Saturday, March 31, 2007

07-03-31: Los embarazos no deseados

Hace unos días leí en el periódico que en Colombia se practican 450.000 abortos al año, aunque son ilegales. La cifra es tan abultada que me pareció inolvidable. Luego, en un debate del Plan Nacional de Desarrollo, oí hablar a la directora del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar. Dijo que, en el momento de la concepción, uno de cada dos embarazos, y en el momento del alumbramiento, uno de cada cuatro, eran no deseados. En síntesis, el 25 por ciento de los niños que nacen en Colombia son no deseados. Y casi medio millón de niños no deseados son concebidos pero no nacen porque las madres recurren al aborto (quizás algunos sí nacen, porque es posible que algunas madres empiecen a desear un niño después de haberlo concebido).

Estas cifras se prestan para algunos ejercicios de consistencia que bien valdría la pena hacer. En general, contar con cifras confiables y detalladas sobre estos temas me parece fundamental para orientar una adecuada política pública. Es un tema que tengo que mirar más.

Sin embargo, cualesquiera que sean las cifras, me parece claro que Colombia tiene un problema de proporciones mayúsculas en estos fenómenos. Me parece que el comienzo de una sociedad sana radica en que todos sus miembros sean bienvenidos, en un ambiente que está adecuadamente preparado para recibirlos. Esto es un ambiente familiar con la suficiente estabilidad, madurez sicológica e independencia financiera como para tener un niño. Un embarazo no deseado usualmente: va a tener un acompañamiento médico inadecuado, ya sea en el aborto o en el nacimiento; se da en un ambiente inadecuado para tener un niño; tiende a comprometer, más que a consolidar, la estabilidad de la pareja; y tiende a invitar al ejercicio del desamor y la violencia sobre el niño. Por eso me parece escandaloso que la mitad de las concepciones sea no planeada: la sociedad colombiana se está construyendo mal desde la base.

Me parece que la confluencia de factores que determina estos resultados es absolutamente perversa. En primer lugar un ambiente social sobresexificado, que envía estímulos sexuales a diestra y siniestra, y sobre todo a jóvenes impresionables. En segundo lugar un discurso social dominado por la visión cristiana y católica sobre la materia, que a mí me parece absolutamente irrelevante para la realidad actual. Y en tercer lugar una política educativa y pública tímida en estas materias, y por lo menos no acorde con la magnitud del problema.

Lo primero que hay que reconocer es que, en la sociedad actual, el sexo ya no juega sólo un papel procreativo, sino también recreativo, y que el sexo y el matrimonio están separados. Tal vez esto siempre fue así; sólo que ahora es más evidente. Es muy importante percibir que el sexo, lejos de ser un "pecado", es parte de la naturaleza humana. Lo segundo es que los jóvenes están expuestos a los atractivos sexuales desde muy tierna edad. La publicidad está sobrecargada de tonos sexuales. Oír una emisora juvenil es una experiencia escandalizante, incluso para mentalidades liberales como la mía.

Ciertas normas sociales sugieren que los jóvenes están primero listos para el sexo que para otras responsabilidades. Por ejemplo, si no estoy mal, la edad legal para casarse o tener relaciones sexuales en Colombia es de 14 años para las mujeres y de 16 años para los hombres. La mayoría de edad se consigue a los 18 años. En Estados Unidos es frecuente que sólo sea legal beber alcohol a partir de los 21, es decir, después de ser oficialmente adulto. En otras palabras, parece socialmente sancionado que usted pueda tener sexo antes de ser persona. Y, sin embargo, creo que, tal vez, muchos jóvenes están llegando demasiado pronto al sexo. Pero quizás no es sólo eso. También es que muchos adultos jóvenes (y no tan jóvenes) están muy mal educados en materia sexual.

