Eduardo Posada Carbó, el historiador costeño, acaba de publicar un libro interesante, La nación soñada (2007, Bogotá: Editorial Norma), en el que trata de controvertir algunas opiniones generalizadas sobre Colombia, en particular que los colombianos somos violentos, y que nuestras instituciones, en especial nuestra democracia, son de papel. Es un punto de vista que Posada ha repetido una y otra vez en sus espacios de opinión, y que ahora ha articulado en forma de libro. Es un punto de vista que, como el mismo autor lo admite, es revisionista y, por lo tanto, no ha dejado de recoger críticas. Sin embargo, también ha recogido fervorosos partidarios, dentro de los cuales se destaca el historiador económico pastuso Santiago Montenegro, quien trató de volver las opiniones de Posada una base para la política pública. En efecto, cuando Montenegro fue director del Departamento Nacional de Planeación, promovió un ejercicio de planeación de largo plazo, la Visión Colombia 2019, en el que es manifiesta la deuda con Posada, pues allí se anota que una de las fortalezas de Colombia es su solidez institucional.
Hay que decir que el esfuerzo de Posada es muy valioso. Está escrito con un profundo amor de patria, que es hermoso y conmovedor. Está escrito con una enorme solidez académica, como que Posada es un reputado historiador ahora en la Universidad de Oxford, en Inglaterra. Está escrito ponderadamente, con el ánimo de generar polémica, pero no confrontación. Está escrito, además, por un costeño, en lo que se constituye en otro aporte más de la costa norte a la colombianidad, desmintiendo eso de que, en realidad, hay dos Colombias: la andina y la costeña. No cabe duda de que Posada es uno de los mejores hombres de Colombia.
Y, sin embargo, debo decir que no me siento cómodo con las opiniones de Posada. Su ejercicio me parece que a veces se confunde entre la prescripción y la descripción. La nación soñada es un país ideal, no el país real. No tengo menos amor de patria que Posada, y no me gusta regodearme en los defectos de mi país. Pero el ejercicio de tratar de mostrar lo bueno de Colombia para tratar de distraer la atención sobre lo malo que tenemos me parece un poco tratar de tapar el sol con las manos. Siempre he pensado que un buen gerente con lo que debe estar más sintonizado es con los problemas de la organización que maneja, para que pueda estar en capacidad de resolverlos. Siempre he pensado que el príncipe lo que debe pedir es que le cuenten lo que está mal, no lo que está bien. De otro modo, el príncipe se convierte en una especie de Luis XVI, encerrado en Versalles al lado de María Antonieta, aislado de la realidad por una corte aduladora, ignorante de que afuera hay una turba ya sin paciencia que está dispuesta a cortarle la cabeza. Cuando uno dice que Colombia tiene problemas, muchos y muy graves, no lo dice para socavar el orgullo patrio. Lo dice para corregir lo que hay que corregir. Claro, no siempre es así, y quienes tratan de vender la imagen de la “culpa colectiva” pueden tener el efecto perverso de apocar el espíritu nacional. Pero hay países que, como Alemania, han tenido que cargar una “culpa colectiva” mayor que la de Colombia, y han sabido sobreponerse a ella hasta alcanzar la dignidad.
Uno no puede dejar de ver que Colombia, objetivamente, es un país problema. En un ejercicio simple, uno puede preguntarse por qué tipo de noticias Colombia es reportada en la prensa internacional. Se verá que la gran mayoría de noticias es negativa, relacionada con drogas y violencia. Uno puede protestar que las buenas noticias no son noticia, o que la prensa no se empeña en ver sino lo malo, pero esas salidas no son sino tonterías. Colombia sigue teniendo una tasa de criminalidad entre las más altas del mundo (hace poco fue la más alta del mundo); exporta algo así como el 80 por ciento de la cocaína del mundo; tiene una de las actividades guerrilleras más prolongada del mundo, si no la más; tiene la política infiltrada por el narcotráfico, como se demostró en 1994, y por los paramilitares, como se está demostrando ahora; tiene la mitad de su población viviendo en la pobreza; es un país exportador neto de población, tanto por problemas de violencia como de falta de oportunidades socioeconómicas. No nos digamos mentiras: Colombia tiene graves problemas.
Sin lugar a dudas, es un mérito que este barco, con tanto lastre, no se haya hundido: algo tiene que tener bien. Pero el gerente tiene que tener los ojos fijos en los problemas: son los problemas lo que hay que corregir. Yo tomo la obra de Posada como una advertencia de que uno no puede regodearse en los problemas, de que uno no puede confundir esos problemas con el carácter nacional. Es una advertencia importante y oportuna. Yo no soy ni asesino, ni paramilitar, ni guerrillero, ni narcotraficante, ni corrupto. Y la gran mayoría de colombianos puede decir lo mismo. Pero Colombia tiene graves problemas de violencia, de narcotráfico, de corrupción, de desigualdad. Otra forma de tomar la obra de Posada es que Colombia cuenta con los instrumentos para superar los problemas. Y es así. Yo creo que Colombia tiene un futuro mejor.
Me parece que la obra de Posada propone un delicado equilibrio sobre el filo de una navaja. A un lado queda la autocomplacencia y el autoengaño. Al otro queda el derrotismo y el pesimismo. Es peligroso, muy peligroso, caer a un lado o al otro. Posada quiere recordarnos que cosas como el orgullo y la virtud nacional efectivamente existen. Yo digo: “de acuerdo”. Pero tampoco podemos perder el foco sobre los peligros que nos acechan en la vía. El único modo de sortearlos con éxito es no perderlos de vista.
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