Está bien, está bien: si eso es lo que quieren, hablemos de ese tema tan "popular" que es la Segunda Ley de la Termodinámica (SLT). Advierto que no sé mucho de esas cosas. Hablo como un lego de ellas.
Entiendo que lo que dice la SLT es que, en un sistema cerrado, el calor se mueve en un solo sentido: de lo más caliente a lo menos caliente. Por ejemplo, suponga dos habitaciones adjuntas pero divididas por una pared removible. Si dejo una de las habitaciones a temperatura ambiente y caliento la otra, y luego remuevo la pared que divide las dos habitaciones, lo que pasará (lo único que puede pasar) es que la habitación caliente se enfríe y la habitación fría se caliente.
Esa unidireccionalidad del calor implica el principio de la entropía, que, en términos generales, señala que ningún sistema cerrado se mueve espontáneamente en el sentido del orden. Todo sistema tiende, de manera espontánea, a desordenarse (enfriarse), no a ordenarse (calentarse). Una ilustración intuitiva del principio de la entropía es que, si yo arrojo un vaso de vidrio al piso, se convertirá en un conjunto de pedazos de vidrio, pero, si recojo esos pedazos y los lanzo al piso, jamás se convertirán en un vaso (los físicos perdonarán la precariedad de mis explicaciones de los fenómenos que ellos tratan).
¿Por qué me importa la SLT? Porque me parece evidente que hay algunos sistemas que han tendido al orden, no al desorden. Considere la vida, por ejemplo. Se calcula que el Universo tiene unos 14.000 millones de años, y que la vida en la Tierra tiene unos 4.000 millones de años. Durante unos 10.000 millones de años, no hubo vida en la Tierra (entre otras razones porque no había Tierra. Se estima que ésta se creó hace unos 4.500 millones de años). Las primeras formas de vida fueron muy simples. Pero la vida ha evolucionado, y ahora las formas de vida son muy complejas y no cesan de maravillar. ¿Cómo no sentirse maravillado frente a un oso polar, un tigre de Bengala o un ser humano?
Otro ejemplo de organización “espontánea” me parece que tiene que ver con la vida social. Es evidente que la organización socio-económica se ha vuelto cada vez más compleja con el tiempo. En una sociedad moderna hay Estados muy elaborados, mercados para muy diversos bienes y servicios, y ciudades que requieren sistemas de transporte, acueductos y alcantarillados y servicios de policía y de bomberos, para solo mencionar unas pocas cosas.
El punto es que la vida, y la vida humana en sociedad, se han movido en el sentido del orden y la complejidad, al parecer en contra de lo que sostiene el principio de la entropía. Este tipo de anomalías realmente no contradice el principio de la entropía, porque éste solo aplica para sistemas cerrados. Pero la vida en la Tierra no es un sistema cerrado, ya que la Tierra recibe calor del sol, y los seres humanos extraen energía del agua, de los combustibles fósiles e incluso de fuentes nucleares. De manera general, la única forma de ordenar (calentar) un sistema que tiende a desordenarse (enfriarse) es introducirle desde afuera una fuente de energía.
Considere mi apartamento, por ejemplo. Vivo solo en un apartamento de unos 100 metros cuadrados. Cuento con una empleada, María, que viene dos días por semana, los martes y los jueves, para ayudarme en las tareas domésticas. Cuando ella se va los jueves el apartamento queda impecable. Cuando llega los martes está hecho un desastre. Me parece que mi apartamento (sobre todo entre los jueves y los martes) es un buen ejemplo del principio de la entropía, y que María es un buen ejemplo de la energía que hay que meterle a mi apartamento para que no impere el desorden.
Vuelvo a preguntar: ¿por qué me interesa la SLT? Por dos razones: primero, porque me impresiona la cantidad de energía que hay que meterle a un sistema para mantenerlo en orden, y segundo, porque, a la larga, seremos vencidos por la entropía.
Consideremos la primera razón: si usted quiere ordenar algo, tal como lo demuestra María, hay que meterle mucha energía a un sistema que, por sí solo, tiende a desorganizarse. Uno puede incluso medir el grado de desarrollo de un país a través del nivel de energía que consume. Hay una foto, muy interesante, que mira el mundo de noche. Se ve la luz que emiten todas las regiones del mundo de noche (ver, por ejemplo, http://img92.imageshack.us/i/MapaMundi.jpg/).
Estados Unidos, Europa y Japón se ven muy iluminadas. América Latina y, sobre todo, África se ven muy oscuras (el economista Paul Romer usó esa foto en su Ted Talk para notar los contrastes entre República Dominicana y Haití, y entre Corea del Norte y Corea del Sur: ver la página http://www.ted.com/talks/lang/eng/paul_romer.html). La lección es clara: los países ricos usan mucha energía. A la luz del principio de la entropía, esta observación es obvia: uno no puede ordenar una sociedad si no absorbe previamente mucha energía. Me parece que esta observación simple implica lecciones profundas.
Consideremos ahora la segunda: en el largo plazo, vencerá la entropía. En el largo plazo, las fuentes de energía que alimentan el orden en un sistema se agotarán, y entonces prevalecerá el desorden en ese sistema. El sol no brillará para siempre, y entonces la vida, y la vida humana en sociedades complejas, no será posible en la Tierra. Pero a escalas menores ocurre lo mismo. Realmente no estoy muy seguro de que el ciclo de vida de un individuo se pueda explicar bien por el principio de la entropía, pero es claro cómo un niño va absorbiendo mucha energía para crecer y desarrollar sus capacidades, hasta llegar a un punto de plenitud, a partir del cual solo le espera la decadencia. En su vejez, quizás no pueda valerse por sí solo, y sus gastos en salud sumarán lo que no sumaron en toda su vida.
Para mantener la vida, quizás no es eficiente mantener con vida a los individuos. Quizás el ser humano como especie tenga una larga vida, pero cada ser humano individual tiene un ciclo de vida que es en verdad muy corto (me es fácil pensar en muchos ídolos de mi infancia que ahora están o muy viejos o muertos): como individuos, todos somos desechables, pero, como especie, un imperativo vital es reproducirnos, de modo tal que, aunque en un futuro no estaremos como individuos, tal vez podamos contar con que nuestra especie sí estará. El mensaje aquí es que, como individuos, nuestra victoria sobre la entropía es solo temporal. Al final nos espera la muerte y la corrupción corporal. Al final, como nos recuerdan los sacerdotes católicos al comenzar la Cuaresma, polvo somos y en polvo nos convertiremos.
De modo, pues, que ahora puedo llegar a donde quería hacerlo. Ahora puedo dar una definición sobre la vida. ¿Qué es la vida? Una lucha constante contra la entropía. Es una lucha individual, que estamos destinados a perder, pero es también una lucha colectiva, que no sabemos si ganaremos. La pregunta es: ¿por qué tomarse la molestia? Bien, no deja de ser hermoso el grado de orden que podemos robarle, así sea por un instante, al Universo. Uno no puede ver a un tigre de Bengala sin dejar de sentirse maravillado por lo hermoso que es ese animal. Uno no puede dejar de ver La creación de Adán, de Miguel Ángel, sin maravillarse por lo que pudo crear ese ser humano que hoy está muerto y podrido. Yo no sé si el tigre de Bengala estará ahí para siempre. Al parecer no. Ya está al borde de la extinción, pero yo tuve la suerte de ver uno, así fuera en un zoológico. Yo no sé si La creación de Adán esté ahí para siempre. Quizás en algún momento la derrote el desastre o el abandono. Yo vi los frescos de Giotto en la iglesia de Asís antes de que un terremoto los destrozara, pero ya no están (no sé en qué estado esté su restauración, si es que ese proceso se ha acometido).
En fin, estamos vivos para crear, o por lo menos apreciar, el orden y la belleza, así sea por un instante. Ese es nuestro destino, nuestra razón de ser. Es por eso que me interesa la SLT. Porque me recuerda el sentido de mi vida.