Alguna vez, hace mucho tiempo, leí en Selecciones un artículo sobre un tipo que era profesor de conducción, pero que veía su profesión con un lente muy particular. Él nunca decía que enseñaba a manejar, sino que enseñaba a la gente a crecer. Para muchos, aprender a manejar es aprender una responsabilidad nueva y especial, que en muchos sentidos nos vuelve adultos: ¿quién no se sintió "grande" cuando sacó su primer pase? El punto es que la lógica dice que usted no puede manejar si no sabe cómo hacerlo; la pregunta es si uno puede pensar una lógica similar para los temas sexuales. Es muy importante que quienes están a punto de empezar a tener sexo hayan recibido un "curso" satisfactorio de cómo hacerlo. Me parece que lo fundamental es que la gente aprenda a separar el sexo recreativo del procreativo. Me parece estúpido seguir tratando el sexo recreativo como pecado, tal como lo hacen muchas denominaciones cristianas. Por ejemplo, recientemente leí un artículo sobre las "fiestas de virginidad" que se están organizando en los Estados Unidos, usualmente por pastores cristianos, que son como las fiestas de 15 años para las niñas, pero, en vez de eso, las jovencitas juran que no tendrán sexo sino hasta el matrimonio, y los novios de las jovencitas juran respetar eso. Fuera de que el concepto mismo de las fiestas de virginidad me parece ridículo, el artículo terminaba con un apunte que debería ser aleccionante: el 88 por ciento de las niñas que había hecho esa promesa la había incumplido antes de casarse.

En una sociedad seria, un embarazo no debería coger a nadie por sorpresa. Si los jóvenes se aprestan a tener sexo, me parece indispensable que los hayamos preparado para que ellos puedan juzgar adecuadamente si son capaces de separar el sexo recreativo del procreativo. Me parece fundamental que una pareja se pregunte si quiere quedar embarazada antes de la concepción. Me parece de rigor que pongamos al alcance de todos los métodos anticonceptivos necesarios. Me parece que la gente debe poder hablar de estos temas sin tapujos. Un embarazo debe ser consecuencia de una acción meditada. Nadie, fuera de la pareja, está en capacidad de tomar la decisión de buscar un embarazo. Pero la pareja debe estar preparada para eso. Debe ser lo suficientemente madura como para poder hablar de esos temas. Es una desgracia que en Colombia estemos preparando a nuestra gente espectacularmente mal en estas materias. Quizás no sea exagerado decir que este es el peor de nuestros problemas, porque de ahí arrancan todos los demás.

Thursday, March 29, 2007

07-03-29: Que eliminen el fuera de lugar

Hace unos días, Jorge Barraza, quien escribe muy buenas columnas sobre el fútbol, escribió una en El Tiempo abogando por la eliminación del fuera de lugar. Me sentí muy contento, pues yo siempre he pensado que el fuera de lugar debería ser eliminado del fútbol. Me parece que, con el paso del tiempo, las tácticas defensivas en fútbol se han desarrollado más que las ofensivas, y en consecuencia el deporte ha perdido algo de su brillo. Antes se atacaba con cinco delanteros; hoy se ataca con uno, máximo con dos.

Me parece que el fútbol es un arte, y que quienes lo vuelven sublime son los que van hacia adelante: los atacantes habilidosos que, por sí mismos, pueden crear una jugada de gol, o los equipos que, jugando en conjunto, pueden tejer una jugada hermosa para desbaratar una defensa cerrada. Entre el fútbol clásico de Brasil, abierto, descomplicado y alegre, y el fútbol clásico de Italia, el catenaccio, cerrado, defensivo y mezquino, siempre he preferido el fútbol brasileño. Es cierto que Brasil ya no juega como antes, como cuando Garrincha, Pelé o Zico (aunque Ronaldinho trata de jugar como jugaba Brasil antes), pero queda esa imagen romántica de que en el fútbol no debería importar cuántos goles le hagan a uno, sino que uno sea capaz de hacer más goles de los que recibe.

Con el desarrollo de las tácticas defensivas, el fuera de lugar ha perdido su razón de ser. Jugar al fuera de lugar es una más de las tácticas del arsenal defensivo, que ya tiene muchas. Además, el fuera de lugar le resta simplicidad al juego, que es hermoso precisamente por eso. Cuando un grupo de amigos juega fútbol en un parque, siempre se preocupará por castigar las faltas y las manos, pero rara vez se preocupará por pitar los fuera de lugar. Es que los fuera de lugar ni un árbitro es capaz de pitarlos. Para eso se requiere un ser anodino, el juez de línea, que cumple una función más bien oscura en el fútbol: convertir una jugada que pudo haber sido gol en una falta. El fútbol debe volver a su esencia, que en el fondo no es más que un grupo de niños corriendo detrás de un balón en cualquier cancha improvisada del barrio.

