En las elecciones presidenciales de ayer pasó, más o menos, lo que se esperaba: que Santos y Mockus pasaran a segunda vuelta, y que se quemaran otros tres o cuatro buenos candidatos. Pero también pasaron cosas no esperadas: Santos ganó contundentemente, tanto que casi logra ganar en la primera vuelta. Esto hace que la idea de que Mockus pueda ganar en segunda vuelta parezca ilusoria. A mi modo de ver, no hay que esperar a ella para saber que el próximo presidente de Colombia se llama Juan Manuel Santos.
Es una escogencia consistente con lo que el país ha sido en los últimos ocho años, y, en contra de lo que pueda pensar el fanatismo verde, no es una mala escogencia. Aunque ayer no solo ganó Santos, sino también Uribe, Santos tiene la personalidad suficiente para no ser una marioneta de Uribe. Y, francamente, yo no creo que vaya a hacer un mal gobierno. El país no se deshará en sus manos. Nadie mejor para ponerle punto final a la seguridad democrática, la economía quedará en manos capaces, y el Gobierno tendrá un Congreso amigo. La única dificultad manifiesta de Santos (fuera de su oratoria, que no es capaz de inflamar los corazones) es la recomposición de las relaciones con los vecinos, pero aquí, admitámoslo, el problema no es Santos, sino los vecinos.
Lo que pasa es que la ola de esperanza que alcanzó a levantar Mockus es muy significativa. Bien lo dijo Vargas Lleras en sus palabras de reconocimiento de la derrota: los votos de Mockus son un mensaje que no se puede desoír. Alrededor de Mockus se construyó una opción distinta, que habla de cómo Colombia se ve hacia el futuro: como un país civilizado, sin guerra, educado, sin corrupción, respetuoso de la ley, justo. El sueño verde es el sueño correcto. Por ahora el realismo le ganó a la esperanza, pero esperemos que Santos sepa hacer una transición ordenada de lo que somos hacia lo que queremos. Los mockusistas ven a Santos como la continuación del miedo, la politiquería, la corrupción y los privilegios, pero ese es un retrato en buena parte injusto. Pasar de Uribe a Mockus hubiera sido una muestra de independencia democrática de enorme significado, pero la voz del pueblo, que es la voz de Dios, nos ha dicho que hay que permanecer con los pies sobre la tierra.
Es un lugar común decirlo, pero Colombia sale enaltecida con estas elecciones. Se lucharon con altura, y los seis candidatos principales eran todos muy buenos. A algunos los votos no les hicieron justicia. Ya quisieran otros países tener un ramillete de candidatos tan selecto. Con cualquiera que ganara, el país no estaría escogiendo mal. El uribismo se hizo respetar, pero de la mejor manera posible para la institucionalidad del país: sin Uribe. El Partido Verde y Vargas Lleras se consolidan como opciones para el futuro. Petro obtuvo un resultado respetable para la izquierda, que todavía tiene mucho camino por recorrer, pero que, si hace las cosas bien, se puede consolidar como una opción de poder, cosa que hoy no es. En cambio, los partidos tradicionales dan un poquito de pesar. Tendrán que reinventarse si no quieren desaparecer. Ojalá oigan el mensaje.
Colombia tiene muchos problemas, pero también tiene un futuro brillante. Hoy muchos verdes pueden estar decepcionados, pero lo cierto es que la senda hacia el progreso no se ha detenido. Colombia escogió con claridad y con prudencia. A pesar de que el voto de uno no haya ganado en las elecciones, creo que hay razones para sentirse orgulloso del país y de su democracia.
Monday, May 31, 2010
Saturday, May 1, 2010
10-05-01: A propósito de un bicentenario
Colombia se apresta a cumplir 200 años de vida independiente. Quizás uno deba empezar por preguntarse si esta debe ser una ocasión para celebrar. Cuando se cumplieron los 500 años del descubrimiento de América, en 1992, muchos dudaban de que hubiera ocasión para la celebración. Desde un punto de vista que podemos llamar “indigenista”, algunos se preguntaron cómo se puede celebrar el aniversario de la invasión de Europa a América.
