Para esta discusión es bueno revisar a Llinás (2001):

Los estados mentales conscientes pertenecen a una clase de estados funcionales del cerebro en los que se generan imágenes cognitivas sensomotoras, incluyendo la autoconciencia. Al hablar de imágenes sensomotoras, no sólo me refiero a las visuales, sino a la conjunción o enlace de toda información sensorial capaz de producir un estado que pueda resultar en una acción (p. 1).

Es importante recordar que en el cerebro ocurren otros estados funcionales que, aunque utilizan el mismo espacio en la masa cerebral que las imágenes sensomotoras, no generan conciencia. Entre éstos se incluye el estar dormido, drogado o anestesiado, o sufrir una crisis epiléptica generalizada (p. 2).

Sin embargo, considero que el estado cerebral global conocido como soñar es también un estado cognoscitivo, aunque no lo es con relación a la realidad externa coexistente, dado que no está modulado por los sentidos (p. 3).

Propongo que el estado mental, represente o no (como en los sueños o en lo imaginario) la realidad externa, ha evolucionado como un instrumento que implementa las interacciones predictivas y/o intencionales entre un organismo vivo y su medio ambiente. Para que tales transacciones tengan éxito, se requiere un instrumento “precableado”, genéticamente transmitido, que genere imágenes internas del mundo externo, que puedan compararse con la información que éste nos proporciona a través de los sentidos. Además, estas imágenes internas deben cambiar continuamente, a la misma velocidad con que cambia la información sensorial proveniente del mundo externo, y todo esto debe realizarse en tiempo real. Por percepción se entiende la validación de las imágenes sensomotoras generadas internamente por medio de la información sensorial, que se procesa en tiempo real y que llega desde el entorno que rodea al animal (p. 4).

Hace ya algún tiempo propuse una hipótesis de trabajo (Llinás, 1974) relacionada con las ideas de Brown, según la cual la función del sistema nervioso central podría operar independientemente, en forma intrínseca, y que la entrada sensorial, más que informar, modularía este sistema semicerrado. Me apresuro a decir que la ausencia de entrada sensorial no es el modo operativo normal del cerebro, como todos lo sabemos cuando, de niños, observamos por primera vez el comportamiento de una persona sorda o ciega. Sin embargo, también sería erróneo decir que el extremo opuesto es cierto: para generar percepciones, el cerebro no depende de una entrada continua de señales del mundo externo (ver El último hippie de Oliver Sacks); los sentidos se necesitan para modular el contenido de las percepciones (inducción) pero no para la deducción. Propongo que, como el corazón, el cerebro opera como un sistema autorreferencial, cerrado al menos en dos sentidos: en primer lugar, como algo ajeno a la experiencia directa, en razón del cráneo, hueso afortunadamente implacable; en segundo lugar, por tratarse de un sistema básicamente autorreferencial, el cerebro sólo podrá conocer el mundo externo mediante órganos sensoriales especializados. (…).

Como veremos, el mundo de la neurología brinda apoyo al concepto del cerebro como sistema cerrado. En tal tipo de sistema, la entrada sensorial desempeñaría un papel más importante en la especificación de los estados intrínsecos (contexto) de actividad cognoscitiva, que en el puro suministro de “información” (contenido). Lo anterior equivale, ni más ni menos, al ejemplo en el cual una entrada sensorial modula el patrón de actividad neuronal generado en la médula espinal, que produce la marcha. Sólo que aquí nos referimos a un estado cognoscitivo generado por el cerebro y al modo como la entrada sensorial lo modula. El principio es el mismo. (…).

El significado de las señales sensoriales se expresa principalmente en su incorporación a entidades o estados cognoscitivos de más amplia envergadura. En otras palabras, las señales sensoriales adquieren representación gracias a su impacto sobre una disposición funcional preexistente del cerebro (Llinás, 1974, 1987), concepto éste que constituye un problema mucho más profundo de lo que podría pensarse a simple vista, particularmente si se examinan cuestiones acerca de la naturaleza del “sí mismo” [yo] (p. 9-10).

