Camila Reyes del Toro es una vieja amiga mía que hoy está en la cárcel, por el escándalo del programa Agro Ingreso Seguro (AIS). Camila fue mi alumna y luego trabajó conmigo. Después seguí su carrera profesional, que, fuera del Ministerio de Agricultura, incluyó la Federación Nacional de Cafeteros. Camila es una mujer inteligente, pila, alegre y encantadora. Simplemente no puedo creer que haya hecho algo malo a conciencia, y me parece increíble que esté ahora en la cárcel.
Soy profesor del curso de Ética, Justicia y Políticas Públicas en la Escuela de Gobierno de la Universidad de los Andes. El de AIS y Camila se convierte en un perfecto caso de estudio para mi curso. Mis estudiantes creen muy mayoritariamente que en el caso AIS hubo algo turbio. Lo sé porque les pedí que escribieran un ensayo sobre el tema. La opinión de mis estudiantes seguramente refleja la opinión del país: no muy informada, pero condenatoria de lo que pasó con el programa. Yo también formo parte de los que piensan que en este programa hubo algo turbio. Por eso celebro que la justicia se encargue del caso, aunque me parece que el problema es más político que judicial. También me preocupa enormemente que aquí no se castigue a quienes corresponde, y como corresponde. Como alguien escribió en una red social, aquí se está sacrificando a los técnicos y no se está juzgando a los jefes responsables. Eso no puede ser.
Desde mi punto de vista, el programa AIS fue un programa mal concebido, y por lo tanto propenso a problemas de implementación. El programa fue una respuesta a la oposición interna que surgió a la negociación del tratado de libre comercio (TLC) con Estados Unidos. El sector agropecuario se vio como uno de los principales afectados por el tratado, y logró que el gobierno diseñara el programa AIS. Para ponerlo en plata blanca, el gobierno compró al agro con el AIS, para evitar que se opusiera al TLC. La idea era que el agro tuviera su ingreso asegurado, incluso si ve veía afectado por el TLC. De ahí el nombre del programa: Agro Ingreso Seguro. Ya quisieran otros sectores de la economía tener su ingreso asegurado. El programa se concibió como unos subsidios en efectivo para el agro, que se otorgaron, oh ironía, incluso antes de que el TLC fuera aprobado, cosa que todavía seguimos esperando. Es decir, el programa dejó de ser una medida correctiva de los efectos del TLC, para convertirse en una política de subsidios directos al sector, independiente del TLC.
La política de otorgar subsidios a los sectores económicos es una política debatida. Los economistas aún no se ponen de acuerdo sobre la conveniencia de lo que ellos llaman “políticas industriales”, que son políticas de apoyo a los sectores económicos. Quizás estas políticas, bien administradas, son muy útiles para fomentar el crecimiento, pero también, mal administradas, se prestan para financiar la ineficiencia, la politiquería y la corrupción. El surgimiento del neoliberalismo tuvo mucho qué ver con la percepción de que las políticas industriales, sobre todo en países institucionalmente débiles como Colombia, se prestan más para la corrupción que para el progreso.
El agro bien puede ser un sector merecedor de subsidios especiales. En el agro colombiano se concentra la pobreza y la violencia. Además, el agro en los países ricos es ampliamente subsidiado. Sin embargo, en el caso del programa AIS, los riesgos de las políticas industriales no fueron debidamente tenidos en cuenta. Yo no creo que el programa haya servido para fomentar un ápice la competitividad en el campo. No me sorprende, además, que el programa se haya prestado para la politiquería y la corrupción. Los objetivos del programa fueron políticos desde el principio. ¿Cómo no va a oler mal un programa que se lleva a cabo incluso cuando la principal razón para ejecutarlo deja de existir? Porque la teoría era proteger al agro del TLC, pero, ¿cuál TLC?
Poner al Estado a regalar plata siempre es una proposición peligrosa. No porque no deba hacerlo: a veces debe hacerlo, especialmente cuando los recipientes son los más pobres. Pero debe hacerlo con mucho cuidado. Sin embargo, aquí no se siguieron las precauciones del caso. Aquí primaron consideraciones políticas, que se terminaron traduciendo en beneficios indebidos para unos pocos a costa del aporte de muchos.