Yo no compartí ese punto de vista. Todo lo que soy es producto del encuentro, brutal a veces, entre Europa y América. El “descubrimiento” de América añadió un “Nuevo Mundo” al planeta, con toda la carga de esperanza que esa novedad podía traer.
El encuentro entre Europa y América produjo al menos dos Américas, una anglosajona y otra latina. Mientras que en la América del norte el blanco exterminó al indio y segregó al negro, en Nuestra América se produjo ese fenómeno especial del mestizaje, del cual soy hijo. Mientras que el (norte)americano es un europeo desarraigado, el latinoamericano es un mestizo criollo. Hablo español, y entiendo mi deuda con Europa. Pero yo no soy solo caballo y hierro: también soy maíz y oro.
Mi hipótesis es que los sueños de esperanza que el Nuevo Mundo significó para el planeta se han realizado menos en la América latina que en la anglosajona. En este sentido, la América latina ha sido una experiencia fallida. Una frase brutal de Samuel Guy Inman, que yo leí citada en un libro de George Pendle (A History of Latin America, 1976, p. 225) dice que:
"El mundo difícilmente mirará a los latinoamericanos para liderazgo en democracia, en organización, en negocios, en ciencia, en rígidos valores morales. De otro lado, América Latina tiene algo qué contribuir a un mundo industrializado y mecanístico con respecto al valor del individuo, el lugar de la amistad, el uso del ocio, el arte de la conversación, las atracciones de la vida intelectual, la igualdad de las razas, la base jurídica de la vida internacional, el lugar del sufrimiento y la contemplación, el valor de lo impráctico, la importancia de la gente sobre las cosas y las reglas" (en inglés en el original).
Es cierto. Hay cosas en las que no le hemos aportado mucho al mundo. El desarrollo de la ciencia no se ha hecho en América latina. Tampoco hemos producido los más grandes teóricos de la filosofía política. Nuestro registro en materia de derechos humanos es deplorable. Tal vez donde podemos hallar los aportes latinoamericanos más distintivos al mundo es en el terreno del arte: la pintura y la escritura. Un Alfaro Siqueiros, un Rivera, un Guayasamín, un Pablo Neruda, un García Márquez, son campeones universales. Pero, en una mirada amplia de las cosas, los latinoamericanos no hemos estado a la altura de las expectativas que creó la noción del Nuevo Mundo.
Cosa distinta ha sido con Estados Unidos, que supo convertirse en potencia económica, militar y científica. Los aportes que América le ha hecho al mundo en materia de democracia provinieron de los pensadores norteamericanos que redactaron la Declaración de Independencia y la Constitución. Es cierto que Colombia fue primero democracia que Alemania o que Italia, pero nuestra democracia luce hoy más frágil que la de esos países. Cuando hablamos del Sueño Americano, deberíamos hablar más propiamente del sueño norteamericano. La América latina no ha sabido crear una mitología tan poderosa, una imagen de posibilidades y de futuro tan evocadora y atrayente.
Uno mira a Colombia en sus 200 años, y da más lástima que otra cosa. Mientras Estados Unidos, comenzando con 13 pequeñas colonias en la coste este, logró conquistar todo un continente y crear una federación de 50 estados, así para eso hubiera que desplazar a nativos, franceses, españoles y mexicanos, en América latina no hemos hecho más que dividirnos. Pendle, en la obra que cité atrás (p. 231), lo pone en términos nuevamente brutales: "En lo que respecta a los asuntos públicos, quizás la característica latinoamericana más importante es el hábito de no cooperar" (en inglés y con énfasis en el original).