Es cierto que en un juego sin fuera de lugar algunos querrán jugar de "palomeros", que no es precisamente la forma más eximia del juego, pero, si hay palomeros, las defensas y todo el juego se abrirían más. Todos tendrían que ser más cuidadosos para no "regalar" las espaldas. La cancha de fútbol se abriría, y habría más espacio para la creación.

Es posible que la eliminación del fuera de lugar permita que haya más goles en el fútbol. Esto no sería malo. Todos sabemos que un partido que termina 0-0 es probablemente un mal partido. Los goles son la alegría del fútbol.

Pero la razón de fondo para que eliminen el fuera de lugar es más filosófica. El fúbol es una metáfora de la vida. Los seres humanos se pueden dividir en dos tipos: los que crean y los que destruyen. Los que crean, crean la civilización. Los que destruyen, son bárbaros. Destruir siempre es más fácil que crear, porque para crear se requiere talento, se requiere un toque divino. Para destruir, en cambio, sólo se requiere ignorancia y un martillo. En el fútbol, el acto de destrucción también requiere talento, pero seguramente es indignante que alguien pueda destruir una jugada sin hacer el esfuerzo de buscar la pelota o, pero aún, huyendo de ella. Premiemos a los creadores: eliminemos el fuera de lugar.

07-03-29: El papel de la cultura en el desarrollo

En la teoría biológica de la evolución, la variación juega un papel fundamental. Al interior de una especie, los organismos individuales no son iguales. Las diferencias entre individuos hacen que, en un determinado ambiente, unos estén más adaptados para sobrevivir y reproducirse que otros. A esta adaptación, en inglés, se le llama fitness. De acuerdo con la teoría de la selección natural, los que son más adaptados al ambiente, por definición, tienen más posibilidades de sobrevivir y reproducirse, y por lo tanto de heredar sus características a sus descendientes. Esto explicaría por qué, con el paso del tiempo, las especies muestran características de adaptación al ambiente que parecen producto de un proceso consciente de diseño. Aunque la teoría no descarta que la selección natural pueda operar en el nivel grupal, se juzga que es mucho más probable que opere en el nivel individual.

En las sociedades hay un alto grado de variabilidad, dado por las diferentes formas culturales. Tendencias como la sociobiología tienden a afirmar la similitud universal, basada en determinantes biológicos, y más específicamente genéticos, del comportamiento humano. En breve, estas posturas afirmarían la existencia de una “naturaleza humana” común. Sin embargo, si el comportamiento humano individual tiene rasgos universales, las diferencias entre las distintas sociedades son evidentes, de modo que los proponentes de la sociobiología y de ciencias afines deben admitir que, mientras las similitudes comportamentales en el nivel individual probablemente tienen un sustrato biológico, las diferencias comportamentales en el nivel social se deben más a razones culturales que biológicas. De otra parte, tendencias sociológicas y antropológicas tenderían a afirmar que lo fundamental de las sociedades es su diversidad cultural, y, yendo más allá, afirmarían la importancia de la relatividad cultural, es decir, la noción de que es imposible sugerir que una cultura es más “civilizada” que otra.

En este contexto, una pregunta interesante es si la variabilidad cultural de las distintas sociedades puede explicar, de forma evolutiva, sus diversos grados de desarrollo. Esta pregunta es polémica al menos por tres razones. La primera, como ya mencionamos, es que quienes adoptan una perspectiva sociológica de análisis son muy propensos a esposar la idea del relativismo cultural, que impide decir que unas sociedades son “mejores” o “peores” que otras. La segunda es que, al interior de la economía, la noción de que la cultura puede causar el desarrollo es una idea extranjera, que no ha sido explorada en profundidad. Algunos están trayendo a la economía la importancia de la cultura para el desarrollo, pero todavía no se puede decir que sus trabajos forman parte de la ortodoxia económica. La tercera es que el uso ortodoxo de las metodologías de la economía y de la biología (basadas en el individuo) y de la teoría de la evolución, que hace énfasis en que la selección natural opera sobre el nivel individual, no sobre el nivel grupal, hace desconfiar de explicaciones sobre los distintos niveles de desarrollo social que operan en el nivel “superorganísmico” de la sociedad, y que afirmarían que la evolución también podría aplicar sobre el nivel grupal de las sociedades.

