Lina Marulanda ha muerto. Lina Marulanda, la hermosa presentadora y modelo paisa. Ha muerto, como dice la prensa, “en extrañas circunstancias”. Quizás fue un accidente, quizás se suicidó. Dicen que salía de su segundo divorcio, que estaba muy flaca, que estaba tomando antidepresivos. No faltarán especulaciones sobre su muerte. Hay algo similar en la muerte de Lina Marulanda a la de Marilyn Monroe. Quizás Lina se convierta en un mito. Quizás. Quizás descubramos que una mujer que estuvo para tenerlo todo terminó su vida sumida en la depresión. O que la belleza y la fama no alcanzan para lograr la felicidad. Qué pesar. Lina Marulanda era tan bella que debió haber merecido un final distinto. Quién sabe cómo debió haber muerto. Quién sabe si una bella debe morir vieja, cuando la belleza ya es solo un recuerdo, o si debe morir joven, con la figura que uno quisiera que la muerte inmortalice.
En un país obsesionado con la belleza femenina, donde son comunes las cirugías estéticas para alcanzar lo que la naturaleza no dio o lo que la naturaleza quita, donde los medios de comunicación están dominados por presentadoras que, más que comunicadoras, son modelos, Lina Marulanda brilló con luz propia. Qué belleza la que tenía. Lina era de una belleza tranquila, que podía competir sin complejos con la belleza elegante de Claudia Bahamón, o con la belleza irreverente de Laura Acuña, o con la belleza latina de Carolina Cruz, para no hablar de otras bellezas de menos gusto, como la de esa otra paisa, Natalia París. De todas ellas, Lina Marulanda era mi favorita.
No conocí a la Marulanda. Nunca hablé con ella. Compré algunas revistas solo por el placer de ver sus fotos. Una vez la tuve muy cerca: yo manejaba por la Circunvalar y, en un trancón, ella, al volante de un Mercedes, quedó al lado mío. La miré, pero no le dije nada. No le dije lo que pensaba. Que era la bella entre las bellas. Que no era de una belleza tonta. No le dije nada. Ella tomó su rumbo, y yo el mío. Por un momento nuestras vidas se cruzaron, y solo fue un momento. Hoy ella está muerta, y yo miro a la vida de frente. Un mundo sin Lina Marulanda es ciertamente menos bello y más incompleto. Duraste lo que dura la belleza: un suspiro. Y quedamos nosotros, para reflexionar sobre eso. Para pensar sobre la vida y sobre la muerte. Sobre lo intenso y breve que es este momento en el que estamos vivos. Adiós, Lina. Adiós para siempre.
Thursday, April 22, 2010
Saturday, April 17, 2010
10-04-18: La Universidad de los Andes y la participación en política
Este es un texto viejo, de quizás un año de antigüedad. Hechos recientes me lo recordaron.
¿Cómo debe manejar una universidad no confesional y pluralista como la Universidad de los Andes el tema de la participación política? El Estatuto Profesoral de la Universidad (capítulo 6, numeral 5, p. 48) dice que: “Con el fin de preservar la independencia política de la Universidad, los Profesores de Planta no podrán ocupar posiciones de dirección en partidos políticos ni postularse a cargos públicos de elección”. Mi impresión es que la Universidad maneja ese tema con una orientación que es excesivamente pacata, si se puede usar la palabra. La Universidad no debería ver con malos ojos la participación en política de sus profesores y alumnos. Por el contrario, debería verla con buenos ojos. Mientras que la Constitución Política de Colombia les prohíbe a los congresistas desempeñar cargo o empleo público o privado, excepto el ejercicio de la cátedra universitaria (art. 180), el Estatuto Profesoral de los Andes no les permite a los profesores ser congresistas. En otras palabras, el Estatuto es más restrictivo que la Constitución.