Miranda soñó el nombre de Colombia para hacerle justicia a Colón con un país que iría desde el Río Grande hasta la Patagonia. Bolívar tuvo la energía para liberar a media América y unirla bajo el nombre de la Gran Colombia. Pero, muerto ese hombre excepcional, en contravía de nuestra geografía y nuestra historia, no hemos hecho más que distanciarnos. Hoy tres países se arropan con la bandera que soñó Miranda para su Colombia, pero de los sueños de unidad no queda nada. Colombia no es ese gran país que soñó el venezolano, sino un paisito retraído y tímido que pega por debajo de su peso específico en la escena internacional. Hoy nos cuesta pensar en grande.
Hace 200 años nos independizamos de España. Un vistazo rápido nos enseña que ese no fue un hecho aislado. Lo que pasó en Colombia estaba pasando en toda América latina. El bicentenario no es una fiesta nacional sino continental. Sin embargo, más nos demoramos en lanzar el grito de independencia que en ponernos a pelear. Lo primero que hicimos con nuestra libertad fue crear una Patria Boba, dividida entre centralismo y federalismo. No sorprende que, a la primera oportunidad, nos reconquistara el español, matando a nuestros mejores hombres y mujeres. Se necesitaron un Bolívar y un Santander, trabajando en conjunto, para volvernos a liberar. Colombia tiene el honor de haber apoyado la liberación de media América. Los dos grandes, Bolívar y San Martín, sabían que sus gestas no se podían limitar a sus países de origen: ambos sabían que había que expulsar al español de Perú, que era el corazón de América. Parlamentaron, y la tarea que había comenzado San Martín la terminó Bolívar. En esa época era normal que los venezolanos y los argentinos y los neogranadinos fueran por sobre todo americanos.
Pero pronto nos deshicimos de los gigantes. San Martín prefirió el exilio, y en la Gran Colombia los santanderistas acabaron con Bolívar. La Gran Colombia no duraría mucho. Páez se encargaría de separar a Venezuela, y Flores se encargaría de separar a Ecuador. El siglo XIX en Colombia fue una sola guerra civil, que desembocó en la vergüenza eterna de la pérdida de Panamá. Ni la localización estratégica nos salvó de la irrelevancia internacional.
El siglo XX no ha sido mucho mejor. La modernidad tardó en llegar. Luego se consolidó la violencia entre liberales y conservadores. Por último, nos cayó el narcotráfico, la guerrilla y los paramilitares. Hay, es cierto, algunas trazas de civilización entre tanta barbarie, pero también es cierto que, a 200 años de nuestra independencia, aún hay 45% de colombianos pobres, y 16% de indigentes. Los colombianos notables son pocos, y la civilidad y las buenas maneras brillan por su ausencia. Aquello de que Bogotá es la Atenas suramericana hoy suena a chiste. La gente vota con los pies, y la verdad es que Colombia no atrae inmigrantes. Más bien, expulsamos a los nuestros. No sé las cifras con precisión, pero quizás unos cuatro millones de colombianos han preferido vivir en el exterior, y otros tantos han sido desplazados al interior de su propia patria. Para muchos el nuestro es un país invivible.
Amo a Colombia con locura, pero no creo que uno pueda mirar el bicentenario con satisfacción por los logros alcanzados. Alguien me llamará apátrida por esta evaluación tan pesimista, pero no hay que dejar que el patriotismo nos cierre los ojos. Además, no acepto lecciones de patriotismo de nadie. Lloro solo de pensar en Córdoba luchando en Ayacucho al son de La Guaneña. Pero una lectura descarnada de la realidad me dice que somos un país y un continente que han estado por debajo de sus posibilidades. Colombia es un amor que duele. Tal vez lo más optimista que podemos decir es que lo mejor de nosotros no está en nuestro pasado sino en nuestro futuro. Este bicentenario debería servirnos para proponernos alcanzar lo que podemos ser, y no para reproducir lo que hemos sido. El bicentenario no es una ocasión para la fiesta, sino para la reflexión. Para una reflexión profunda, que nos conduzca a la unión, el esfuerzo, la acción y el progreso.