Lo que creo es lo siguiente: los seres humanos somos animales. Como tales, creo que la determinación genética de nuestro comportamiento es muy grande. Sin embargo, el truco con los seres humanos es que el proceso evolutivo nos dotó de la capacidad de poder aprender comportamientos, fuera de la capacidad de reproducirlos instintivamente. Esto es cierto de otros animales también, pero en el caso de los seres humanos me parece que la proporción de comportamientos aprendidos a instintivos es infinitamente superior. En otras palabras, no sólo creo que los seres humanos están programados para tener ciertos comportamientos, como todos los animales, sino que tenemos una capacidad especial para formular y aprender comportamientos nuevos. Esa capacidad especial es, a su vez, instintiva: está en la naturaleza de los humanos tener esa capacidad especial.

Como la proporción de actos aprendidos a instintivos en los humanos es muy alta, los seres humanos tienen que gastar mucho tiempo en condición de infantes. Otros mamíferos se valen por sí mismos mucho más pronto que los seres humanos. Durante su larga infancia y adolescencia, los jóvenes “aprenden” cómo comportarse. Los códigos culturales simplifican los procesos de aprendizaje.

De otra parte, algunos animales están programados para la vida social; otros no. En aquellos que sí, el rol que los individuos ocupan en la vida social también tiene un alto contenido de programación genética. Desde que Aristóteles lo reconoció, se sabe que los seres humanos somos un animal social (o político) por excelencia. Yo interpreto esto como diciendo que los seres humanos dependemos más de la cooperación social que otros animales. Una forma más extrema de ponerlo es que el éxito de nuestra especie depende de nuestra habilidad para la cooperación social. En otras palabras, el éxito de nuestra especie depende de nuestra habilidad para construir un “superorganismo” social que facilite la cooperación social.

El uso del término “superorganismo” es polémico porque es anatema para las metodologías científicas “conservadoras” de la economía y la biología, que se empeñan en insistir que la sociedad no es como un individuo; que la sociedad no se puede “antropomorfizar”. Según estas metodologías, quienes tienen intenciones son los individuos, no la sociedad; uno puede hablar con propiedad del interés individual, pero es mucho menos claro hablar del interés colectivo. Yo, por mi parte, aunque claramente admito que una sociedad no se puede antropomorfizar, creo que la interacción de los individuos en las sociedades tiene unos patrones reconocibles, que son precisamente los que permiten hablar de “ciencias sociales”: si no hubiera “leyes” que operaran en el nivel propiamente social, no se podría hablar de ciencias sociales. De otra parte, también creo que la noción del interés colectivo no es inherentemente absurda. Si lo fuera, el interés democrático de expresar la “voluntad popular” también lo sería.

Usualmente, las ideas darwinistas tienden a aplicarse a la sociedad de manera cruda. Por ejemplo, bajo una óptica darwinista burda, se sostiene que es razonable que los más aptos para la generación de recursos, los más inteligentes o los más bellos tengan mayor éxito social. Incluso leí por ahí que en Estados Unidos hay una agencia para la formación de parejas que trata de facilitar el encuentro entre hombres ricos y mujeres bellas. El nombre de la agencia, significativamente, es Natural Selection. Por su parte, en Colombia no nos sorprende que ciertas modelos particularmente bellas sean costosamente contratadas para cualquier oficio que puedan desempeñar. Bajo esta óptica burda, el éxito individual es reflejo de las características de los individuos especialmente dotados.

Ya todos conocemos los graves peligros de una doctrina de darwinismo social mal entendida. En el extremo, terminamos reviviendo los horrores del nazismo. Si unos individuos son mejores que otros, ¿por qué no simplemente matar a los peores? Espero que el mundo ya esté vacunado contra semejantes tonterías (aunque cosas como la existencia de la agencia Natural Selection no me dejan del todo tranquilo).

