En octubre o noviembre pasado estuve en Sudáfrica. Solo hasta ahora cuelgo mi "informe" sobre ese viaje.
Aquí estoy, en Ciudad del Cabo, Sudáfrica. Aquí estoy, como diría la canción de Paul Simon, bajo cielos africanos. El cielo es azul y bello, con nubes como motas de algodón blanco. Así como Bogotá está tutelada por el cerro de Monserrate, Ciudad del Cabo está tutelada por la Table Mountain, una meseta con laderas talladas por el viento y, quizás, hace muchos años, por el mar. Los capetonianos dicen que es una de las montañas más viejas del mundo (260 millones de años. Los Andes -las montañas, no la universidad- tendrían 250 millones de años). También dicen que es una de las más bellas. A los colombianos nos gusta decir que tenemos la montaña costera más alta del mundo (la Sierra Nevada de Santa Marta, que es ciertamente espectacular), pero los 1.000 metros sobre el nivel del mar de la Table Mountain no dejan de impresionar. Yo, naturalmente, llegué a su cúspide, aunque el mérito de tal hazaña está un poco disminuido por el hecho de que hay un teleférico que ahorra buena parte de las dificultades. Mi mayor mérito fue no haber añadido mi nombre a la lista de personas que han muerto en la montaña, seguramente por no haber seguido las obvias recomendaciones de seguridad que uno encuentra por todas las rutas. Yo tampoco las seguí, pero viví para contarlo. La diferencia entre Bogotá y Ciudad del Cabo es que, mientras el cielo en Bogotá es frecuentemente gris, aquí, en Ciudad del Cabo, es azul, abierto e infinito. Solo en la cumbre de Table Mountain el cielo es encapotado.
Es imposible venir a Sudáfrica y no pensar en los orígenes de la humanidad. África en general, y Sudáfrica en particular, son una rica fuente de fósiles de homínidos. Fue aquí, en 1924 o 1925, donde encontraron el primer Australopithecus (el "mono del sur"), el niño de Taung. El ser humano moderno también proviene de África, y no puedo evitar sentir una profunda emoción al volver al sitio de donde surgimos, hace unos 150 mil o 200 mil años. Imagino el larguísimo viaje que los seres humanos siguieron desde África hasta América, vía el congelado estrecho de Behring, que comenzó hace unos 50.000 años y terminó hace unos 20.000. Mis ancestros directos, aquellos por los cuales llevo mis apellidos, debieron haber cruzaron el Atlántico hace menos de 500 años. Supongo que mis casi 24 horas de viaje para llegar a Ciudad del Cabo son una molestia menor, comparada con el tiempo que les tomó a mis antepasados llegar a Colombia. De hecho, mi padre fue el primer Castellanos en llegar a Bogotá. Con esto no quiero decir que sea el único Castellanos en esa ciudad, sino que yo mismo soy un inmigrante tanto en Bogotá como en Ciudad del Cabo. Solo 10.000 generaciones me separan de los primeros humanos, mil generaciones de los primeros americanos y máximo 20 o 25 generaciones de los primeros americanos con mis apellidos. Todos estamos de paso en este planeta.
Ciudad del Cabo se llama así porque está vinculada con un cabo que su descubridor, el portugués Bartolomé Díaz, denominó el Cabo de las Tormentas. Nombre premonitorio, porque una tormenta en ese lugar le costó la vida. La importancia de ese cabo es que señala el fin del viaje hacia el sur cuando se viaja por la costa occidental de África. Por eso el rey portugués decidió rebautizarlo, y llamarlo Cabo de Buena Esperanza, porque con ese lugar los portugueses de finales del siglo XV, como Vasco de Gama, siguiendo el sueño del rey Enrique el Navegante, probaron que el viaje al oriente por mar era posible, con lo cual se rompía el monopolio de la República de Venecia en el comercio con el oriente. En el cabo, pues, se juntan dos océanos: el Atlántico y el Índico. Como la ruta hacia el oriente por el sur estaba tomada por los portugueses, a los españoles, con Colón, no les quedó más remedio que viajar hacia el oeste con la esperanza de toparse con el oriente. No lo encontraron: a cambio, nos hallaron a nosotros. Pero no fueron los portugueses los que se establecieron en lo que hoy es la Ciudad del Cabo. Ellos tuvieron que contentarse con controlar Angola y Mozambique.
Fueron los holandeses quienes, en el siglo XVII, establecieron una base de abastecimiento para sus flotas de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales en Ciudad del Cabo. Los colonos holandeses prosperaron en la región, sin mezclarse con la población indígena, pero sí usándola como fuerza de trabajo. Surgieron así unos africanos blancos (afrikaners) que aún hoy hablan un dialecto del holandés, el afrikaans, junto con una buena proporción de gente de color que aprendió (y le aportó a) esa lengua.
