Wednesday, December 26, 2007

07-12-26: El propósito igualitario

El desmembramiento de la Unión Soviética y la caída de la Cortina de Hierro han puesto en entredicho el ideal igualitario. Sin embargo, es importante resaltar que este ideal puede estar en retirada, pero no derrotado.

¿Por qué el ideal igualitario es de suma importancia? En un cierto sentido, este ideal no requiere justificación. Locke decía que el estado natural de los hombres es “un estado de igualdad, dentro del cual todo poder y toda jurisdicción son recíprocos, en el que nadie tiene más que otro, puesto que no hay cosa más evidente que el que seres de la misma especie y de idéntico rango, nacidos para participar sin distinción de todas las ventajas de la Naturaleza y para servirse de las mismas facultades, sean también iguales entre ellos, sin subordinación ni sometimiento”. De otra parte, la Declaración de Independencia de los Estados Unidos dice que es una verdad autoevidente que todos los seres humanos somos creados iguales (los énfasis son míos).

Pero, en otro sentido, el ideal igualitario no es evidente para todos, o en todo momento. Por el contrario, las diferencias entre los seres humanos son muchas. Hay hombres, y hay mujeres. Hay ricos, y hay pobres. Hay seres humanos de diversas nacionalidades y culturas. Los talentos están distribuidos entre los seres humanos de muy diversa manera: hay hábiles para los negocios, o para la ciencia, o para el arte, o para el comercio. Hay muchas dimensiones en las cuales los seres humanos son diferentes. Puede decirse, incluso, corriendo muchos riesgos, que las diferencias humanas están basadas en la biología. En efecto, la teoría de la evolución nos enseña que existen diferencias entre los individuos de una especie, diferencias que ayudan a explicar la evolución misma: aquellos individuos mejor adaptados al ambiente tendrán mayores probabilidades de sobrevivir y reproducirse, haciendo que, a la larga, la especie en conjunto parezca “adaptada” para vivir en el ambiente dado.

Sin embargo, la diferenciación biológica es una mala base para justificar, desde un punto de vista moral, las diferencias entre los seres humanos. Desde hace tiempo se ha desenmascarado la “falacia naturalística”, que consiste en derivar juicios sobre el deber ser de las cosas a partir de la observación de las cosas como son. En otras palabras, no se puede decir que “lo que es es como debe ser”. Además, así como la biología puede ser usada para resaltar la diferenciación entre los miembros de una especie, también puede ser usada para resaltar la igualdad entre los mismos. Al fin y al cabo, los miembros de una especie se definen por sus similitudes, que incluyen, entre otras cosas, la facultad de reproducirse entre sí. La biología nos enseña que, más allá de ciertas diferencias superficiales, todos los seres humanos somos esencialmente iguales (y que somos mucho menos distintos de otros animales de lo que quizás nos gustaría ser).

En síntesis, se puede decir que los seres humanos, en un cierto sentido, son iguales y, en otro sentido, son distintos. Por lo tanto, el ideal igualitario tiene que ser cualificado y precisado. La organización social tiene que reconocer y exaltar tanto las similitudes como las diferencias humanas. La organización social tiene que proveer el espacio para que cada individuo pueda desarrollar al máximo sus individualidades, pero también respetar la dignidad connatural a toda la condición humana. El ideal igualitario no puede tratar de igualar a los seres humanos allí donde son distintos: simplemente debe tratar de reconocer la dignidad que asiste a todos los seres humanos sin distinción.

En últimas, la opción a favor del ideal igualitario es una opción moral. Es la opción que pone por encima de cualquier otra consideración la noción de que todos los seres humanos somos esencialmente iguales en nuestra dignidad. Esto no tiene por qué reñir con la libertad que debe otorgársele a cada ser humano para que desarrolle su proyecto de vida personal de la manera más autónoma posible.