Sin embargo, si hay formas burdas de darwinismo social, tal vez haya otras más refinadas. ¿Qué las diferenciaría? Quizás un criterio de diferenciación sería que las burdas tenderían a justificar el éxito individual dentro de la sociedad, mientras que las sofisticadas tenderían a entender el éxito social relativo. En otras palabras, en un darwinismo social refinado, primero, no se tenderían a confundir las explicaciones de la desigualdad con las justificaciones de la misma, y segundo, se haría más énfasis en la suerte social que en la individual.

Hechas estas aclaraciones, a mí no me cabe duda de que unas sociedades son “mejores” que otras, al menos desde el punto de vista del desarrollo tecnológico y la producción de bienes materiales. En ese sentido, no me cabe duda de que, por ejemplo, Estados Unidos es superior a Colombia. Eso no quiere decir que yo crea que los habitantes de Estados Unidos, tomados individualmente, son intelectual o moralmente superiores a los habitantes de Colombia: simplemente viven en una sociedad mejor organizada para la producción económica: tienen un mejor sistema de cooperación social.

En segundo lugar quiero decir que cada vez me persuado más de que las formas culturales son cruciales para entender las diversas experiencias de desarrollo social. Es decir, afirmo que hay formas culturales que conducen más a la cooperación social que otras.

En otras palabras, estoy afirmando, a modo de hipótesis, que puede suceder que, en las sociedades humanas, la evolución esté más centrada sobre los grupos que sobre los individuos (es decir, que la variabilidad relevante sea entre grupos), y que el criterio fundamental de variabilidad sea la forma cultural. En las complejas sociedades creadas por los humanos, habría entonces una importante dimensión social del “éxito”. El “éxito” sería más social que individual, e incluso las posibilidades de “éxito” individual estarían potenciadas por el nivel de “éxito” social.

Por ejemplo, para resaltar que el éxito es más social, las comunidades indígenas americanas no podían sino ser arrasadas por la superioridad tecnológica y militar de las sociedades europeas, y para resaltar que el éxito social potencia el individual, los talentos de Tiger Woods quizás hubieran pasado completamente desapercibidos si él hubiera nacido en los Estados Unidos de hace 400 años o en un país africano de hoy.

Soy consciente de que una teoría de la evolución que opera con base en la noción de la selección grupal es anatema para la biología ortodoxa. Sin embargo, se deben hacer dos salvedades. La primera es que aquí estamos hablando de evolución social, no biológica. En síntesis, lo que estoy diciendo es que, en las sociedades humanas, hemos reemplazado (quizás no del todo, pero sí en buena parte), la evolución biológica por la evolución social, que tiene elementos culturales muy fuertes. Entre los humanos, las que “compiten” ahora son las culturas. Esto no es para sugerir, como insinuó Huntington, que el “choque de civilizaciones” es inevitable, sino simplemente para reconocer el espacio de transformación humana más dinámico.

La segunda salvedad es que el padre de la idea en biología de que la selección natural debe operar en el nivel individual, George Williams, está reculando. En efecto, Williams dice que: “se volvió de moda citar mi trabajo (…) como mostrando que una selección efectiva por encima del nivel individual puede ser descartada. La forma como yo recuerdo las cosas, y mi interpretación actual (…) indican que es esa es una mala lectura” (Williams, 1996, Adaptation and Natural Selection, Princeton University Press, p. xii). Mi intuición es que, en temas culturales, la selección grupal es muy importante. La dificultad es que, cuando una habla de “éxito” en biología, hay una medición concreta del mismo: “¿cuántos descendientes dejaste?”. En ciencias sociales, la noción de “éxito” lo elude más a uno. Hay una noción de éxito individual: “tú tienes más éxito si has hecho más dinero”. Pero yo no estoy convencido de que esta sea una definición ni científica ni moralmente satisfactoria. Bajo ese criterio, Einstein fue un fracaso.

Atrás dije que Estados Unidos es una sociedad más exitosa que la colombiana, al menos en materia de desarrollo tecnológico y productivo. La pregunta es por qué. No me cabe duda de que la respuesta tiene que ver con el mayor desarrollo de los mecanismos de mercado que ha habido en Estados Unidos. Es muy importante ver que la cooperación social se puede promover de forma muy eficaz a través de los mercados. Aún más, los mercados son una forma de cooperación social consistente con la naturaleza humana. Si hay un componente de egoísmo en la naturaleza humana, como los economistas tendemos a conceder, los mercados apelan al egoísmo individual para su adecuado funcionamiento: en las operaciones voluntarias de intercambio, todas las partes salen ganando.