Una de las desgracias de la mentalidad colombiana es que ve la política como algo “malo”. No hay una actitud que valorice la participación en política. Ésta no se fomenta, sino que se deprecia. Hablar de política en una reunión social no es considerado de buen gusto. No está bien hablar de política, pues la conversación no puede llevar a nada bueno. En Colombia se devalúa a la política y a los políticos. Uno no respeta a un congresista, sino que lo desprecia. Uno no dice “honorable senador” sino con ironía. El político es sinónimo de ladrón, de tramposo, de ser sin principios. Ya se ha dicho muchas veces que, en Colombia, lo público parece no tener dueño, porque no tiene dolientes. Lo colectivo, lo social, lo político, son anatemas para el modo de reflexionar colombiano. Sólo importa el individuo. Sólo importa que cada cual se salve como pueda. Y la Universidad de los Andes, en cuanto forma parte de la sociedad colombiana, parece participar de esos prejuicios.
Esta actitud cultural —pues no es otra cosa— es mala para el país, pues así la política no atrae a los mejores, sino que los repele. La política queda, en efecto, de gente sin principios ni escrúpulos. La profecía de que la política es mala termina por autocumplirse.
Aristóteles, quien pensaba que la política es el más alto ejercicio de la inteligencia, vería con sorpresa la forma como se trata la política en Colombia. Y vería absurdo que una Universidad, donde se debe llevar a cabo el más alto ejercicio de la inteligencia, proscriba la discusión política. En este contexto, el papel de la Universidad debería ser proveer un espacio para el debate político civilizado y con altura. La Universidad no debería pedirles a sus miembros ser seres apolíticos, o ser seres políticos sólo por fuera de la Universidad, seres esquizofrénicos que son una cosa en la Universidad y otra por fuera. La Universidad debería invitar la controversia política, no disimularla.
No estoy pidiendo la politización de la Universidad. Estoy de acuerdo en que una universidad politizada es un desastre. Me parece bien que la Universidad, en cuanto Universidad, sea no confesional y no partidista. Pero una cosa es la Universidad y otra cosa son sus miembros. No quiero que la Universidad diga por quién votar, pero sí quiero que uno de los criterios bajo los cuales opere la Universidad sea el pluralismo político. ¿Por qué alguien no puede decir dentro de la Universidad que es marxista y que apoya al Partido Comunista? ¿Por qué Sergio Fajardo no puede ser candidato a la presidencia de la República y profesor de los Andes? ¿Por qué Juan Carlos Echeverry no puede ser profesor de Economía y candidato a la alcaldía de Bogotá? Una cosa es que, por estar metidos en esas actividades, no puedan cumplir sus obligaciones académicas. Me parece injustificada la excusa de decir que, porque estoy metido en política, no puedo cumplir con mis obligaciones académicas. En este caso, la Universidad debe echarme, pero no por participar en política: debe echarme por no cumplir mis obligaciones con la Universidad. Otra cosa, muy distinta, es que uno, por estar metido en tareas académicas, no pueda participar en política. La participación en política debe ser vista como un derecho fundamental. Lo que está mal es que los miembros de la Universidad, al hablar de política, lo hagan a nombre de la Universidad. Pero no le veo nada de malo a que los miembros de la Universidad hablen de política a nombre propio, bajo el proviso de que “las opiniones son personales y no comprometen a la institución para la cual se trabaja”.
La objeción de que la participación en política de sus miembros compromete la objetividad, la independencia y la neutralidad de la Universidad es equivocada. La Universidad no gana neutralidad por pedirles a sus miembros que no hablen de política. La Universidad gana neutralidad por garantizar un foro para el debate civilizado a todas las corrientes políticas. No veo mal que la Universidad tenga sociedades de izquierda, liberales o conservadoras. No veo mal que los candidatos puedan distribuir sus volantes en la Universidad. Si la Universidad no provee el espacio para que tradiciones políticas distintas dialoguen sin matarse, ¿entonces qué lugar en la sociedad puede hacerlo?
La pregunta es dónde se traza la línea que garantiza que la Universidad no se politice. Hay por lo menos dos propuestas. Una dice que una cosa es la Universidad como institución y otra cosa son los individuos que conforman la institución, individuos que están dotados de derechos inalienables, incluido el derecho de la participación política. En este caso la línea dice que toda participación política de los individuos, en cuanto individuos, no sólo no debe ser prohibida, sino que tiene que ser estimulada. Por otro lado, toda toma de partido por parte de la Universidad debe ser enfáticamente rechazada. Si Carlos Caballero escribe una columna repudiando la reelección, vale. Si la Escuela de Gobierno repudia la elección, no vale.