Wednesday, June 2, 2010
Monday, May 31, 2010
10-05-31: Reflexiones sobre las elecciones
En las elecciones presidenciales de ayer pasó, más o menos, lo que se esperaba: que Santos y Mockus pasaran a segunda vuelta, y que se quemaran otros tres o cuatro buenos candidatos. Pero también pasaron cosas no esperadas: Santos ganó contundentemente, tanto que casi logra ganar en la primera vuelta. Esto hace que la idea de que Mockus pueda ganar en segunda vuelta parezca ilusoria. A mi modo de ver, no hay que esperar a ella para saber que el próximo presidente de Colombia se llama Juan Manuel Santos.
Es una escogencia consistente con lo que el país ha sido en los últimos ocho años, y, en contra de lo que pueda pensar el fanatismo verde, no es una mala escogencia. Aunque ayer no solo ganó Santos, sino también Uribe, Santos tiene la personalidad suficiente para no ser una marioneta de Uribe. Y, francamente, yo no creo que vaya a hacer un mal gobierno. El país no se deshará en sus manos. Nadie mejor para ponerle punto final a la seguridad democrática, la economía quedará en manos capaces, y el Gobierno tendrá un Congreso amigo. La única dificultad manifiesta de Santos (fuera de su oratoria, que no es capaz de inflamar los corazones) es la recomposición de las relaciones con los vecinos, pero aquí, admitámoslo, el problema no es Santos, sino los vecinos.
Lo que pasa es que la ola de esperanza que alcanzó a levantar Mockus es muy significativa. Bien lo dijo Vargas Lleras en sus palabras de reconocimiento de la derrota: los votos de Mockus son un mensaje que no se puede desoír. Alrededor de Mockus se construyó una opción distinta, que habla de cómo Colombia se ve hacia el futuro: como un país civilizado, sin guerra, educado, sin corrupción, respetuoso de la ley, justo. El sueño verde es el sueño correcto. Por ahora el realismo le ganó a la esperanza, pero esperemos que Santos sepa hacer una transición ordenada de lo que somos hacia lo que queremos. Los mockusistas ven a Santos como la continuación del miedo, la politiquería, la corrupción y los privilegios, pero ese es un retrato en buena parte injusto. Pasar de Uribe a Mockus hubiera sido una muestra de independencia democrática de enorme significado, pero la voz del pueblo, que es la voz de Dios, nos ha dicho que hay que permanecer con los pies sobre la tierra.
Es un lugar común decirlo, pero Colombia sale enaltecida con estas elecciones. Se lucharon con altura, y los seis candidatos principales eran todos muy buenos. A algunos los votos no les hicieron justicia. Ya quisieran otros países tener un ramillete de candidatos tan selecto. Con cualquiera que ganara, el país no estaría escogiendo mal. El uribismo se hizo respetar, pero de la mejor manera posible para la institucionalidad del país: sin Uribe. El Partido Verde y Vargas Lleras se consolidan como opciones para el futuro. Petro obtuvo un resultado respetable para la izquierda, que todavía tiene mucho camino por recorrer, pero que, si hace las cosas bien, se puede consolidar como una opción de poder, cosa que hoy no es. En cambio, los partidos tradicionales dan un poquito de pesar. Tendrán que reinventarse si no quieren desaparecer. Ojalá oigan el mensaje.
Colombia tiene muchos problemas, pero también tiene un futuro brillante. Hoy muchos verdes pueden estar decepcionados, pero lo cierto es que la senda hacia el progreso no se ha detenido. Colombia escogió con claridad y con prudencia. A pesar de que el voto de uno no haya ganado en las elecciones, creo que hay razones para sentirse orgulloso del país y de su democracia.
Es una escogencia consistente con lo que el país ha sido en los últimos ocho años, y, en contra de lo que pueda pensar el fanatismo verde, no es una mala escogencia. Aunque ayer no solo ganó Santos, sino también Uribe, Santos tiene la personalidad suficiente para no ser una marioneta de Uribe. Y, francamente, yo no creo que vaya a hacer un mal gobierno. El país no se deshará en sus manos. Nadie mejor para ponerle punto final a la seguridad democrática, la economía quedará en manos capaces, y el Gobierno tendrá un Congreso amigo. La única dificultad manifiesta de Santos (fuera de su oratoria, que no es capaz de inflamar los corazones) es la recomposición de las relaciones con los vecinos, pero aquí, admitámoslo, el problema no es Santos, sino los vecinos.
Lo que pasa es que la ola de esperanza que alcanzó a levantar Mockus es muy significativa. Bien lo dijo Vargas Lleras en sus palabras de reconocimiento de la derrota: los votos de Mockus son un mensaje que no se puede desoír. Alrededor de Mockus se construyó una opción distinta, que habla de cómo Colombia se ve hacia el futuro: como un país civilizado, sin guerra, educado, sin corrupción, respetuoso de la ley, justo. El sueño verde es el sueño correcto. Por ahora el realismo le ganó a la esperanza, pero esperemos que Santos sepa hacer una transición ordenada de lo que somos hacia lo que queremos. Los mockusistas ven a Santos como la continuación del miedo, la politiquería, la corrupción y los privilegios, pero ese es un retrato en buena parte injusto. Pasar de Uribe a Mockus hubiera sido una muestra de independencia democrática de enorme significado, pero la voz del pueblo, que es la voz de Dios, nos ha dicho que hay que permanecer con los pies sobre la tierra.
Es un lugar común decirlo, pero Colombia sale enaltecida con estas elecciones. Se lucharon con altura, y los seis candidatos principales eran todos muy buenos. A algunos los votos no les hicieron justicia. Ya quisieran otros países tener un ramillete de candidatos tan selecto. Con cualquiera que ganara, el país no estaría escogiendo mal. El uribismo se hizo respetar, pero de la mejor manera posible para la institucionalidad del país: sin Uribe. El Partido Verde y Vargas Lleras se consolidan como opciones para el futuro. Petro obtuvo un resultado respetable para la izquierda, que todavía tiene mucho camino por recorrer, pero que, si hace las cosas bien, se puede consolidar como una opción de poder, cosa que hoy no es. En cambio, los partidos tradicionales dan un poquito de pesar. Tendrán que reinventarse si no quieren desaparecer. Ojalá oigan el mensaje.
Colombia tiene muchos problemas, pero también tiene un futuro brillante. Hoy muchos verdes pueden estar decepcionados, pero lo cierto es que la senda hacia el progreso no se ha detenido. Colombia escogió con claridad y con prudencia. A pesar de que el voto de uno no haya ganado en las elecciones, creo que hay razones para sentirse orgulloso del país y de su democracia.
Saturday, May 1, 2010
10-05-01: A propósito de un bicentenario
Colombia se apresta a cumplir 200 años de vida independiente. Quizás uno deba empezar por preguntarse si esta debe ser una ocasión para celebrar. Cuando se cumplieron los 500 años del descubrimiento de América, en 1992, muchos dudaban de que hubiera ocasión para la celebración. Desde un punto de vista que podemos llamar “indigenista”, algunos se preguntaron cómo se puede celebrar el aniversario de la invasión de Europa a América.
Yo no compartí ese punto de vista. Todo lo que soy es producto del encuentro, brutal a veces, entre Europa y América. El “descubrimiento” de América añadió un “Nuevo Mundo” al planeta, con toda la carga de esperanza que esa novedad podía traer.
El encuentro entre Europa y América produjo al menos dos Américas, una anglosajona y otra latina. Mientras que en la América del norte el blanco exterminó al indio y segregó al negro, en Nuestra América se produjo ese fenómeno especial del mestizaje, del cual soy hijo. Mientras que el (norte)americano es un europeo desarraigado, el latinoamericano es un mestizo criollo. Hablo español, y entiendo mi deuda con Europa. Pero yo no soy solo caballo y hierro: también soy maíz y oro.
