La figura de Francisco de Paula Santander, uno de los próceres de nuestra independencia, es muy interesante. Junto con Bolívar, Santander formó una dupla que fue crucial para lograr nuestra definitiva independencia de España. Bolívar fue un líder y un militar de genio, pero Santander fue, según Bolívar, el “organizador de la victoria”. Bolívar era un hombre de acción; Santander era un hombre de organización. Fue Santander el hombre que se retiró a los llanos orientales a preparar un ejército que después vendría Bolívar a comandar, en la epopeya del ascenso a Pisba, para luego caer por sorpresa sobre los españoles, obtener el triunfo en Boyacá y la independencia de la Nueva Granada. Fue Santander el hombre que ejercía la presidencia y alimentaba de hombres, pertrechos y otros recursos las tropas americanas, mientras Bolívar se dedicaba a adelantar las campañas libertadoras de los países vecinos: Venezuela, Ecuador, Perú. Santander, sin carecer de cualidades militares (baste recordar que fue el comandante de la vanguardia de los ejércitos libertadores en la campaña de Boyacá), en lo que era más sobresaliente era en el gabinete, en el bufete, en el escritorio. Semejantes actividades desesperaban a Bolívar.
Tales caracteres tan diversos, cuando se complementaron, fueron imparables; cuando se enfrentaron, marcaron una división tan honda en nuestra vida republicana que hoy todavía nos afecta. Se dice, con más o menos razón, que el conservatismo y el liberalismo colombianos son herederos directos, respectivamente, de Bolívar y Santander. En un momento dado de la historia, Santander fue la mano derecha de Bolívar; en otro, fue su más acérrimo enemigo. Los amigos de Santander intentaron asesinar a Bolívar cuando éste dio muestras de querer hacer el tránsito de libertador a dictador. Bolívar ciertamente fue capaz de comandar exitosamente unas fuerzas militares, pero nunca sabremos si hubiera sido capaz de gobernar exitosamente un país. Fue presidente, es cierto, pero prácticamente no ejerció la presidencia, que dejó en manos de Santander. Muy probablemente sus habilidades para el comando militar no se podían traducir al mando en la vida civil. Cuando quiso comandar una República, lo quiso hacer del mismo modo en que un general comanda sus ejércitos, y ese desatino le costó muchos enemigos. En síntesis, al decir de Germán Arciniegas, Bolívar era un guerrero: esa es toda su gloria. Santander, en cambio, era un civilista. El Palacio de Justicia nos recuerda su famosa frase en ese sentido: "¡Colombianos! ¡Las armas os han dado la independencia! ¡Las leyes os darán la libertad!".
Hoy la pasión de Santander por las leyes no le trae un buen nombre. Decimos que los colombianos somos “santanderistas” de manera peyorativa. El santanderista se ocupa de los vericuetos de la técnica jurídica hasta llegar a una maraña legal que no se puede calificar sino de absurda. Y a la ley se le concede una influencia sobre la sociedad que ciertamente no tiene: creemos que podemos eliminar el hambre, conceder empleo y alcanzar la felicidad por decreto. Somos excesivamente legalistas, pero a la vez nos burlamos de la efectividad de la ley: decimos que la ley se acata pero no se cumple; o que, hecha la ley, hecha la trampa; o que la ley es sólo para los de ruana, es decir, para el pueblo más bajo, no para la élite, que siempre se siente por encima de la ley.