Otra propuesta dice que la Universidad no debe ser campo para el proselitismo. Que un profesor no debe poder escribir una columna en un periódico apoyando a un candidato o atacando a otro, así sea a nombre propio. Que los conservadores no pueden distribuir volantes o formar su sociedad en la Universidad, es decir, que no puede haber algo así como “los conservadores de los Andes”. Que tal persona no puede ser profesora por ser del Opus Dei. Que el profesor marxista no puede decir en clase que él considera que el socialismo es superior al capitalismo.
Mi posición es clara. Yo creo que la línea demarcatoria es la primera, y que la Universidad no tiene ningún papel en decirles a sus miembros cuál es el tipo de participación política que pueden tener. El problema no es que uno contrete un profesor del Opus Dei, sino que uno lo contrate por ser del Opus Dei. La neutralidad se logra con el pluralismo, no pidiéndoles a los miembros de la comunidad uniandina que sean seres apolíticos, como si tal cosa existiera. Quizás el único decoro que pediría, más por pudor que por cualquier otra cosa, es que el proselitismo político esté proscrito del salón de clase.
La Universidad debe demostrar que incluso los debates más apasionados se pueden dar en un ambiente de civilidad, de respeto por el otro, de razonabilidad, de altura. El papel de la Universidad debe ser aconductar las pasiones políticas, no suprimirlas, entre otras razones porque seres humanos sin pasión, sin pasión política, no son seres humanos. La universidad no es ni puede ser una torre de marfil que está por encima del debate social y político. Por el contrario, la universidad tiene que ser el lugar donde ese debate se lleva a cabo con más decoro, altura e inteligencia.
¿Cómo debe manejar una universidad no confesional y pluralista como la Universidad de los Andes el tema de la participación política? El Estatuto Profesoral de la Universidad (capítulo 6, numeral 5, p. 48) dice que: “Con el fin de preservar la independencia política de la Universidad, los Profesores de Planta no podrán ocupar posiciones de dirección en partidos políticos ni postularse a cargos públicos de elección”. Mi impresión es que la Universidad maneja ese tema con una orientación que es excesivamente pacata, si se puede usar la palabra. La Universidad no debería ver con malos ojos la participación en política de sus profesores y alumnos. Por el contrario, debería verla con buenos ojos. Mientras que la Constitución Política de Colombia les prohíbe a los congresistas desempeñar cargo o empleo público o privado, excepto el ejercicio de la cátedra universitaria (art. 180), el Estatuto Profesoral de los Andes no les permite a los profesores ser congresistas. En otras palabras, el Estatuto es más restrictivo que la Constitución.
Una de las desgracias de la mentalidad colombiana es que ve la política como algo “malo”. No hay una actitud que valorice la participación en política. Ésta no se fomenta, sino que se deprecia. Hablar de política en una reunión social no es considerado de buen gusto. No está bien hablar de política, pues la conversación no puede llevar a nada bueno. En Colombia se devalúa a la política y a los políticos. Uno no respeta a un congresista, sino que lo desprecia. Uno no dice “honorable senador” sino con ironía. El político es sinónimo de ladrón, de tramposo, de ser sin principios. Ya se ha dicho muchas veces que, en Colombia, lo público parece no tener dueño, porque no tiene dolientes. Lo colectivo, lo social, lo político, son anatemas para el modo de reflexionar colombiano. Sólo importa el individuo. Sólo importa que cada cual se salve como pueda. Y la Universidad de los Andes, en cuanto forma parte de la sociedad colombiana, parece participar de esos prejuicios.
Esta actitud cultural —pues no es otra cosa— es mala para el país, pues así la política no atrae a los mejores, sino que los repele. La política queda, en efecto, de gente sin principios ni escrúpulos. La profecía de que la política es mala termina por autocumplirse.
Aristóteles, quien pensaba que la política es el más alto ejercicio de la inteligencia, vería con sorpresa la forma como se trata la política en Colombia. Y vería absurdo que una Universidad, donde se debe llevar a cabo el más alto ejercicio de la inteligencia, proscriba la discusión política. En este contexto, el papel de la Universidad debería ser proveer un espacio para el debate político civilizado y con altura. La Universidad no debería pedirles a sus miembros ser seres apolíticos, o ser seres políticos sólo por fuera de la Universidad, seres esquizofrénicos que son una cosa en la Universidad y otra por fuera. La Universidad debería invitar la controversia política, no disimularla.
