Realmente lo creo, Marie Claire. Colombia no será nunca un país civilizado si no tiene paz, y no tendrá paz por la vía del genocidio de los contradictores. ¿La razón? Uno no puede matar a media Colombia. Israel y Palestina así lo prueban: mientras la lógica sea responder a la muerte con muerte, la guerra se perpetúa por décadas. El único modo de lograr una paz duradera y estable es reconocer que nadie tiene la verdad absoluta, que todos tienen su parte de verdad.
Yo no defiendo a la guerrilla, Marie Claire: sus métodos y su visión para Colombia me parecen abominables. Las Farc son, entre otras cosas, asesinas y narcotraficantes: ahí la embarraron hondo, muy hondo. Y con su brutalidad fomentaron la aparición de la brutalidad de los
paramilitares. Y con esa guerra irregular, a Colombia le fue peor, no mejor. El país se dejó meter en ese juego, y hasta el Estado se volvió asesino. Qué terrible, qué dolorosa, qué triste, por ejemplo, la historia de los falsos positivos: jóvenes pobres que son asesinados para ser mostrados como éxitos del Estado frente a la guerrilla. No. El Estado tiene que estar en un plano moral superior. El Estado tiene derecho a defenderse de la amenaza guerrillera, pero la fuerza de las armas tiene que estar controlada por una fuerza superior: la fuerza de la democracia. Y la democracia es, entre otras cosas, el respeto a los derechos de los demás. Y las Fuerzas Armadas han ido aprendiendo: que no
pueden reclutar menores de edad, que no pueden poner minas antipersonas, que no pueden violar los derechos humanos. Yo estoy con mis Fuerzas Armadas, el brazo armado legítimo de la democracia.
Por su parte, tanto la guerrilla como los paramilitares son una bestias. Y tampoco anhelo un régimen chavista-madurista para Colombia. Pero uno no puede dejar de ver que Colombia es un país dividido por profundas contradicciones. Que Bogotá es una cosa y que la provincia es
otra. Fui al Cauca la semana pasada, a volver a visitar los hipogeos de Tierradentro, y volví al medioevo. No sorprende que allá medre la guerrilla. No podemos olvidar que Colombia es uno de los 12 países más desiguales del mundo; que no se puede viajar de Popayán a la costa pacífica, porque no hay carretera; que en este país millones de personas no tienen derechos efectivos.
Por eso hay que volver a recuperar la política como método para tramitar nuestras diferencias. Un pacto de paz con la guerrilla es una admisión de la guerrilla de que la vía armada está equivocada.
Está bien que el Estado se fortalezca, y que le dé a la guerrilla el claro
mensaje de que ella, por la vía armada, nunca va a tener éxito. Pero también es necesario que Colombia amplíe sus canales democráticos, que los excluidos sean oídos. Qué duro es hablar con asesinos. Creo que entiendo a todos los que dicen que cómo voy a hablar con el que me ha matado, me ha robado, me ha secuestrado. Es cierto: es terrible. Pero ahí están ciertas víctimas, encarando a las Farc para decirles: “lo que ustedes me hicieron a mí no está bien, y no debe repetirse”. Yo no sé si María Fernanda Cabal sea una víctima más del conflicto armado. Sé
que Álvaro Uribe lo es. Frente a eso, solo puedo decir: cada uno es dueño de su dolor, y sabrá cómo lo administra. Pero el odio perpetuo es una esclavitud, y nos condena a una situación de guerra eterna que no sirve para el progreso.
A veces, una victoria militar asegura la desaparición del enemigo. Con la Segunda Guerra Mundial se logró la desaparición del nazismo. Era, sin lugar a dudas, como en el título del libro, “la guerra que había que ganar”. Pero la guerra que tenemos nosotros no podemos ganarla, porque es una guerra contra nosotros mismos. Para ganarla, no podemos exterminarnos, sino que tenemos que aprender a ser otros. Tenemos que
reinventarnos. Tenemos que sustituir nuestra mentalidad excluyente por una mentalidad incluyente. Tenemos que cambiar nuestros puntos de vista personales por unos puntos de vista morales. Tenemos que cambiar la actitud guerrerista por una actitud democrática. Uno tiene que dejar de pelear hasta con la sombra. Y tenemos que recordar que un mal arreglo es mejor que un buen pleito.