Mi hipótesis es que los sueños de esperanza que el Nuevo Mundo significó para el planeta se han realizado menos en la América latina que en la anglosajona. En este sentido, la América latina ha sido una experiencia fallida. Una frase brutal de Samuel Guy Inman, que yo leí citada en un libro de George Pendle (A History of Latin America, 1976, p. 225) dice que:
"El mundo difícilmente mirará a los latinoamericanos para liderazgo en democracia, en organización, en negocios, en ciencia, en rígidos valores morales. De otro lado, América Latina tiene algo qué contribuir a un mundo industrializado y mecanístico con respecto al valor del individuo, el lugar de la amistad, el uso del ocio, el arte de la conversación, las atracciones de la vida intelectual, la igualdad de las razas, la base jurídica de la vida internacional, el lugar del sufrimiento y la contemplación, el valor de lo impráctico, la importancia de la gente sobre las cosas y las reglas" (en inglés en el original).
Es cierto. Hay cosas en las que no le hemos aportado mucho al mundo. El desarrollo de la ciencia no se ha hecho en América latina. Tampoco hemos producido los más grandes teóricos de la filosofía política. Nuestro registro en materia de derechos humanos es deplorable. Tal vez donde podemos hallar los aportes latinoamericanos más distintivos al mundo es en el terreno del arte: la pintura y la escritura. Un Alfaro Siqueiros, un Rivera, un Guayasamín, un Pablo Neruda, un García Márquez, son campeones universales. Pero, en una mirada amplia de las cosas, los latinoamericanos no hemos estado a la altura de las expectativas que creó la noción del Nuevo Mundo.
Cosa distinta ha sido con Estados Unidos, que supo convertirse en potencia económica, militar y científica. Los aportes que América le ha hecho al mundo en materia de democracia provinieron de los pensadores norteamericanos que redactaron la Declaración de Independencia y la Constitución. Es cierto que Colombia fue primero democracia que Alemania o que Italia, pero nuestra democracia luce hoy más frágil que la de esos países. Cuando hablamos del Sueño Americano, deberíamos hablar más propiamente del sueño norteamericano. La América latina no ha sabido crear una mitología tan poderosa, una imagen de posibilidades y de futuro tan evocadora y atrayente.
Uno mira a Colombia en sus 200 años, y da más lástima que otra cosa. Mientras Estados Unidos, comenzando con 13 pequeñas colonias en la coste este, logró conquistar todo un continente y crear una federación de 50 estados, así para eso hubiera que desplazar a nativos, franceses, españoles y mexicanos, en América latina no hemos hecho más que dividirnos. Pendle, en la obra que cité atrás (p. 231), lo pone en términos nuevamente brutales: "En lo que respecta a los asuntos públicos, quizás la característica latinoamericana más importante es el hábito de no cooperar" (en inglés y con énfasis en el original).
Miranda soñó el nombre de Colombia para hacerle justicia a Colón con un país que iría desde el Río Grande hasta la Patagonia. Bolívar tuvo la energía para liberar a media América y unirla bajo el nombre de la Gran Colombia. Pero, muerto ese hombre excepcional, en contravía de nuestra geografía y nuestra historia, no hemos hecho más que distanciarnos. Hoy tres países se arropan con la bandera que soñó Miranda para su Colombia, pero de los sueños de unidad no queda nada. Colombia no es ese gran país que soñó el venezolano, sino un paisito retraído y tímido que pega por debajo de su peso específico en la escena internacional. Hoy nos cuesta pensar en grande.
Hace 200 años nos independizamos de España. Un vistazo rápido nos enseña que ese no fue un hecho aislado. Lo que pasó en Colombia estaba pasando en toda América latina. El bicentenario no es una fiesta nacional sino continental. Sin embargo, más nos demoramos en lanzar el grito de independencia que en ponernos a pelear. Lo primero que hicimos con nuestra libertad fue crear una Patria Boba, dividida entre centralismo y federalismo. No sorprende que, a la primera oportunidad, nos reconquistara el español, matando a nuestros mejores hombres y mujeres. Se necesitaron un Bolívar y un Santander, trabajando en conjunto, para volvernos a liberar. Colombia tiene el honor de haber apoyado la liberación de media América. Los dos grandes, Bolívar y San Martín, sabían que sus gestas no se podían limitar a sus países de origen: ambos sabían que había que expulsar al español de Perú, que era el corazón de América. Parlamentaron, y la tarea que había comenzado San Martín la terminó Bolívar. En esa época era normal que los venezolanos y los argentinos y los neogranadinos fueran por sobre todo americanos.
Pero pronto nos deshicimos de los gigantes. San Martín prefirió el exilio, y en la Gran Colombia los santanderistas acabaron con Bolívar. La Gran Colombia no duraría mucho. Páez se encargaría de separar a Venezuela, y Flores se encargaría de separar a Ecuador. El siglo XIX en Colombia fue una sola guerra civil, que desembocó en la vergüenza eterna de la pérdida de Panamá. Ni la localización estratégica nos salvó de la irrelevancia internacional.
El siglo XX no ha sido mucho mejor. La modernidad tardó en llegar. Luego se consolidó la violencia entre liberales y conservadores. Por último, nos cayó el narcotráfico, la guerrilla y los paramilitares. Hay, es cierto, algunas trazas de civilización entre tanta barbarie, pero también es cierto que, a 200 años de nuestra independencia, aún hay 45% de colombianos pobres, y 16% de indigentes. Los colombianos notables son pocos, y la civilidad y las buenas maneras brillan por su ausencia. Aquello de que Bogotá es la Atenas suramericana hoy suena a chiste. La gente vota con los pies, y la verdad es que Colombia no atrae inmigrantes. Más bien, expulsamos a los nuestros. No sé las cifras con precisión, pero quizás unos cuatro millones de colombianos han preferido vivir en el exterior, y otros tantos han sido desplazados al interior de su propia patria. Para muchos el nuestro es un país invivible.
Amo a Colombia con locura, pero no creo que uno pueda mirar el bicentenario con satisfacción por los logros alcanzados. Alguien me llamará apátrida por esta evaluación tan pesimista, pero no hay que dejar que el patriotismo nos cierre los ojos. Además, no acepto lecciones de patriotismo de nadie. Lloro solo de pensar en Córdoba luchando en Ayacucho al son de La Guaneña. Pero una lectura descarnada de la realidad me dice que somos un país y un continente que han estado por debajo de sus posibilidades. Colombia es un amor que duele. Tal vez lo más optimista que podemos decir es que lo mejor de nosotros no está en nuestro pasado sino en nuestro futuro. Este bicentenario debería servirnos para proponernos alcanzar lo que podemos ser, y no para reproducir lo que hemos sido. El bicentenario no es una ocasión para la fiesta, sino para la reflexión. Para una reflexión profunda, que nos conduzca a la unión, el esfuerzo, la acción y el progreso.
Yo no compartí ese punto de vista. Todo lo que soy es producto del encuentro, brutal a veces, entre Europa y América. El “descubrimiento” de América añadió un “Nuevo Mundo” al planeta, con toda la carga de esperanza que esa novedad podía traer.
El encuentro entre Europa y América produjo al menos dos Américas, una anglosajona y otra latina. Mientras que en la América del norte el blanco exterminó al indio y segregó al negro, en Nuestra América se produjo ese fenómeno especial del mestizaje, del cual soy hijo. Mientras que el (norte)americano es un europeo desarraigado, el latinoamericano es un mestizo criollo. Hablo español, y entiendo mi deuda con Europa. Pero yo no soy solo caballo y hierro: también soy maíz y oro.
Mi hipótesis es que los sueños de esperanza que el Nuevo Mundo significó para el planeta se han realizado menos en la América latina que en la anglosajona. En este sentido, la América latina ha sido una experiencia fallida. Una frase brutal de Samuel Guy Inman, que yo leí citada en un libro de George Pendle (A History of Latin America, 1976, p. 225) dice que:
"El mundo difícilmente mirará a los latinoamericanos para liderazgo en democracia, en organización, en negocios, en ciencia, en rígidos valores morales. De otro lado, América Latina tiene algo qué contribuir a un mundo industrializado y mecanístico con respecto al valor del individuo, el lugar de la amistad, el uso del ocio, el arte de la conversación, las atracciones de la vida intelectual, la igualdad de las razas, la base jurídica de la vida internacional, el lugar del sufrimiento y la contemplación, el valor de lo impráctico, la importancia de la gente sobre las cosas y las reglas" (en inglés en el original).