No cabe duda de que el progreso de la democracia es el progreso del ideal igualitario. Preservar la democracia es preservar un espacio de toma de decisiones colectivas donde todos los individuos “valen lo mismo”. Este valor igual se resume en la máxima “un individuo, un voto”. Sin embargo, el avance de la democracia política no es suficiente para desarrollar plenamente el ideal igualitario. Éste se ve especialmente amenazado por las desigualdades económicas y en términos de poder que existen entre los seres humanos. Si uno entiende que una democracia perfecta es aquella donde se realiza plenamente el ideal igualitario, entonces es forzoso admitir que las democracias reales que tenemos en la actualidad son muy imperfectas. Si uno entiende que la democracia sólo provee un espacio para la igualdad política, pero no necesariamente para la igualdad económica, entonces la democracia es necesaria, pero no suficiente, para promover el ideal igualitario.

Una noción clave es que existe un vínculo entre la falta de igualdad política y la falta de igualdad económica, porque la desigualdad económica se traduce en desigualdad en la distribución de poder. Usualmente, los más poderosos son los más ricos. Usualmente, los ricos avanzan más que los pobres en obtener lo que quieren. Y usualmente el ejercicio del poder en un contexto de mala distribución del mismo no se hace de manera benigna; todo lo contrario: usualmente se hace de manera despiadada y brutal, o, como escribió Marx en El capital, refiriéndose a la acumulación originaria, “con trazos de sangre y fuego”.

Por lo tanto, una tarea esencial del ideal igualitario es eliminar, o por lo menos reducir a “sus justas proporciones” la desigualdad económica. Esta tarea es extremadamente compleja por al menos dos razones. La primera es que es supremamente difícil separar la “mala” desigualdad económica de la “buena”. En otras palabras, es difícil saber hasta qué punto reconocer en el ámbito económico las diferencias de talentos y habilidades que tienen los seres humanos significa comprometer el propósito igualitario. Shakira es mucho mejor cantante y compositora que yo, pero ¿eso significa que ella debe ser mucho más rica que yo?

La segunda razón es que quizás no entendemos muy bien las causas de la desigualdad económica, y cuando actuamos sobre un fenómeno cuyas causas no entendemos muy bien usualmente no obtenemos los efectos deseados. En este sentido, se requiere un conocimiento científico de las causas de la desigualdad económica.

El socialismo marxista se arrogó la cualidad de ser un socialismo científico. Marx y Engels fueron enfáticos en distinguir su socialismo, que denominaban “científico”, del socialismo de otros, que denominaban “utópico” (ver, por ejemplo, el panfleto de Engels denominado “Del socialismo utópico al socialismo científico”).

Sin embargo, no es conveniente confundir a priori el ideal igualitario con el socialismo, y mucho menos con el socialismo marxista. La razón, me parece a mí, es que el socialismo no ha dejado de ser utópico. El problema es que el ideal de igualdad compromete tanto las emociones de algunos seres humanos que les nubla su capacidad de análisis racional, de modo que muchas de las propuestas igualitaristas que se hacen simplemente producen una sociedad inviable, tal como lo demostró la caída de la Unión Soviética y la Cortina de Hierro. Por lo tanto, el primer deber de un igualitario es tratar de cerciorarse de que sus propias propuestas no son una utopía. O la sociedad igualitaria es un equilibrio social, o no será. En otras palabras, la discusión sobre el igualitarismo también tiene que darse en el plano conservador de lo que se puede, y no solamente en el plano transformador de lo que se quiere. El problema es encontrar, si esto no es una contradicción en términos, una utopía posible.

Hay muchos niveles en los cuales el socialismo real ha estado equivocado. Voy a referirme sólo a cuatro: (1) la naturaleza humana, (2) el uso de la violencia, (3) la responsabilidad individual, y (4) el mercado. Algunos de esos errores no han sido plenamente superados, de modo que aún siguen frenando el avance del ideal igualitario.

Con respecto a la naturaleza humana, hay en los socialistas una cierta tendencia a idealizar la naturaleza humana. Los socialistas ven un comportamiento egoísta generalizado en todo el mundo, pero lo atribuyen, erróneamente, a la naturaleza del capitalismo, y no a la naturaleza humana.

