Este es un texto viejo, de quizás un año de antigüedad. Hechos recientes me lo recordaron.
¿Cómo debe manejar una universidad no confesional y pluralista como la Universidad de los Andes el tema de la participación política? El Estatuto Profesoral de la Universidad (capítulo 6, numeral 5, p. 48) dice que: “Con el fin de preservar la independencia política de la Universidad, los Profesores de Planta no podrán ocupar posiciones de dirección en partidos políticos ni postularse a cargos públicos de elección”. Mi impresión es que la Universidad maneja ese tema con una orientación que es excesivamente pacata, si se puede usar la palabra. La Universidad no debería ver con malos ojos la participación en política de sus profesores y alumnos. Por el contrario, debería verla con buenos ojos. Mientras que la Constitución Política de Colombia les prohíbe a los congresistas desempeñar cargo o empleo público o privado, excepto el ejercicio de la cátedra universitaria (art. 180), el Estatuto Profesoral de los Andes no les permite a los profesores ser congresistas. En otras palabras, el Estatuto es más restrictivo que la Constitución.
Una de las desgracias de la mentalidad colombiana es que ve la política como algo “malo”. No hay una actitud que valorice la participación en política. Ésta no se fomenta, sino que se deprecia. Hablar de política en una reunión social no es considerado de buen gusto. No está bien hablar de política, pues la conversación no puede llevar a nada bueno. En Colombia se devalúa a la política y a los políticos. Uno no respeta a un congresista, sino que lo desprecia. Uno no dice “honorable senador” sino con ironía. El político es sinónimo de ladrón, de tramposo, de ser sin principios. Ya se ha dicho muchas veces que, en Colombia, lo público parece no tener dueño, porque no tiene dolientes. Lo colectivo, lo social, lo político, son anatemas para el modo de reflexionar colombiano. Sólo importa el individuo. Sólo importa que cada cual se salve como pueda. Y la Universidad de los Andes, en cuanto forma parte de la sociedad colombiana, parece participar de esos prejuicios.
Esta actitud cultural —pues no es otra cosa— es mala para el país, pues así la política no atrae a los mejores, sino que los repele. La política queda, en efecto, de gente sin principios ni escrúpulos. La profecía de que la política es mala termina por autocumplirse.
Aristóteles, quien pensaba que la política es el más alto ejercicio de la inteligencia, vería con sorpresa la forma como se trata la política en Colombia. Y vería absurdo que una Universidad, donde se debe llevar a cabo el más alto ejercicio de la inteligencia, proscriba la discusión política. En este contexto, el papel de la Universidad debería ser proveer un espacio para el debate político civilizado y con altura. La Universidad no debería pedirles a sus miembros ser seres apolíticos, o ser seres políticos sólo por fuera de la Universidad, seres esquizofrénicos que son una cosa en la Universidad y otra por fuera. La Universidad debería invitar la controversia política, no disimularla.
No estoy pidiendo la politización de la Universidad. Estoy de acuerdo en que una universidad politizada es un desastre. Me parece bien que la Universidad, en cuanto Universidad, sea no confesional y no partidista. Pero una cosa es la Universidad y otra cosa son sus miembros. No quiero que la Universidad diga por quién votar, pero sí quiero que uno de los criterios bajo los cuales opere la Universidad sea el pluralismo político. ¿Por qué alguien no puede decir dentro de la Universidad que es marxista y que apoya al Partido Comunista? ¿Por qué Sergio Fajardo no puede ser candidato a la presidencia de la República y profesor de los Andes? ¿Por qué Juan Carlos Echeverry no puede ser profesor de Economía y candidato a la alcaldía de Bogotá? Una cosa es que, por estar metidos en esas actividades, no puedan cumplir sus obligaciones académicas. Me parece injustificada la excusa de decir que, porque estoy metido en política, no puedo cumplir con mis obligaciones académicas. En este caso, la Universidad debe echarme, pero no por participar en política: debe echarme por no cumplir mis obligaciones con la Universidad. Otra cosa, muy distinta, es que uno, por estar metido en tareas académicas, no pueda participar en política. La participación en política debe ser vista como un derecho fundamental. Lo que está mal es que los miembros de la Universidad, al hablar de política, lo hagan a nombre de la Universidad. Pero no le veo nada de malo a que los miembros de la Universidad hablen de política a nombre propio, bajo el proviso de que “las opiniones son personales y no comprometen a la institución para la cual se trabaja”.
La objeción de que la participación en política de sus miembros compromete la objetividad, la independencia y la neutralidad de la Universidad es equivocada. La Universidad no gana neutralidad por pedirles a sus miembros que no hablen de política. La Universidad gana neutralidad por garantizar un foro para el debate civilizado a todas las corrientes políticas. No veo mal que la Universidad tenga sociedades de izquierda, liberales o conservadoras. No veo mal que los candidatos puedan distribuir sus volantes en la Universidad. Si la Universidad no provee el espacio para que tradiciones políticas distintas dialoguen sin matarse, ¿entonces qué lugar en la sociedad puede hacerlo?
La pregunta es dónde se traza la línea que garantiza que la Universidad no se politice. Hay por lo menos dos propuestas. Una dice que una cosa es la Universidad como institución y otra cosa son los individuos que conforman la institución, individuos que están dotados de derechos inalienables, incluido el derecho de la participación política. En este caso la línea dice que toda participación política de los individuos, en cuanto individuos, no sólo no debe ser prohibida, sino que tiene que ser estimulada. Por otro lado, toda toma de partido por parte de la Universidad debe ser enfáticamente rechazada. Si Carlos Caballero escribe una columna repudiando la reelección, vale. Si la Escuela de Gobierno repudia la elección, no vale.
Otra propuesta dice que la Universidad no debe ser campo para el proselitismo. Que un profesor no debe poder escribir una columna en un periódico apoyando a un candidato o atacando a otro, así sea a nombre propio. Que los conservadores no pueden distribuir volantes o formar su sociedad en la Universidad, es decir, que no puede haber algo así como “los conservadores de los Andes”. Que tal persona no puede ser profesora por ser del Opus Dei. Que el profesor marxista no puede decir en clase que él considera que el socialismo es superior al capitalismo.
Mi posición es clara. Yo creo que la línea demarcatoria es la primera, y que la Universidad no tiene ningún papel en decirles a sus miembros cuál es el tipo de participación política que pueden tener. El problema no es que uno contrete un profesor del Opus Dei, sino que uno lo contrate por ser del Opus Dei. La neutralidad se logra con el pluralismo, no pidiéndoles a los miembros de la comunidad uniandina que sean seres apolíticos, como si tal cosa existiera. Quizás el único decoro que pediría, más por pudor que por cualquier otra cosa, es que el proselitismo político esté proscrito del salón de clase.
La Universidad debe demostrar que incluso los debates más apasionados se pueden dar en un ambiente de civilidad, de respeto por el otro, de razonabilidad, de altura. El papel de la Universidad debe ser aconductar las pasiones políticas, no suprimirlas, entre otras razones porque seres humanos sin pasión, sin pasión política, no son seres humanos. La universidad no es ni puede ser una torre de marfil que está por encima del debate social y político. Por el contrario, la universidad tiene que ser el lugar donde ese debate se lleva a cabo con más decoro, altura e inteligencia.
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