Es cierto. Hay cosas en las que no le hemos aportado mucho al mundo. El desarrollo de la ciencia no se ha hecho en América latina. Tampoco hemos producido los más grandes teóricos de la filosofía política. Nuestro registro en materia de derechos humanos es deplorable. Tal vez donde podemos hallar los aportes latinoamericanos más distintivos al mundo es en el terreno del arte: la pintura y la escritura. Un Alfaro Siqueiros, un Rivera, un Guayasamín, un Pablo Neruda, un García Márquez, son campeones universales. Pero, en una mirada amplia de las cosas, los latinoamericanos no hemos estado a la altura de las expectativas que creó la noción del Nuevo Mundo.
Cosa distinta ha sido con Estados Unidos, que supo convertirse en potencia económica, militar y científica. Los aportes que América le ha hecho al mundo en materia de democracia provinieron de los pensadores norteamericanos que redactaron la Declaración de Independencia y la Constitución. Es cierto que Colombia fue primero democracia que Alemania o que Italia, pero nuestra democracia luce hoy más frágil que la de esos países. Cuando hablamos del Sueño Americano, deberíamos hablar más propiamente del sueño norteamericano. La América latina no ha sabido crear una mitología tan poderosa, una imagen de posibilidades y de futuro tan evocadora y atrayente.
Uno mira a Colombia en sus 200 años, y da más lástima que otra cosa. Mientras Estados Unidos, comenzando con 13 pequeñas colonias en la coste este, logró conquistar todo un continente y crear una federación de 50 estados, así para eso hubiera que desplazar a nativos, franceses, españoles y mexicanos, en América latina no hemos hecho más que dividirnos. Pendle, en la obra que cité atrás (p. 231), lo pone en términos nuevamente brutales: "En lo que respecta a los asuntos públicos, quizás la característica latinoamericana más importante es el hábito de no cooperar" (en inglés y con énfasis en el original).
Miranda soñó el nombre de Colombia para hacerle justicia a Colón con un país que iría desde el Río Grande hasta la Patagonia. Bolívar tuvo la energía para liberar a media América y unirla bajo el nombre de la Gran Colombia. Pero, muerto ese hombre excepcional, en contravía de nuestra geografía y nuestra historia, no hemos hecho más que distanciarnos. Hoy tres países se arropan con la bandera que soñó Miranda para su Colombia, pero de los sueños de unidad no queda nada. Colombia no es ese gran país que soñó el venezolano, sino un paisito retraído y tímido que pega por debajo de su peso específico en la escena internacional. Hoy nos cuesta pensar en grande.
Hace 200 años nos independizamos de España. Un vistazo rápido nos enseña que ese no fue un hecho aislado. Lo que pasó en Colombia estaba pasando en toda América latina. El bicentenario no es una fiesta nacional sino continental. Sin embargo, más nos demoramos en lanzar el grito de independencia que en ponernos a pelear. Lo primero que hicimos con nuestra libertad fue crear una Patria Boba, dividida entre centralismo y federalismo. No sorprende que, a la primera oportunidad, nos reconquistara el español, matando a nuestros mejores hombres y mujeres. Se necesitaron un Bolívar y un Santander, trabajando en conjunto, para volvernos a liberar. Colombia tiene el honor de haber apoyado la liberación de media América. Los dos grandes, Bolívar y San Martín, sabían que sus gestas no se podían limitar a sus países de origen: ambos sabían que había que expulsar al español de Perú, que era el corazón de América. Parlamentaron, y la tarea que había comenzado San Martín la terminó Bolívar. En esa época era normal que los venezolanos y los argentinos y los neogranadinos fueran por sobre todo americanos.
Pero pronto nos deshicimos de los gigantes. San Martín prefirió el exilio, y en la Gran Colombia los santanderistas acabaron con Bolívar. La Gran Colombia no duraría mucho. Páez se encargaría de separar a Venezuela, y Flores se encargaría de separar a Ecuador. El siglo XIX en Colombia fue una sola guerra civil, que desembocó en la vergüenza eterna de la pérdida de Panamá. Ni la localización estratégica nos salvó de la irrelevancia internacional.
El siglo XX no ha sido mucho mejor. La modernidad tardó en llegar. Luego se consolidó la violencia entre liberales y conservadores. Por último, nos cayó el narcotráfico, la guerrilla y los paramilitares. Hay, es cierto, algunas trazas de civilización entre tanta barbarie, pero también es cierto que, a 200 años de nuestra independencia, aún hay 45% de colombianos pobres, y 16% de indigentes. Los colombianos notables son pocos, y la civilidad y las buenas maneras brillan por su ausencia. Aquello de que Bogotá es la Atenas suramericana hoy suena a chiste. La gente vota con los pies, y la verdad es que Colombia no atrae inmigrantes. Más bien, expulsamos a los nuestros. No sé las cifras con precisión, pero quizás unos cuatro millones de colombianos han preferido vivir en el exterior, y otros tantos han sido desplazados al interior de su propia patria. Para muchos el nuestro es un país invivible.
Amo a Colombia con locura, pero no creo que uno pueda mirar el bicentenario con satisfacción por los logros alcanzados. Alguien me llamará apátrida por esta evaluación tan pesimista, pero no hay que dejar que el patriotismo nos cierre los ojos. Además, no acepto lecciones de patriotismo de nadie. Lloro solo de pensar en Córdoba luchando en Ayacucho al son de La Guaneña. Pero una lectura descarnada de la realidad me dice que somos un país y un continente que han estado por debajo de sus posibilidades. Colombia es un amor que duele. Tal vez lo más optimista que podemos decir es que lo mejor de nosotros no está en nuestro pasado sino en nuestro futuro. Este bicentenario debería servirnos para proponernos alcanzar lo que podemos ser, y no para reproducir lo que hemos sido. El bicentenario no es una ocasión para la fiesta, sino para la reflexión. Para una reflexión profunda, que nos conduzca a la unión, el esfuerzo, la acción y el progreso.
Thursday, April 22, 2010
10-04-22: Elegía de Lina Marulanda
Lina Marulanda ha muerto. Lina Marulanda, la hermosa presentadora y modelo paisa. Ha muerto, como dice la prensa, “en extrañas circunstancias”. Quizás fue un accidente, quizás se suicidó. Dicen que salía de su segundo divorcio, que estaba muy flaca, que estaba tomando antidepresivos. No faltarán especulaciones sobre su muerte. Hay algo similar en la muerte de Lina Marulanda a la de Marilyn Monroe. Quizás Lina se convierta en un mito. Quizás. Quizás descubramos que una mujer que estuvo para tenerlo todo terminó su vida sumida en la depresión. O que la belleza y la fama no alcanzan para lograr la felicidad. Qué pesar. Lina Marulanda era tan bella que debió haber merecido un final distinto. Quién sabe cómo debió haber muerto. Quién sabe si una bella debe morir vieja, cuando la belleza ya es solo un recuerdo, o si debe morir joven, con la figura que uno quisiera que la muerte inmortalice.
En un país obsesionado con la belleza femenina, donde son comunes las cirugías estéticas para alcanzar lo que la naturaleza no dio o lo que la naturaleza quita, donde los medios de comunicación están dominados por presentadoras que, más que comunicadoras, son modelos, Lina Marulanda brilló con luz propia. Qué belleza la que tenía. Lina era de una belleza tranquila, que podía competir sin complejos con la belleza elegante de Claudia Bahamón, o con la belleza irreverente de Laura Acuña, o con la belleza latina de Carolina Cruz, para no hablar de otras bellezas de menos gusto, como la de esa otra paisa, Natalia París. De todas ellas, Lina Marulanda era mi favorita.