Colombia ya ha hecho pactos de paz. Con el M-19, por ejemplo. Y de ese pacto de paz salió la Constitución de 1991, y la alcaldía de Petro. No todo ha sido maravilla. Pero no me cabe duda de que el país con Constitución de 1991 y alcaldía de Petro es mejor que el país con el asesinato de José Raquel Mercado, la toma de la Embajada de la República Dominicana y la toma del Palacio de Justicia. No podemos negar que existen distintos tipos de colombianos, con distintas visiones para Colombia. Pero, si nos ponemos de acuerdo en que la lucha armada no es la vía para tramitar nuestras diferencias, habremos dado un gigantesco paso hacia adelante. Toca darle plomo al que solo quiere dar plomo, pero también hay que dejar la puerta abierta para todo aquel que quiere pasar del plomo a la palabra. Y, al que habla, hay que escucharlo:
hay que integrarlo dentro del proceso de toma de decisiones colectivas. No hay otro remedio.
Von Clausewitz decía que la guerra es la continuación de la política por otros medios. Pues bien, nosotros, si queremos ser civilizados, no podemos continuar la política por esos medios. Toca volver a los otros. Toca reinventar el diálogo. Toca volver a darle dignidad a la vida humana. Es lo humano y lo cristiano de hacer. Es el imperativo moral. Está en nuestras manos escoger la civilización o la barbarie.
Friday, August 22, 2014
Tuesday, August 19, 2014
25 años del asesinato de Galán
Se cumplen por estos días 25 años del asesinato de Luis Carlos
Galán, el líder político liberal. En un juicio personal, se puede decir que su
asesinato fue uno de los tres magnicidios más importantes del siglo XX en
Colombia. Los otros dos serían el de Rafael Uribe Uribe, en 1914, y el de Jorge
Eliécer Gaitán, en 1948. Casualmente, o quizás no, todos fueron liberales. Como
los otros, el asesinato de Galán marcaría la historia de Colombia.
Galán se destacó por buscar la renovación liberal y política. Buscó que la política estuviera libre de las influencias de la corrupción y el narcotráfico. En una palabra, intentó separar a las mafias de la política. Ese esfuerzo le costó la vida.
La muerte de Galán fue un golpe de desesperanza para toda una generación. Yo recuerdo vívidamente cuando recibí la noticia, y esperaba absurdamente que hubiera un error en ella. De origen llerista, Galán creó su propio movimiento disidente liberal, el Nuevo Liberalismo, después de que Carlos Lleras, a quienes muchos veían como “el mejor presidente de Colombia en el siglo XX”, perdió la posibilidad de volverse a presentar como candidato a la presidencia de la República por el Partido Liberal en las elecciones de 1978, al ser derrotado por Julio César Turbay, un candidato que muchos veían como intelectualmente inferior, pero políticamente más hábil, que Lleras.
Irónicamente, la mayor efectividad de la disidencia galanista se vivió en las elecciones presidenciales de 1982, cuando fue elegido como presidente de la República el candidato de origen conservador Belisario Betancur. Y digo “irónicamente” porque en esas elecciones el principal derrotado fue Alfonso López Michelsen, el candidato liberal que también había comenzado su carrera política con una disidencia frente al Partido Liberal, el Movimiento Revolucionario Liberal (MRL), una de cuyas principales banderas era la oposición al Frente Nacional. Para muchos, la división en 1982 entre el lopismo y el galanismo fue la causa de la derrota liberal, y muchos liberales “oficialistas” o lopistas culparon de “traición” a Galán. Pero, para ese entonces, ya era evidente la necesidad de la depuración liberal.
Para el momento de su muerte, Galán ya había pactado su retorno al Partido Liberal (los galanistas más fanáticos también considerarían esto una traición a los ideales del Nuevo Liberalismo), era candidato a la presidencia de la República por ese partido, e iba a ser, con casi total seguridad, presidente de Colombia. Pero las mafias lo mataron. Aún hoy no está plenamente esclarecida su muerte. Y uno puede preguntarse: si el Estado no ha sido capaz de esclarecer el asesinato más importante de Colombia en los últimos 25 años, ¿qué tipo de justicia pueden esperar los colombianos?
El asesinato de Galán fue una señal clara de la fragilidad institucional colombiana. Muerto Galán, y prematuramente puesto César Gaviria en la presidencia de la república por delegación del entonces adolescente hijo de Galán, Juan Manuel, en el entierro del líder (delegación que no satisfizo a todos los galanistas, pues los más fanáticos no veían a Gaviria como galanista), Colombia se embarcó en una reforma institucional profunda, caracterizada por una nueva Constitución y un proceso de apertura económica, en un contexto de promoción de políticas económicas de corte neoliberal.
