Se cumplen por estos días 25 años del asesinato de Luis Carlos
Galán, el líder político liberal. En un juicio personal, se puede decir que su
asesinato fue uno de los tres magnicidios más importantes del siglo XX en
Colombia. Los otros dos serían el de Rafael Uribe Uribe, en 1914, y el de Jorge
Eliécer Gaitán, en 1948. Casualmente, o quizás no, todos fueron liberales. Como
los otros, el asesinato de Galán marcaría la historia de Colombia.
Galán se destacó por buscar la renovación liberal y política.
Buscó que la política estuviera libre de las influencias de la corrupción y el
narcotráfico. En una palabra, intentó separar a las mafias de la política. Ese
esfuerzo le costó la vida.
La muerte de Galán fue un golpe de desesperanza para toda una
generación. Yo recuerdo vívidamente cuando recibí la noticia, y esperaba
absurdamente que hubiera un error en ella.
De origen llerista, Galán creó su propio movimiento disidente
liberal, el Nuevo Liberalismo, después de que Carlos Lleras, a quienes muchos
veían como “el mejor presidente de Colombia en el siglo XX”, perdió la
posibilidad de volverse a presentar como candidato a la presidencia de la
República por el Partido Liberal en las elecciones de 1978, al ser derrotado
por Julio César Turbay, un candidato que muchos veían como intelectualmente
inferior, pero políticamente más hábil, que Lleras.
Irónicamente, la mayor efectividad de la disidencia galanista se
vivió en las elecciones presidenciales de 1982, cuando fue elegido como
presidente de la República el candidato de origen conservador Belisario
Betancur. Y digo “irónicamente” porque en esas elecciones el principal
derrotado fue Alfonso López Michelsen, el candidato liberal que también había
comenzado su carrera política con una disidencia frente al Partido Liberal, el
Movimiento Revolucionario Liberal (MRL), una de cuyas principales banderas era
la oposición al Frente Nacional. Para muchos, la división en 1982 entre el
lopismo y el galanismo fue la causa de la derrota liberal, y muchos liberales
“oficialistas” o lopistas culparon de “traición” a Galán. Pero, para ese
entonces, ya era evidente la necesidad de la depuración liberal.
Para el momento de su muerte, Galán ya había pactado su retorno al
Partido Liberal (los galanistas más fanáticos también considerarían esto una
traición a los ideales del Nuevo Liberalismo), era candidato a la presidencia
de la República por ese partido, e iba a ser, con casi total seguridad,
presidente de Colombia. Pero las mafias lo mataron. Aún hoy no está plenamente esclarecida
su muerte. Y uno puede preguntarse: si el Estado no ha sido capaz de esclarecer
el asesinato más importante de Colombia en los últimos 25 años, ¿qué tipo de
justicia pueden esperar los colombianos?
El asesinato de Galán fue una señal clara de la fragilidad
institucional colombiana. Muerto Galán, y prematuramente puesto César Gaviria
en la presidencia de la república por delegación del entonces adolescente hijo
de Galán, Juan Manuel, en el entierro del líder (delegación que no satisfizo a
todos los galanistas, pues los más fanáticos no veían a Gaviria como
galanista), Colombia se embarcó en una reforma institucional profunda,
caracterizada por una nueva Constitución y un proceso de apertura económica, en
un contexto de promoción de políticas económicas de corte neoliberal.
De la Constitución de 1991 se pueden decir muchas cosas: que fue
una renovación necesaria de nuestro marco institucional, para superar de una
buena vez la mentalidad frentenacionalista y desarrollar nuestra democracia;
que fue un pacto de paz (el M-19 sacó buena ventaja de su reincorporación a la
vida civil en el proceso constituyente); que fue un acuerdo de minorías (mucha
gente ha señalado la baja votación que obtuvo la Asamblea Constituyente y la
alta participación de dos grupos minoritarios: el M-19 y el Movimiento de
Salvación Nacional de Álvaro Gómez Hurtado); que fue el resultado de una
alianza con el narcotráfico (muchos han señalado la coincidencia de que las
discusiones al interior de la Asamblea se destrabaron cuando esta aprobó la
prohibición de extraditar nacionales, que era la forma más efectiva que tenía
el Estado colombiano de castigar a los mafiosos narcotraficantes). Sin lugar a
dudas, la Constitución de 1991 no fue la panacea que imaginamos los que, en esa
época, como jóvenes, la defendimos, y ha traído muchos problemas. Pero fue un
paso adelante en el desarrollo institucional colombiano, el cual tal vez se
pueda corregir, pero no se puede reversar: ese patrimonio, aunque imperfecto,
hay que cuidarlo.