No conocí a la Marulanda. Nunca hablé con ella. Compré algunas revistas solo por el placer de ver sus fotos. Una vez la tuve muy cerca: yo manejaba por la Circunvalar y, en un trancón, ella, al volante de un Mercedes, quedó al lado mío. La miré, pero no le dije nada. No le dije lo que pensaba. Que era la bella entre las bellas. Que no era de una belleza tonta. No le dije nada. Ella tomó su rumbo, y yo el mío. Por un momento nuestras vidas se cruzaron, y solo fue un momento. Hoy ella está muerta, y yo miro a la vida de frente. Un mundo sin Lina Marulanda es ciertamente menos bello y más incompleto. Duraste lo que dura la belleza: un suspiro. Y quedamos nosotros, para reflexionar sobre eso. Para pensar sobre la vida y sobre la muerte. Sobre lo intenso y breve que es este momento en el que estamos vivos. Adiós, Lina. Adiós para siempre.
En un país obsesionado con la belleza femenina, donde son comunes las cirugías estéticas para alcanzar lo que la naturaleza no dio o lo que la naturaleza quita, donde los medios de comunicación están dominados por presentadoras que, más que comunicadoras, son modelos, Lina Marulanda brilló con luz propia. Qué belleza la que tenía. Lina era de una belleza tranquila, que podía competir sin complejos con la belleza elegante de Claudia Bahamón, o con la belleza irreverente de Laura Acuña, o con la belleza latina de Carolina Cruz, para no hablar de otras bellezas de menos gusto, como la de esa otra paisa, Natalia París. De todas ellas, Lina Marulanda era mi favorita.
No conocí a la Marulanda. Nunca hablé con ella. Compré algunas revistas solo por el placer de ver sus fotos. Una vez la tuve muy cerca: yo manejaba por la Circunvalar y, en un trancón, ella, al volante de un Mercedes, quedó al lado mío. La miré, pero no le dije nada. No le dije lo que pensaba. Que era la bella entre las bellas. Que no era de una belleza tonta. No le dije nada. Ella tomó su rumbo, y yo el mío. Por un momento nuestras vidas se cruzaron, y solo fue un momento. Hoy ella está muerta, y yo miro a la vida de frente. Un mundo sin Lina Marulanda es ciertamente menos bello y más incompleto. Duraste lo que dura la belleza: un suspiro. Y quedamos nosotros, para reflexionar sobre eso. Para pensar sobre la vida y sobre la muerte. Sobre lo intenso y breve que es este momento en el que estamos vivos. Adiós, Lina. Adiós para siempre.
Saturday, April 17, 2010
10-04-18: La Universidad de los Andes y la participación en política
Este es un texto viejo, de quizás un año de antigüedad. Hechos recientes me lo recordaron.
¿Cómo debe manejar una universidad no confesional y pluralista como la Universidad de los Andes el tema de la participación política? El Estatuto Profesoral de la Universidad (capítulo 6, numeral 5, p. 48) dice que: “Con el fin de preservar la independencia política de la Universidad, los Profesores de Planta no podrán ocupar posiciones de dirección en partidos políticos ni postularse a cargos públicos de elección”. Mi impresión es que la Universidad maneja ese tema con una orientación que es excesivamente pacata, si se puede usar la palabra. La Universidad no debería ver con malos ojos la participación en política de sus profesores y alumnos. Por el contrario, debería verla con buenos ojos. Mientras que la Constitución Política de Colombia les prohíbe a los congresistas desempeñar cargo o empleo público o privado, excepto el ejercicio de la cátedra universitaria (art. 180), el Estatuto Profesoral de los Andes no les permite a los profesores ser congresistas. En otras palabras, el Estatuto es más restrictivo que la Constitución.
Una de las desgracias de la mentalidad colombiana es que ve la política como algo “malo”. No hay una actitud que valorice la participación en política. Ésta no se fomenta, sino que se deprecia. Hablar de política en una reunión social no es considerado de buen gusto. No está bien hablar de política, pues la conversación no puede llevar a nada bueno. En Colombia se devalúa a la política y a los políticos. Uno no respeta a un congresista, sino que lo desprecia. Uno no dice “honorable senador” sino con ironía. El político es sinónimo de ladrón, de tramposo, de ser sin principios. Ya se ha dicho muchas veces que, en Colombia, lo público parece no tener dueño, porque no tiene dolientes. Lo colectivo, lo social, lo político, son anatemas para el modo de reflexionar colombiano. Sólo importa el individuo. Sólo importa que cada cual se salve como pueda. Y la Universidad de los Andes, en cuanto forma parte de la sociedad colombiana, parece participar de esos prejuicios.
Esta actitud cultural —pues no es otra cosa— es mala para el país, pues así la política no atrae a los mejores, sino que los repele. La política queda, en efecto, de gente sin principios ni escrúpulos. La profecía de que la política es mala termina por autocumplirse.
Aristóteles, quien pensaba que la política es el más alto ejercicio de la inteligencia, vería con sorpresa la forma como se trata la política en Colombia. Y vería absurdo que una Universidad, donde se debe llevar a cabo el más alto ejercicio de la inteligencia, proscriba la discusión política. En este contexto, el papel de la Universidad debería ser proveer un espacio para el debate político civilizado y con altura. La Universidad no debería pedirles a sus miembros ser seres apolíticos, o ser seres políticos sólo por fuera de la Universidad, seres esquizofrénicos que son una cosa en la Universidad y otra por fuera. La Universidad debería invitar la controversia política, no disimularla.
No estoy pidiendo la politización de la Universidad. Estoy de acuerdo en que una universidad politizada es un desastre. Me parece bien que la Universidad, en cuanto Universidad, sea no confesional y no partidista. Pero una cosa es la Universidad y otra cosa son sus miembros. No quiero que la Universidad diga por quién votar, pero sí quiero que uno de los criterios bajo los cuales opere la Universidad sea el pluralismo político. ¿Por qué alguien no puede decir dentro de la Universidad que es marxista y que apoya al Partido Comunista? ¿Por qué Sergio Fajardo no puede ser candidato a la presidencia de la República y profesor de los Andes? ¿Por qué Juan Carlos Echeverry no puede ser profesor de Economía y candidato a la alcaldía de Bogotá? Una cosa es que, por estar metidos en esas actividades, no puedan cumplir sus obligaciones académicas. Me parece injustificada la excusa de decir que, porque estoy metido en política, no puedo cumplir con mis obligaciones académicas. En este caso, la Universidad debe echarme, pero no por participar en política: debe echarme por no cumplir mis obligaciones con la Universidad. Otra cosa, muy distinta, es que uno, por estar metido en tareas académicas, no pueda participar en política. La participación en política debe ser vista como un derecho fundamental. Lo que está mal es que los miembros de la Universidad, al hablar de política, lo hagan a nombre de la Universidad. Pero no le veo nada de malo a que los miembros de la Universidad hablen de política a nombre propio, bajo el proviso de que “las opiniones son personales y no comprometen a la institución para la cual se trabaja”.
La objeción de que la participación en política de sus miembros compromete la objetividad, la independencia y la neutralidad de la Universidad es equivocada. La Universidad no gana neutralidad por pedirles a sus miembros que no hablen de política. La Universidad gana neutralidad por garantizar un foro para el debate civilizado a todas las corrientes políticas. No veo mal que la Universidad tenga sociedades de izquierda, liberales o conservadoras. No veo mal que los candidatos puedan distribuir sus volantes en la Universidad. Si la Universidad no provee el espacio para que tradiciones políticas distintas dialoguen sin matarse, ¿entonces qué lugar en la sociedad puede hacerlo?
La pregunta es dónde se traza la línea que garantiza que la Universidad no se politice. Hay por lo menos dos propuestas. Una dice que una cosa es la Universidad como institución y otra cosa son los individuos que conforman la institución, individuos que están dotados de derechos inalienables, incluido el derecho de la participación política. En este caso la línea dice que toda participación política de los individuos, en cuanto individuos, no sólo no debe ser prohibida, sino que tiene que ser estimulada. Por otro lado, toda toma de partido por parte de la Universidad debe ser enfáticamente rechazada. Si Carlos Caballero escribe una columna repudiando la reelección, vale. Si la Escuela de Gobierno repudia la elección, no vale.