Decimos que esta es parte de nuestra herencia de España, y tal vez lo sea. De España heredamos el derecho romano a través de los códigos napoleónicos, mientras que los países anglosajones se han dedicado a perfeccionar el derecho consuetudinario. No soy experto en estas materias, pero quizás la principal diferencia entre uno y otro tipo de derecho es que, en el derecho latino, la jurisprudencia no hace ley, mientras que, en el derecho anglosajón, sí la hace. En el derecho latino, tal como dice en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, no se puede condenar a un hombre sino de acuerdo con ley preexistente. Sólo está mal lo que una ley previa dice que está mal. Esto invita a la separación entre la ley y la moral, puesto que yo puedo hacer algo que está evidentemente mal simplemente porque no es ilegal. En el derecho anglosajón, un juez, incluso sin ley preexistente, puede juzgar si una conducta es punible o no, y su decisión se convierte en un precedente para posteriores decisiones. El juez puede condenar algo, incluso si no hay leyes previas que lo condenen, porque para juzgar hace uso, no de la ley, sino de la moral. Por lo tanto, la brecha entre moral y ley no puede ser muy grande. En el derecho latino, el juez no está por encima de la ley. En el derecho anglosajón el juez tiene una dignidad superior, que se representa incluso a través de la pompa y la indumentaria. En esa misma indumentaria, un juez colombiano no se vería más magno, sino simplemente ridículo.
Uno está tentado a decir que el derecho latino premia el procedimiento; el derecho anglosajón premia el resultado. Tal vez esto sea cierto sólo como tendencia, pero no parece dejar de tener verdad. Para ser justos, el derecho anglosajón no es indiferente frente al procedimiento. En las películas de policías vemos cómo, después de un arresto, al arrestado se le leen sus derechos: “tiene derecho a pedir un abogado. Si no tiene dinero para pagar uno, se le conseguirá uno de oficio. Tiene derecho a permanecer callado. Si decide renunciar a ese derecho, todo lo que diga podrá ser usado en su contra en una corte…”. En el famoso caso de O. J. Simpson vimos cómo, en un juicio penal, es crucial que haya evidencia incriminatoria más allá de una duda razonable. Pero también vimos que la misma evidencia que no sirve para condenar en un caso penal sí sirve para condenar en un caso civil. En consecuencia, O. J. Simpson es penalmente inocente, pero civilmente culpable. En síntesis, en el derecho anglosajón los procedimientos sí importan. Pero tal vez es cuestión de énfasis: el derecho anglosajón, sin abandonar el segundo, hace más énfasis en los resultados que en el procedimiento. Si sólo los procedimientos se hubieran cumplido, O. J. Simpson sería inocente.
En Colombia, en cambio, es perfectamente posible que los culpables escapen al alcance de la ley por cuestiones de procedimiento. Esto es muy claro en los organismos de control. Nadie duda de que en el Estado colombiano hay mucha corrupción, y que ella existe a pesar de los organismos de control. Pero es que los organismos de control no parecen controlar la corrupción; parecen controlar los procedimientos. Como funcionario (público, valga decir, para completar el pleonasmo), tengo que pasar por la humillación, en mis viajes de trabajo, de pedir una firma que certifique que, en efecto, utilicé el viaje para trabajar. Si alguien me firma, el viaje más inútil puede resultar justificado, y el control pierde su razón de ser. El control está basado en Colombia sobre la presunción de culpabilidad: yo tengo que demostrar que utilicé el viaje para el propósito indicado. Los verdaderos tramposos pueden, en cambio, desfalcar al Estado cumpliendo todos los procedimientos.
La misma discusión se puede transferir al campo de la justicia social. Nozick argumenta que una situación social sólo se puede evaluar como justa en términos procedimentales. Es el devenir de la situación lo que puede ser juzgado como justo o injusto, no la situación misma. Si yo hice mi riqueza sin explotarte a ti, no hay modo de decir que mi riqueza es injusta. Si yo respeté los procedimientos para hacer mi fortuna, mi fortuna es justa. Otros no piensan lo mismo. Para los socialistas no basta la “igualdad de oportunidades”. También importan los resultados. Si una sociedad permite las desigualdades económicas y de poder, es injusta, así los ricos no hayan robado a los pobres para obtener su riqueza. No basta con la igualdad de oportunidades. También importa la igualdad de resultados.