Yo no compartí ese punto de vista. Todo lo que soy es producto del encuentro, brutal a veces, entre Europa y América. El “descubrimiento” de América añadió un “Nuevo Mundo” al planeta, con toda la carga de esperanza que esa novedad podía traer.
El encuentro entre Europa y América produjo al menos dos Américas, una anglosajona y otra latina. Mientras que en la América del norte el blanco exterminó al indio y segregó al negro, en Nuestra América se produjo ese fenómeno especial del mestizaje, del cual soy hijo. Mientras que el (norte)americano es un europeo desarraigado, el latinoamericano es un mestizo criollo. Hablo español, y entiendo mi deuda con Europa. Pero yo no soy solo caballo y hierro: también soy maíz y oro.
Mi hipótesis es que los sueños de esperanza que el Nuevo Mundo significó para el planeta se han realizado menos en la América latina que en la anglosajona. En este sentido, la América latina ha sido una experiencia fallida. Una frase brutal de Samuel Guy Inman, que yo leí citada en un libro de George Pendle (A History of Latin America, 1976, p. 225) dice que:
"El mundo difícilmente mirará a los latinoamericanos para liderazgo en democracia, en organización, en negocios, en ciencia, en rígidos valores morales. De otro lado, América Latina tiene algo qué contribuir a un mundo industrializado y mecanístico con respecto al valor del individuo, el lugar de la amistad, el uso del ocio, el arte de la conversación, las atracciones de la vida intelectual, la igualdad de las razas, la base jurídica de la vida internacional, el lugar del sufrimiento y la contemplación, el valor de lo impráctico, la importancia de la gente sobre las cosas y las reglas" (en inglés en el original).
Es cierto. Hay cosas en las que no le hemos aportado mucho al mundo. El desarrollo de la ciencia no se ha hecho en América latina. Tampoco hemos producido los más grandes teóricos de la filosofía política. Nuestro registro en materia de derechos humanos es deplorable. Tal vez donde podemos hallar los aportes latinoamericanos más distintivos al mundo es en el terreno del arte: la pintura y la escritura. Un Alfaro Siqueiros, un Rivera, un Guayasamín, un Pablo Neruda, un García Márquez, son campeones universales. Pero, en una mirada amplia de las cosas, los latinoamericanos no hemos estado a la altura de las expectativas que creó la noción del Nuevo Mundo.
Cosa distinta ha sido con Estados Unidos, que supo convertirse en potencia económica, militar y científica. Los aportes que América le ha hecho al mundo en materia de democracia provinieron de los pensadores norteamericanos que redactaron la Declaración de Independencia y la Constitución. Es cierto que Colombia fue primero democracia que Alemania o que Italia, pero nuestra democracia luce hoy más frágil que la de esos países. Cuando hablamos del Sueño Americano, deberíamos hablar más propiamente del sueño norteamericano. La América latina no ha sabido crear una mitología tan poderosa, una imagen de posibilidades y de futuro tan evocadora y atrayente.
Uno mira a Colombia en sus 200 años, y da más lástima que otra cosa. Mientras Estados Unidos, comenzando con 13 pequeñas colonias en la coste este, logró conquistar todo un continente y crear una federación de 50 estados, así para eso hubiera que desplazar a nativos, franceses, españoles y mexicanos, en América latina no hemos hecho más que dividirnos. Pendle, en la obra que cité atrás (p. 231), lo pone en términos nuevamente brutales: "En lo que respecta a los asuntos públicos, quizás la característica latinoamericana más importante es el hábito de no cooperar" (en inglés y con énfasis en el original).
