El mundo (¡quién iba a creerlo!) está dividido en dos tipos de personas: las que creen en los retornos constantes a escala y las que creen en los retornos crecientes a escala. Los retornos a escala son una propiedad de los procesos productivos. Intuitivamente, hay retornos constantes a escala si trabajar dos horas produce el doble que trabajar una hora. Y hay retornos crecientes a escala si trabajar dos horas produce más del doble que trabajar una hora (de manera similar uno podría definir retornos decrecientes a escala).
Los retornos constantes a escala tienen una implicación: da lo mismo tener una empresa que contrate a cien personas que tener cien empresas que contraten sólo a una persona. Bajo retornos constantes a escala, ambas organizaciones deben producir lo mismo. Eso no ocurre con los retornos crecientes a escala: la empresa con cien personas debe producir más que las cien empresas con una persona. Eso es lo que retornos crecientes a escala significa: entre mayor sea la escala, mejor.
En economía, la existencia de retornos constantes a escala está asociada con unas propiedades muy deseables de los mercados. En particular, se ha podido demostrar que los mercados son eficientes (producen lo máximo que se puede producir con los insumos disponibles) bajo un conjunto de condiciones especiales, dentro de las cuales se cuentan los retornos constantes a escala. Por esta razón, los economistas que tienden a creer en la eficiencia de los mercados tienden a pensar que el mundo está razonablemente bien caracterizado por la existencia de retornos constantes a escala.
Por el contrario, la existencia de retornos crecientes a escala está asociada con la conformación de monopolios, que son una “imperfección” de los mercados.
La economía de los retornos crecientes a escala estaba, hasta hace unas pocas décadas, prácticamente sin desarrollar. Sin embargo, en los últimos años ha tenido un desarrollo notable. En la teoría del comercio internacional, el trabajo de Paul Krugman, en los 1970s y 1980s, fue central en demostrar que los retornos crecientes a escala ayudan a explicar el comercio intraindustrial entre países ricos, y, en la teoría del crecimiento, el trabajo de Paul Romer, en los 1980s y 1990s, fue central en demostrar que los retornos crecientes a escala en la producción de conocimiento ayudan a explicar el proceso de crecimiento económico. Un libro muy interesante que describe el “triunfo” de la idea de retornos crecientes a escala en economía, y sobre todo en la teoría del crecimiento económico, es el de Warsh (Knowledge and the Wealth of Nations: A Story of Economic Discovery, 2006, Norton).
Mi intuición es que los retornos crecientes a escala están mucho más extendidos en el mundo de lo que los economistas ortodoxos tenderían a ver. Como uno sólo ve el mundo a través de la teoría que tiene en la cabeza, si la teoría le dice a uno que el mundo funciona muy bien si está caracterizado por retornos constantes a escala, uno termina por ver sólo los casos en los cuales el mundo está efectivamente caracterizado por ese tipo de retornos.
Sin embargo, mi intuición es que el mundo está mucho más caracterizado por los retornos crecientes que por los retornos constantes. Piense por ejemplo en la existencia de ciudades, o de conciertos de rock. ¿Por qué la gente se aglomera? Tiene que haber alguna ventaja en eso. Y en el caso de los conciertos de rock la ventaja es simple: es mucho más divertido oír una canción de rock en vivo, rodeado de miles o millones de personas, que solo y en el equipo de sonido de la casa.
O piense en la existencia de ricos y pobres. La pobreza debe ser persistente si ganar el primer peso es mucho más difícil que ganar el peso número 1.000 millones (tener 1.000 millones es muy fácil cuando uno ya tiene 999 millones. Tener un millón cuando uno no tiene ninguno es mucho más difícil). Y ese parece ser el caso. A quienes les queda más fácil montar un negocio son los que ya tienen plata. Además, es frecuente oír que los bancos sólo le prestan plata a uno si uno demuestra que ya la tiene. Los retornos crecientes a escala explicarían por qué hay pocos ricos y muchos pobres (y no al revés, por ejemplo).
Sería más o menos la misma razón que explicaría por qué tiene que haber muchas más plantas que animales herbívoros, y muchos más animales herbívoros que animales carnívoros. O mucho más gente con educación básica que con PhD. O por qué la gente de los países ricos tiende a tener menos hijos que la gente de los países pobres.
