Acabo de leer un libro interesante, Desarraigo, de Eduardo Peláez Vallejo. Está en las mismas ligas del éxito de Héctor Abad Faciolince, El olvido que seremos. Ambos hablan de las tierras antioqueñas, del padre y la nostalgia. Ambos tratan de exorcizar el hecho de que sus padres, seres quizás no perfectos, pero fundamentalmente buenos, fueron asesinados. En ese sentido, ambos libros son una interrogación profunda sobre la mala índole de los colombianos. La mala leche, que diríamos nosotros. La mala leche, que sugiere que, en nuestra niñez, somos alimentados, no con (buena) leche, sino con hiel y con veneno. En una cita que se refiere al río San Jorge colombiano, pero que se podría aplicar a Antioquia, o a toda Colombia, Peláez escribe que "La violencia se contrae en el San Jorge, como una enfermedad tropical; y la paz no germina en esa tierra".
Es evidente que a ambos autores les costó terriblemente, como es natural, lidiar con el asesinato del padre. Les costó años, y les costó lo que cuesta convertir el horror en una bella obra literaria. Pocos tienen el talento de sublimar en arte la violencia, y me pregunto cuántos en Colombia han tenido que aceptar las secuelas de esa tragedia en sus vidas sin poder acceder al recurso de la literatura, o, para esos efectos, a cualquier otro recurso.
Uno que sublimó el asesinato de su padre de manera distinta fue Álvaro Uribe Vélez. Poco se ha reflexionado sobre la influencia de ese hecho en su gobierno. Yo creo que esa influencia fue determinante. Un experto habrá de hacerle el psicoanálisis a ese fenómeno, pero yo creo que Álvaro Uribe fue presidente para vengar el asesinato de su padre. Es curioso: a algunos les matan al padre y escriben un libro, mientras que otros reaccionan volviéndose presidentes de la república.
Sobre el gobierno de Álvaro Uribe la historia no ha dado su veredicto final. En lo personal, soy más uribista que los antiuribistas, y soy más antiuribista que los uribistas. En ciertos sentidos, el gobierno de Uribe fue extraordinario. En otros, Colombia respira aliviada porque el gobierno de Uribe ya llegó a su fin.
Dada la posición en la que estoy, no espero que nadie interprete bien lo que voy a decir: me parece que, en el fondo, el gobierno de Álvaro Uribe fue de mala índole, porque su objetivo final, el objetivo que subsumía a todos los demás objetivos, era vengar la muerte de su padre. Vengarla de manera sublimada, porque la venganza no sería una venganza burda, sino una venganza implementada y ejecutada por el Estado. Una venganza, en fin de cuentas, justa, porque las muertes de los padres de Abad, Peláez y Uribe con toda probabilidad no fueron justas, y merecen venganza. Porque vengar una muerte injusta, sobre todo si es del padre, es quizás un imperativo moral.
Pero nada bueno, a la larga, se puede esperar de quien actúa primariamente movido por la venganza. Lo que quizás es justificado, y hasta bueno, en un individuo, no puede ser el norte moral para un país.
Uribe, por un lado, y Abad y Peláez, por otro, reaccionaron muy distinto a los asesinatos de sus padres. La respuesta de Abad y Peláez fue quizás menos varonil, más resignada, más inadecuada desde un punto de vista social, pero también más adecuada desde el punto de vista de la sanación y el alivio personal. La respuesta de Uribe fue más necesaria en una sociedad cansada de sentirse manoseada y abusada. Pero uno no puede vivir con el odio en el alma. Abad y Peláez escogieron encontrar solaz en el recuerdo del padre, el padre imperfecto pero con el cual se vivieron momentos de felicidad y de ternura. No han sido capaces de saber si la venganza es dulce, y no han sido capaces de explicarse el sinsentido de Colombia, pero han revelado una humanidad sin la cual el futuro de nuestro país no podrá construirse.
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