Marx y Engels escribieron en una frase del Manifiesto del partido comunista que la burguesía no deja “subsistir otro vínculo entre los hombres que el frío interés, el cruel ‘pago al contado’ ”, y, en otra frase, que su “despotismo es tanto más mezquino, odioso y exasperante, cuanto mayor es la franqueza con que proclama que no tiene otro fin que el lucro”. En un texto más reciente (Razones para el socialismo, de 2001), Gargarella y Ovejero escriben que “Es importante saber que la izquierda no puede considerar como buena sociedad aquella en la que el vínculo entre la gente no es otro que la codicia, el miedo o el simple cálculo de intereses”.

Los socialistas creen que, en una sociedad socialista, a diferencia de la sociedad capitalista, primarán valores de generosidad y solidaridad. Aunque es bien posible que, en un adecuado entorno institucional, no florezcan con frecuencia las peores facetas de la naturaleza humana, ningún arreglo institucional debe ignorar que esas facetas están ahí, y que, dadas unas circunstancias adecuadas, florecerán. Cómo caracterizar al ser humano siempre ha sido una fuente de debate en las ciencias sociales, pero diseñar instituciones sociales bajo el criterio romántico de que “el hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe” es una invitación al desastre. Ciertamente el ser humano no es incapaz de motivaciones nobles y actos elevados, pero, para la ingeniería social, es mejor partir de que el ser humano tampoco es ajeno al egoísmo y a la insensibilidad. Como lo tuvieron absolutamente claro los Padres Fundadores de Estados Unidos, el diseño de una Constitución y de un gobierno para una sociedad no es más que una profunda reflexión sobre la naturaleza humana.

Con respecto al uso de la violencia, hay en los socialistas una tendencia a legitimarla. La lógica es que, dado que el poder usualmente se manifiesta de manera violenta, es correcto derrocarlo de forma violenta. Para ser justos, esa tendencia es sólo de algunos socialistas, pero, infortunadamente, dentro de éstos se cuentan algunos muy influyentes. Para no ir muy lejos, en el último párrafo del Manifiesto del partido comunista de Marx y Engels se lee que “[los comunistas] proclaman abiertamente que sus objetivos sólo pueden ser alcanzados derrocando por la violencia todo el orden social existente”. Muchos, desgraciadamente, han tomado esta idea en serio, como lo atestigua la existencia de las guerrillas colombianas. Otros, como el Mahatma Gandhi, preconizaron una vía al socialismo marcada por la no violencia, pero, mientras que su liderazgo moral es un faro de luz en la oscuridad, su impacto práctico parece más limitado: se debe recordar que Gandhi, irónicamente, murió asesinado.

Con respecto a la responsabilidad individual, los socialistas creen que el trabajo de los seres humanos y la satisfacción de sus necesidades pueden estar desvinculados. Mientras la Biblia explica que el ser humano está condenado a “ganarse el pan con el sudor de la frente”, es decir, que tú no podrás comer pan si no trabajas, Marx, en su Crítica del programa de Gotha, señaló que en el comunismo se cumplirá eso de que “de cada cual, según sus capacidades; a cada cual, según sus necesidades”, es decir, que las necesidades humanas deben ser cubiertas simplemente porque son meritorias, o que el individuo no tiene ninguna responsabilidad en la provisión de los bienes y servicios que satisfacen sus propias necesidades.

La cita completa de la frase de Marx es: “En una fase superior de la sociedad comunista, cuando haya desaparecido la subordinación esclavizadora de los individuos a la división del trabajo, y con ella, el contraste entre el trabajo intelectual y el trabajo manual; cuando el trabajo no sea solamente un medio de vida, sino la primera necesidad vital; cuando, con el desarrollo de los individuos en todos sus aspectos, crezcan también las fuerzas productivas y corran a chorro lleno los manantiales de la riqueza colectiva, sólo entonces podrá rebasarse totalmente el estrecho horizonte del derecho burgués y la sociedad podrá escribir en sus banderas: ¡De cada cual, según sus capacidades; a cada cual, según sus necesidades!”.