O piense en la riqueza de Bill Gates. ¿Cómo llegó a ser el hombre más rico del mundo en relativamente poco tiempo? Gracias a una industria, la del software, que es el ejemplo paradigmático de los retornos crecientes a escala (incluidas las demandas por monopolio): no sólo yo me beneficio de que tú uses los mismos programas que yo uso (yo aprendía a hablar inglés como segunda lengua porque supuse que era lo más parecido a una lengua universal, lo cual contribuye a volverla universal), sino también sucede que producir la segunda copia del programa es mucho más barato que la primera, y la tercera mucho más barato que la segunda.
Por lo tanto, yo creo que el mundo está caracterizado más por los retornos crecientes a escala que por los retornos constantes a escala. Esta creencia tiene un precio: me obliga a desconfiar de la teoría económica tradicional, que supone que los mercados son perfectos. Si los retornos crecientes son la norma, vivimos en un mundo imperfecto. Entender las implicaciones de ese mundo imperfecto es la tarea que tenemos por delante.
Wednesday, July 18, 2007
Monday, July 16, 2007
07-07-16: Economistas contra administradores
Cuando yo era estudiante de economía en la universidad, a principios de los años 80, tenía una particular aversión por los administradores de empresas. La razón era que los estudiantes de administración estudiaban para volverse ricos, y me parecían indolentes frente a los problemas de la sociedad. Los economistas, en cambio, sí teníamos “conciencia social”. Gracias a ella, algunos administradores nos llamaban, en vez de economistas, “ecomunistas”.
Mi forma de pensar ha cambiado mucho desde esas épocas. Ahora pienso que los administradores de empresas son esenciales para el desarrollo social, y que los economistas somos bastante inútiles. Un administrador de empresas exitoso genera riqueza y empleo; un economista exitoso quizás sea ministro de hacienda o produzca un artículo académico (o paper, como nos gusta decir) tras otro. No quiero llegar al extremo de renegar de mi profesión, pero ahora me parece que una sociedad requiere pocos economistas; que los economistas tienden a desarrollar un sentido de la arrogancia que va mucho más allá de su aporte social; y que muchos de los debates entre economistas es mejor ignorarlos.
Una pregunta interesante es qué tipo de profesiones promover para el desarrollo social. La primera vez que vi una respuesta “científica” a esa pregunta fue en un trabajo económico de Magee, Brock y Young (Black Hole Tariffs and Endogenous Policy Theory, 1989, Cambridge University Press) que sostenía que las sociedades que se dedicaban a las actividades redistributivas lo hacían peor que las sociedades que se dedicaban a las actividades productivas. Ellos presentaban un gráfico convincente, que mostraba que el crecimiento del ingreso per cápita está negativamente correlacionado con la proporción de abogados en la sociedad. La idea es que el grado de actividades redistributivas en una sociedad puede ser indirectamente medido por el número de abogados que hay en ella: los abogados no generan valor; sólo logran que cambie de manos. En cambio, otras profesiones sí generarían valor.
No sé si la visión negativa sobre los abogados que surge del trabajo de Magee, Brock y Young (y de muchos otros que han seguido por esa línea) sea enteramente correcta. Para comenzar, Estados Unidos es un país con muchos abogados, y es un país rico. De otra parte, quizás sea la claridad en la repartición de la riqueza la que facilita la generación de la misma. En otras palabras, quizás Estados Unidos sea rico porque existe un entorno regulatorio que resuelve, más o menos eficientemente, las disputas distributivas. Pero la intuición de que un país, para tener éxito, requiere científicos e ingenieros, es una difícil de disipar. En la teoría económica hoy en boga el crecimiento es resultado del conocimiento y la innovación, y estas dos cosas son producidas de manera profesional a través de la inversión en investigación y desarrollo (R+D, como dicen en inglés, por “research and development”, o “i+d+i”, como se está poniendo de moda en español, para señalar que hay investigación, desarrollo e innovación).
Sin embargo, yo me atrevo a creer que, sobre todos en las fases iniciales del desarrollo, lo esencial es que haya empresarios y emprendedores. Además, uno tiende a ignorar el papel que, en materia de innovación práctica, tienen los emprendedores. Casi se podría decir que quienes hicieron la revolución industrial fueron hombres que estaban tratando de resolver problemas prácticos, que no se veían a sí mismos perdidos en complejas discusiones teóricas. La teoría económica ha explorado poco la relación que existe entre crecimiento y emprendimiento (una excepción es el libro de Baumol, Litan y Schramm ―Good Capitalism, Bad Capitalism, and the Economics of Growth and Prosperity, 2007, Yale University Press―, pero este libro no alcanza el nivel de rigor de la teoría económica moderna). Sin embargo, me parece que la relación entre emprendimiento y crecimiento es una relación obvia.