En otras palabras, el cerebro es capaz de generar un conjunto de estados mentales o percepciones, algunos de los cuales están modulados por la realidad externa, mientras que otros no. El hecho de que algunos estados mentales, como el sueño, no estén modulados por la realidad externa, creo yo, no los hace menos “reales”, a pesar de aparentes paradojas. Para ilustrar algunas de ellas, tomemos, por ejemplo, el caso del dolor. A mí no me cabe duda de que uno, a veces, siente dolor “de verdad”. Y sin embargo, con respecto al dolor hay al menos tres efectos curiosos: la “regulación central” de la percepción de dolor, el “efecto placebo”, y los miembros y el dolor “fantasmas” (ver, por ejemplo, Purves et al., 1997, c. 9). El primero tiene que ver con el hecho de que la percepción de dolor depende mucho del contexto. Por ejemplo, el dolor percibido por un soldado herido en el campo de batalla puede disminuir si el soldado es retirado del peligro. Con respecto al efecto placebo, como una ilustración, típicamente tres de cada cuatro pacientes que sufren de dolor postoperatorio por heridas reportan alivio del dolor después de la inyección de una sustancia salina estéril. Aquí hay, en efecto, una respuesta fisiológica a la administración de un remedio farmacológicamente inerte. Por último, casi todos los pacientes que sufren la amputación de algún miembro experimentan la ilusión, que usualmente disminuye con el tiempo, de que el miembro perdido sigue presente. Un número sustancial de esos pacientes puede desarrollar un “dolor fantasma” en el miembro perdido: les “duele” el miembro que no tienen. De hecho, el dolor fantasma es una de las causas más comunes de dolores crónicos, una condición que es extraordinariamente difícil de tratar. En resumen, “ha habido un reconocimiento gradual entre los neurocientíficos y los neurólogos de que tales efectos ‘psicológicos’ son tan reales y tan importantes como cualquier otro fenómeno neural. Esta apreciación ha provisto una visión mucho más raciones de los problemas sicosomáticos en general” (Purves et al., 1997, p. 173. En inglés en el original. Cursiva añadida).

Para terminar nuestra discusión sobre la relación entre ser máquinas biológicas y tener libre albedrío, vale la pena completar la cita de Carter que utilizamos para motivar la discusión de esta sección (1998, p. 207):

A mí me parece poco probable que sigamos castigando a la gente por mala conducta cuando se ve, con tanta claridad, como se ve un hueso roto, que su comportamiento lo provocan sus cables cruzados. Más bien tengo la esperanza y la expectación de que aplicaremos nuestros conocimientos sobre el cerebro a desarrollar tratamientos del cerebro enfermo infinitamente más efectivos que las intrincadas terapias psicológicas de tiro a ciegas que hoy usamos. La reclusión podría entonces ser utilizada sólo cuando estos tratamientos fallaran —o para aquellos que prefieran perder su libertad a perder sus viejas costumbres—.

También espero que la capacidad de modular cerebros sea usada, con preferencia, para incrementar aquellas cualidades mentales que le dan dulzura y significado a nuestra vida, y para erradicar la[s] cualidades mentales destructivas. Ideas de este tipo hoy exhalan arrogancia y, por bastante tiempo, se hablará de ellas en el estilo apocalíptico con el que se recibe a casi toda cosa nueva que la ciencia hace posible. Bien pronto, sin embargo, los gritos de peligro darán paso a la aceptación. Las generaciones futuras darán por hecho que somos máquinas programables, de la misma manera que nosotros damos por hecho que la tierra es redonda. Lejos de reducir la existencia humana, creo que esta aceptación hará infinitamente mejores nuestras vidas.