El éxito de los mercados en Estados Unidos, a su vez, tiene que ver con una actitud cultural que favorece su funcionamiento. Allá existe el mito de que cualquiera puede ser exitoso, y de que los exitosos lo son por su esfuerzo o por su talento, es decir, por sus méritos. Es el mito del “Sueño Americano”. En Colombia la actitud es totalmente opuesta. Aquí nadie cree que cualquiera puede ser exitoso, y nadie cree que los exitosos lo son por sus méritos intrínsecos. Es muy probable que haya condiciones objetivas que explican esas diferencias culturales, y precisarlas debería ser de sumo interés para las ciencias sociales.

En este sentido, una pregunta clave sería: ¿por qué ciertas sociedades adoptan culturas “inconvenientes” para el desarrollo? Sin dar una respuesta definitiva, creo que hay algunos elementos que deben formar parte de ella. El primero es notar que la cultura es una construcción social espontánea: nadie la planea, y sus códigos operan usualmente de forma inconsciente. Uno no se da cuenta de su operación sino hasta que tiene oportunidad de contrastarlos, por ejemplo, viajando a otras sociedades. La cultura está formada por una serie de creencias y convenciones sociales, que pueden facilitar o entorpecer el desarrollo. Aunque esas creencias y convenciones claramente evolucionan (por ejemplo, hoy creemos que la mujer puede trabajar, que el divorcio no es malo y que el sexo prematrimonial no es pecado), rara vez ellas se someten a un escrutinio sistemático sobre su conveniencia. Por lo tanto, una actitud crítica y científica me parece fundamental, pero, infortunadamente, una actitud crítica y científica también es parte del espíritu de los tiempos: es parte de la cultura, que puede favorecer o entorpecer la actitud crítico-científica. Volver explícita la cultura, hacerla consciente, me parece fundamental, pero creo que, por el momento, los científicos sociales estamos mal dotados para esa tarea: para comenzar, todavía es anatema que los sociólogos y antropólogos hablen con los economistas y con los biólogos.

En segundo lugar, creo que hay un vínculo muy importante entre desarrollo de la cooperación social y percepción de que sus beneficios están siendo justamente repartidos. Yo creo que la cooperación social no puede surgir si no hay justicia. Yo creo que las diferentes percepciones culturales sobre el desarrollo de los mercados en Estados Unidos y Colombia tienen que ver, en últimas, con las diferentes percepciones sobre el grado de justicia en la repartición de los beneficios de la cooperación social. Los de abajo en la escala social sienten que no tienen que contribuir al esfuerzo social porque no están siendo adecuadamente retribuidos, y los de arriba en la escala social sienten que no tienen que retribuir adecuadamente a los de abajo porque, al fin y al cabo, no están participando en el proceso productivo. Los mercados no se pueden desarrollar en una sociedad que cree que los mercados son inherentemente injustos.

El caso es que puede que lo sean como puede que no. Un estudio, del cual infortunadamente olvidé la referencia pero no las conclusiones, abordaba desde una nueva luz, muy interesante, la hipótesis de que el desempeño económico diferencial entre Estados Unidos y Europa, a favor de Estados Unidos, está relacionado con la carga que impone la seguridad social. En Estados Unidos la carga de la seguridad social es relativamente ligera, y por lo tanto su economía puede ser más dinámica. En Europa la carga de la seguridad social inhibe el dinamismo económico. Lo que el estudio en cuestión aportaba era la actitud cultural frente a la desigualdad. En Europa la desigualdad era más vista como producto de accidentes por fuera del control personal, y por lo tanto parece más “justo” montar un sistema que proteja contra esos accidentes. Es más, en Europa parece haber la actitud de que, si el precio de una sociedad más justa es un poco menos de dinamismo económico, es un precio que hay que pagar. En Estados Unidos, en cambio, la desigualdad es vista más como resultado del esfuerzo personal, de modo que un sistema de seguridad social integral parece menos urgente, ya que quienes están mal “se lo han buscado”.