Creo que en muchos países el subdesarrollo se asienta por una inadecuada interpretación del emprendimiento, y en particular por una nociva noción del papel del Estado. En Colombia es común oír que las cosas no ocurren porque el Estado no presta la ayuda adecuada. La queja frecuente es que “el Estado no nos colabora”. Esta queja se puede oír en boca del empresario más encopetado, o de la víctima de un desastre natural. No importa: todos esperan que el Estado los ayude. En síntesis, la gente ha delegado su responsabilidad individual al Estado. De otra parte, hay una desconfianza “natural” frente a los ricos. Rara vez se percibe que los ricos “merecen” su fortuna. Son, más bien, unos “de buenas” que unos ricos con merecimientos. Las fortunas aparecen, no se trabajan. Esperamos que un golpe de suerte nos saque de la mala fortuna, o nos dedicamos a actividades ilícitas, pero muy rentables. Tal vez estas actitudes se deban al hecho de que el feudalismo (es decir, el régimen en el cual la fortuna personal está ligada a la propiedad de la tierra) en América Latina todavía no está del todo enterrado en el pasado, y al hecho de que nadie nunca percibió la distribución de la tierra, arrebatada por los europeos a los indios, como justa. Tal vez a estas razones se deba esa odiosa actitud latinoamericana de hablar mal de los ricos a sus espaldas, y de ser absolutamente serviles frente a ellos.
El caso es que la mentalidad de hacer empresa está muy poco extendida. Los universitarios piensan más en buscar empleo que en hacer empresa (aunque, para hacer honor a la verdad, esta mentalidad está cambiando). Hernando de Soto creyó encontrar un germen de emprendimiento en la extendida economía informal, pero ésta es incapaz de generar riqueza, agobiada por la abundancia de reglas de la economía formal y la falta de preparación de los potenciales empresarios. Por lo tanto, la tesis de Baumol, Litan y Schramm, aunque expresada en un lenguaje que a un economista académico quizás no satisfaga, a mí me parece persuasiva. Hay una relación clara entre emprendimiento y crecimiento, y el emprendimiento florece más fácilmente en un tipo de capitalismo que premie la iniciativa y la innovación, lejos del capitalismo oligárquico que predomina en América latina. Quizás un país no pueda ser todo de emprendedores, quizás no muchos estén interesados en ser emprendedores, pero hoy estoy convencido de que un país, sobre todo un país subdesarrollado, requiere, más que economistas, o abogados, o científicos o ingenieros, administradores de empresas: seres humanos que se dediquen activamente a ver cómo generar riqueza y empleo.
Mi forma de pensar ha cambiado mucho desde esas épocas. Ahora pienso que los administradores de empresas son esenciales para el desarrollo social, y que los economistas somos bastante inútiles. Un administrador de empresas exitoso genera riqueza y empleo; un economista exitoso quizás sea ministro de hacienda o produzca un artículo académico (o paper, como nos gusta decir) tras otro. No quiero llegar al extremo de renegar de mi profesión, pero ahora me parece que una sociedad requiere pocos economistas; que los economistas tienden a desarrollar un sentido de la arrogancia que va mucho más allá de su aporte social; y que muchos de los debates entre economistas es mejor ignorarlos.
Una pregunta interesante es qué tipo de profesiones promover para el desarrollo social. La primera vez que vi una respuesta “científica” a esa pregunta fue en un trabajo económico de Magee, Brock y Young (Black Hole Tariffs and Endogenous Policy Theory, 1989, Cambridge University Press) que sostenía que las sociedades que se dedicaban a las actividades redistributivas lo hacían peor que las sociedades que se dedicaban a las actividades productivas. Ellos presentaban un gráfico convincente, que mostraba que el crecimiento del ingreso per cápita está negativamente correlacionado con la proporción de abogados en la sociedad. La idea es que el grado de actividades redistributivas en una sociedad puede ser indirectamente medido por el número de abogados que hay en ella: los abogados no generan valor; sólo logran que cambie de manos. En cambio, otras profesiones sí generarían valor.