Los nativos que los holandeses encontraron fueron, esencialmente, dos grupos humanos cuyos nombres recuerdo desde pequeño, porque su sonoridad me encanta: los hotentotes y los bosquimanos, hottentots y bushmen (hombres de los arbustos). Se supone que estos hombres, que más que negros son cobrizos, llevan unos estilos de vida muy primitivos, porque no practican la agricultura: los bosquimanos son un pueblo de cazadores-recolectores, como se supone que fueron los primeros seres humanos, y los hotentotes un pueblo de pastores. Aquí en Suráfrica he aprendido que los bosquimanos se llaman San y los hotentotes Khoe, o Khoi, o Khoikhoi, y que los dos pueblos juntos se llaman Khoisan. También he aprendido que no es que el estilo de vida de los Khoisan sea primitivo, sino que es perfectamente adaptado a las condiciones ecológicas de las tierras donde viven. Quién sabe si todavía quedan Khoisan por ahí, con sus estilos de vida tradicionales. No lo creo.
Cuando los holandeses, que eran granjeros, se expandieron, convirtiéndose en "granjeros en carretas" (trekboers), se encontraron con pueblos más negros que cobrizos, los bantúes. Así, los colonos holandeses encontraron los dos grupos a quienes iban a dirigir su racismo: los negros bantúes, y los "coloured".
Yo también aprendí hace tiempo otro nombre para los bantúes, que utilizamos mucho en Colombia. Hoy, en Colombia, le decimos "cafre", no al bantú original, sino al colombiano maleducado. Pero, seguramente, cuando decimos "cafre", decimos tanto de la persona a quien así denominamos como de nosotros mismos: usar la palabra "cafre", en el sentido en el que la utilizamos, es una medida de nuestro racismo e ignorancia, un racismo inconsciente importado de Suráfrica, y una ignorancia que nos impide saber que "cafre" realmente significa "bantú" (o negro), y no otra cosa. Qué lástima que en Colombia decir "usted es mucho indio", o "mucho cafre", siga siendo un término despectivo.
Ciudad del Cabo fue conquistada por los británicos a principios del siglo XIX, cuando se convirtió en un lugar estratégico para controlar el imperio de la Inglaterra victoriana. La ciudad es, pues, una ciudad europea enclavada en suelo africano. Algunos dicen que es la única ciudad que vale la pena conocer de Sudáfrica. No me quiero imaginar qué quieren decir con eso. Ciertamente es una bella ciudad, con su arquitectura, su puerto, sus montañas, sus cabos y sus playas. Dicen que, en Sudáfrica, los blancos viven en ciudades, y que los negros viven en el campo. Ciertamente Cape Town es una ciudad de blancos atendida por negros. Todavía hay un barrio, District Six, donde solo quedan los pastizales de las casas de los negros que fueron arrasadas para expulsarlos de la ciudad.
La tradición portuaria de la ciudad es manifiesta. Es fácil imaginar a los barcos portugueses, holandeses o ingleses parando acá, en su ruta a la India, Java, Macao, Hong Kong o Australia. Imagino el alivio de los cansados navegantes cuando veían la Table Mountain. Sir Francis Drake (nuestro Francis Drake), dijo que el cabo de esta ciudad era "el mejor en todo el mundo". Al parecer, no quedó muy impresionado por Cartagena. El hotel en el que estoy alojado, construido sobre el viejo puerto de Ciudad del Cabo, guarda como decoración una vieja ancla del siglo XIX, que recuerda la naturaleza portuaria de esta ciudad.
Entre los colonos holandeses y los conquistadores ingleses había una diferencia profunda: los primeros sí eran esclavistas y los segundos no, pero, naturalmente, eso no quiere decir que los británicos no albergaran sentimientos de superioridad frente a los africanos. Todos sabemos que los ingleses victorianos fueron la cúspide de la civilización. La persecución de los ingleses a los holandeses africanos y el descubrimientos de las minas de oro y diamante más importantes del planeta indujeron a los afrikaners a desplazarse hacia el noreste, quienes, en el proceso, se enfrentaron con las tribus nativas, más notablemente los zulus; fundaron un conjunto de "estados libres"; y desarrollaron un síndrome de minoría perseguida, que luego sería muy importante para justificar el apartheid como una medida necesaria para garantizar la seguridad de la minoría blanca en África: el mismo argumento que hoy utilizan los israelíes para oprimir a los palestinos. Espero que los negros, en el futuro, no se vuelvan un pueblo opresor, como los judíos, que pasaron de sufrir el Holocausto a subyugar a los palestinos.
