Durante la semana pasada el país vivió dos espectáculos noticiosos: las nuevas declaraciones de Fernando Botero Zea sobre el proceso 8.000, y la orden de aseguramiento de seis congresistas, acusados de tener vínculos con el paramilitarismo.
Ambos eventos no son tan distintos como se puede pensar a rimera vista. El proceso 8.000 reveló la influencia corruptora de los dineros del narcotráfico en los más altos niveles de la política colombiana. El escándalo parapolítico está revelando la influencia corruptora del narcoparamilitarismo en los mismos niveles del poder. Es evidente la continuidad del fenómeno: en el pasado, los narcotraficantes financiaban a los políticos, incluso a los de más alto nivel. Esa tolerancia de Colombia con el narcotráfico llegó a su más alto nivel en 1994, cuando estalló el escándalo. Hoy, los narcotraficantes, financian a los paramilitares, que, a su vez, hacen elegir a los políticos. La tolerancia de Colombia con el narcoparamilitarismo está llegando a su más alto nivel hoy, cuando estalla el escándalo. El escándalo no hace sino confirmar lo que ya sabíamos: ¿no nos había advertido ya un jefe paramilitar que las autodefensas tenían un 35 por ciento del Congreso? En ambos casos Colombia sabía del problema y se demoró en actuar. Sólo lo hizo cuando el problema se había salido de toda proporción.
De esas similitudes surge una pregunta inevitable: ¿qué tan responsables son los presidentes en ejercicio durante cada uno de esos dos escándalos? En el caso de Samper, me parece que la respuesta es fácil. Naturalmente, Samper no es responsable del auge del narcotráfico en Colombia, pero sí es responsable de no haberlo puesto en su lugar cuando su influencia llegó a cercarlo a él. Y muy probablemente no fue capaz de ponerlo en su lugar porque tenía rabo de paja. Ya no me importa si Botero dice la verdad cuando ahora, cambiando su versión, dice que Samper y Serpa sí sabían sobre la penetración de los dineros del narcotráfico en la campaña presidencial de 1994. Lo que me importa es que, judicialmente, el expresidente Samper está libre de toda culpa, pero políticamente no. Sin duda la infiltración de dineros del narcotráfico en la campaña presidencial de 1994 y el posterior escándalo que eso generó es una de las causas de que el Partido Liberal haya perdido las elecciones presidenciales en 1998, 2002 y 2006. El liberalismo todavía no ha podido romper convincentemente con el legado de la campaña de 1994. Como lo dijo el expresidente Gaviria, "Al Partido Liberal le hizo mucho daño el proceso 8.000. El liberalismo, en el proceso de depuración de sus costumbres políticas en el cual está comprometido, no puede salir en la defensa política de una interpretación que simplemente tenga como argumento los pronunciamientos judiciales de entonces". Lo dicho: puede que el expresidente Samper no sea jurídicamente responsable en el proceso 8.000, pero sí lo es políticamente.
La pregunta ahora es: ¿pasará lo mismo con el presidente Uribe y el escándalo de la parapolítica? De Uribe hay que decir algo similar a lo que se puede responder de Samper: naturalmente, Uribe no es responsable del auge del paramilitarismo en Colombia (aunque algunos así lo quieran hacer ver), pero sí es responsable de ponerlo en su lugar ahora que su influencia llega a cercarlo a él. Y será capaz de ponerlo en su lugar si no tiene rabo de paja. De lo contrario, es inevitable que también pague un costo político.
A primera vista parece que el debate sobre la parapolítica le hace más daño al gobierno que a la oposición, ya que la gran mayoría de congresistas implicados son uribistas. Sin embargo, el gobierno puede salir fortalecido si deja caer a todos los parapolíticos. El presidente Uribe cometería un error grave si deja creer que el debate contra la parapolítica es un debate contra él, contra su gobierno o contra sus políticas. Me parece que la lógica debe ser simple: si alguien tiene vínculos con los paramilitares, que pague. Por lo mismo, no creo que sea adecuado apoyar lo que algunos ya han pedido: la revocatoria del Congreso, o el acortamiento de su mandato. Aquí lo único que cabe son responsabilidades individuales, no colectivas. Aquí no está mal el Congreso, símbolo máximo de la democracia, sino algunos, quizás muchos, congresistas. Por eso garantizar que la Corte pueda seguir cumpliendo su función con independencia, eficiencia y prontitud es una prioridad para el gobierno y para el país. Y hay que proteger las próximas elecciones regionales, que en todo caso se deben hacer, con las debidas precauciones. Hay que proteger toda la estructura institucional en este episodio.
A pesar de que las responsabilidades son individuales, está bien que la canciller, María Consuelo Araújo, haya dejado el cargo. La mujer del César no sólo tiene que ser honorable, sino también parecerlo. Su renuncia es un gesto gallardo, que le facilita al Presidente cumplir sus funciones, y que le conviene al país.
La influencia del narcotráfico y el paramilitarismo en la vida política nacional son desgracias que nunca se pueden lamentar en demasía. Pero bien se puede decir que es mejor reaccionar tarde que nunca. A pesar de que en el 8.000 quedó la sensación de que no todos los que tenían que pagar pagaron, sí quedó en el ambiente que para Colombia era inaceptable que toda su institucionalidad, del presidente para abajo, quedara comprada por el narcotráfico. En las actuales circunstancias, no se puede esperar sino que pase algo similar, e incluso mejor: que todos los implicados reciban su castigo, y que quede el mensaje claro de que el narcoparamilitarismo puede ganar batallas, pero no la guerra, en la vida institucional del país.
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