Hace algún tiempo, Santiago Montenegro publicó un libro, Sociedad abierta, geografía y desarrollo. Antes de publicarlo, Santiago me pidió comentarios sobre su primer capítulo, que era como un resumen del libro. Estos fueron mis comentarios:
Santiago:
Primero que todo, muchas gracias por la tarea que me puso. Se la agradezco de todo corazón.
El esfuerzo que ha hecho se necesitaba. Un lugar donde dejar plasmada su visión del mundo. Tiene el mérito, además, de que lo ha hecho a una edad no “muy” avanzada. Un capítulo así debió haber sido su introducción al plan de desarrollo.
Escribiré aquí lo que no entiendo o no comparto. Eso dará la impresión de que no exalto lo bueno que tiene su trabajo. Espero que me perdone por eso. Creo que su trabajo es muy bueno, y su aproximación “humanista” me parece un oasis de agua fresca dentro del formalismo de los tecnócratas.
Pa’ comenzar, el tema de los determinismos o mecanicismos. No entendí muy bien en contra de qué ideas o autores está usted. Ese combate no me quedó muy claro. Me vino a la cabeza la idea de los sociobiólogos y de los sicólogos evolutivos de que el comportamiento humano está biológicamente (genéticamente) determinado. Yo no es que esté muy persuadido por ese tipo de determinismos y hay que tratarlos con mucho cuidado (antes me gustaban mucho), pero me parece que es difícil desecharlos a la ligera.
En segundo lugar está la idea de que la historia no tiene leyes, y que por lo tanto no es posible predecir el futuro. Esta idea es, en sí misma, no controversial, pero a veces suena (ver, por ejemplo, p. 10, segundo párrafo) como si usted creyera que la vida y la sociedad tampoco tienen leyes. Esta idea, para un economista, es difícil de tragar. Si la sociedad no tiene leyes, ¿puede haber una comprensión científica de la sociedad? Yo creo que, aunque no es posible predecir el futuro, sí es posible creer en algunas leyes sociales, que son las que permiten el análisis científico de las sociedades. Me parece que es un debate similar al de la evolución. Nadie argumenta que puede predecir el curso de la evolución, pero nadie tampoco, excepto los creacionistas, argumenta que la evolución no tiene leyes. El mérito de Darwin fue identificarlas.
En tercer lugar está la idea de que los valores son contradictorios e inconmensurables. Son contradictorios, sin duda, pero lo de que son inconmensurables es muy cuestionable. Eso, me parece, está relacionado con el teorema de la imposibilidad de Arrow. Para establecer su resultado, Arrow exige que no pueda haber comparabilidad interpersonal de las utilidades individuales, es decir, que las utilidades individuales sean interpersonalmente inconmensurables. Muchos han señalado que esa es una restricción excesiva e innecesaria (por ejemplo Harsanyi). Yo mismo he demostrado que la no comparabilidad es inconsistente, es decir, que usted no puede tener al tiempo no comparabilidad y una función de bienestar social. Así, la no comparabilidad (la inconmensurabilidad) es suficiente para obtener el resultado de Arrow. En otras palabras, si usted sostiene como un axioma que los valores son incomparables, entonces no se puede construir una noción de bien común. A mí me parece que esa es una estrategia equivocada: me parece que uno debe abordar de manera explícita el problema de la conmensurabilidad de los valores. Así lo han hecho los teóricos de juegos preocupados por cuestiones éticas, como Harsanyi o Binmore.