No estoy pidiendo la politización de la Universidad. Estoy de acuerdo en que una universidad politizada es un desastre. Me parece bien que la Universidad, en cuanto Universidad, sea no confesional y no partidista. Pero una cosa es la Universidad y otra cosa son sus miembros. No quiero que la Universidad diga por quién votar, pero sí quiero que uno de los criterios bajo los cuales opere la Universidad sea el pluralismo político. ¿Por qué alguien no puede decir dentro de la Universidad que es marxista y que apoya al Partido Comunista? ¿Por qué Sergio Fajardo no puede ser candidato a la presidencia de la República y profesor de los Andes? ¿Por qué Juan Carlos Echeverry no puede ser profesor de Economía y candidato a la alcaldía de Bogotá? Una cosa es que, por estar metidos en esas actividades, no puedan cumplir sus obligaciones académicas. Me parece injustificada la excusa de decir que, porque estoy metido en política, no puedo cumplir con mis obligaciones académicas. En este caso, la Universidad debe echarme, pero no por participar en política: debe echarme por no cumplir mis obligaciones con la Universidad. Otra cosa, muy distinta, es que uno, por estar metido en tareas académicas, no pueda participar en política. La participación en política debe ser vista como un derecho fundamental. Lo que está mal es que los miembros de la Universidad, al hablar de política, lo hagan a nombre de la Universidad. Pero no le veo nada de malo a que los miembros de la Universidad hablen de política a nombre propio, bajo el proviso de que “las opiniones son personales y no comprometen a la institución para la cual se trabaja”.
La objeción de que la participación en política de sus miembros compromete la objetividad, la independencia y la neutralidad de la Universidad es equivocada. La Universidad no gana neutralidad por pedirles a sus miembros que no hablen de política. La Universidad gana neutralidad por garantizar un foro para el debate civilizado a todas las corrientes políticas. No veo mal que la Universidad tenga sociedades de izquierda, liberales o conservadoras. No veo mal que los candidatos puedan distribuir sus volantes en la Universidad. Si la Universidad no provee el espacio para que tradiciones políticas distintas dialoguen sin matarse, ¿entonces qué lugar en la sociedad puede hacerlo?
La pregunta es dónde se traza la línea que garantiza que la Universidad no se politice. Hay por lo menos dos propuestas. Una dice que una cosa es la Universidad como institución y otra cosa son los individuos que conforman la institución, individuos que están dotados de derechos inalienables, incluido el derecho de la participación política. En este caso la línea dice que toda participación política de los individuos, en cuanto individuos, no sólo no debe ser prohibida, sino que tiene que ser estimulada. Por otro lado, toda toma de partido por parte de la Universidad debe ser enfáticamente rechazada. Si Carlos Caballero escribe una columna repudiando la reelección, vale. Si la Escuela de Gobierno repudia la elección, no vale.
Otra propuesta dice que la Universidad no debe ser campo para el proselitismo. Que un profesor no debe poder escribir una columna en un periódico apoyando a un candidato o atacando a otro, así sea a nombre propio. Que los conservadores no pueden distribuir volantes o formar su sociedad en la Universidad, es decir, que no puede haber algo así como “los conservadores de los Andes”. Que tal persona no puede ser profesora por ser del Opus Dei. Que el profesor marxista no puede decir en clase que él considera que el socialismo es superior al capitalismo.
Mi posición es clara. Yo creo que la línea demarcatoria es la primera, y que la Universidad no tiene ningún papel en decirles a sus miembros cuál es el tipo de participación política que pueden tener. El problema no es que uno contrete un profesor del Opus Dei, sino que uno lo contrate por ser del Opus Dei. La neutralidad se logra con el pluralismo, no pidiéndoles a los miembros de la comunidad uniandina que sean seres apolíticos, como si tal cosa existiera. Quizás el único decoro que pediría, más por pudor que por cualquier otra cosa, es que el proselitismo político esté proscrito del salón de clase.
