Monday, December 7, 2020

Un texto para la noche de velitas

Esta noche y mañana se celebra la noche de las velitas y la fiesta de la Inmaculada Concepción, que es el comienzo oficial de las celebraciones navideñas.

La fiesta de la Inmaculada Concepción tiene al menos dos significados:

En uno, se celebra que María fue concebida sin pecado; que ella estaba libre del pecado original.

En otro, se celebra el anuncio del arcángel San Gabriel a María de que ella, sin intervención de varón, va a ser la madre de Dios cuando Dios se haga hombre.

El anuncio del arcángel San Gabriel es muy especial: María va a ser la madre de Dios. Dios se va a hacer hombre. Dios va a estar entre nosotros, y va a compartir nuestras penas y alegrías.

En la teología cristiana, María es la madre de Jesús, y Jesús es el hijo de Dios. Dios se hace hombre en la persona de Jesús para traer esperanza a la humanidad.

En este año 2020 sí que necesitamos esa esperanza. En el plano personal, murieron dos perros que acompañaron a mi familia por tres lustros, murió mi tío y murió mi madre. Hace un año, mi madre me acompañó a mi charla del día de velitas. No sé cómo agradecer ese goce.

En el plano colectivo, una pandemia nos recordó que todo lo que tenemos es prestado. Que lo único que tenemos que verdaderamente importa son los seres queridos. La pandemia nos alteró radicalmente nuestro modo de vida y nos empobreció a muchos. Nos acostumbramos a los cantantes que nos cantan serenatas al medio día en frente de nuestras residencias, o a las familias que piden comida por las calles. Peor aún, a muchas familias la pandemia les arrebató seres queridos. Yo tengo amigos que sufrieron el virus. Aunque muchos sobrevivieron, algunos no. Y es inevitable sentir que esas muertes no tuvieron sentido, que la pérdida de esas vidas es especialmente dolorosa.

La pandemia reveló que nuestro estilo de vida es insostenible, que no podemos seguir promoviendo estilos de vida que condenan a la pobreza a muchos y que garantizan que no tendremos un planeta vivible en pocas décadas. La solidaridad que no nos acompaña en nuestro estilo de vida normal empezó a aflorar en la pandemia. En un año que trajo mucha muerte, tenemos que recordar el valor de la vida humana.

Siempre hemos sabido que la vida no es para siempre. No sé si la ciencia del futuro aleje el fantasma de la muerte, pero, por ahora, la vida es finita, y siempre ha sido así. Sabemos que hoy estamos vivos porque antes de nosotros hubo otros que nos concibieron y nos criaron. Más en general, hubo otros de quienes heredamos todo el conocimiento y la riqueza que hoy tenemos. La vida es preciosa, pero no es eterna. Debemos disfrutarla y agradecerla mientras la tengamos, y recordar y agradecer a los que ya no están, pero cuya existencia pasada explica que nosotros mismos estemos hoy acá.

La memoria humana es frágil para recordar a los vivos de otras épocas. Yo mismo tengo alguna consciencia de quiénes fueron mis abuelos, pero mis bisabuelos ya empiezan a entrar en una penumbra vaga, y de mis tatarabuelos no tengo la más mínima idea. Pero ellos, como yo, trataron de vivir sus vidas de la mejor manera posible dentro de las limitaciones que les correspondió en suerte, y yo soy un deudor directo de ellos.

Quién sabe si saldremos convertidos en mejores personas después de la pandemia. Pero tenemos que escuchar las voces de esperanza. Tenemos que escuchar al arcángel San Gabriel decirnos, a través de María, que Dios va a estar entre nosotros. Tenemos que recuperar el valor de la vida humana. No es solo “no matarás”, sino también “apreciarás todas las vidas presentes y pasadas”. No es solo “no matarás”, sino también “serás un dador de vida”.

Yo tengo fe en que el mensaje del arcángel San Gabriel a María tiene un significado profundo: no es solo que ella va a ser la madre de Dios, no es solo que Dios se hizo hombre. Es también que todos nosotros somos hijos de Dios, que todos estamos hechos a su imagen y semejanza, que todos somos hermanos de Jesús, que todos compartimos una experiencia de lo divino.

Cuando Dios se encarnó en Jesús, no lo hizo para que nosotros dijéramos: “miren, ese señor Jesús que va allá es Dios”. No: lo hizo para recordarnos que la experiencia de lo divino no está fuera de nuestro alcance. San Francisco le decía a Dios: “Señor: ¡hazme un instrumento de tu fe!”. Digámosle nosotros a Dios: “Señor, ¡haznos un instrumento de respeto a la vida, tanto a la presente como a la pasada!”. Sigamos siendo fuente de vida. Agradezcamos la que tenemos y la que nos rodea. Y agradezcamos la que ya no está con nosotros. Honremos todas las formas de vida, porque así estamos honrando a Dios. Aunque estemos rodeados de muerte, honremos la vida, por breve e insensata que parezca, porque solo así estaremos mereciendo la vida eterna.

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