Mi propia creencia es que los mercados no siempre son eficientes (no siempre promueven la cooperación social). En algunos casos, el egoísmo (el mercado) no conduce a la cooperación, como bien lo ilustra el juego conocido como el “dilema de los prisioneros”. De otra parte, creo que los mercados casi nunca son justos. Hay circunstancias en las cuales es imposible que todos ganemos. Por lo tanto, creo que la evolución social todavía es necesaria. Usualmente, los mercados y los Estados se han visto como formas alternativas y opuestas de asignar los recursos en la sociedad. Sin embargo, yo no creo que esa sea una visión correcta. Me parece que esos mecanismos hacen cosas distintas, y que por lo tanto se deben usar en ámbitos diferentes. En ese sentido, no habría oposición: no es una cosa o la otra, sino cada cual en su propio ámbito. Los mercados pueden generar una cooperación basada en el egoísmo, pero el Estado, o mecanismos equivalentes, deben usarse en la resolución de problemas que no se pueden resolver apelando al egoísmo. La justicia social, creo yo, es uno de esos problemas.

Tuesday, March 27, 2007

07-03-27: ¿Naturaleza o crianza?

Un debate recurrente en las ciencias sociales es si el comportamiento humano está guiado más (o menos) por factores instintivos o genéticos que por factores aprendidos o culturales. Es el famoso debate entre naturaleza o crianza (nature or nurture).

La teoría de que el comportamiento humano está guiado más por factores instintivos o genéticos puede ser denominada la teoría de la naturaleza humana, porque ésta diría que los seres humanos, a pesar de las obvias diferencias culturales, compartimos una naturaleza humana única, que sería mejor entendida a través de la biología.

La teoría de que el comportamiento humano está más guiado por factores aprendidos o culturales es usualmente denominada la teoría de la tabla rasa, que sostiene que todo lo que hay en el cerebro de las personas está escrito por el proceso de socialización al que están sometidos los individuos después de su nacimiento. Antes de ese proceso de socialización, el cerebro estaría vacío, es decir, sería una tabla rasa. Y este proceso de socialización sería mejor entendido a través de ciencias sociales como la sociología o la antropología. Steven Pinker, el sicólogo del MIT, en su libro The Blank Slate (2002), sugiere que la teoría de la tabla rasa rara vez viene sola: usualmente está acompañada de otras dos teorías: la del buen salvaje (que todo ser humano es naturalmente bueno y que la sociedad lo corrompe) y la del fantasma en la máquina (que la conciencia humana está dada por un espíritu que habita en el cuerpo, pero que puede tener vida independiente de él).

Es evidente que muchos comportamientos están culturalmente determinados. Por ejemplo, yo hablo español porque nací y crecí en una comunidad que habla español, y me visto como me visto porque así es común en la sociedad en la que vivo.

Sin embargo, lo anterior no quiere decir que la teoría de la naturaleza humana esté muerta. Todo lo contrario. El avance de la biología en la segunda mitad del siglo XX permitió identificar un alto contenido genético en el comportamiento humano. Los libros clásicos que presentaron esta visión son Sociobiology, de Edward O. Wilson (1975), y The Selfish Gene, de Richard Dawkins (1976).

El caso a favor de la naturaleza me parece obvio. Los seres humanos somos animales que aparecimos en el planeta hará cosa de 150.000 años y cuya evolución tomó millones de años. La cultura ha estado dando vueltas desde hace muy poco tiempo, mientras que la biología ha estado operando desde hace muchos años. Sería natural que los humanos tuvieran un alto componente de determinación biológica en su comportamiento. Esto no es para decir que la cultura no importa. Incluso los más extremos proponentes de la sociobiología y otras ciencias afines, como la sicología evolucionaria, no niegan la importancia de la cultura. Wilson mismo, después de Sociobiology, escribió dos libros para tratar de entender la interacción entre biología y cultura. Se puede decir que la cultura importa mucho más en los seres humanos que en otros animales; el punto es, sin embargo, que el comportamiento humano no es sólo cultura: la cultura se desarrolla sobre un sustrato biológico.

