Cuando estaba en el colegio, mis profesores me recordaban que los seres vivos nacen, crecen, se reproducen y mueren. Esos cuatro episodios en la vida de los seres humanos se convierten en puntos cenitales. ¿Quién no dice que el nacimiento de un niño, o la conversión de un niño en adulto, o tener un hijo, o morir, son de las cosas más importantes de la experiencia humana? Más tarde, cuando estudié algo de la teoría de la evolución, aprendí que lo clave para la teoría de la selección natural era sobrevivir y reproducirse. Quien no alcanza a sobrevivir y reproducirse no cuenta para la selección natural.
La reproducción, pues, juega un papel muy importante en la vida. La sicología y la cultura humanas reconocen ese hecho. Los seres humanos piensan mucho en el sexo y en los dramas asociados con formar una pareja. Desde Romeo y Julieta hasta Betty la fea, mucha actividad artística se concentra en ese tema. De otra parte, las sociedades desarrollan un complejo conjunto de normas para regular la formación de las parejas. El vestido más célebre que uno se pone probablemente en toda la vida es el vestido del matrimonio. La reproducción no es, pues, un tema que tomamos a la ligera.
Lo que me parece interesante de la reproducción es la compleja sicología que, montada sobre ese tema, se ha desarrollado en los seres humanos. Si el asunto es de reproducción, ¿por qué los seres humanos no se aparean y ya? ¿Por qué tienen que enamorarse? El sentimiento del amor puede llegar hasta el éxtasis y el arrebato, hasta la sensación de que la vida no vale nada sin la figura de la persona amada.
Debe haber buenas razones evolutivas para explicar por qué eso es así, así como buenas razones neurocientíficas para explicar qué pasa dentro de nuestros cerebros cuando nos sentimos enamorados. Sin embargo, lo único que quiero resaltar aquí es que la experiencia del amor es una experiencia sublime para los seres humanos. Qué rico es amar, y ser amado. Y no me refiero sólo a esa experiencia del amor romántico, que uno tiende a sentir más cuando está joven. Me refiero también a esa experiencia del amor maduro, más cerebral, si se quiere, pero también más trascendente y más sólida. Qué rico es ver a un joven enamorado, sintiendo un amor apasionado, así sea que, por su propia pasión, ese amor se consuma más rápido que una vela de cebo. Y qué rico es ver a una persona que ha aprendido a amar sin pasión y sin condiciones, con un amor tranquilo, maduro, imperturbable, eterno. En su expresión más sublime, el amor se desprende del sexo y la reproducción, y uno puede llegar a dirigirlo a todos los seres humanos.
Yo no sé si sin amor no hay nada. Pero sí sé que una vida sin amor es mucho menos rica que una vida con amor abundante. El amor se refuerza a sí mismo: el más amable, el más amado, es el que más ama. Y uno tiene que aprender a darlo y a recibirlo. Y quizás tiene que aprender a darlo a distintas personas de distintas maneras. Uno tiene que aprender a dar un amor que no agobie sino que alivie, que no pese sino que conforte. Qué odioso es el amor posesivo, el que encarcela, el que no deja libre. Yo creo que uno nunca termina de aprender a amar. Por eso creo que el amor más hermoso no es el amor a primera vista, sino el amor que se construye, a pesar de las dificultades. Por eso me parece que el tiempo verbal correcto del amor no es el presente ("amo"), sino el presente perfecto indicativo, como lo conjuga el poeta ("he amado").
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