En esta cita se sugiere que, dado que somos máquinas biológicas, está abierta la posibilidad de que ejerzamos algún tipo de ingeniería mental para reforzar ciertas conductas deseables o reprimir las indeseables. Eso es, ciertamente, posible. Pero esa posibilidad refuerza dos cosas: la primera es que esa posibilidad no podrá ejercerse sin algún grado de albedrío. Supóngase, por ejemplo, que se descubre la causa genética de determinado cáncer particularmente mortal, y el procedimiento requerido para corregir la falla genética que lo produce. ¿Será correcto llevar a cabo el procedimiento? No parece haber problemas en decir que sí. Pero, ¿qué sucede si las mejoras genéticas son para producir seres humanos más “bellos”, o más “inteligentes”? Aquí el caso parece menos claro. Peor aún, ¿qué sucede si el realce de ciertos atributos sólo se puede hacer a expensas de otros? Para ser dramáticos, si consideramos el caso hipotético en el cual el aumento de la inteligencia sólo se puede hacer a expensas de la capacidad de sentir afecto, ¿debemos aumentar la inteligencia? Ninguna de estas preguntas la podremos responder si no ejercemos un alto grado de albedrío. En otras palabras, la posibilidad de hacer ingeniería mental o genética nos muestra que el albedrío no es una ilusión.

Pero, de otra parte, esto mismo nos señala que, si hasta el momento las limitaciones a la ingeniería mental eran de orden técnico, su progresiva eliminación abrirá campo a limitaciones de otra índole: la ética. Sin duda, la ingeniería mental nos ayudará a resolver muchos problemas individuales y sociales, pero no será una panacea. Para utilizar un símil, el control de la mortalidad infantil (algo, sin duda, “bueno”) abrió las puertas a un crecimiento desmesurado de la población, que tiene efectos globales negativos. No le tengo miedo a un mundo donde los seres humanos, gracias a sus conocimientos, puedan tener un control cada vez más real sobre él y sobre ellos mismos. Pero no estoy muy seguro de que, por definición, ese mundo vaya a ser, como en la obra de Aldous Huxley, “un mundo feliz”. Una vez adquirida la consciencia, nada nos relevará de la obligación de tomar decisiones difíciles.

2.8. ¿Podrán tener consciencia máquinas no biológicas?

Atrás hemos dicho que no somos más que máquinas biológicas dotadas de consciencia, y también hemos dicho que no hay ninguna diferencia esencial entre máquinas biológicas y no biológicas. Este razonamiento abre la posibilidad de que máquinas no biológicas lleguen a tener consciencia. Sin embargo, gente muy autorizada piensa lo contrario. Por ejemplo, Sir Roger Penrose, profesor Rouse Ball de matemáticas de la Universidad de Oxford y ganador en 1988, junto con Stephen Hawking, del premio Wolf en física, ha escrito dos extensos libros (Penrose, 1991 y 1996) para sustentar el punto de vista de que la inteligencia artificial no puede generar consciencia, es decir, que hay ciertos resultados de una máquina biológica que una máquina no biológica no puede reproducir. Penrose (citado por Carter, 1998, p. 203) dice lo siguiente:

A mí me parece claro que la comprensión es algo que requiere conciencia: tener pleno conocimiento de la situación es el primer paso para entenderlo. (…).

No creo que las máquinas no biológicas puedan cruzar nunca el abismo entre cálculo y comprensión. Para explicar la comprensión creo que tenemos que salir del marco convencional del mundo material presente y fijarnos en un nuevo panorama físico que incorpore el universo cuántico, un estado cuya estructura matemática es en gran parte desconocida. Esto no significa que la comprensión no tenga relación con el cerebro, de hecho creo que hay un componente específico del tejido cerebral que la origina.

(…) Los microtúbulos de las células cerebrales podrían dar lugar a un estado cuántico estable que uniría la actividad de las células de todo el cerebro y, al hacerlo, originaría la conciencia. Tal estado no puede reproducirse en un ordenador. Los argumentos que apoyan mi propuesta son complicados, y algunos de ellos, hay que reconocerlo, especulativos. Más allá de los tecnicismos tengo la impresión de que la mente consciente no puede funcionar como un ordenador.