El problema, me parece a mí, es similar al problema clásico de la teoría del valor. ¿Cuál es el valor de unos zapatos, de un carro, de un banano? Ahora dejamos que el mercado resuelva eso, y sumamos zapatos con carros y bananos en el PIB, gracias al valor de cada uno de esos bienes determinado por el mercado. Pero ya sabemos las discusiones que hubo en torno al valor, y al problema de sumar zapatos con carros y bananos. Ahora la pregunta es: ¿cuál es el valor de los valores? ¿Podemos dejar que el mercado defina el valor de los valores? Yo creo que no. Yo creo que el valor de los valores se define en la arena política. ¿Qué sistema político es el más adecuado para valorar los valores? Yo concuerdo con usted en que es la democracia la que debe jugar ese papel. Pero quizás esto no es toda la respuesta. La pregunta clave es: ¿cuáles son los mejores métodos de votación? Arrow hubiera dicho que ninguno, pero Arrow está empezando a ser revaluado. La pregunta crucial es qué sistemas de votación reflejan mejor o peor la “voluntad popular”. La pregunta crucial es sobre la calidad de la democracia. Me parece a mí que lo fundamental es darse cuenta de que el papel del proceso político, un papel que nunca podrán hacer los mercados, es darles un valor a los valores. Y me parece a mí que el valor de la Justicia está subvalorado en Colombia, especialmente por algunos técnicos.
Muchas veces se dice, y usted recoge el argumento, que “la Economía busca la eficiencia y el Derecho la justicia”. Esta es una discusión relacionada con la anterior. Me parece que aquellos que creen que la economía sólo busca la eficiencia (y entre ellos está la mayoría de los estudiantes de los Andes) están totalmente equivocados. Basta recordar los dos teoremas fundamentales de la economía del bienestar. El uno está asociado, sí, con la eficiencia, pero el otro está asociado con la justicia. Arrow hizo mucho daño con el argumento de que no se pueden construir de manera no ambigua funciones de utilidad social, pero hay que recuperar la justicia para la economía. Estoy escribiendo un libro sobre economía política, y uno de los capítulos (cuyo borrador ya está listo) se dedica a estudiar la justicia con los instrumentos formales de la economía. Yo espero que, después de un capítulo de esos, nadie vuelva a decir que la economía es sólo eficiencia.
Tampoco entendí muy bien qué significa que el conocimiento sea teórico.
Veo además que usted forma parte de los historiadores “revisionistas” que, con Eduardo Posada Carbó a la cabeza, quieren refutar que Colombia es un país violento, que la pobreza y la desigualdad es causa de violencia y que la democracia y las instituciones en Colombia son débiles. Simpatizo con cierta parte de ese argumento. No es que seamos violentos por naturaleza, o cosas así; es cierto que la pobreza, por sí sola, no genera violencia; y nuestras instituciones, en el contexto latinoamericano, brillan por su vigor, tanto antes, cuando no fuimos presa de los caudillismos y las dictaduras, como ahora, cuando el régimen político de nuestros vecinos da grima.
Pero de ahí a decir que no ha habido violencia en Colombia, que no hay ninguna relación entre desigualdad y violencia, o que nuestras instituciones son fuertes, hay, creo, un amplio trecho. En particular sí creo que hemos tenido una historia violenta, y que los datos lo confirman. Al menos once guerras civiles en el siglo XIX, y, en el siglo XX, un periodo conocido como La Violencia, y luego la violencia de los 70 para acá. Colombia ha sido violenta, no cabe duda. Además, me parece que nuestra democracia es una democracia muy imperfecta. Me parece que es elitista y excluyente. No podemos olvidar que el Frente Nacional, en efecto, se empezó a acabar con Virgilio Barco. En Colombia los intereses populares nunca han sido verdaderamente representados. Fenómenos como Lucho Garzón o Angelino Garzón en el gobierno son en verdad novísimos. Me parece que los vínculos entre violencia y política en Colombia, sobre todo en el pasado no tan reciente, son manifiestos. Me parece que ese revisionismo histórico tan de moda ahora conduce a posiciones muy conservadoras, en particular en lo que a reforma institucional se refiere.