Los zulus fueron unos guerreros formidables, que opusieron grandes dificultades a la expansión anglo-afrikaner. Recuerdo que, cuando pequeño, coleccioné figuritas de guerreros de diversas culturas que venían en las cajas de Corn Flakes. Había, si recuerdo bien, samurais, mongoles, vikingos y zulus. El guerrero zulu, con su escudo y su lanza, me fascinó. Así fue como aprendí del gran jefe Chaka de los zulus. Luego, en la universidad, tuvo un compañero y amigo que se llamaba Andrés Zuluaga. A un Zuluaga, naturalmente, le dicen zulu en el colegio, y a Andrés le decían chaka zulu. No cabe duda: mi generación, de niña, sabía de los zulus.
Finalmente, los ingleses arrebataron el control de Sudáfrica a los colonos de origen holandés a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, en la dos "guerras de los boers". Recuerdo que a mí me costó entender quiénes eran los boers. Yo imaginaba que eran otra tribu africana, como los zulus. Pero no. Eran africanos, pero blancos. El joven Winston Churchill participó en la segunda de esas guerras, y sus memorias sobre esos eventos estuvieron entre sus primeras obras literarias, que después le ganarían el premio Nobel de literatura.
Por esa misma época, un joven abogado indio también vivía en Sudáfrica. Fue allí donde tuvo una experiencia de vida transformadora: fue forzado a bajarse de un tren por ser una persona de color. En menos de medio siglo, ese mismo joven, ya convertido en un anciano inofensivo, arrebataría la joya más preciada de la corona imperial británica: en efecto, fue en Sudáfrica donde Mohandas Gandhi, el Mahatma, adquirió su consciencia india y no violenta, con la cual habría de lograr la independencia de India del Reino Unido en 1948.
Sudáfrica no se independizaría del Reino Unido sino hasta 1961. Pero en 1910 había nacido como país unificado dentro de la Mancomunidad Británica de Naciones: the Union of South Africa, cuyas lealtades al Reino Unido no siempre fueron firmes: algunos afrikaners estuvieron tentados a apoyar a Alemania en la Primera Guerra Mundial, y derivaron lecciones de los nazis en la Segunda.
En 1948 los afrikaners introdujeron el régimen que habría de traerle un oprobio profundo a Suráfrica: el apartheid.
En 1964, después de levantamientos y masacres, un joven negro, Nelson Mandela, fue encarcelado por oponerse al apartheid. Iba a durar 27 años en prisión: fue liberado en 1991. De ellos, estuvo 18 en la prisión de Robben Island, una isla que queda muy cerca de Ciudad del Cabo. Yo sabía de antemano que podría hacer muy poco turismo en Sudáfrica, pero estaba determinado a que, si solo podía ver una cosa, ella sería la cárcel de Mandela. La celda de Mandela sigue como él la dejó, tan grande como el baño del cuarto del hotel donde me estoy quedando, pero sin las facilidades propias de un baño, y sin cama. Hoy exconvictos políticos sirven de guías en el tour por la prisión. A mi guía tuve ganas de preguntarle qué se siente. Qué se siente todo ello: preferir ser prisionero que humillado, los años de prisión, Sudáfrica libre, trabajar como hombre libre en el mismo lugar donde uno estuvo encarcelado. No fui capaz. Solo le pregunte si todos los prisioneros eran políticos. Me dijo que sí.
En la cárcel, Mandela tuvo una transformación impresionante. De revoltoso, pasó a ser una figura de una autoridad moral tan grande que su salida de prisión significó el colapso del sistema del apartheid. Con todas las razones para odiar a los blancos, propuso en cambio una Sudáfrica unida, una nación arco iris (a rainbow nation), como el mismo la llamó. Una nación con 11 lenguas oficiales, de las cuales solo dos son europeas, el afrikaans y el inglés, y todo el mundo habla inglés con un acento tan fuerte que mi inglés suena como el más impecable British English. Mandela trabajó en que Sudáfrica tuviera una de las constituciones más progresistas del planeta (con Colombia, se podría decir). A los tres años de haber salido de prisión, Sudáfrica tuvo las primeras elecciones libres de su historia, y Mandela, con 76 años, fue elegido presidente en las primeras elecciones en que pudo votar. Recuerde: las mujeres solo pudieron votar en Colombia a partir de 1957. Los negros, en Sudáfrica, solo a partir de 1994.