Del proceso de apertura se puede decir que el gobierno de César
Gaviria marcó la división del liberalismo en dos tendencias: la neoliberal,
liderada por César Gaviria, y la socialdemócrata, liderada por Ernesto Samper.
Gaviria no consiguió un sucesor para su mandato. Por el contrario, fue sucedido
por Ernesto Samper, quien, aunque de su mismo partido, intentó reversar las
políticas neoliberales, pero que, en la práctica, no hizo sino ratificar la
profunda decadencia del Partido Liberal y, en general, de la política
colombiana, al confirmar los vínculos entre las mafias y la política. El
gobierno de Samper no fue sino un desastre de ingobernabilidad, por las
acusaciones que recibió de aceptar dineros del narcotráfico para financiar su
campaña presidencial.
De esta manera, se puede hacer una alegoría simple: el país
empezaba a mirar el neoliberalismo como respuesta a los excesos del estatismo
socialdemócrata. No es que el Estado fuera fuerte en esa época (más bien, todo
lo contrario: la tributación como proporción del PIB era aún más baja que
ahora, y la incapacidad del Estado para hacer presencia en todo el territorio
nacional era todavía más manifiesta que ahora), sino que era percibido como
corrupto: la gente empezó a mirar el mercado como una alternativa a los
vínculos manifiestos entre política, corrupción y mafias. Duele constatar hoy
que uno de los pocos condenados por el asesinato de Galán es uno de los
políticos más brillantes de su generación, Alberto Santofimio Botero, pero
también unos de los más pérfidos. Y aquí cabe preguntarse por qué parece ser
que los colombianos tenemos tanta inteligencia para el mal.
Después de Samper, el liberalismo perdió el poder. A pesar de la
amplia acogida del liberalismo, no podía ser de otra manera. El país empezó a
virar a la derecha. Vino el gobierno de Andrés Pastrana, una especie de
neoliberalismo light en el cual el
país se sumió en la más profunda sima: las crisis económica y de seguridad más
agudas que haya vivido el país. Los años 90 fueron, prácticamente, una década
perdida para Colombia, y para el año 2002 el país fácilmente clasificaba como
un Estado fallido.
Luego vino Álvaro Uribe, y se concentró en mejorar las condiciones
de seguridad. Los indicadores económicos también empezaron a mejorar. Si Uribe
se hubiera contentado con un mandato, hoy sería recordado como el salvador de
Colombia. Pero no se contentó. Al tiempo que el país mejoraba, Uribe se empezó
a volver más mesiánico y fanático. Sus vínculos con la extrema derecha se fueron
volviendo más fuertes, o por lo menos más claros. Y hoy muchos de los vicios de
sus dos mandatos son recordados por los pleitos judiciales que han tenido que
enfrentar muchos de sus segundos.
Hoy, a los 25 años de la muerte de Galán, cabe
hacerse la eterna pregunta histórica de siempre: ¿qué hubiera pasado si no
hubieran matado a Galán? Quizás la historia hubiera sido muy distinta. Estos
últimos 25 años, que han sido los años de mi vida adulta, causan mucho dolor,
pero también dan cierto pie para la esperanza. Ciertamente Colombia es hoy un
país más desarrollado que el de hace un cuarto de siglo. Sin embargo, la
pobreza, la desigualdad, el narcotráfico y la corrupción están a la orden del
día. Estamos ad portas de un pacto de paz, pero quizás la violencia no se
extinga de un momento a otro. No es fácil examinar lo que en efecto es la vida
de uno. ¿Pudo Colombia ser mejor? Sin ninguna duda. ¿Ha vencido Colombia a los
enemigos que mataron a Galán? No del todo. Pero no quisiera hacer una
evaluación enteramente pesimista de estos 25 años. Tal vez con Galán las cosas
hubieran salido mejor, pero el sueño y la posibilidad de un país mejor todavía
están ahí, y, a pesar de las dificultades, el país sigue mirando para adelante.
El mejor homenaje que se le puede hacer a Galán es mantener en alto sus
banderas: porque la triste realidad es que aún son necesarias.
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