Otra propuesta dice que la Universidad no debe ser campo para el proselitismo. Que un profesor no debe poder escribir una columna en un periódico apoyando a un candidato o atacando a otro, así sea a nombre propio. Que los conservadores no pueden distribuir volantes o formar su sociedad en la Universidad, es decir, que no puede haber algo así como “los conservadores de los Andes”. Que tal persona no puede ser profesora por ser del Opus Dei. Que el profesor marxista no puede decir en clase que él considera que el socialismo es superior al capitalismo.
Mi posición es clara. Yo creo que la línea demarcatoria es la primera, y que la Universidad no tiene ningún papel en decirles a sus miembros cuál es el tipo de participación política que pueden tener. El problema no es que uno contrete un profesor del Opus Dei, sino que uno lo contrate por ser del Opus Dei. La neutralidad se logra con el pluralismo, no pidiéndoles a los miembros de la comunidad uniandina que sean seres apolíticos, como si tal cosa existiera. Quizás el único decoro que pediría, más por pudor que por cualquier otra cosa, es que el proselitismo político esté proscrito del salón de clase.
La Universidad debe demostrar que incluso los debates más apasionados se pueden dar en un ambiente de civilidad, de respeto por el otro, de razonabilidad, de altura. El papel de la Universidad debe ser aconductar las pasiones políticas, no suprimirlas, entre otras razones porque seres humanos sin pasión, sin pasión política, no son seres humanos. La universidad no es ni puede ser una torre de marfil que está por encima del debate social y político. Por el contrario, la universidad tiene que ser el lugar donde ese debate se lleva a cabo con más decoro, altura e inteligencia.
¿Cómo debe manejar una universidad no confesional y pluralista como la Universidad de los Andes el tema de la participación política? El Estatuto Profesoral de la Universidad (capítulo 6, numeral 5, p. 48) dice que: “Con el fin de preservar la independencia política de la Universidad, los Profesores de Planta no podrán ocupar posiciones de dirección en partidos políticos ni postularse a cargos públicos de elección”. Mi impresión es que la Universidad maneja ese tema con una orientación que es excesivamente pacata, si se puede usar la palabra. La Universidad no debería ver con malos ojos la participación en política de sus profesores y alumnos. Por el contrario, debería verla con buenos ojos. Mientras que la Constitución Política de Colombia les prohíbe a los congresistas desempeñar cargo o empleo público o privado, excepto el ejercicio de la cátedra universitaria (art. 180), el Estatuto Profesoral de los Andes no les permite a los profesores ser congresistas. En otras palabras, el Estatuto es más restrictivo que la Constitución.
Una de las desgracias de la mentalidad colombiana es que ve la política como algo “malo”. No hay una actitud que valorice la participación en política. Ésta no se fomenta, sino que se deprecia. Hablar de política en una reunión social no es considerado de buen gusto. No está bien hablar de política, pues la conversación no puede llevar a nada bueno. En Colombia se devalúa a la política y a los políticos. Uno no respeta a un congresista, sino que lo desprecia. Uno no dice “honorable senador” sino con ironía. El político es sinónimo de ladrón, de tramposo, de ser sin principios. Ya se ha dicho muchas veces que, en Colombia, lo público parece no tener dueño, porque no tiene dolientes. Lo colectivo, lo social, lo político, son anatemas para el modo de reflexionar colombiano. Sólo importa el individuo. Sólo importa que cada cual se salve como pueda. Y la Universidad de los Andes, en cuanto forma parte de la sociedad colombiana, parece participar de esos prejuicios.
Esta actitud cultural —pues no es otra cosa— es mala para el país, pues así la política no atrae a los mejores, sino que los repele. La política queda, en efecto, de gente sin principios ni escrúpulos. La profecía de que la política es mala termina por autocumplirse.
Aristóteles, quien pensaba que la política es el más alto ejercicio de la inteligencia, vería con sorpresa la forma como se trata la política en Colombia. Y vería absurdo que una Universidad, donde se debe llevar a cabo el más alto ejercicio de la inteligencia, proscriba la discusión política. En este contexto, el papel de la Universidad debería ser proveer un espacio para el debate político civilizado y con altura. La Universidad no debería pedirles a sus miembros ser seres apolíticos, o ser seres políticos sólo por fuera de la Universidad, seres esquizofrénicos que son una cosa en la Universidad y otra por fuera. La Universidad debería invitar la controversia política, no disimularla.
No estoy pidiendo la politización de la Universidad. Estoy de acuerdo en que una universidad politizada es un desastre. Me parece bien que la Universidad, en cuanto Universidad, sea no confesional y no partidista. Pero una cosa es la Universidad y otra cosa son sus miembros. No quiero que la Universidad diga por quién votar, pero sí quiero que uno de los criterios bajo los cuales opere la Universidad sea el pluralismo político. ¿Por qué alguien no puede decir dentro de la Universidad que es marxista y que apoya al Partido Comunista? ¿Por qué Sergio Fajardo no puede ser candidato a la presidencia de la República y profesor de los Andes? ¿Por qué Juan Carlos Echeverry no puede ser profesor de Economía y candidato a la alcaldía de Bogotá? Una cosa es que, por estar metidos en esas actividades, no puedan cumplir sus obligaciones académicas. Me parece injustificada la excusa de decir que, porque estoy metido en política, no puedo cumplir con mis obligaciones académicas. En este caso, la Universidad debe echarme, pero no por participar en política: debe echarme por no cumplir mis obligaciones con la Universidad. Otra cosa, muy distinta, es que uno, por estar metido en tareas académicas, no pueda participar en política. La participación en política debe ser vista como un derecho fundamental. Lo que está mal es que los miembros de la Universidad, al hablar de política, lo hagan a nombre de la Universidad. Pero no le veo nada de malo a que los miembros de la Universidad hablen de política a nombre propio, bajo el proviso de que “las opiniones son personales y no comprometen a la institución para la cual se trabaja”.
La objeción de que la participación en política de sus miembros compromete la objetividad, la independencia y la neutralidad de la Universidad es equivocada. La Universidad no gana neutralidad por pedirles a sus miembros que no hablen de política. La Universidad gana neutralidad por garantizar un foro para el debate civilizado a todas las corrientes políticas. No veo mal que la Universidad tenga sociedades de izquierda, liberales o conservadoras. No veo mal que los candidatos puedan distribuir sus volantes en la Universidad. Si la Universidad no provee el espacio para que tradiciones políticas distintas dialoguen sin matarse, ¿entonces qué lugar en la sociedad puede hacerlo?
La pregunta es dónde se traza la línea que garantiza que la Universidad no se politice. Hay por lo menos dos propuestas. Una dice que una cosa es la Universidad como institución y otra cosa son los individuos que conforman la institución, individuos que están dotados de derechos inalienables, incluido el derecho de la participación política. En este caso la línea dice que toda participación política de los individuos, en cuanto individuos, no sólo no debe ser prohibida, sino que tiene que ser estimulada. Por otro lado, toda toma de partido por parte de la Universidad debe ser enfáticamente rechazada. Si Carlos Caballero escribe una columna repudiando la reelección, vale. Si la Escuela de Gobierno repudia la elección, no vale.
Otra propuesta dice que la Universidad no debe ser campo para el proselitismo. Que un profesor no debe poder escribir una columna en un periódico apoyando a un candidato o atacando a otro, así sea a nombre propio. Que los conservadores no pueden distribuir volantes o formar su sociedad en la Universidad, es decir, que no puede haber algo así como “los conservadores de los Andes”. Que tal persona no puede ser profesora por ser del Opus Dei. Que el profesor marxista no puede decir en clase que él considera que el socialismo es superior al capitalismo.
Mi posición es clara. Yo creo que la línea demarcatoria es la primera, y que la Universidad no tiene ningún papel en decirles a sus miembros cuál es el tipo de participación política que pueden tener. El problema no es que uno contrete un profesor del Opus Dei, sino que uno lo contrate por ser del Opus Dei. La neutralidad se logra con el pluralismo, no pidiéndoles a los miembros de la comunidad uniandina que sean seres apolíticos, como si tal cosa existiera. Quizás el único decoro que pediría, más por pudor que por cualquier otra cosa, es que el proselitismo político esté proscrito del salón de clase.
