La meritocracia, la idea de que los puestos de mayor responsabilidad social y pública deben ser asignados a individuos con los méritos adecuados, es una idea que ha venido ganando espacio para ser opuesta a las promociones por privilegios de cuna, de clase, o las que surgen simplemente de las “roscas” y las “palancas”. En este sentido, la de la meritocracia es una idea atractiva. Ciertamente la meritocracia es un mejor sistema que el que otorga promociones con base en privilegios odiosos y sin ninguna justificación.
Sin embargo, la meritocracia también es una idea peligrosa. Es peligrosa porque en una sociedad cualquiera los méritos están muy mal repartidos. No todos tienen habilidades gerenciales u otros talentos que sirven para la promoción en un sistema meritocrático. El problema de la organización social no sólo consiste en que los puestos de mayor responsabilidad social sean ocupados por los mejores individuos, sino también, y esto es muy importante, en que la dignidad de todos los individuos sea reconocida.
A mí me parece que la evolución en la filosofía política de la Grecia clásica ilustra bien el problema. Cuando Atenas decidió condenar a muerte a Sócrates por “corromper a la juventud”, su discípulo Platón se sintió horrorizado frente a la sentencia. Para Platón era incomprensible una sociedad que, en vez de poner a gobernar a sus mejores hombres, los matara. Esta experiencia probablemente tuvo mucho que ver con la propuesta que Platón hizo en su República, de que son los sabios quienes tienen que gobernar: es la famosa propuesta del rey filósofo. La de Platón se puede entender como una de las primeras exigencias de meritocracia registradas en la historia.
Sin embargo, Aristóteles, a su vez discípulo de Platón, no compartió la visión de su maestro. Aristóteles, en su Política, defendió una visión más democrática que meritocrática del ejercicio del gobierno. La concepción democrática de Aristóteles es más limitada que la que manejamos hoy, porque él la circunscribía a los ciudadanos, individuos poseedores de una virtud especial, categoría dentro de la cual no cabían ni las mujeres ni los esclavos. Sin embargo, la idea clave es que la dignidad humana se extiende a todos los ciudadanos, no sólo a los mejores o más sabios. Aristóteles percibió con claridad que la propuesta de Platón conducía a la dictadura de los “sabios”. ¿Y quién define quién es sabio, quién es el más sabio?
Una sociedad no se puede construir bajo el criterio de que sólo los más talentosos, los más emprendedores, los de mejores relaciones públicas, los más bellos, o los de más méritos en cualquier otro sentido, son los que deben tener oportunidades en la sociedad. La naturaleza asigna estos méritos al azar, y por lo tanto los beneficios que de ellos se derivan son injustos. Las leyes de la estadística exigen que la medianía sea la característica más generalizada de la sociedad. Mucha gente, en su medianía, vive una vida digna, provechosa y útil. La idea de la meritocracia no se puede promover hasta el punto de crear una élite meritocrática. No se puede permitir que quienes tienen más méritos se conviertan en una élite tan odiosa como cualquier otra.
A mí no me cabe la menor duda de que la democracia tiene un problema cuando es incapaz de elegir a los mejores hombres para gobernar. Pero también me parece muy problemático cuando se crea una élite meritocrática sin control popular. Un criterio esencial de la organización social tiene que ser que ésta esté al servicio de todos, no sólo al servicio de los mejores. La sociedad tiene que darse cuenta de que la meritocracia no es la última, sino la penúltima, moda intelectual.
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