Colombia se apresta a cumplir 200 años de vida independiente. Quizás uno deba empezar por preguntarse si esta debe ser una ocasión para celebrar. Cuando se cumplieron los 500 años del descubrimiento de América, en 1992, muchos dudaban de que hubiera ocasión para la celebración. Desde un punto de vista que podemos llamar “indigenista”, algunos se preguntaron cómo se puede celebrar el aniversario de la invasión de Europa a América.
Yo no compartí ese punto de vista. Todo lo que soy es producto del encuentro, brutal a veces, entre Europa y América. El “descubrimiento” de América añadió un “Nuevo Mundo” al planeta, con toda la carga de esperanza que esa novedad podía traer.
El encuentro entre Europa y América produjo al menos dos Américas, una anglosajona y otra latina. Mientras que en la América del norte el blanco exterminó al indio y segregó al negro, en Nuestra América se produjo ese fenómeno especial del mestizaje, del cual soy hijo. Mientras que el (norte)americano es un europeo desarraigado, el latinoamericano es un mestizo criollo. Hablo español, y entiendo mi deuda con Europa. Pero yo no soy solo caballo y hierro: también soy maíz y oro.
Mi hipótesis es que los sueños de esperanza que el Nuevo Mundo significó para el planeta se han realizado menos en la América latina que en la anglosajona. En este sentido, la América latina ha sido una experiencia fallida. Una frase brutal de Samuel Guy Inman, que yo leí citada en un libro de George Pendle (A History of Latin America, 1976, p. 225) dice que:
"El mundo difícilmente mirará a los latinoamericanos para liderazgo en democracia, en organización, en negocios, en ciencia, en rígidos valores morales. De otro lado, América Latina tiene algo qué contribuir a un mundo industrializado y mecanístico con respecto al valor del individuo, el lugar de la amistad, el uso del ocio, el arte de la conversación, las atracciones de la vida intelectual, la igualdad de las razas, la base jurídica de la vida internacional, el lugar del sufrimiento y la contemplación, el valor de lo impráctico, la importancia de la gente sobre las cosas y las reglas" (en inglés en el original).
Es cierto. Hay cosas en las que no le hemos aportado mucho al mundo. El desarrollo de la ciencia no se ha hecho en América latina. Tampoco hemos producido los más grandes teóricos de la filosofía política. Nuestro registro en materia de derechos humanos es deplorable. Tal vez donde podemos hallar los aportes latinoamericanos más distintivos al mundo es en el terreno del arte: la pintura y la escritura. Un Alfaro Siqueiros, un Rivera, un Guayasamín, un Pablo Neruda, un García Márquez, son campeones universales. Pero, en una mirada amplia de las cosas, los latinoamericanos no hemos estado a la altura de las expectativas que creó la noción del Nuevo Mundo.
Cosa distinta ha sido con Estados Unidos, que supo convertirse en potencia económica, militar y científica. Los aportes que América le ha hecho al mundo en materia de democracia provinieron de los pensadores norteamericanos que redactaron la Declaración de Independencia y la Constitución. Es cierto que Colombia fue primero democracia que Alemania o que Italia, pero nuestra democracia luce hoy más frágil que la de esos países. Cuando hablamos del Sueño Americano, deberíamos hablar más propiamente del sueño norteamericano. La América latina no ha sabido crear una mitología tan poderosa, una imagen de posibilidades y de futuro tan evocadora y atrayente.
Uno mira a Colombia en sus 200 años, y da más lástima que otra cosa. Mientras Estados Unidos, comenzando con 13 pequeñas colonias en la coste este, logró conquistar todo un continente y crear una federación de 50 estados, así para eso hubiera que desplazar a nativos, franceses, españoles y mexicanos, en América latina no hemos hecho más que dividirnos. Pendle, en la obra que cité atrás (p. 231), lo pone en términos nuevamente brutales: "En lo que respecta a los asuntos públicos, quizás la característica latinoamericana más importante es el hábito de no cooperar" (en inglés y con énfasis en el original).