Claramente Marx se refiere a una utopía, la utopía comunista, donde corren “a chorro lleno los manantiales de la riqueza colectiva”. No ha sido el socialismo el que nos ha acercado a esa utopía, sino el capitalismo. Y estar cerca de ella no produce una bonita visión: por una parte, muchos individuos no han logrado liberarse de un trabajo esclavizante, y por otra, el consumismo que viene asociado con los manantiales de la riqueza colectiva no necesariamente ha hecho mejores a los seres humanos. El consumismo no nos ha vuelto a todos Platón o San Alberto Magno, pero sí nos ha invadido de gente como Britney Spears o Paris Hilton. Por ahora, la sociedad en que unos robots hagan todo el trabajo, y nosotros, los seres humanos, satisfagamos nuestras necesidades sin hacer ninguno, no es más que una utopía, que, por lo demás, tampoco está claro que vaya a ser una utopía comunista o, más bien, capitalista.

Por lo tanto, basta ya de pensar en utopías y pongamos de nuevo los pies en el mundo real. La satisfacción de las necesidades humanas no puede estar desvinculada del trabajo, y este vínculo tiene que establecerse en el plano personal: mi bienestar depende, en primerísimo lugar, de mi esfuerzo personal. No creo que ningún sistema social pueda ser exitoso mientras ponga de lado esta noción básica de responsabilidad individual.

Los socialistas, sin embargo, siguen proponiendo, una y otra vez, ideas que ignoran esta noción elemental. Un ejemplo muy ilustrativo es la propuesta del “ingreso básico universal incondicional”, que se ha venido repitiendo en diversos contextos. Eric Olin Wright la explica de la siguiente manera: “la idea básica es muy simple: cada ciudadano recibe mensualmente una suma de dinero, digamos un 125% de la ‘línea de pobreza’, suficiente para satisfacer un estándar de vida respetable según parámetros culturales definidos. La recepción del ingreso no se encuentra condicionada a la realización de ningún trabajo o contribución y es, además, universal: por su calidad de ciudadanos, todos tienen derecho a la suma estipulada” (énfasis en el original).

(Como una pequeña digresión, la idea del ingreso básico universal me gusta, siempre que no sea incondicional: me parece que el ingreso básico universal debe estar condicionado a que la gente trabaje en un trabajo productivo).

Polemizar con los socialistas que siguen creyendo que es posible una sociedad donde los individuos no tienen que trabajar para ganarse la vida me obliga, sin embargo, a considerar a aquellos individuos que, en el mundo real, sí pueden cubrir sus necesidades, no con su trabajo, sino con su propiedad. Al respecto, se podría decir que el verdadero socialismo debería preocuparse por que la gente se ganara la vida con su trabajo, y sólo con su trabajo. Me parece que esta es la nuez del asunto. ¿Es la propiedad privada del capital que ocurre en el capitalismo la principal causa de la desigualdad económica? Si sí, ¿es su abolición una justa aspiración igualitaria, o es, simplemente, otro propósito utópico que ignora la importancia de la propiedad para el funcionamiento de los mercados?

Esto me da pie para tratar el último tema: los mercados. Los socialistas tienden a desconfiar de ellos. Gerald A. Cohen escribe que “Todo mercado, aun un mercado socialista, es un sistema depredador”. Los socialistas (1) sospechan de las “presuposiciones motivacionales normales” de los mercados; (2) sospechan de sus consecuencias distributivas; (3) en consecuencia, creen que los mercados son una institución típica del capitalismo; y (4), por lo tanto, prefieren el imperio del Estado al imperio de los mercados.