No sé si la visión negativa sobre los abogados que surge del trabajo de Magee, Brock y Young (y de muchos otros que han seguido por esa línea) sea enteramente correcta. Para comenzar, Estados Unidos es un país con muchos abogados, y es un país rico. De otra parte, quizás sea la claridad en la repartición de la riqueza la que facilita la generación de la misma. En otras palabras, quizás Estados Unidos sea rico porque existe un entorno regulatorio que resuelve, más o menos eficientemente, las disputas distributivas. Pero la intuición de que un país, para tener éxito, requiere científicos e ingenieros, es una difícil de disipar. En la teoría económica hoy en boga el crecimiento es resultado del conocimiento y la innovación, y estas dos cosas son producidas de manera profesional a través de la inversión en investigación y desarrollo (R+D, como dicen en inglés, por “research and development”, o “i+d+i”, como se está poniendo de moda en español, para señalar que hay investigación, desarrollo e innovación).
Sin embargo, yo me atrevo a creer que, sobre todos en las fases iniciales del desarrollo, lo esencial es que haya empresarios y emprendedores. Además, uno tiende a ignorar el papel que, en materia de innovación práctica, tienen los emprendedores. Casi se podría decir que quienes hicieron la revolución industrial fueron hombres que estaban tratando de resolver problemas prácticos, que no se veían a sí mismos perdidos en complejas discusiones teóricas. La teoría económica ha explorado poco la relación que existe entre crecimiento y emprendimiento (una excepción es el libro de Baumol, Litan y Schramm ―Good Capitalism, Bad Capitalism, and the Economics of Growth and Prosperity, 2007, Yale University Press―, pero este libro no alcanza el nivel de rigor de la teoría económica moderna). Sin embargo, me parece que la relación entre emprendimiento y crecimiento es una relación obvia.
Creo que en muchos países el subdesarrollo se asienta por una inadecuada interpretación del emprendimiento, y en particular por una nociva noción del papel del Estado. En Colombia es común oír que las cosas no ocurren porque el Estado no presta la ayuda adecuada. La queja frecuente es que “el Estado no nos colabora”. Esta queja se puede oír en boca del empresario más encopetado, o de la víctima de un desastre natural. No importa: todos esperan que el Estado los ayude. En síntesis, la gente ha delegado su responsabilidad individual al Estado. De otra parte, hay una desconfianza “natural” frente a los ricos. Rara vez se percibe que los ricos “merecen” su fortuna. Son, más bien, unos “de buenas” que unos ricos con merecimientos. Las fortunas aparecen, no se trabajan. Esperamos que un golpe de suerte nos saque de la mala fortuna, o nos dedicamos a actividades ilícitas, pero muy rentables. Tal vez estas actitudes se deban al hecho de que el feudalismo (es decir, el régimen en el cual la fortuna personal está ligada a la propiedad de la tierra) en América Latina todavía no está del todo enterrado en el pasado, y al hecho de que nadie nunca percibió la distribución de la tierra, arrebatada por los europeos a los indios, como justa. Tal vez a estas razones se deba esa odiosa actitud latinoamericana de hablar mal de los ricos a sus espaldas, y de ser absolutamente serviles frente a ellos.
El caso es que la mentalidad de hacer empresa está muy poco extendida. Los universitarios piensan más en buscar empleo que en hacer empresa (aunque, para hacer honor a la verdad, esta mentalidad está cambiando). Hernando de Soto creyó encontrar un germen de emprendimiento en la extendida economía informal, pero ésta es incapaz de generar riqueza, agobiada por la abundancia de reglas de la economía formal y la falta de preparación de los potenciales empresarios. Por lo tanto, la tesis de Baumol, Litan y Schramm, aunque expresada en un lenguaje que a un economista académico quizás no satisfaga, a mí me parece persuasiva. Hay una relación clara entre emprendimiento y crecimiento, y el emprendimiento florece más fácilmente en un tipo de capitalismo que premie la iniciativa y la innovación, lejos del capitalismo oligárquico que predomina en América latina. Quizás un país no pueda ser todo de emprendedores, quizás no muchos estén interesados en ser emprendedores, pero hoy estoy convencido de que un país, sobre todo un país subdesarrollado, requiere, más que economistas, o abogados, o científicos o ingenieros, administradores de empresas: seres humanos que se dediquen activamente a ver cómo generar riqueza y empleo.
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