Friday, March 2, 2007

07-03-02: Elegía a mis padres antes de que estén muertos

Mi padre es santandereano; mi madre, paisa. Ambos fueron jóvenes, y cuando fueron jóvenes también fueron apuestos. No se les ha quitado la buenmozura; simplemente, ahora tienen años encima. Ahora mi padre es frágil, y ya no parece tan omnipotente como me parecía cuando yo era niño. Mi madre con los años pierde un poquito de estatura y gana un poquito de cintura.

Ahí están. Viejos, juntos, desmintiendo eso de que un buen matrimonio no puede durar para toda la vida. Ahí están, haciendo esa curiosa transición de ser mis padres a ser mis niños. Y, sin embargo, si mi carro se vara, todavía llamo a mi padre a que me desvare, porque las artes de la mecánica siempre han sido arcanas para mí. A mi madre, en cambio, le basta con que yo esté cerca de ella, y con que ella sienta que todavía me puede traer un jugo de naranja en las mañanas. No sé cuándo ya no va a poder hacerlo, pero cuánta falta va a hacerme.

Mis padres han tenido, gracias a Dios, una buena vejez. Todavía se defienden por sí solos, aunque todos los reportes indican que mi padre ya es un peligro manejando su carro. Mi madre, que siempre me pareció un roble, ahora luce más disminuida, pero, como en la plenitud de sus condiciones era de un ímpetu irresistible, los años todavía no han hecho más que ponerla en su sitio.

No es una exageración decir que todo lo que soy es por mis padres. De mi padre tuve siempre un amor distante pero constante, y una figura a la que siempre admiré. Es curioso, pero entre más viejo me pongo, más humano veo a mi padre, y mi admiración, en vez de decrecer, aumenta. Hoy, cuando la piel se le va pegando cada vez más a los huesos, cuando cada vez más se demora en contar una historia, lo veo más grande y más lúcido. De mi madre siempre tuve un amor tan incondicional que parecía enfermizo, e inadecuado para formar a sus hijos en la independencia. Quizás no hay nada más importante para un ser humano que destetarse de sus padres, y yo, a los 43 años que tengo mientras escribo esto, pienso que quisiera volver a vivir con ellos. Para que no se sientan solos en lo que les queda de vida. Para verlos morir, quizás.

Hay una foto de mi padre, joven, bello, flaco, montado en un barco que iba rumbo a los Estados Unidos (en aquella época el viaje en avión todavía no era tan frecuente). Qué distinto es ese joven confiado de ese viejito que veo hoy. Ya mi padre no está para aventuras. Mi padre ya hizo ese viaje que lo alejó para siempre de su casa paterna en Santander del Norte y lo acercó a la mujer con la que habría de formar un hogar en Antioquia. Yo, a diferencia de mi padre, gravito alrededor del hogar de mis padres. Yo no puedo olvidar de dónde vengo, y no puedo alejarme mucho de mis raíces. Quizás cuando ellos mueran yo, por fin, sea adulto, pero seré un adulto incompleto, porque ellos me harán falta.

Mi madre habla de sus padres (mis abuelos) con devoción. No sé si mi madre estaba al lado de mi abuelo cuando murió, pero si ví a mi abuela morir entre los brazos de mi madre. La de mi abuela fue, si se quiere, una muerte tranquila, pero para mi madre no lo fue. Mientras mi abuela moría, mi madre rezaba y lloraba, y yo pensaba que era mi madre la que necesitaba atención, no mi abuela, que ya no parecía sino querer descansar.

Qué pobre homenaje les puede hacer uno a los padres. Quiero estar ahí en lo que les queda de vida. Quiero estar ahí cuando ellos mueran. Quiero estar ahí, tal como ellos han estado al lado mío en cada instante de mi vida, aupándome, celebrándome, amándome. Un amor que, cuando repaso mi vida, siempre ha estado ahí y siempre habrá de acompañarme. Viejitos queridos: quiero decirles, antes de que se me mueran, que ustedes están para siempre.

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