A pesar de que los argumentos que Penrose presenta en sus dos libros son muy interesantes y denotan un vasto conocimiento de diversas ramas del saber, no terminan siendo, en mi parecer, convincentes sobre el argumento central. Baste decir aquí que el papel que Penrose le asigna a los microtúbulos como sustentadores de un “estado cuántico estable” es bastante especulativo. En los tres libros que hemos utilizado como referencias principales sobre el funcionamiento del cerebro en este ensayo (Purves et al., 1997; Carter, 1998; y Llinás, 2001), los microtúbulos y sus funciones no reciben más de tres menciones (una de ellas la del propio Penrose), en una extensión menor de una página. Asignarle un papel central a una estructura a la cual los mismos neurocientíficos no parecen dedicarle demasiada atención no parece correcto. De otra parte, hay una distancia lógica importante entre decir que no entendemos la física del estado cuántico a decir que un organismo no biológico no pueda sostener ese estado. Por lo tanto, los argumentos de Penrose no suenan definitivos.

Yo no descarto la posibilidad de que la consciencia pueda ser reproducida en organismos no biológicos. Y no estoy solo en no descartarla. Llinás, que, como vimos atrás, no hace ninguna distinción entre un organismo biológico y un organismo físico, dice lo siguiente (2001, p. 305):

Por tanto, sería posible generar la conciencia con base en un organismo físico, que fue lo que ocurrió en nuestro caso, y al cual llamamos “un sistema biológico”.

En general, la gente se pregunta si será posible fabricar máquinas cuya naturaleza no sea biológica y que sean capaces de sustentar la conciencia, las cualias, la memoria, y el darse cuenta de las cosas, que son las propiedades de la función del sistema nervioso que consideramos realmente importantes. ¿Podrán los computadores llegar a pensar algún día?

La respuesta es afirmativa; creemos que pueden y que lo harán.

2.9. Si máquinas no biológicas pueden tener consciencia, ¿pueden ser, en algún sentido, humanas?

¿Puede la inteligencia artificial desarrollar propiedades “humanas”? No tengo dudas de que el desarrollo de la inteligencia artificial hará que máquinas (no biológicas) presenten formas de pensar y de comportarse similares a las humanas. De hecho, ya hay muchas máquinas que reproducen o simulan el comportamiento humano, aunque no en todas sus dimensiones. Ya hay máquinas capaces de jugar ajedrez tan bien que son capaces de batir al campeón del mundo; máquinas capaces de caminar o subir y bajar escaleras; máquinas capaces de jugar fútbol (ya hay un campeonato mundial del fútbol de robots), que se lleva a cabo al tiempo con el mundial de fútbol humano; máquinas que, en la función de prótesis, reemplazan órganos humanos y responden al sistema nervioso humano (como “manos” con capacidades prensiles); y máquinas capaces de simular sentimientos humanos, para incitar en sus propietarios reacciones de cuidado y afecto (la más simple de todas fue el popular juguete “Tamagotchi”, aunque hay máquinas más sofisticadas, como “perros” capaces de jugar con una bola, reaccionar a la voz de su “amo”, dormir o mostrar sentimientos de alegría —o de pesar por haber sido “descuidados”—).

Sin embargo, hay al menos tres salvedades que se deben hacer. La primera la describe Llinás (2001, p. 309) en los siguientes términos:

El (…) problema es el conocimiento del “sí mismo” [yo]. Supongamos que se le dé suficiente libertad a determinada materialización de la conciencia para explorar e interiorizar el mundo externo, de modo que implemente una imagen de sí misma, por primitiva que sea. Si bien esta materialización puede evaluar la realidad externa, es probable que nunca llegue a tener una entidad consciente en el sentido humano. Sabemos que esto es fundamental para el funcionamiento del sistema nervioso. (…) En último término, vemos que la arquitectura capaz de generar la cognición debe relacionarse con la motricidad sobre la cual tal cognición se desarrolló. Para llegar a ser conscientes, los computadores deben moverse y manipular — deben ser robots. Sin esta autorreferencia, siempre se presentará el problema de la sintaxis contra la semántica (…), pues sencillamente la conciencia siempre es dependiente del contexto (cursiva en el original).