De la Constitución de 1991 se pueden decir muchas cosas: que fue una renovación necesaria de nuestro marco institucional, para superar de una buena vez la mentalidad frentenacionalista y desarrollar nuestra democracia; que fue un pacto de paz (el M-19 sacó buena ventaja de su reincorporación a la vida civil en el proceso constituyente); que fue un acuerdo de minorías (mucha gente ha señalado la baja votación que obtuvo la Asamblea Constituyente y la alta participación de dos grupos minoritarios: el M-19 y el Movimiento de Salvación Nacional de Álvaro Gómez Hurtado); que fue el resultado de una alianza con el narcotráfico (muchos han señalado la coincidencia de que las discusiones al interior de la Asamblea se destrabaron cuando esta aprobó la prohibición de extraditar nacionales, que era la forma más efectiva que tenía el Estado colombiano de castigar a los mafiosos narcotraficantes). Sin lugar a dudas, la Constitución de 1991 no fue la panacea que imaginamos los que, en esa época, como jóvenes, la defendimos, y ha traído muchos problemas. Pero fue un paso adelante en el desarrollo institucional colombiano, el cual tal vez se pueda corregir, pero no se puede reversar: ese patrimonio, aunque imperfecto, hay que cuidarlo.
Del proceso de apertura se puede decir que el gobierno de César Gaviria marcó la división del liberalismo en dos tendencias: la neoliberal, liderada por César Gaviria, y la socialdemócrata, liderada por Ernesto Samper. Gaviria no consiguió un sucesor para su mandato. Por el contrario, fue sucedido por Ernesto Samper, quien, aunque de su mismo partido, intentó reversar las políticas neoliberales, pero que, en la práctica, no hizo sino ratificar la profunda decadencia del Partido Liberal y, en general, de la política colombiana, al confirmar los vínculos entre las mafias y la política. El gobierno de Samper no fue sino un desastre de ingobernabilidad, por las acusaciones que recibió de aceptar dineros del narcotráfico para financiar su campaña presidencial.
De esta manera, se puede hacer una alegoría simple: el país empezaba a mirar el neoliberalismo como respuesta a los excesos del estatismo socialdemócrata. No es que el Estado fuera fuerte en esa época (más bien, todo lo contrario: la tributación como proporción del PIB era aún más baja que ahora, y la incapacidad del Estado para hacer presencia en todo el territorio nacional era todavía más manifiesta que ahora), sino que era percibido como corrupto: la gente empezó a mirar el mercado como una alternativa a los vínculos manifiestos entre política, corrupción y mafias. Duele constatar hoy que uno de los pocos condenados por el asesinato de Galán es uno de los políticos más brillantes de su generación, Alberto Santofimio Botero, pero también unos de los más pérfidos. Y aquí cabe preguntarse por qué parece ser que los colombianos tenemos tanta inteligencia para el mal.
Después de Samper, el liberalismo perdió el poder. A pesar de la amplia acogida del liberalismo, no podía ser de otra manera. El país empezó a virar a la derecha. Vino el gobierno de Andrés Pastrana, una especie de neoliberalismo light en el cual el país se sumió en la más profunda sima: las crisis económica y de seguridad más agudas que haya vivido el país. Los años 90 fueron, prácticamente, una década perdida para Colombia, y para el año 2002 el país fácilmente clasificaba como un Estado fallido.
Luego vino Álvaro Uribe, y se concentró en mejorar las condiciones de seguridad. Los indicadores económicos también empezaron a mejorar. Si Uribe se hubiera contentado con un mandato, hoy sería recordado como el salvador de Colombia. Pero no se contentó. Al tiempo que el país mejoraba, Uribe se empezó a volver más mesiánico y fanático. Sus vínculos con la extrema derecha se fueron volviendo más fuertes, o por lo menos más claros. Y hoy muchos de los vicios de sus dos mandatos son recordados por los pleitos judiciales que han tenido que enfrentar muchos de sus segundos.