El genio de Mandela se cuenta con una anécdota. En 1995, el campeonato mundial de rugby tuvo lugar en Sudáfrica. Esto era un reconocimiento internacional al país por haber eliminado el apartheid. Antes, como una sanción a ese sistema, a los deportistas sudafricanos se les prohibía participar en competencias internacionales. En Inglaterra, el rugby es un deporte de clase alta, y el fútbol un deporte de la clase trabajadora. Alguna vez un inglés definió el fútbol como un deporte de caballeros jugado por villanos, y el rugby como un deporte de villanos jugado por caballeros. En ningún lugar ese dicho aplicaba mejor que en Sudáfrica. Allí, el rugby era un deporte de blancos. Solo un negro había sido incorporado como jugador al equipo. No había posibilidad de que los negros fueran al estadio a apoyar al equipo de blancos que representaba a su país.
Mandela fue al estadio. Fue con la camiseta de los springboks (el springbok es una gacela cuyo nombre también se utiliza para designar a los jugadores sudafricanos de rugby). La multitud, en su mayoría blanca, rugió de emoción al ver a su presidente, el primer presidente negro en la historia de Sudáfrica, vestido con los colores de los springboks. El mensaje del presidente era claro: "desde hoy, los springboks no solo representan a los blancos de Sudáfrica, sino a toda Sudáfrica. Toda Sudáfrica, la blanca y la negra, está detrás de ustedes". Y los springboks respondieron a la confianza depositada ganando el campeonato del mundo. La historia es cierta, y está contada en una película de Clint Eastwood, Invictus, basada en un libro, Playing with the Enemy, de John Carling, un exjugador de rugby inglés. 16 años después, una confiada Sudáfrica fue capaz de organizar el campeonato mundial de fútbol, el deporte de los negros. No ganó, pero dejó su mensaje: "nos estamos convirtiendo en la única potencia económica de África: ya no pueden ignorarnos". Shakira cantó en Sudáfrica el waka waka, una canción africana tradicional, y hoy todos vamos a los estadios con vuvuzelas.
Yo fui testigo en Inglaterra de todo el proceso de liberación y llegada al poder de Mandela en Sudáfrica, y vi allá cómo la solidaridad internacional fue crucial para poder fin al régimen del apartheid. Una canción del grupo Simple Minds, Mandela Day, se convirtió en un himno para mí: recordaba que Mandela, en 1989, llevaba 25 años en prisión por oponerse a la discriminación. Vi las manifestaciones en las calles. Británicos apoyando a los negros sudafricanos. Entendí lo humillante que era para los sudafricanos blancos que su equipo de rugby no pudiera jugar con Inglaterra, porque, por el apartheid, los deportistas sudafricanos estaban excluidos de todas las competencias internacionales. Leí el libro de Mandela, Long Walk to Freedom.
En Inglaterra, la cuna de la civilización moderna, de la mano de estas influencias, aprendí qué significa realmente ser civilizado. Y aquí va lo que ahora entiendo. Todos los seres humanos tenemos una dignidad intrínseca, que debe ser respetada. Usted no puede negar la humanidad de ningún ser humano. Negársela, o aceptar un régimen que se la niegue, es un pecado que se comete, no contra él, sino contra uno mismo.
Estoy sentado en una conferencia sobre educación financiera rodeado de negros (y algunos blancos): negros bellos, negros buenos, negros tratando de afirmar su lugar en el mundo. Eso es todo lo que veré de África. Habrá tantas cosas que no veré en este viaje. No veré la vida natural, ni la pobreza ni la violencia de África. Solo veré los cielos africanos, e imaginaré el resto. Sudáfrica es el país más rico del continente. Él solo explica el 25% del PIB continental. Esto no es mucho mérito, pues África es el continente más pobre sobre la faz de la tierra. Además tiene una de las peores distribuciones del ingreso en el mundo. Pero en este viaje solo vi dos pobres (es decir, vi muchos más, todos negros, pero solo interactué con dos de ellos). Sé que al sur hay focas y ballenas y pingüinos y tiburones blancos, y que al norte hay elefantes, leones, hipopótamos, pobreza, sida y un continente sin esperanza. Hace unos días fue asesinado Gaddafi, y uno se pregunta si eso abrirá un nuevo futuro para Libia, o si, por el contrario, como tantas veces sucede en África, lo que inicialmente parece una esperanza, como el proceso de descolonización de los años 1960, se vuelve una nueva decepción. No olvido que lo que pago por una noche de hotel acá es igual al salario anual de muchos africanos. Pero veo a mi alrededor a todas esas "caras lindas de mi gente negra", y entiendo que su lucha no es muy distinta de la mía.
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