Pero poner a Camila a pagar por un fenómeno que es más estructural y que, claramente, la excede a ella, no tiene mucho sentido. Yo no sé cuál es la situación jurídica de Camila. No sé de qué sea responsable. Pero lo que sí sé es que ella es una persona buena puesta en una situación superior a sus fuerzas. Así como Colombia se equivocó con el programa AIS, se está equivocando en la forma como lo sanciona. Da pesar que un país cometa errores tan obvios, y que los corrija con otros igual de obvios. En este caso, no me interesa que se sancione a un ministro o a un presidente, aunque son ellos, más que sus subalternos, quienes deberían estar respondiendo por la situación. En Colombia nos estamos acostumbrando a que los viceministros, y no los ministros, vayan a la cárcel. Eso no puede ser.
Pero lo que sí me interesa es que, así sea tarde, Colombia aprenda a reaccionar frente a políticas que no consultan el interés colectivo, para que no vuelvan a ocurrir en futuras ocasiones. Colombia no ha mejorado en nada por poner a Camila Reyes en el Buen Pastor.
Thursday, April 14, 2011
Sunday, April 10, 2011
11-04-10: De ciertas malas índoles
Acabo de leer un libro interesante, Desarraigo, de Eduardo Peláez Vallejo. Está en las mismas ligas del éxito de Héctor Abad Faciolince, El olvido que seremos. Ambos hablan de las tierras antioqueñas, del padre y la nostalgia. Ambos tratan de exorcizar el hecho de que sus padres, seres quizás no perfectos, pero fundamentalmente buenos, fueron asesinados. En ese sentido, ambos libros son una interrogación profunda sobre la mala índole de los colombianos. La mala leche, que diríamos nosotros. La mala leche, que sugiere que, en nuestra niñez, somos alimentados, no con (buena) leche, sino con hiel y con veneno. En una cita que se refiere al río San Jorge colombiano, pero que se podría aplicar a Antioquia, o a toda Colombia, Peláez escribe que "La violencia se contrae en el San Jorge, como una enfermedad tropical; y la paz no germina en esa tierra".
Es evidente que a ambos autores les costó terriblemente, como es natural, lidiar con el asesinato del padre. Les costó años, y les costó lo que cuesta convertir el horror en una bella obra literaria. Pocos tienen el talento de sublimar en arte la violencia, y me pregunto cuántos en Colombia han tenido que aceptar las secuelas de esa tragedia en sus vidas sin poder acceder al recurso de la literatura, o, para esos efectos, a cualquier otro recurso.
Uno que sublimó el asesinato de su padre de manera distinta fue Álvaro Uribe Vélez. Poco se ha reflexionado sobre la influencia de ese hecho en su gobierno. Yo creo que esa influencia fue determinante. Un experto habrá de hacerle el psicoanálisis a ese fenómeno, pero yo creo que Álvaro Uribe fue presidente para vengar el asesinato de su padre. Es curioso: a algunos les matan al padre y escriben un libro, mientras que otros reaccionan volviéndose presidentes de la república.
Sobre el gobierno de Álvaro Uribe la historia no ha dado su veredicto final. En lo personal, soy más uribista que los antiuribistas, y soy más antiuribista que los uribistas. En ciertos sentidos, el gobierno de Uribe fue extraordinario. En otros, Colombia respira aliviada porque el gobierno de Uribe ya llegó a su fin.
Dada la posición en la que estoy, no espero que nadie interprete bien lo que voy a decir: me parece que, en el fondo, el gobierno de Álvaro Uribe fue de mala índole, porque su objetivo final, el objetivo que subsumía a todos los demás objetivos, era vengar la muerte de su padre. Vengarla de manera sublimada, porque la venganza no sería una venganza burda, sino una venganza implementada y ejecutada por el Estado. Una venganza, en fin de cuentas, justa, porque las muertes de los padres de Abad, Peláez y Uribe con toda probabilidad no fueron justas, y merecen venganza. Porque vengar una muerte injusta, sobre todo si es del padre, es quizás un imperativo moral.