Para describir la segunda salvedad, también apelamos a Llinás (2001, p. 309):

Si a la larga se logran arquitecturas que generen cognición, tendremos máquinas de pensamiento y/o sensación. Sin embargo, puede que llegar a diseñarlas y construirlas no nos ayude mucho a comprender la función cerebral, así como comprender los aviones no nos dice mucho acerca de la fisiología del vuelo en murciélagos o pájaros.

La última salvedad es la siguiente: la forma como los seres humanos llegaron a pensar, a tener sensaciones y a tener consciencia fue producto de un proceso evolutivo. Este proceso evolutivo es único e irrepetible, aunque algunos de sus elementos puedan ser simulados. Por lo tanto, la forma de pensar, de sentir y de tener consciencia es única de los humanos. En otras palabras, estamos diciendo que las facultades de pensar, de sentir y de tener consciencia no son exclusivas de los humanos, y probablemente ni siquiera de los organismos biológicos. Pero el hecho de que una máquina adquiera las facultades de pensar, de sentir y de tener consciencia no necesariamente la convierte en “humana”. En breve, tener una “mente” no debe ser exclusivamente humano, pero no todo lo que tenga una mente es humano, porque lo específicamente humano es cómo las funciones mentales se desarrollaron en los seres humanos como resultado de un proceso evolutivo. Por eso parece crucial entender esas funciones en los seres humanos sin desprenderlas de su contexto evolutivo, y por eso la hipótesis 4 se vuelve relevante.

3. Hipótesis 4

Al principio de este ensayo, utilicé algunas definiciones que tratan (sin mucho éxito, a mi juicio) de capturar la esencia de qué significa ser humano. Esas definiciones eran de la forma “el hombre es un animal alguna cosa”. El énfasis de esas definiciones es en la cosa que califica al tipo de animal que es el hombre. Una perspectiva evolucionaria obliga a recordar que el hombre, antes que cualquier cosa que pueda ser, es un animal. El énfasis va, no en alguna cosa, sino en animal.

De acuerdo con Buss (1999, p. 3) la sicología evolucionaria se centra en cuatro preguntas:

  1. ¿Cómo está diseñada la mente humana?
  2. ¿Por qué está diseñada la mente de la forma como lo está?
  3. ¿Cuáles son las funciones de sus partes componentes y de su estructura organizada?
  4. Cómo interactúan los estímulos del ambiente, especialmente el ambiente social, con el diseño de la mente humana para producir el comportamiento observable?

Esta ciencia de la mente daría cuenta de fenómenos tales como la producción de imágenes cerebrales; el aprendizaje y la memoria; la atención, la emoción y la pasión; la atracción, los celos y el sexo; la auto-estima, el estatus y el auto-sacrificio; la crianza, la persuasión y la percepción; los lazos familiares, la guerra y la agresión; la cooperación, el altruismo y la ayuda; la ética, la moralidad y la medicina; el compromiso, la cultura y la consciencia; es decir, todo el rango de cualidades que nos hacen específicamente humanos.

Referencias

Buss, David M. (1999), Evolutionary Psychology: The New Science of the Mind, Boston: Allyn and Bacon.

Carter, Rita (1998), El nuevo mapa del cerebro: guía ilustrada de los descubrimientos más recientes para comprender el funcionamiento de la mente, Barcelona: Integral, RBA Ediciones de Librerías.

Crick, Francis (1994), La búsqueda científica del alma: una revolucionaria hipótesis para el siglo XXI, Madrid: Editorial Debate.

Diamond, Jared (2007), El tercer chimpancé: origen y futuro del animal humano, Bogotá: Editorial Random House Mondadori Ltda.

Llinás, Rodolfo R. (2003), El cerebro y el mito del yo: el papel de las neuronas en el pensamiento y el comportamiento humanos, Bogotá: Editorial Norma.

