Acabo de leer Sodoma: poder y escándalo en el Vaticano, de Frédéric Martel (2019, Bogotá: Rocaeditorial). Es una exhaustiva investigación sobre la homosexualidad en la Iglesia Católica. Tengo que admitir que el libro me impresionó mucho, y me causa una desesperanza profunda. La tesis del libro, según yo la veo, es que la Iglesia atrae más que su justa proporción de homosexuales al sacerdocio (podría ser que uno de cada dos seminaristas es homosexual), y que, entre más se escala en la jerarquía eclesiástica, mayor es la proporción de homosexuales. Entre arzobispos y cardenales, la homosexualidad podría estar entre el 75 y el 80%. El libro sugiere incluso que los papas recientes Pablo VI y Benedicto XVI pueden haber sido homosexuales, aunque quizás no practicantes.
Lo grave no es que la homosexualidad sea tan alta, sino que la Iglesia lo niegue, y que mantenga un discurso contra la homosexualidad. En otras palabras, el problema no es la homosexualidad, sino la hipocresía.
La verdad es que a la Iglesia Católica no le está yendo bien en los últimos años. De una parte, parece desconectada de su feligresía. Los que se declaran católicos son cada vez menos. Los más desencantados se declaran ateos o agnósticos. Los que insisten en cultivar su espiritualidad buscan ayuda en otras corrientes cristianas, que hoy parecen más dinámicas, o en prácticas orientales y New Age. Incluso los que perseveran en el catolicismo típicamente no comparten toda la doctrina: hoy las parejas que se dicen católicas tienen sexo antes del matrimonio, usan métodos contraceptivos, son frecuentemente infieles y se divorcian, todas esas prácticas rechazadas por la Iglesia.
De otra parte, los escándalos de pedofilia han sido todo menos puntuales, y apuntan a una grave, y despreciable, enfermedad dentro de la Iglesia, tema sobre el cual no profundiza Martel, que solo se concentra en la homosexualidad.
En síntesis, ser católico lo obliga a uno a creer en unas cosas, pero a hacer otras: una disonancia complicada. El libro de Martel sugiere que esa disonancia no solo afecta a la feligresía, sino que es aún mayor entre los sacerdotes y prelados de la Iglesia. La Iglesia mantiene un discurso a favor del celibato sacerdotal y en contra del sexo no reproductivo, la homosexualidad y el matrimonio de parejas del mismo sexo, pero la homosexualidad tan extendida dentro de sus propias filas desdice de todo eso. El libro de Martel sugiere que las autoridades eclesiásticas más homofóbicas están rodeadas de homosexuales o, en los peores casos, son homosexuales ellas mismas.
A estas alturas del paseo, ya es muy difícil sostener que la homosexualidad es una desviación o un pecado. Pero la Iglesia insiste en ello. El libro de Martel sugiere que la Iglesia insiste insincera, hipócritamente, en ello. La pregunta de fondo es por qué la Iglesia insiste en unos comportamientos que son prácticamente anti-naturales y tan alejados de la experiencia diaria de las personas normales. Porque lo anti-natural no es que haya homosexuales. Lo anti-natural es que a la gente se le impida gozar una sexualidad plena, lo que sea que eso quiera significar. ¿Por qué la Iglesia se opone al matrimonio sacerdotal y a la ordenación de mujeres? ¿Por qué la Iglesia condena a los divorciados y a los homosexuales? ¿Por qué condena prácticas como la masturbación, e insiste en que el sexo debe tener únicamente fines reproductivos?
Tal vez se piense que tener unos estándares sexuales altos es importante, así sean inalcanzables. Lo único que eso causa es una sexualidad culpable, en la que las palabras “sexo” y “pecado” parecen ser sinónimas. Eso, claramente, está mal. La Iglesia no ayuda a buscar una sexualidad plena. Y está claramente peor cuando los curas predican pero no aplican. Y ya se llega al colmo cuando se descubre que dentro de los guardianes de la espiritualidad católica se descubren unas prácticas sexuales de lo más pervertidas, como la pedofilia.
El libro señala que el papa Francisco ha tratado de luchar contra toda esa hipocresía, pero que la lucha no es fácil. Los elementos ultraconservadores dentro de la Iglesia siguen siendo muy influyentes. La verdad es que necesitamos una Iglesia para seres humanos, con todas sus características y “defectos”, y no para ángeles perfectos. Necesitamos una Iglesia para pecadores, que somos todos los seres humanos. El concepto mismo de que todos somos pecadores y nacemos con el pecado original debería ser superado. A otros con el cuento de que debemos sentirnos permanentemente mal con nosotros mismos. Pero aquí ya me estoy metiendo en honduras teológicas que tal vez no me corresponden.
O tal vez sí. Yo mismo soy una contradicción frente al catolicismo. Criado en una familia muy católica, tengo muchas dudas frente al catolicismo tradicional. Tal vez yo pudiera definirme con el oxímoron de un agnóstico católico. Sin embargo, reconozco el papel del cristianismo en la cultura occidental, y me gustaría que ese papel siguiera siendo reconocido. No hay chance de que me vuelva cristiano no católico, o hinduísta, o budista, aunque respeto mucho esa religiones. De mis sacerdotes espero ejemplos de vida espiritual, y que algunos escojan la vida sacerdotal con ese propósito me conmueve profundamente. Pero, si voy a ser honesto, dudo, entre otras cosas, de que Jesús sea Dios y de que María haya sido virgen. Aunque cada vez más creo en el valor de la familia y de un sexo responsable, la actitud de la Iglesia frente al sexo me parece deplorable. Sigo creyendo que, en las enseñanzas de Jesús, hay una guía espiritual, si uno quiere, suficiente, pero no creo que la Iglesia actual interprete esa guía adecuadamente. Hoy me parece que, si uno quiere desarrollo espiritual, está esencialmente solo en esa tarea, o, peor aún, mal acompañado, por toda una literatura ligera de auto-superación y auto-ayuda.
El libro de Martel sugiere que hoy la Iglesia es más la "Puta de Babilonia" de la que habla Fernando Vallejo que la "Esposa de Cristo". Y la pregunta, dolorosa, triste, es: si la sal se corrompe, ¿qué se puede esperar del resto?
Sunday, June 2, 2019
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