Miranda soñó el nombre de Colombia para hacerle justicia a Colón con un país que iría desde el Río Grande hasta la Patagonia. Bolívar tuvo la energía para liberar a media América y unirla bajo el nombre de la Gran Colombia. Pero, muerto ese hombre excepcional, en contravía de nuestra geografía y nuestra historia, no hemos hecho más que distanciarnos. Hoy tres países se arropan con la bandera que soñó Miranda para su Colombia, pero de los sueños de unidad no queda nada. Colombia no es ese gran país que soñó el venezolano, sino un paisito retraído y tímido que pega por debajo de su peso específico en la escena internacional. Hoy nos cuesta pensar en grande.
Hace 200 años nos independizamos de España. Un vistazo rápido nos enseña que ese no fue un hecho aislado. Lo que pasó en Colombia estaba pasando en toda América latina. El bicentenario no es una fiesta nacional sino continental. Sin embargo, más nos demoramos en lanzar el grito de independencia que en ponernos a pelear. Lo primero que hicimos con nuestra libertad fue crear una Patria Boba, dividida entre centralismo y federalismo. No sorprende que, a la primera oportunidad, nos reconquistara el español, matando a nuestros mejores hombres y mujeres. Se necesitaron un Bolívar y un Santander, trabajando en conjunto, para volvernos a liberar. Colombia tiene el honor de haber apoyado la liberación de media América. Los dos grandes, Bolívar y San Martín, sabían que sus gestas no se podían limitar a sus países de origen: ambos sabían que había que expulsar al español de Perú, que era el corazón de América. Parlamentaron, y la tarea que había comenzado San Martín la terminó Bolívar. En esa época era normal que los venezolanos y los argentinos y los neogranadinos fueran por sobre todo americanos.
Pero pronto nos deshicimos de los gigantes. San Martín prefirió el exilio, y en la Gran Colombia los santanderistas acabaron con Bolívar. La Gran Colombia no duraría mucho. Páez se encargaría de separar a Venezuela, y Flores se encargaría de separar a Ecuador. El siglo XIX en Colombia fue una sola guerra civil, que desembocó en la vergüenza eterna de la pérdida de Panamá. Ni la localización estratégica nos salvó de la irrelevancia internacional.
El siglo XX no ha sido mucho mejor. La modernidad tardó en llegar. Luego se consolidó la violencia entre liberales y conservadores. Por último, nos cayó el narcotráfico, la guerrilla y los paramilitares. Hay, es cierto, algunas trazas de civilización entre tanta barbarie, pero también es cierto que, a 200 años de nuestra independencia, aún hay 45% de colombianos pobres, y 16% de indigentes. Los colombianos notables son pocos, y la civilidad y las buenas maneras brillan por su ausencia. Aquello de que Bogotá es la Atenas suramericana hoy suena a chiste. La gente vota con los pies, y la verdad es que Colombia no atrae inmigrantes. Más bien, expulsamos a los nuestros. No sé las cifras con precisión, pero quizás unos cuatro millones de colombianos han preferido vivir en el exterior, y otros tantos han sido desplazados al interior de su propia patria. Para muchos el nuestro es un país invivible.
Amo a Colombia con locura, pero no creo que uno pueda mirar el bicentenario con satisfacción por los logros alcanzados. Alguien me llamará apátrida por esta evaluación tan pesimista, pero no hay que dejar que el patriotismo nos cierre los ojos. Además, no acepto lecciones de patriotismo de nadie. Lloro solo de pensar en Córdoba luchando en Ayacucho al son de La Guaneña. Pero una lectura descarnada de la realidad me dice que somos un país y un continente que han estado por debajo de sus posibilidades. Colombia es un amor que duele. Tal vez lo más optimista que podemos decir es que lo mejor de nosotros no está en nuestro pasado sino en nuestro futuro. Este bicentenario debería servirnos para proponernos alcanzar lo que podemos ser, y no para reproducir lo que hemos sido. El bicentenario no es una ocasión para la fiesta, sino para la reflexión. Para una reflexión profunda, que nos conduzca a la unión, el esfuerzo, la acción y el progreso.
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1 comment:
Es cierto, somos provincianos en una aldea global. A veces pienso que nos falta mas mestizaje:que se viniera una parranda de japoneses a vivir a estas tierras y nos enseñaran solidaridad, cortesía, espíritu de trabajo en equipo. Las inmigraciones alemanas e italianas no contribuyeron bastante a modificar en un buen sentido a chile y argentina?
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