Penrose, Roger (1991), La nueva mente del emperador, Barcelona: Grijalbo Mondadori.

Penrose, Roger (1996), Las sombras de la mente, Barcelona: Crítica (Grijalbo Modadori).

Purves, Dale, George J. Augustine, David Fitzpatrick, Lawrence C. Katz, Anthony-Samuel LaMantia y James O. McNamara (editores) (1997), Neuroscience, Sunderland, MA: Sinauer Associates.

Singer, Peter (2000), Una vida ética: escritos, Madrid: Taurus, Santillana Ediciones.

Wright, Robert (1994), The Moral Animal: Why We Are The Way We Are (or Evolutionary Psychology and Everyday Life), London: Little, Brown and Company.

6 comments:

fernando baena said...

Karl Pribram viene proponiendo que el cerebro humano tiene de hecho un funcionamiento holográfico, pues la neurofisiología ha fallado repetidamente al intentar reducir el pensamiento a neuronas, y al intentar localizar las funciones cognitivas y psicológicas en ciertas zonas fijas de tejidos. Según Pribram, el cerebro no es la fuente de la conciencia, sino el medio de expresión de la misma, una especie de altoparlante que recoje y proyecta , que decodifica y amplifica la información de la mente.

fernando baena said...

La mente no es el Cerebro


Los paradigmas que actualmente revolucionan la concepción newtoniana del mundo, paradigmas que fundamentan nuevas estrategias de desarrollo del potencial mental y somático humano, inciden o incidirán (-hasta abarcarlas-) en todas las areas sociales y académicas. Veremos y viviremos en un mundo plenamente amoroso, dadivoso, próspero, cuando nos hayamos puesto todos las gafas de la cosmovisión holística. Entonces la paz no nos parecerá una meta, sino un punto natural de partida: ni siquiera nos daremos cuenta de estar viviendo en paz, como no se da cuenta de que tiene las gafas puestas el que las tiene puestas.

El mundo será otro porque seremos otros, porque nuestro estado de conciencia será otro, para percibir -y asimismo crear- ese mundo. Hasta ahora veníamos creyendo que el mundo estaba afuera, y que había que salir a cambiarlo. Creíamos que había uno u otro culpable, y salíamos a guillotinarlo. Inexplicablemente, una vez se creía haber cortado de raíz la causa de todos los males, brotaban otros, y había que postular otra raíz, otros culpables. Ahora nos estamos preparando para admitir, mundialmente, que el mundo no es más que lo que ponemos en el. Lo que ponemos en el es lo que proyectamos, y solo percibimos lo que proyectamos. Pero nos ha pasado como al encargado de colocar y vigilar la cinta cinematográfica en el aparato proyector, que comenzó también él mismo a chiflar y a protestar cuando comenzó a desenfocarse la imagen. Nos hemos olvidado de haber puesto y de ser responsables nosotros mismos del mundo en que vivimos.

fernando baena said...

Como hace siglos se dio un giro al concebir que la tierra giraba alrededor del sol y no al revés, daremos un giro ahora para reconocer que no desde el mundo, sino desde la conciencia que lo proyecta, se transforma el mundo. Para esto será necesario que superemos la auto-imagen según la cual somos nada más que primates cuyo sistema nervioso desarrolló un órgano especial en el que tuvo origen la conciencia : el cerebro. Si el cerebro es el origen de la conciencia, es decir, de lo que somos -seres auto-concientes-, entonces la conciencia es reductible al cerebro, es decir, puede explicarse en términos de las funciones e interacciones neuro-fisiológicas del cerebro. Si esto es cierto, entonces la conciencia, como función del cerebro, desaparece cuando muere el cerebro. Y si el cerebro es lo primordial, entonces estamos encerrados en él, y no somos más que una especie biológica en la que por casualidad los genes mutaron de este modo. En este caso no somos la fuente desde donde se proyecta la realidad, sino una pieza más del rompecabezas de la materia. O, a lo sumo, un tipo de sistema nervioso que procesa los estímulos sensoriales en determinadas frecuencias, diferentes de las que sintonizan los murciélagos, las abejas, las moscas, dándoles una significación espacio-temporal y cognitivo-cultural específicas, con el fín de sobrevivir del mejor modo posible.

fernando baena said...