Hoy, a los 25 años de la muerte de Galán, cabe hacerse la eterna pregunta histórica de siempre: ¿qué hubiera pasado si no hubieran matado a Galán? Quizás la historia hubiera sido muy distinta. Estos últimos 25 años, que han sido los años de mi vida adulta, causan mucho dolor, pero también dan cierto pie para la esperanza. Ciertamente Colombia es hoy un país más desarrollado que el de hace un cuarto de siglo. Sin embargo, la pobreza, la desigualdad, el narcotráfico y la corrupción están a la orden del día. Estamos ad portas de un pacto de paz, pero quizás la violencia no se extinga de un momento a otro. No es fácil examinar lo que en efecto es la vida de uno. ¿Pudo Colombia ser mejor? Sin ninguna duda. ¿Ha vencido Colombia a los enemigos que mataron a Galán? No del todo. Pero no quisiera hacer una evaluación enteramente pesimista de estos 25 años. Tal vez con Galán las cosas hubieran salido mejor, pero el sueño y la posibilidad de un país mejor todavía están ahí, y, a pesar de las dificultades, el país sigue mirando para adelante. El mejor homenaje que se le puede hacer a Galán es mantener en alto sus banderas: porque la triste realidad es que aún son necesarias.
Galán se destacó por buscar la renovación liberal y política. Buscó que la política estuviera libre de las influencias de la corrupción y el narcotráfico. En una palabra, intentó separar a las mafias de la política. Ese esfuerzo le costó la vida.
La muerte de Galán fue un golpe de desesperanza para toda una generación. Yo recuerdo vívidamente cuando recibí la noticia, y esperaba absurdamente que hubiera un error en ella. De origen llerista, Galán creó su propio movimiento disidente liberal, el Nuevo Liberalismo, después de que Carlos Lleras, a quienes muchos veían como “el mejor presidente de Colombia en el siglo XX”, perdió la posibilidad de volverse a presentar como candidato a la presidencia de la República por el Partido Liberal en las elecciones de 1978, al ser derrotado por Julio César Turbay, un candidato que muchos veían como intelectualmente inferior, pero políticamente más hábil, que Lleras.
Irónicamente, la mayor efectividad de la disidencia galanista se vivió en las elecciones presidenciales de 1982, cuando fue elegido como presidente de la República el candidato de origen conservador Belisario Betancur. Y digo “irónicamente” porque en esas elecciones el principal derrotado fue Alfonso López Michelsen, el candidato liberal que también había comenzado su carrera política con una disidencia frente al Partido Liberal, el Movimiento Revolucionario Liberal (MRL), una de cuyas principales banderas era la oposición al Frente Nacional. Para muchos, la división en 1982 entre el lopismo y el galanismo fue la causa de la derrota liberal, y muchos liberales “oficialistas” o lopistas culparon de “traición” a Galán. Pero, para ese entonces, ya era evidente la necesidad de la depuración liberal.
Para el momento de su muerte, Galán ya había pactado su retorno al Partido Liberal (los galanistas más fanáticos también considerarían esto una traición a los ideales del Nuevo Liberalismo), era candidato a la presidencia de la República por ese partido, e iba a ser, con casi total seguridad, presidente de Colombia. Pero las mafias lo mataron. Aún hoy no está plenamente esclarecida su muerte. Y uno puede preguntarse: si el Estado no ha sido capaz de esclarecer el asesinato más importante de Colombia en los últimos 25 años, ¿qué tipo de justicia pueden esperar los colombianos?
El asesinato de Galán fue una señal clara de la fragilidad institucional colombiana. Muerto Galán, y prematuramente puesto César Gaviria en la presidencia de la república por delegación del entonces adolescente hijo de Galán, Juan Manuel, en el entierro del líder (delegación que no satisfizo a todos los galanistas, pues los más fanáticos no veían a Gaviria como galanista), Colombia se embarcó en una reforma institucional profunda, caracterizada por una nueva Constitución y un proceso de apertura económica, en un contexto de promoción de políticas económicas de corte neoliberal.
De la Constitución de 1991 se pueden decir muchas cosas: que fue una renovación necesaria de nuestro marco institucional, para superar de una buena vez la mentalidad frentenacionalista y desarrollar nuestra democracia; que fue un pacto de paz (el M-19 sacó buena ventaja de su reincorporación a la vida civil en el proceso constituyente); que fue un acuerdo de minorías (mucha gente ha señalado la baja votación que obtuvo la Asamblea Constituyente y la alta participación de dos grupos minoritarios: el M-19 y el Movimiento de Salvación Nacional de Álvaro Gómez Hurtado); que fue el resultado de una alianza con el narcotráfico (muchos han señalado la coincidencia de que las discusiones al interior de la Asamblea se destrabaron cuando esta aprobó la prohibición de extraditar nacionales, que era la forma más efectiva que tenía el Estado colombiano de castigar a los mafiosos narcotraficantes). Sin lugar a dudas, la Constitución de 1991 no fue la panacea que imaginamos los que, en esa época, como jóvenes, la defendimos, y ha traído muchos problemas. Pero fue un paso adelante en el desarrollo institucional colombiano, el cual tal vez se pueda corregir, pero no se puede reversar: ese patrimonio, aunque imperfecto, hay que cuidarlo.