Yo creo que, con respecto a los mercados, los socialistas están equivocados en esos cuatro niveles. El primero no es más que una reiteración de su confusión sobre la naturaleza humana. Cohen quiere oponer el principio de comunidad al principio de mercado. Dice el autor que “Por ‘comunidad’ entiendo aquí el principio negador del mercado según el cual yo presto un servicio no por lo que pueda obtener haciéndolo sino porque usted lo necesita”.

Cohen admite que: “el problema principal con que se enfrenta el ideal socialista es que no sabemos cómo diseñar la maquinaria que lo haría funcionar. Nuestro problema no es, primordialmente, el egoísmo humano, sino nuestra carencia de una tecnología organizacional apropiada: nuestro problema es un problema de diseño” (con énfasis en el original).

Es decir, según él, el problema no es la naturaleza humana, sino nuestra ignorancia sobre cómo diseñar unas instituciones sobre la naturaleza humana que realmente operen. Pero, como admite el mismo autor, “Nuestro problema es que, aunque sabemos cómo hacer funcionar un sistema económico sobre la base del egoísmo, no sabemos cómo hacerlo funcionar sobre la base de la generosidad”. Es decir, hemos resuelto la parte difícil del problema, pero no la fácil. Esto es curioso. Si realmente fuéramos generosos, ¿no sería muy fácil que la sociedad funcionara bajo ese principio?

Cohen termina admitiendo que “La aspiración socialista es extender el ideal de comunidad a toda nuestra vida económica. Como ya lo he reconocido, ahora sabemos que no sabemos cómo hacerlo y muchos piensan que ahora sabemos que es imposible hacerlo”. Yo concuerdo con Cohen en esto último, pero no porque sea un problema técnico que no hemos resuelto. Es porque los mercados son una institución más acorde con la naturaleza humana, tal como Adam Smith lo apreció con claridad. Smith vio que el egoísmo estimula la propensión al cambio; que la propensión al cambio conduce a la división del trabajo; y que, una vez implantada esta última, el hombre vive en un régimen de intercambio.

El segundo temor de los socialistas surge de las “consecuencias distributivas” de los mercados. Es decir, que en el intercambio hay ganadores y perdedores. Sin embargo, el milagro de los mercados es que el intercambio es un juego de suma positiva: ambas partes salen ganando. Es cierto que bajo el capitalismo hay ricos y pobres, pero esta es una propiedad del capitalismo, no de los mercados. Las “consecuencias distributivas” de los mercados no son de éstos per se, sino de las convenciones culturales y sociales que determinan la repartición del excedente económico bajo el capitalismo. El punto crítico es que, bajo el capitalismo, no es el trabajo el que se apropia del excedente económico, sino el capital. Este es el punto que requiere toda la atención.

En tercer lugar, los mercados no son una institución típica del capitalismo, sino previa a él, y presumiblemente es una institución que sobrevivirá en una sociedad verdaderamente igualitaria. Adam Smith decía que la naturaleza humana muestra una “cierta propensión” a “permutar, cambiar y negociar una cosa por otra”. Los mercados son una cosa distinta del capitalismo, y quienes quieren derrocar los mercados junto con el capitalismo quieren botar el bebé junto con el agua sucia de la bañera.

En cuarto lugar, incluso si fuese cierto que los mercados son una institución imperfecta, no se sigue que el Estado es una institución mejor que los mercados. No está claro que el Estado promueva más la eficiencia que los mercados. Además, el Estado tiene un poder de coerción que, desatado, es una amenaza a la libertad. Es cierto que la coerción es necesaria para promover la equidad, pero sólo cuando se parte de situaciones de eficiencia. Cuando el mundo es ineficiente, y el nuestro seguramente lo es, es posible imaginar políticas que promueven simultáneamente la eficiencia y la equidad. El ideal igualitario no tiene por qué ser necesariamente estatizador. Hay una cierta belleza en la noción de una izquierda anarquista. No me gusta ninguna dictadura, incluida la dictadura resentida y vengativa del proletariado. El ideal igualitario tiene que florecer en libertad, y su fortaleza tiene que surgir de su superioridad moral, no de la fuerza muchas veces arbitraria del Estado.

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