La Universidad debe demostrar que incluso los debates más apasionados se pueden dar en un ambiente de civilidad, de respeto por el otro, de razonabilidad, de altura. El papel de la Universidad debe ser aconductar las pasiones políticas, no suprimirlas, entre otras razones porque seres humanos sin pasión, sin pasión política, no son seres humanos. La universidad no es ni puede ser una torre de marfil que está por encima del debate social y político. Por el contrario, la universidad tiene que ser el lugar donde ese debate se lleva a cabo con más decoro, altura e inteligencia.
10-04-17: Cómo no hablar de política estos días
¿Cómo no hablar de política estos días? El tema político, que estuvo dormido durante mucho tiempo, mientras el país esperaba si el presidente Uribe podía ser otra vez candidato, se despertó con la decisión de la Corte de no permitir la segunda reelección, y ha empezado a moverse a un ritmo de vértigo.
Para comenzar, diré que estoy de acuerdo con la decisión de la Corte. Con ella, el Estado de Derecho se colocó por encima del Estado de Opinión. Es imposible describir con justicia lo importante que fue eso para el desarrollo institucional del país. Las encuestas dijeron que el país recibió esa noticia con decepción. Sin embargo, la decisión fue acatada sin reparo, lo cual habla muy bien de la madurez institucional de Colombia. Lo que es notable ahora es cómo el país se desuribiza rápidamente: si antes se buscaba el continuador de Uribe, hoy la tendencia es buscar algo nuevo. Antes parecía que el uribismo dominaría la primera vuelta presidencial, con dos candidatos uribistas pasando a la segunda vuelta. Hoy parece que el concepto mismo de "continuación del uribismo" se desmorona.
Una lucha por la presidencia que en un principio se presagió pareja rápidamente ha dejado graves bajas por el camino. Candidatos muy buenos se desinflaron rápidamente: Petro, Pardo, Vargas Lleras. Malo por la izquierda y malo por el Partido Liberal. Yo soy de los que cree que esas dos colectividades, fortalecidas, le hacen bien al país. La única colectividad que parecía ser capaz de pescar en río revuelto era el Partido Conservador. Sin embargo, eso, que parecía obvio hace unos días, hoy ya no lo es tanto. La candidatura de Noemí Sanín y el vigor del Partido Conservador se han venido desinflando por igual. Yo creo que lo de Sanín es irreversible. Me da mucho pesar por ella, a quien en el plano personal le debo tanto.
Mi interpretación de lo que está pasando es la siguiente: yo creo que Uribe fue eficaz en proporcionar una visión al país que, aunque polarizante, fue políticamente muy efectiva. Pero, desaparecido Uribe del mapa político, la gente está empezando a descubrir que no es necesario mirar al país con la visión que construyó Uribe. La distinción entre uribismo y antiuribismo se está volviendo irrelevante para entender la realidad política. La distinción que parece estar surgiendo con fuerza es la de continuidad o cambio. La desgracia para los uribistas acérrimos es que parece haber mucho uribismo que, enfrentado a la realidad de que Uribe ya es pasado, parece pedir cambio en vez de continuidad. Y no ayuda que el final del gobierno Uribe está siendo lánguido. La última perla fue, naturalmente, la caída de la emergencia social. En la lucha que Uribe sostuvo con la rama judicial, el perdedor de largo plazo fue, sin duda, Uribe. Pero no hay que ser desagradecidos con Uribe. Sin duda, fue un presidente excepcional. Se merece la marcha de agradecimiento que algunos uribistas están proponiendo, aunque no es de mi talante asistir a ese tipo de cosas. Sin embargo, la actitud reinante parece ser "gracias, pero hay que seguir adelante".
La gente, libre de la visión uribista, está imaginando que otra Colombia es posible. Y se está aferrando a una nueva visión esperanzada, construida quizás por un voto urbano, joven, adicto a la tecnología. Es una voz de esperanza. Frente a la noción de miedo que hay detrás del concepto de seguridad democrática, surge la esperanza de una Colombia que hace énfasis en la educación, en la cultura ciudadana, en la lucha contra la corrupción y la politiquería. Se está proponiendo un país imaginado. Y la atracción de la Utopía se está volviendo irrefrenable. Yo soy de los que todavía albergan dudas sobre la capacidad de los nefelibatas para gobernar un país de verdad con los problemas que tiene Colombia, pero negar que aquí está surgiendo una ola de esperanza contra el miedo es una tontería. Hoy no suena improbable que la alternativa independiente sea capaz de derrotar tanto a los partidos tradicionales como al uribismo. Tal como dice una vieja canción de R.E.M., "it’s the end of the world as we know it… and I feel fine".