Tengo problemas también con su hipótesis de que los problemas de nuestro desarrollo son más económicos que políticos en su más profunda naturaleza. En particular, usted argumenta que nuestro modelo hacia dentro fue funesto. Los datos sugieren que el periodo de sustitución de importaciones no fue, en verdad, malo. Ya hubiéramos querido tener en los 80s y 90s los crecimientos de los 50s y 60s. Quizás un cambio de modelo era necesario, pero los últimos 15 años no han sido como para, como dicen los españoles, “tirar cohetes”. En particular, tuvimos la peor recesión de nuestra historia. ¿No es paradójico? ¿No teníamos técnicos capaces de estabilizar la economía? La respuesta fue: “no”. En el pasado, había un adecuado balance entre técnicos y políticos. Carlos Lleras era el epítome del técnico-político. Los 90s impusieron otra moda: la de los técnicos políticamente irresponsables. Carlos Lleras, obviamente, se volvió el símbolo de todo lo malo: el político intervencionista. Los técnicos se inventaron la idea de tener cuentas privadas de pensiones sin cerrar el Seguro Social (el principal lío fiscal de Colombia), la libertad en la cuenta de capitales (que ni Bhagwati, el campeón del libre comercio, defiende), la banda cambiaria (o la idea de que la tasa de cambio estable está por encima del desempeño real), la UPAC vinculada a la DTF (¿cuántas familias no perdieron su hogar?), la idea de subir los intereses cuando la economía se está desacelerando y otras joyas por el estilo. La responsabilidad de los técnicos en la crisis de 1999 todavía no se ha desnudado.
Así que yo no tiendo a favorecer su hipótesis de que fue el modelo económico cerrado el causante de nuestro subdesarrollo. Me parece que fue bueno para su tiempo, y que a las cosas hay que juzgarlas en su contexto histórico. Eso es lo que me parece malo del período de sustitución de importaciones. Me parece que hubo un vínculo muy estrecho entre el poder económico y el poder político. Así, veo nuestro régimen político como perpetuador de privilegios. Nunca se ha gobernado, digamos, contra la Andi o, en su momento, contra la Federación Nacional de Cafeteros. No hay lobby más poderoso en el Congreso que el de Bavaria. Nuestra política está llena de favores personales. No hemos tenido caudillos nacionales, pero a cambio las élites regionales y sus demandas son aún más provincianas. Necesitamos un sistema político que fuerce a los tomadores de decisiones a pensar en el bien nacional. Eso no ha existido. Existen unos intereses locales, particulares, privados. Una política armada así no puede ser buena. Lo que nos ha salvado, relativamente, es que nuestras élites son relativamente ilustradas.
Por último, queda el papel del TLC. Las autoridades están obnubiladas con ese tratado. Y la pregunta es, sin embargo, qué tan bueno es eso. Yo mismo le he dedicado buena parte de mi vida intelectual a entender los efectos del libre comercio. Mi tesis de PhD estuvo en buena parte dedicada a eso, y cuando llegué a los Andes llegué a dictar los cursos avanzados de Economía Internacional. Una pregunta crucial que siempre me pregunté es: “si el comercio internacional es tan bueno, ¿por qué la gran mayoría de los países no lo han adoptado en diversos momentos de su historia?”. La respuesta ortodoxa de la teoría es que los beneficios del comercio no son para todo el mundo: aunque el país gana, hay grupos dentro del país que salen ganando y otros que salen perdiendo. Si los grupos que salen perdiendo son políticamente poderosos, entonces no habrá libre comercio. Es decir, bajo la teoría ortodoxa, el proteccionismo es el resultado de un problema político, que impide que los ganadores compensen a los perdedores. No es casual, por tanto, que muchos de quienes han estudiado este problema (Grossman y Helpman, por ejemplo) hayan terminado haciendo economía política. Yo mismo, guardadas las proporciones, he seguido la misma ruta. En mi tesis de PhD demostré, en un par de papers, que el libre comercio en economías perfectamente competitivas y dinámicas no siempre es bueno. En un caso introduje comercio, no sólo de bienes, sino también de capital, y en el otro introduje producción asimétrica de conocimiento. Este último tema es muy sensible. Las