Del proceso de apertura se puede decir que el gobierno de César Gaviria marcó la división del liberalismo en dos tendencias: la neoliberal, liderada por César Gaviria, y la socialdemócrata, liderada por Ernesto Samper. Gaviria no consiguió un sucesor para su mandato. Por el contrario, fue sucedido por Ernesto Samper, quien, aunque de su mismo partido, intentó reversar las políticas neoliberales, pero que, en la práctica, no hizo sino ratificar la profunda decadencia del Partido Liberal y, en general, de la política colombiana, al confirmar los vínculos entre las mafias y la política. El gobierno de Samper no fue sino un desastre de ingobernabilidad, por las acusaciones que recibió de aceptar dineros del narcotráfico para financiar su campaña presidencial.
De esta manera, se puede hacer una alegoría simple: el país empezaba a mirar el neoliberalismo como respuesta a los excesos del estatismo socialdemócrata. No es que el Estado fuera fuerte en esa época (más bien, todo lo contrario: la tributación como proporción del PIB era aún más baja que ahora, y la incapacidad del Estado para hacer presencia en todo el territorio nacional era todavía más manifiesta que ahora), sino que era percibido como corrupto: la gente empezó a mirar el mercado como una alternativa a los vínculos manifiestos entre política, corrupción y mafias. Duele constatar hoy que uno de los pocos condenados por el asesinato de Galán es uno de los políticos más brillantes de su generación, Alberto Santofimio Botero, pero también unos de los más pérfidos. Y aquí cabe preguntarse por qué parece ser que los colombianos tenemos tanta inteligencia para el mal.
Después de Samper, el liberalismo perdió el poder. A pesar de la amplia acogida del liberalismo, no podía ser de otra manera. El país empezó a virar a la derecha. Vino el gobierno de Andrés Pastrana, una especie de neoliberalismo light en el cual el país se sumió en la más profunda sima: las crisis económica y de seguridad más agudas que haya vivido el país. Los años 90 fueron, prácticamente, una década perdida para Colombia, y para el año 2002 el país fácilmente clasificaba como un Estado fallido.
Luego vino Álvaro Uribe, y se concentró en mejorar las condiciones de seguridad. Los indicadores económicos también empezaron a mejorar. Si Uribe se hubiera contentado con un mandato, hoy sería recordado como el salvador de Colombia. Pero no se contentó. Al tiempo que el país mejoraba, Uribe se empezó a volver más mesiánico y fanático. Sus vínculos con la extrema derecha se fueron volviendo más fuertes, o por lo menos más claros. Y hoy muchos de los vicios de sus dos mandatos son recordados por los pleitos judiciales que han tenido que enfrentar muchos de sus segundos.
Hoy, a los 25 años de la muerte de Galán, cabe hacerse la eterna pregunta histórica de siempre: ¿qué hubiera pasado si no hubieran matado a Galán? Quizás la historia hubiera sido muy distinta. Estos últimos 25 años, que han sido los años de mi vida adulta, causan mucho dolor, pero también dan cierto pie para la esperanza. Ciertamente Colombia es hoy un país más desarrollado que el de hace un cuarto de siglo. Sin embargo, la pobreza, la desigualdad, el narcotráfico y la corrupción están a la orden del día. Estamos ad portas de un pacto de paz, pero quizás la violencia no se extinga de un momento a otro. No es fácil examinar lo que en efecto es la vida de uno. ¿Pudo Colombia ser mejor? Sin ninguna duda. ¿Ha vencido Colombia a los enemigos que mataron a Galán? No del todo. Pero no quisiera hacer una evaluación enteramente pesimista de estos 25 años. Tal vez con Galán las cosas hubieran salido mejor, pero el sueño y la posibilidad de un país mejor todavía están ahí, y, a pesar de las dificultades, el país sigue mirando para adelante. El mejor homenaje que se le puede hacer a Galán es mantener en alto sus banderas: porque la triste realidad es que aún son necesarias.
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