La Universidad debe demostrar que incluso los debates más apasionados se pueden dar en un ambiente de civilidad, de respeto por el otro, de razonabilidad, de altura. El papel de la Universidad debe ser aconductar las pasiones políticas, no suprimirlas, entre otras razones porque seres humanos sin pasión, sin pasión política, no son seres humanos. La universidad no es ni puede ser una torre de marfil que está por encima del debate social y político. Por el contrario, la universidad tiene que ser el lugar donde ese debate se lleva a cabo con más decoro, altura e inteligencia.
10-04-17: Cómo no hablar de política estos días
¿Cómo no hablar de política estos días? El tema político, que estuvo dormido durante mucho tiempo, mientras el país esperaba si el presidente Uribe podía ser otra vez candidato, se despertó con la decisión de la Corte de no permitir la segunda reelección, y ha empezado a moverse a un ritmo de vértigo.
Para comenzar, diré que estoy de acuerdo con la decisión de la Corte. Con ella, el Estado de Derecho se colocó por encima del Estado de Opinión. Es imposible describir con justicia lo importante que fue eso para el desarrollo institucional del país. Las encuestas dijeron que el país recibió esa noticia con decepción. Sin embargo, la decisión fue acatada sin reparo, lo cual habla muy bien de la madurez institucional de Colombia. Lo que es notable ahora es cómo el país se desuribiza rápidamente: si antes se buscaba el continuador de Uribe, hoy la tendencia es buscar algo nuevo. Antes parecía que el uribismo dominaría la primera vuelta presidencial, con dos candidatos uribistas pasando a la segunda vuelta. Hoy parece que el concepto mismo de "continuación del uribismo" se desmorona.
Una lucha por la presidencia que en un principio se presagió pareja rápidamente ha dejado graves bajas por el camino. Candidatos muy buenos se desinflaron rápidamente: Petro, Pardo, Vargas Lleras. Malo por la izquierda y malo por el Partido Liberal. Yo soy de los que cree que esas dos colectividades, fortalecidas, le hacen bien al país. La única colectividad que parecía ser capaz de pescar en río revuelto era el Partido Conservador. Sin embargo, eso, que parecía obvio hace unos días, hoy ya no lo es tanto. La candidatura de Noemí Sanín y el vigor del Partido Conservador se han venido desinflando por igual. Yo creo que lo de Sanín es irreversible. Me da mucho pesar por ella, a quien en el plano personal le debo tanto.
Mi interpretación de lo que está pasando es la siguiente: yo creo que Uribe fue eficaz en proporcionar una visión al país que, aunque polarizante, fue políticamente muy efectiva. Pero, desaparecido Uribe del mapa político, la gente está empezando a descubrir que no es necesario mirar al país con la visión que construyó Uribe. La distinción entre uribismo y antiuribismo se está volviendo irrelevante para entender la realidad política. La distinción que parece estar surgiendo con fuerza es la de continuidad o cambio. La desgracia para los uribistas acérrimos es que parece haber mucho uribismo que, enfrentado a la realidad de que Uribe ya es pasado, parece pedir cambio en vez de continuidad. Y no ayuda que el final del gobierno Uribe está siendo lánguido. La última perla fue, naturalmente, la caída de la emergencia social. En la lucha que Uribe sostuvo con la rama judicial, el perdedor de largo plazo fue, sin duda, Uribe. Pero no hay que ser desagradecidos con Uribe. Sin duda, fue un presidente excepcional. Se merece la marcha de agradecimiento que algunos uribistas están proponiendo, aunque no es de mi talante asistir a ese tipo de cosas. Sin embargo, la actitud reinante parece ser "gracias, pero hay que seguir adelante".
La gente, libre de la visión uribista, está imaginando que otra Colombia es posible. Y se está aferrando a una nueva visión esperanzada, construida quizás por un voto urbano, joven, adicto a la tecnología. Es una voz de esperanza. Frente a la noción de miedo que hay detrás del concepto de seguridad democrática, surge la esperanza de una Colombia que hace énfasis en la educación, en la cultura ciudadana, en la lucha contra la corrupción y la politiquería. Se está proponiendo un país imaginado. Y la atracción de la Utopía se está volviendo irrefrenable. Yo soy de los que todavía albergan dudas sobre la capacidad de los nefelibatas para gobernar un país de verdad con los problemas que tiene Colombia, pero negar que aquí está surgiendo una ola de esperanza contra el miedo es una tontería. Hoy no suena improbable que la alternativa independiente sea capaz de derrotar tanto a los partidos tradicionales como al uribismo. Tal como dice una vieja canción de R.E.M., "it’s the end of the world as we know it… and I feel fine".
Para comenzar, diré que estoy de acuerdo con la decisión de la Corte. Con ella, el Estado de Derecho se colocó por encima del Estado de Opinión. Es imposible describir con justicia lo importante que fue eso para el desarrollo institucional del país. Las encuestas dijeron que el país recibió esa noticia con decepción. Sin embargo, la decisión fue acatada sin reparo, lo cual habla muy bien de la madurez institucional de Colombia. Lo que es notable ahora es cómo el país se desuribiza rápidamente: si antes se buscaba el continuador de Uribe, hoy la tendencia es buscar algo nuevo. Antes parecía que el uribismo dominaría la primera vuelta presidencial, con dos candidatos uribistas pasando a la segunda vuelta. Hoy parece que el concepto mismo de "continuación del uribismo" se desmorona.
Una lucha por la presidencia que en un principio se presagió pareja rápidamente ha dejado graves bajas por el camino. Candidatos muy buenos se desinflaron rápidamente: Petro, Pardo, Vargas Lleras. Malo por la izquierda y malo por el Partido Liberal. Yo soy de los que cree que esas dos colectividades, fortalecidas, le hacen bien al país. La única colectividad que parecía ser capaz de pescar en río revuelto era el Partido Conservador. Sin embargo, eso, que parecía obvio hace unos días, hoy ya no lo es tanto. La candidatura de Noemí Sanín y el vigor del Partido Conservador se han venido desinflando por igual. Yo creo que lo de Sanín es irreversible. Me da mucho pesar por ella, a quien en el plano personal le debo tanto.
Mi interpretación de lo que está pasando es la siguiente: yo creo que Uribe fue eficaz en proporcionar una visión al país que, aunque polarizante, fue políticamente muy efectiva. Pero, desaparecido Uribe del mapa político, la gente está empezando a descubrir que no es necesario mirar al país con la visión que construyó Uribe. La distinción entre uribismo y antiuribismo se está volviendo irrelevante para entender la realidad política. La distinción que parece estar surgiendo con fuerza es la de continuidad o cambio. La desgracia para los uribistas acérrimos es que parece haber mucho uribismo que, enfrentado a la realidad de que Uribe ya es pasado, parece pedir cambio en vez de continuidad. Y no ayuda que el final del gobierno Uribe está siendo lánguido. La última perla fue, naturalmente, la caída de la emergencia social. En la lucha que Uribe sostuvo con la rama judicial, el perdedor de largo plazo fue, sin duda, Uribe. Pero no hay que ser desagradecidos con Uribe. Sin duda, fue un presidente excepcional. Se merece la marcha de agradecimiento que algunos uribistas están proponiendo, aunque no es de mi talante asistir a ese tipo de cosas. Sin embargo, la actitud reinante parece ser "gracias, pero hay que seguir adelante".
La gente, libre de la visión uribista, está imaginando que otra Colombia es posible. Y se está aferrando a una nueva visión esperanzada, construida quizás por un voto urbano, joven, adicto a la tecnología. Es una voz de esperanza. Frente a la noción de miedo que hay detrás del concepto de seguridad democrática, surge la esperanza de una Colombia que hace énfasis en la educación, en la cultura ciudadana, en la lucha contra la corrupción y la politiquería. Se está proponiendo un país imaginado. Y la atracción de la Utopía se está volviendo irrefrenable. Yo soy de los que todavía albergan dudas sobre la capacidad de los nefelibatas para gobernar un país de verdad con los problemas que tiene Colombia, pero negar que aquí está surgiendo una ola de esperanza contra el miedo es una tontería. Hoy no suena improbable que la alternativa independiente sea capaz de derrotar tanto a los partidos tradicionales como al uribismo. Tal como dice una vieja canción de R.E.M., "it’s the end of the world as we know it… and I feel fine".
