Me acabo de “patear”, como decimos en Colombia, la apertura de los juegos olímpicos de Beijing 2008. Muy linda, debo decir. Muy impresionante. Esta apertura fue como una ventana por donde se puede mirar lo que el mundo debe esperar de China.
No hace mucho tiempo, la China era un país pobre que Estados Unidos utilizaba para hacerle contrapeso a la Unión Soviética. Recuerdo la famosa aproximación a China hecha por Estados Unidos en la época de Nixon, es decir, en plena Guerra Fría, que pretendía explotar la tradicional desconfianza chino-soviética para impedir que se conformara un bloque comunista entre las dos naciones y, por el contrario, producir más bien un acercamiento chino-americano, que para muchos hubiera parecido impensable, pues sólo un par de décadas antes Estados Unidos había interpuesto la Séptima Flota para que la China comunista no invadiera a Taiwán: se necesitaba, pues, un maestro de la realpolitik en las relaciones internacionales como Kissinger para volver a acercar a Estados Unidos a la China comunista.
Por otro lado, sin embargo, se dice que, cuando a Napoleón le preguntaron su opinión sobre ese país, él respondió: "cuando China despierte, el mundo temblará". Recuerdo que hace muchos años (en los 1970, constato) mi papá leyó un libro, escrito por Alain Peyrefitte, con ese título, que quedó grabado en mi memoria. Hoy China es una nación de unos 1.300 millones de personas (la más numerosa del planeta) que, bajo Deng Xiao Ping, introdujo más libertad a su ambiente económico para poder crecer, pero sin introducir más libertad a su ambiente político. En consecuencia, durante décadas su economía no ha tenido problemas en crecer al 10 por ciento anual. Gracias a ese crecimiento, China, más que ningún otro país en la tierra, contribuye a la reducción de la pobreza mundial, al sacar de ella cada año a millones de personas. Algunos cálculos ya colocan a la China como la segunda nación más rica de la tierra, y algunos vaticinan que será la primera, superando a Estados Unidos, antes de que acabe la primera mitad del siglo XXI. Ya no hay colonias europeas en territorio chino, como lo fueron Macao o Hong Kong, que han sido devueltas a China, aunque ésta, sabiamente, ha sabido mantenerles un estatus especial. La humillación que sufrió China en el siglo XX al ser invadida por Japón, tan bellamente retratada por Bertolucci en su película El último emperador, hoy sería impensable. China, la nación más populosa de la tierra, y con una de las culturas más distintivas y más ricas, está empezando a ocupar el lugar que le corresponde entre las naciones del planeta. China ya está despertando…
… Y el mundo está empezando a temblar. China es hoy una potencia económica, militar, nuclear y espacial. Su presencia en la economía mundial está poniendo de cabeza los tradicionales equilibrios económicos internacionales, con la manifestación más obvia de disparar los precios de los bienes básicos, incluido el petróleo, y deprimir los precios de los bienes manufacturados: ya hoy nadie puede competir con los bajos costos de producción en China. Las empresas chinas se empiezan a colocar, sin ningún problema, entre las más grandes del mundo, o empiezan a comprarlas. La IBM, por ejemplo, vendió su división de computadores personales a Lenovo, una empresa china. Las grandes discusiones en la OMC son entre Estados Unidos y China. Y son discusiones entre gigantes, disputándose el liderazgo mundial. Y ya sabemos quién ganará. A diferencia de los Olímpicos que hoy comienzan, que Estados Unidos bien puede todavía ganar, hoy empezamos a ver un nuevo líder mundial. Y no porque Estados Unidos esté en declive y próximo a caer, sino porque el auge chino parece imparable, a pesar de que todavía tiene enormes dificultades por superar. La gran mayoría de ellas son políticas. China todavía tiene que dejar a Mao definitivamente en el pasado, hacer la transición a la democracia, mejorar su registro de violaciones a los derechos humanos, resolver la cuestión tibetana, reunirse con Taiwán y garantizar que los beneficios del crecimiento no se concentren sólo en las grandes ciudades del oriente del país. No son temas menores. Pero lo que ha logrado la China en las últimas décadas da muestras de la capacidad de hacer transformaciones prodigiosas. Por eso, no es descabellado pensar que, si con el fin de la Primera Guerra Mundial comenzó el imperio indisputado de Estados Unidos en la arena mundial, para el centenario del Tratado de Versalles quizás ya sea China la que ocupe ese lugar.