Para comenzar, diré que estoy de acuerdo con la decisión de la Corte. Con ella, el Estado de Derecho se colocó por encima del Estado de Opinión. Es imposible describir con justicia lo importante que fue eso para el desarrollo institucional del país. Las encuestas dijeron que el país recibió esa noticia con decepción. Sin embargo, la decisión fue acatada sin reparo, lo cual habla muy bien de la madurez institucional de Colombia. Lo que es notable ahora es cómo el país se desuribiza rápidamente: si antes se buscaba el continuador de Uribe, hoy la tendencia es buscar algo nuevo. Antes parecía que el uribismo dominaría la primera vuelta presidencial, con dos candidatos uribistas pasando a la segunda vuelta. Hoy parece que el concepto mismo de "continuación del uribismo" se desmorona.
Una lucha por la presidencia que en un principio se presagió pareja rápidamente ha dejado graves bajas por el camino. Candidatos muy buenos se desinflaron rápidamente: Petro, Pardo, Vargas Lleras. Malo por la izquierda y malo por el Partido Liberal. Yo soy de los que cree que esas dos colectividades, fortalecidas, le hacen bien al país. La única colectividad que parecía ser capaz de pescar en río revuelto era el Partido Conservador. Sin embargo, eso, que parecía obvio hace unos días, hoy ya no lo es tanto. La candidatura de Noemí Sanín y el vigor del Partido Conservador se han venido desinflando por igual. Yo creo que lo de Sanín es irreversible. Me da mucho pesar por ella, a quien en el plano personal le debo tanto.
Mi interpretación de lo que está pasando es la siguiente: yo creo que Uribe fue eficaz en proporcionar una visión al país que, aunque polarizante, fue políticamente muy efectiva. Pero, desaparecido Uribe del mapa político, la gente está empezando a descubrir que no es necesario mirar al país con la visión que construyó Uribe. La distinción entre uribismo y antiuribismo se está volviendo irrelevante para entender la realidad política. La distinción que parece estar surgiendo con fuerza es la de continuidad o cambio. La desgracia para los uribistas acérrimos es que parece haber mucho uribismo que, enfrentado a la realidad de que Uribe ya es pasado, parece pedir cambio en vez de continuidad. Y no ayuda que el final del gobierno Uribe está siendo lánguido. La última perla fue, naturalmente, la caída de la emergencia social. En la lucha que Uribe sostuvo con la rama judicial, el perdedor de largo plazo fue, sin duda, Uribe. Pero no hay que ser desagradecidos con Uribe. Sin duda, fue un presidente excepcional. Se merece la marcha de agradecimiento que algunos uribistas están proponiendo, aunque no es de mi talante asistir a ese tipo de cosas. Sin embargo, la actitud reinante parece ser "gracias, pero hay que seguir adelante".
La gente, libre de la visión uribista, está imaginando que otra Colombia es posible. Y se está aferrando a una nueva visión esperanzada, construida quizás por un voto urbano, joven, adicto a la tecnología. Es una voz de esperanza. Frente a la noción de miedo que hay detrás del concepto de seguridad democrática, surge la esperanza de una Colombia que hace énfasis en la educación, en la cultura ciudadana, en la lucha contra la corrupción y la politiquería. Se está proponiendo un país imaginado. Y la atracción de la Utopía se está volviendo irrefrenable. Yo soy de los que todavía albergan dudas sobre la capacidad de los nefelibatas para gobernar un país de verdad con los problemas que tiene Colombia, pero negar que aquí está surgiendo una ola de esperanza contra el miedo es una tontería. Hoy no suena improbable que la alternativa independiente sea capaz de derrotar tanto a los partidos tradicionales como al uribismo. Tal como dice una vieja canción de R.E.M., "it’s the end of the world as we know it… and I feel fine".
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