Cambio de Mundos

Si fueramos nada más que un animal entre otros, y dado que cada animal percibe y sobrevive en su entorno de acuerdo a sistemas de interpretación y acción que son la consecuencia del sistema nervioso que tiene, entonces estaríamos determinados genéticamente a esta perspectiva, que es la perspectiva humana del mundo, y a la manera humana -con sus variaciones históricas-de interpretar el mundo, que es la realidad que le corresponde al ser humano. En consecuencia con la cosmovisión Newtoniana, la de la era de “piscis”, uno solo puede adscribirse al materialismo biológico, que conduce al antropológismo psicológico. Estas tendencias suponen que la conciencia es un sub-producto del cerebro y que es reductible a este, y que por tanto estamos determinados , total o parcialmente, por la realidad “material” (es decir, por los genes, por la estructura cerebral , por los condicionantes linguísticos de la cultura en que nacemos ), en vez de tener una infinita capacidad para proyectar, percibir, y vivir en la realidad que libremente queramos materializar. Las posibilidades, necesariamente escasas, de mejoramiento individual y social , dependerían, entonces, principalmente, de adquirir habilidades para llegar a arreglos negociados los unos con los otros, por medio de intercambios lingüísticos. Estas negociaciones se basarían en el supuesto biológico (ley del más fuerte) de que es “natural” que cada individuo o sociedad busque ante todo su propia supervivencia y conveniencia, y de que solo en el caso de que beneficiar a otros repercuta en beneficiarse a sí mismo, sería “lógico” pensar en el beneficio ajeno.

fernando baena said...

Nuestro mundo ha estado desplazándose por bastante tiempo en estas ruedas. Se ha considerado al ser humano , ante todo, como una especie biológica. Una especie, por supuesto, está definida por el organismo típico que poseen sus individuos. Así que la auto-imagen del ser humano desde Darwin ha estado basada en la creencia de que somos, ante todo, este cuerpo, con este tipo de cerebro con corteza bi-hemisférica. La cultura , el lenguaje, y la conciencia, serían sub-productos de ese azar genético. ¿Será posible y necesario darle un giro de 180 º a esta cosmovisión ?. Muchos piensan que sí, y lo interesante es que no provienen sus hipótesis de preferencias espiritualistas ni de modas esotéricas, sino de la más estricta investigación científica.
¿Qué pasaría si la conciencia no fuera el sub-producto del cerebro, sino el cerebro el instrumento de la conciencia?. ¿Qué pasaría si la estructura genética, el sistema nervioso, y el cuerpo humano, fueran más bien materializaciones de la conciencia , y no azares de la materia ?. ¿Que pasaría si es la conciencia la que precede a la materia, y no la materia la que precede a la conciencia ?. Entonces, el universo sería la materialización de la conciencia, y el cuerpo la expresión de la mente. La materia estaría gobernada por la conciencia, y el cuerpo por la mente. Y el mundo, la realidad, no serían quienes determinan al observador del mundo, al intérprete del mundo, sino este a aquellos. Lo observado ya no sería el origen del observador, sino el observador el origen de lo observado. Y entonces ya el observador y su manera de observar no estarían determinados desde afuera por lo observado, sino que la manera de observar y lo observado podrían libremente ser determinados al antojo del observador. Entonces el observador ya no se sentiría obligado a -y confinado por- un cerebro egoista, sino que se sentiría en total libertad de crear observaciones gozosas de un mundo observado como amoroso y bienaventurado.