Saturday, March 27, 2010
09-07-28: El pobre Partido Liberal
Escribí esta nota en agosto de 2009. Solo hasta ahora la publico. Creo que aún no ha perdido su actualidad, a pesar de que algunos detalles ya no son ciertos.
Tal como están las cosas hoy, Rafael Pardo será elegido candidato oficial del Partido Liberal a la presidencia de la República. Si eso pasa, será una buena cosa: Rafael Pardo es una de las mejores caras que el liberalismo tiene hoy para mostrar.
Sin embargo, muy probablemente Rafael Pardo no será presidente en 2010. Quizás ni siquiera pase a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales. Las encuestas, que siempre pueden cambiar, indican hoy que a la segunda vuelta pasarían Juan Manuel Santos y Sergio Fajardo. Desafío a los liberales a que desmientan la siguiente afirmación: “el Partido Liberal volverá a ser derrotado en las elecciones presidenciales de2010” . Será la cuarta vez seguida que eso ocurre, después de 1998, 2002 y 2006. Y será una catástrofe para el Partido, a la cual quizás no pueda sobrevivir.
Si el Partido Liberal vuelve a perder, no será por las falencias de su candidato, que, por el contrario, es uno muy bueno. Tampoco será por las falencias de su director, que es un hombre de Estado como ninguno, y al cual el Partido le debe más de un agradecimiento por los sacrificios recientes. Pero sí perderá por haber perdido la capacidad para interpretar a la sociedad y entender a Colombia. El viejo Partido Liberal, que en los años 1990 se dejó enredar por el clientelismo, el populismo y la mafia, hoy se enconcha en una posición de oposición ideologizada y obtusa que le impide ser alternativa de poder, y de la cual sus mejores hombres no pueden hacer nada distinto que escapar. Uribe, Santos, Vargas Lleras, Rivera, son apenas algunos de los nombres de gente que entendió que, dentro del Partido, tal como está, no había futuro. El Partido Liberal hoy no está en la vanguardia de la historia, sino en la retaguardia, avasallado por ella, perdido, tratando de entenderla. Sus representantes más visibles serían los candidatos menos elegibles. Es un pesar.
Las ideas liberales son necesarias para Colombia. El pesar es que el Partido Liberal ya no las representa. Las ideas liberales se han quedado expósitas, huérfanas. El Partido Liberal tiene que rearmar su doctrina alrededor de los tres temas sobre los cuales el presidente Uribe repite con insistencia: seguridad democrática, confianza inversionista y cohesión social.
Sobre los dos primeros, el Partido todavía debe desarrollar una doctrina creíble. El Partido Liberal no luce hoy un continuador adecuado de las políticas de seguridad democrática. Continuar esas políticas no significa mantenerlas al pie de la letra. Esas políticas deben ser ajustadas en muchos frentes, incluyendo el respeto a los derechos humanos y la incorporación de la seguridad ciudadana. Sin embargo, sería un error abandonar las políticas de seguridad democrática justo ahora. Empero, pareciera que el Partido Liberal es incapaz de interpretar creíblemente la partitura de la seguridad democrática.
Sobre el tema de la confianza inversionista, hace mucho que el Partido Liberal dejó de representar una opción de desarrollo económico creíble. No hay desarrollo sin creación de empresa y emprendimiento, pero el Partido Liberal de hoy no parece entender el papel que el sector privado juega en el desarrollo. En consecuencia, ignora ese papel completamente.
Por último, sobre el tema de la cohesión social, el Partido Liberal no tiene mejor propuesta que criticar los programas sociales del gobierno. El partido de lo social no tiene propuestas sociales, sino críticas a los ambiciosos programas sociales del gobierno. No es que estos programas no estén libres de críticas (uno, en efecto, les puede hacer muchas glosas), pero al partido de lo social no le luce nada bien criticar esos esfuerzos sociales por la inconfesable razón de que los réditos políticos de esos programas se los están llevando otros.
El dilema que enfrenta el Partido Liberal es simple: o se reinventa o se muere. Por el bien de Colombia, esperemos que no escoja la segunda opción.
Tal como están las cosas hoy, Rafael Pardo será elegido candidato oficial del Partido Liberal a la presidencia de la República. Si eso pasa, será una buena cosa: Rafael Pardo es una de las mejores caras que el liberalismo tiene hoy para mostrar.
Sin embargo, muy probablemente Rafael Pardo no será presidente en 2010. Quizás ni siquiera pase a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales. Las encuestas, que siempre pueden cambiar, indican hoy que a la segunda vuelta pasarían Juan Manuel Santos y Sergio Fajardo. Desafío a los liberales a que desmientan la siguiente afirmación: “el Partido Liberal volverá a ser derrotado en las elecciones presidenciales de
Si el Partido Liberal vuelve a perder, no será por las falencias de su candidato, que, por el contrario, es uno muy bueno. Tampoco será por las falencias de su director, que es un hombre de Estado como ninguno, y al cual el Partido le debe más de un agradecimiento por los sacrificios recientes. Pero sí perderá por haber perdido la capacidad para interpretar a la sociedad y entender a Colombia. El viejo Partido Liberal, que en los años 1990 se dejó enredar por el clientelismo, el populismo y la mafia, hoy se enconcha en una posición de oposición ideologizada y obtusa que le impide ser alternativa de poder, y de la cual sus mejores hombres no pueden hacer nada distinto que escapar. Uribe, Santos, Vargas Lleras, Rivera, son apenas algunos de los nombres de gente que entendió que, dentro del Partido, tal como está, no había futuro. El Partido Liberal hoy no está en la vanguardia de la historia, sino en la retaguardia, avasallado por ella, perdido, tratando de entenderla. Sus representantes más visibles serían los candidatos menos elegibles. Es un pesar.
Las ideas liberales son necesarias para Colombia. El pesar es que el Partido Liberal ya no las representa. Las ideas liberales se han quedado expósitas, huérfanas. El Partido Liberal tiene que rearmar su doctrina alrededor de los tres temas sobre los cuales el presidente Uribe repite con insistencia: seguridad democrática, confianza inversionista y cohesión social.
Sobre los dos primeros, el Partido todavía debe desarrollar una doctrina creíble. El Partido Liberal no luce hoy un continuador adecuado de las políticas de seguridad democrática. Continuar esas políticas no significa mantenerlas al pie de la letra. Esas políticas deben ser ajustadas en muchos frentes, incluyendo el respeto a los derechos humanos y la incorporación de la seguridad ciudadana. Sin embargo, sería un error abandonar las políticas de seguridad democrática justo ahora. Empero, pareciera que el Partido Liberal es incapaz de interpretar creíblemente la partitura de la seguridad democrática.
Sobre el tema de la confianza inversionista, hace mucho que el Partido Liberal dejó de representar una opción de desarrollo económico creíble. No hay desarrollo sin creación de empresa y emprendimiento, pero el Partido Liberal de hoy no parece entender el papel que el sector privado juega en el desarrollo. En consecuencia, ignora ese papel completamente.
Por último, sobre el tema de la cohesión social, el Partido Liberal no tiene mejor propuesta que criticar los programas sociales del gobierno. El partido de lo social no tiene propuestas sociales, sino críticas a los ambiciosos programas sociales del gobierno. No es que estos programas no estén libres de críticas (uno, en efecto, les puede hacer muchas glosas), pero al partido de lo social no le luce nada bien criticar esos esfuerzos sociales por la inconfesable razón de que los réditos políticos de esos programas se los están llevando otros.
El dilema que enfrenta el Partido Liberal es simple: o se reinventa o se muere. Por el bien de Colombia, esperemos que no escoja la segunda opción.
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