La discusión entre procedimientos y resultados es quizás la misma que la discusión entre forma y contenido. Es bien sabido que los colombianos somos dados a las peroratas vacuas de contenido. Es lo que llamamos la oratoria grecocaldense. Frases altisonantes, salpicadas de referencias a los clásicos, pero sin ningún significado intrínseco. Así, además, era como educábamos a nuestros abogados. En el pasado, el requisito básico para ser Presidente parecía ser gramático, como nos lo recuerda Malcolm Deas. Usted no podía bien gobernar sin bien hablar. Con las palabras justificábamos hasta lo injustificable. Está la historia, apócrifa quizás, de aquel Presidente bajo cuyo mandato perdimos a Panamá: “yo recibí un solo país y os entrego dos”: es el culto a la forma, es la incapacidad de evaluar según los resultados, llevados a una cumbre tan alta que no se distingue del cinismo. Afortunadamente, eso ha venido cambiando. Hoy ya no somos tan exigentes: ya no pedimos gramáticos en la presidencia. Pero nuestra afición por la charla inoficiosa no cesa. Nosotros no charlamos, sino que “arreglamos el país”. Y “arreglamos el país” en nuestras conversaciones una y otra vez, mientras que en la realidad parece tan descuadernado como siempre. Como los gramáticos de antaño, parecemos igualmente inhábiles para premiar según los resultados. La cultura de evaluar según los resultados sólo permea lentamente. Para evaluar según los resultados hay que medirlos, y los colombianos desconfiamos de las mediciones. Creemos que las cifras no describen, sino que enmascaran, la realidad. Aún hoy oigo gente inteligente que dice que la realidad de las cifras no es la realidad del país. Hasta con las cifras queremos engañarnos.
Con lo anterior no quiero decir que los procedimientos son irrelevantes. Yo creo que son muy importantes. Pero son simplemente una suerte de requisito mínimo; no son toda la historia. Me parece que la satisfacción de unos procedimientos no puede decir si los resultados de un proceso están bien, pero también me parece que ciertos procesos no pueden estar bien si no cumplen ciertos procedimientos mínimos. Tome la democracia, por ejemplo. La democracia no es más que procedimientos. Antanas Mockus insiste en que la democracia debe ser “reglas ciertas y resultados inciertos”. Qué buena frase: usted no puede torcer las reglas para inclinar los resultados a favor suyo. Las reglas deben ser neutras. La democracia está llena de procedimientos. Usted, para votar, tiene que ser ciudadano. Para probar su calidad de ciudadano, tiene que tener cédula de ciudadanía. Para votar en un lugar, tiene que tener su cédula registrada en ese lugar. Algunos procedimientos, pueden, en efecto, coartar los derechos. Si no tengo cédula, no puedo votar. Si no he registrado mi cédula en el lugar en el que resido, no puedo votar. Mi ciudadanía ha sido transferida a mi cédula, o al registro de la misma. En Inglaterra la cédula de ciudadanía no existe. En Inglaterra yo no soy ciudadano por tener cédula: yo soy ciudadano por ser yo. Esto, para un latino, suena simplemente incomprensible, o la oportunidad perfecta para hacer trampa.
En síntesis, yo creo en un balance entre procedimientos y resultados. Fijarse sólo en los procedimientos estultifica, como sucede con el santanderismo colombiano. Fijarse sólo en los procedimientos priva a la ley de su contenido moral, convierte en culpables a los inocentes, y legitima cualquier resultado, por malo, injusto o irracional que sea. Los procedimientos desbordados terminan en una burocracia desbordada, que reparte firmas y sellos sin criterio. Así que la única protección contra la estupidez de los procedimientos es revisar constantemente los resultados que producen. Desconfío de los arreglos puramente procedimentales. Santander estaba en lo cierto cuando demandaba el diseño y el respeto de un marco institucional. Pero el respeto a ese marco institucional no es toda la historia. Dentro de ese marco se deben obtener resultados. Sin embargo, tampoco está bien obtener resultados sin respetar los procedimientos, como parecía pretender Bolívar, el hombre providencial que parecía sentirse por encima de las leyes. Juntos, Bolívar y Santander, produjeron resultados extraordinarios. Separados, marcaron el comienzo de una patria que todavía no ha podido encontrar su propósito.
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