Pero nada bueno, a la larga, se puede esperar de quien actúa primariamente movido por la venganza. Lo que quizás es justificado, y hasta bueno, en un individuo, no puede ser el norte moral para un país.
Uribe, por un lado, y Abad y Peláez, por otro, reaccionaron muy distinto a los asesinatos de sus padres. La respuesta de Abad y Peláez fue quizás menos varonil, más resignada, más inadecuada desde un punto de vista social, pero también más adecuada desde el punto de vista de la sanación y el alivio personal. La respuesta de Uribe fue más necesaria en una sociedad cansada de sentirse manoseada y abusada. Pero uno no puede vivir con el odio en el alma. Abad y Peláez escogieron encontrar solaz en el recuerdo del padre, el padre imperfecto pero con el cual se vivieron momentos de felicidad y de ternura. No han sido capaces de saber si la venganza es dulce, y no han sido capaces de explicarse el sinsentido de Colombia, pero han revelado una humanidad sin la cual el futuro de nuestro país no podrá construirse.
Es evidente que a ambos autores les costó terriblemente, como es natural, lidiar con el asesinato del padre. Les costó años, y les costó lo que cuesta convertir el horror en una bella obra literaria. Pocos tienen el talento de sublimar en arte la violencia, y me pregunto cuántos en Colombia han tenido que aceptar las secuelas de esa tragedia en sus vidas sin poder acceder al recurso de la literatura, o, para esos efectos, a cualquier otro recurso.
Uno que sublimó el asesinato de su padre de manera distinta fue Álvaro Uribe Vélez. Poco se ha reflexionado sobre la influencia de ese hecho en su gobierno. Yo creo que esa influencia fue determinante. Un experto habrá de hacerle el psicoanálisis a ese fenómeno, pero yo creo que Álvaro Uribe fue presidente para vengar el asesinato de su padre. Es curioso: a algunos les matan al padre y escriben un libro, mientras que otros reaccionan volviéndose presidentes de la república.
Sobre el gobierno de Álvaro Uribe la historia no ha dado su veredicto final. En lo personal, soy más uribista que los antiuribistas, y soy más antiuribista que los uribistas. En ciertos sentidos, el gobierno de Uribe fue extraordinario. En otros, Colombia respira aliviada porque el gobierno de Uribe ya llegó a su fin.
Dada la posición en la que estoy, no espero que nadie interprete bien lo que voy a decir: me parece que, en el fondo, el gobierno de Álvaro Uribe fue de mala índole, porque su objetivo final, el objetivo que subsumía a todos los demás objetivos, era vengar la muerte de su padre. Vengarla de manera sublimada, porque la venganza no sería una venganza burda, sino una venganza implementada y ejecutada por el Estado. Una venganza, en fin de cuentas, justa, porque las muertes de los padres de Abad, Peláez y Uribe con toda probabilidad no fueron justas, y merecen venganza. Porque vengar una muerte injusta, sobre todo si es del padre, es quizás un imperativo moral.
Pero nada bueno, a la larga, se puede esperar de quien actúa primariamente movido por la venganza. Lo que quizás es justificado, y hasta bueno, en un individuo, no puede ser el norte moral para un país.
Uribe, por un lado, y Abad y Peláez, por otro, reaccionaron muy distinto a los asesinatos de sus padres. La respuesta de Abad y Peláez fue quizás menos varonil, más resignada, más inadecuada desde un punto de vista social, pero también más adecuada desde el punto de vista de la sanación y el alivio personal. La respuesta de Uribe fue más necesaria en una sociedad cansada de sentirse manoseada y abusada. Pero uno no puede vivir con el odio en el alma. Abad y Peláez escogieron encontrar solaz en el recuerdo del padre, el padre imperfecto pero con el cual se vivieron momentos de felicidad y de ternura. No han sido capaces de saber si la venganza es dulce, y no han sido capaces de explicarse el sinsentido de Colombia, pero han revelado una humanidad sin la cual el futuro de nuestro país no podrá construirse.
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