Todos, inclusive los científicos Newtonianos, confesarían querer pensar de este modo. Pero no se trata de cual pueda ser nuestra preferencia, sino de cómo sea en realidad la relación entre la conciencia, la mente, y el cerebro. ¿La conciencia es el más reciente episodio de la historia de la materia, como piensa Carl Sagan en nombre de la mayoría de sus colegas ?. ¿O la historia de la materia es la historia de las expresiones espacio-temporales del campo inmanifiesto de la conciencia, como propone Maharishi Mahesh Yogui, (fundador de la técnica de “Meditación Trascendental”), en nombre de la sabiduría védica , y haciendo eco a numerosos físicos , médicos, y científicos contemporaneos?. La buena noticia es que las últimas investigaciones en física y en neuro-fisiología dán más esperanzas a los segundos

fernando baena said...

De La Máquina al Holograma

Para que se pudiera comprobar que la materia es una expresión de la conciencia, sería necesario detectar fenómenos físicos en los cuales se dejaran de cumplir las leyes de interacción causal que se supone rigen a la materia. Lo mismo sería necesario para concebir al cerebro como sede habitual pero en todo caso instrumento de la mente. Y hay una copiosa cantidad de observaciones cuidadosamente controladas que se saltan dichas leyes causales “inexplicablemente”.

La materia, tradicionalmente concebida, es un conjunto de partes aislables que se relacionan entre sí mediante encadenamientos causales o interacciones observables. Por ejemplo, si el cerebro no es más que una compleja estructura material, entonces es un conjunto de células nerviosas que intercambian mensajes bioquímicos que desencadenan reacciones específicas. Bajo este supuesto , tiene que haber siempre unas primeras acciones celulares que accionan efectos encadenados posteriores. Las funciones mentales, por ejemplo la memoria, tendrían que iniciarse y localizarse en alguna parte del cerebro, para luego enviar la información a otra parte, mediante mensajes bioquímicos inter-neuronales. Pero no es así: Karl Lashley, en los laboratorios Yerkes de Orange Park, estuvo entrenando animales experimentales, para luego dañar selectivamente partes de sus cerebros, con el fín de encontrar el lugar donde la memoria de la habilidad habría quedado guardada. Sin embargo, aunque cubrió todas las secciones cerebrales, los animales no olvidaban. Un compañero de investigación, Karl Pribram, continuó con la inquietud, pero cambió la pregunta. Ya no se preguntó “¿donde está la memoria?” , sino “¿donde no está?”. Y descubrió que estaba en todas partes, que era lo que su amigo ya había descubierto, pero no había querido admitir. La memoria sobre todo está toda en todas partes, y por lo tanto en cada parte, en cada neurona. De modo que los recuerdos no viajan de un lugar donde están almacenados a otro donde son abiertos, ni las experiencias viajan de un lugar por donde entran a otro en el que se conservan para ser recordadas luego.
El esquema de las neuronas interactuando mediantes secuencias encadenadas de mensajes bioquímicos se había caído. Cuando, a mediados de los años sesentas, Pribram leyó un artículo de Scientific American que describía la construcción del primer holograma o fotografía tridimensional sin lente, no dudó en asociar la estructura de la película holográfica con la de lo que, entonces, ya no deberíamos llamar “cerebro” sino más bién “mente”. La asociación era evidente: cada trozo, por ínfimo que sea, de una película holográfica, contiene, como patrones de interferencia de ondas, la información total del objeto holografiado. La concepción de un cerebro hecho de partes como una máquina de piezas, resultaba evidentemente más primitiva e inapropiada que la del cerebro “holístico”.

Ciertamente se ha demostrado que ciertas zonas del cerebro se especializan en unas funciones y otras en otras, pero también es verdad que cuando alguna se daña hay una infinita flexibilidad de otras zonas para encargarse de esas mismas funciones, como si todas las neuronas conociesen todos los roles. Inclusive se han detectado personas que tenían, en vez de materia gris, líquido cefaloraquídeo en un 95 % de la cavidad craneal, y llevaban una vida perfectamente normal, como si el cerebro no fuera estrictamente necesario para tener una mente normal.