teorías modernas del crecimiento le asignan al conocimiento un papel crucial. Si uno no tiene acceso a él, está en problemas. Los gringos, con razón, argumentan que el conocimiento es un bien público, y que por lo tanto su producción debe ser protegida, porque, de otro modo, el mercado producirá muy poco de él. Sin embargo, su solución a este problema es muy chimba: ellos proponen convertir el conocimiento, que es un bien público, es decir, una falla del mercado, en un monopolio, es decir, otra falla del mercado. Y justo la que no nos beneficia. No es casual que Bhagwati, en su libro “In Defense of Globalization”, tampoco defienda mucho los flujos internacionales de capital y la defensa de los derechos de propiedad intelectual (ver caps. 12 y 13). Sin embargo, el TLC no es sólo un problema de abrir mercados de bienes. Los puntos más sensibles del TLC, a mi juicio, son la protección agrícola unilateral de EU, la propiedad intelectual y el manejo de los flujos de capital. Pero la ortodoxia ordena que debemos tener TLC, no matter what. Me parece una ortodoxia muy ciega. La paradoja es que, si no tenemos TLC, no va a ser por decisión nuestra, sino por decisión de los gringos. La todopoderosa economía norteamericana no quiere aprobar el CAFTA: le tiene miedo a la competencia centroamericana. Y, si no hay CAFTA, no hay TLC. Esa sería una cruel paradoja: que nos quedaríamos sin la procesión y sin el santo, por ser más papistas que el papa.
Me parece a mí que el problema del TLC es, desde el punto de vista de los gringos, un problema de poder: habrá TLC si los gringos quieren que haya. Y desde el punto de vista de los colombianos, el TLC es un ejemplo más del respeto de las oligarquías a la teoría del respice polum o “mirar al polo” de Marco Fidel Suárez. Mejor dicho, nuestra clase dirigente está vendida a EU. Colombia tiene una proporción de su comercio exterior con EU excesivamente grande en comparación con toda América Latina, excluyendo, por obvias razones, México. Excluyendo Irak, Colombia es el tercer receptor de ayuda militar de EU en el mundo. Colombia es el único aliado incondicional que le queda a EU en Sudamérica. En Colombia se libra una lucha contra el narcotráfico diseñada y financiada por EU. En Colombia se echa glifosato si EU quiere que se eche glifosato. Me parece a mí, entonces, que el TLC es la última puntada de un matrimonio feliz entre una clase dirigente obsesionada con EU y una tecnocracia obsesionada con el neoliberalismo.
Yo creo, como usted, que el quiebre que hubo en los 90 hacia la derecha fue importante y necesario. Pero creo también que, dados ciertos resultados económicos y sociales, se nos fue la mano, y ahora tenemos que empezar a recoger ciertas banderas. Un libro que me leí recientemente, y que me impresionó mucho, a pesar de que es, en cierta manera, simplista, es “World on Fire”, un libro de Amy Chua, una profesora de Derecho en Yale. Su argumento es simple: en buena parte del mundo, si usted quiere implantar democracia y capitalismo al tiempo, lo que usted obtiene es inestabilidad y odio. El punto es que no todo el mundo está en las mismas condiciones de aprovechar las ventajas del capitalismo, y cuando el capitalismo crea desigualdades que se pueden expresar en un ambiente democrático, resulta la crisis. Me parece que esa historia general, con matices, resulta adecuada para la Colombia de los 90s y de este siglo: introdujimos más democracia con la Constitución del 91, e introdujimos más competencia capitalista con las reformas económicas. ¿Resultado? Una impresionante ingobernabilidad económica y política, sin notables logros sociales.
Como ve, tengo algunas diferencias con su visión. ¿Qué si me he convertido en un mamerto? Lejos de eso. ¿Qué si me parece terrible su visión? No, ciertamente. Su visión es claramente humanista, y de una perspectiva más amplia que la de muchos tecnócratas. Además, si su posición es: “no hay que hablar gratuitamente mal de Colombia”, esa posición es respetable e importante. No sé si le gusten estos comentarios o no. Sólo puedo decir que están hechos con todo respeto. Su esfuerzo es honesto e importante. Ha sido un placer leerlo.
Cordial saludo,
Daniel
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