Miranda soñó el nombre de Colombia para hacerle justicia a Colón con un país que iría desde el Río Grande hasta la Patagonia. Bolívar tuvo la energía para liberar a media América y unirla bajo el nombre de la Gran Colombia. Pero, muerto ese hombre excepcional, en contravía de nuestra geografía y nuestra historia, no hemos hecho más que distanciarnos. Hoy tres países se arropan con la bandera que soñó Miranda para su Colombia, pero de los sueños de unidad no queda nada. Colombia no es ese gran país que soñó el venezolano, sino un paisito retraído y tímido que pega por debajo de su peso específico en la escena internacional. Hoy nos cuesta pensar en grande.
Hace 200 años nos independizamos de España. Un vistazo rápido nos enseña que ese no fue un hecho aislado. Lo que pasó en Colombia estaba pasando en toda América latina. El bicentenario no es una fiesta nacional sino continental. Sin embargo, más nos demoramos en lanzar el grito de independencia que en ponernos a pelear. Lo primero que hicimos con nuestra libertad fue crear una Patria Boba, dividida entre centralismo y federalismo. No sorprende que, a la primera oportunidad, nos reconquistara el español, matando a nuestros mejores hombres y mujeres. Se necesitaron un Bolívar y un Santander, trabajando en conjunto, para volvernos a liberar. Colombia tiene el honor de haber apoyado la liberación de media América. Los dos grandes, Bolívar y San Martín, sabían que sus gestas no se podían limitar a sus países de origen: ambos sabían que había que expulsar al español de Perú, que era el corazón de América. Parlamentaron, y la tarea que había comenzado San Martín la terminó Bolívar. En esa época era normal que los venezolanos y los argentinos y los neogranadinos fueran por sobre todo americanos.
Pero pronto nos deshicimos de los gigantes. San Martín prefirió el exilio, y en la Gran Colombia los santanderistas acabaron con Bolívar. La Gran Colombia no duraría mucho. Páez se encargaría de separar a Venezuela, y Flores se encargaría de separar a Ecuador. El siglo XIX en Colombia fue una sola guerra civil, que desembocó en la vergüenza eterna de la pérdida de Panamá. Ni la localización estratégica nos salvó de la irrelevancia internacional.
El siglo XX no ha sido mucho mejor. La modernidad tardó en llegar. Luego se consolidó la violencia entre liberales y conservadores. Por último, nos cayó el narcotráfico, la guerrilla y los paramilitares. Hay, es cierto, algunas trazas de civilización entre tanta barbarie, pero también es cierto que, a 200 años de nuestra independencia, aún hay 45% de colombianos pobres, y 16% de indigentes. Los colombianos notables son pocos, y la civilidad y las buenas maneras brillan por su ausencia. Aquello de que Bogotá es la Atenas suramericana hoy suena a chiste. La gente vota con los pies, y la verdad es que Colombia no atrae inmigrantes. Más bien, expulsamos a los nuestros. No sé las cifras con precisión, pero quizás unos cuatro millones de colombianos han preferido vivir en el exterior, y otros tantos han sido desplazados al interior de su propia patria. Para muchos el nuestro es un país invivible.
Amo a Colombia con locura, pero no creo que uno pueda mirar el bicentenario con satisfacción por los logros alcanzados. Alguien me llamará apátrida por esta evaluación tan pesimista, pero no hay que dejar que el patriotismo nos cierre los ojos. Además, no acepto lecciones de patriotismo de nadie. Lloro solo de pensar en Córdoba luchando en Ayacucho al son de La Guaneña. Pero una lectura descarnada de la realidad me dice que somos un país y un continente que han estado por debajo de sus posibilidades. Colombia es un amor que duele. Tal vez lo más optimista que podemos decir es que lo mejor de nosotros no está en nuestro pasado sino en nuestro futuro. Este bicentenario debería servirnos para proponernos alcanzar lo que podemos ser, y no para reproducir lo que hemos sido. El bicentenario no es una ocasión para la fiesta, sino para la reflexión. Para una reflexión profunda, que nos conduzca a la unión, el esfuerzo, la acción y el progreso.
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