Yo tengo en la cabeza una idea estúpida, que me hace creer que a los chinos hay que prestarles mucha atención. Yo creo que los primeros pobladores de América fueron en realidad chinos que atravesaron el estrecho de Bering cuando estaba cubierto de hielo. La evidencia circunstancial que tengo es que un campesino boyacense es igualito a un chino, con los mismos rasgos mongoloides que hoy todavía se perciben en nuestras razas nativas (es decir, prehispánicas y precolombinas). Hasta algo tan colombiano como Alejandra Ríos tiene unos ojos rasgados que no se ven del todo fuera de lugar en China. Creo, pues, que el pueblo más alejado de la tierra, el que utilizamos para denotar la mayor distancia, pues no hay mayor distancia que la que hay “de aquí a la Conchinchina”, es en realidad el pueblo de nuestros abuelos, es decir, es nosotros mismos. Por lo tanto, hallo legítimo mirar a la China como un pueblo de donde venimos, y como un ejemplo de lo que podemos llegar a ser.
Los juegos olímpicos que hoy comienzan, en una fecha auspiciosa, 08-08-08, son una señal de que debemos empezar a ver a China con ojos distintos (rasgados, quizás). China escogió para dirigir su acto inaugural de los Olímpicos a Zhang Yimou, un director de cine que ha producido varias bellas películas y que no ha dejado de tener sus problemas con las autoridades chinas (el director escogido inicialmente era Steven Spielberg, pero éste también resultó ser crítico, de modo que, al parecer, las autoridades chinas decidieron que, si el director iba a ser crítico de las medidas oficiales, que por lo menos fuera un crítico local). Yimou trató el estadio del “nido de los pájaros” de Beijing como una hermosa pincelada cinematográfica, y produjo una belleza discreta que nos mostró lo que China ha representado para la humanidad: nos mostró a Confucio, nos mostró el papel y la escritura (con tinta china, por supuesto), nos mostró la brújula y al desconocido descubridor chino de América, nos mostró la ruta de la seda y por qué las historias de Marco Polo podían ser éxitos de ventas en la Europa medieval, nos mostró la cometa y el uso de la pólvora en tiempos de paz. En suma, vimos a la China tradicional y a la moderna, a una China que cada vez menos podremos evitar. Hace treinta años, era normal para mí aprender filosofía en un texto de Bertrand Russell titulado La sabiduría de occidente. Hoy, semejante desprecio por lo oriental empieza a parecer impensable. Y quizás en una generación el mandarín sea como es el inglés hoy: una lengua que tenemos que aprender. Yo quizás ya esté demasiado viejo para ese nuevo mundo, pero he hecho mis provisiones: ya compré un curso de chino por computador que tengo que empezar a hacer.
Hoy los juegos olímpicos hacen lo que nadie más puede hacer: reunir a todas las naciones del planeta bajo una bandera de fraternidad y convivencia. Hoy Colombia lució bella, con su discreto uniforme blanco, con sombrero “vueltiao” y mochila, ocupando su puesto en el concierto de las naciones. Qué suerte que esta vez no hubo el patán que nos mandara a desfilar en sudadera. Quizás ganemos una medalla. Pero hoy toda la fiesta se agota en dos palabras: China y deporte. El nuevo poder y el espacio de la convivencia y de la paz. A los occidentales nos queda el consuelo de que los olímpicos son un aporte occidental, de los antiguos griegos y del barón de Coubertain. Y, a los colombianos, el sueño de lo que podemos llegar a ser.
Friday, August 8, 2008
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