Sin embargo, a pesar de la obviedad de la teoría de la naturaleza humana, su promoción ha generado un debate fortísimo. El libro de Wilson fue particularmente polémico: con 27 capítulos, se esforzó por mostrar los vínculos entre sociedad y biología en diversas especies animales. Sólo en el último capítulo Wilson aplicó el mismo ejercicio al ser humano, y lo que en los 26 capítulos anteriores pareció una explicación perfectamente aceptable de la vida animal para la comunidad biológica, en el 27 se volvió una inaceptable piedra de escándalo. Entender la sociedad humana a través de la biología fue un agravio y un acto de “imperialismo científico” que muchos biólogos y científicos sociales todavía no perdonan.

La idea de la naturaleza humana ha sido rechazada por biólogos y otros científicos debido a un programa político más o menos explícito. Las ideas de Wilson y de Dawkins fueron acerbamente atacadas como “de derecha”. Entre otros, Lewontin, Rose y Kamin las condenaron en un famoso manifiesto explícitamente de izquierda, titulado Not In Our Genes. El mensaje era claro: el egoísmo no está en nuestros genes.

Este debate tiene un correlato en las ciencias sociales. Muy brevemente, siguiendo al libro ya mencionado The Blank Slate de Pinker (2002), hay dos grandes aproximaciones al estudio de la sociedad: la aproximación sociológica y la aproximación económica. “En la tradición sociológica, una sociedad es una entidad orgánica cohesionada y sus ciudadanos individuales son sólo partes”. Por su parte, en “la tradición económica o del contrato social, la sociedad es un arreglo negociado por individuos racionales y egoístas” (p. 284-285). En síntesis, en una tradición, el énfasis es sobre la naturaleza organísmica de la sociedad; en otra, el énfasis es sobre el carácter individualista de la sociedad.

Si se quiere, a su vez, las tradiciones sociológica y económica también tienen un correlato político. En su libro A Conflict of Visions, Thomas Sowell (1987) propone que existen dos visiones ideológicas que explican las posturas políticas. Sowell las llama la visión restringida y la visión no restringida, aunque, en The Blank Slate, Pinker las llama la visión trágica y la visión utópica, y las explica de la siguiente manera: “En la visión trágica, los seres humanos inherentemente tienen un conocimiento, una sabiduría y una virtud limitados, y todos los arreglos sociales deben reconocer esos límites. (…) Nuestros sentimientos morales, sin importar qué tan benéficos sean, se sostienen sobre un sustrato de egoísmo. (…) La naturaleza humana no ha cambiado. Las tradiciones tales como la religión, la familia, las costumbres sociales, los pruritos sexuales y las instituciones políticas son una destilación de técnicas probadas a través del tiempo que nos permiten evitar las limitaciones de la naturaleza humana. Ellas son tan aplicables a los humanos hoy como lo eran cuando fueron desarrolladas, incluso si nadie hoy es capaz de explicar su racionalidad. (…) Todos somos miembros de la misma limitada especie. (…) La visión trágica señala los motivos egoístas de la gente que trata de implementar políticas [que buscan beneficios sociales] y a su ineptitud para anticipar la miríada de consecuencias, especialmente cuando las metas sociales se enfrentan a millones de personas tratado de alcanzar sus propios intereses. (…) La visión trágica mira a sistemas que producen resultados deseables incluso cuando ningún miembro del sistema es particularmente sabio o virtuoso. Las economías de mercado, en esta visión, logran ese objetivo. (…) La gente con la visión trágica argumenta que la noción de justicia sólo tiene sentido cuando se aplica a decisiones humanas dentro de un marco legal, no cuando se aplica a una abstracción llamada ‘sociedad’. (…) La visión trágica enfatiza los deberes fiduciarios, incluso cuando la persona que los ejecuta no puede ver su valor inmediato. (…) Aquellos con la visión trágica dicen que la solución para los problemas sociales es elusiva. (…) Los adherentes de la visión trágica desconfían del conocimiento contenido en proposiciones explícitamente articuladas y verbalmente justificadas. En cambio, ellos confían en el conocimiento que es distribuido difusamente a través de un sistema (como la economía de mercado o un conjunto de reglas sociales), y que es sintonizado por ajustes de muchos agentes simples que se retroalimentan del mundo. (…) Adherentes de la visión trágica, con su visión cínica de la naturaleza humana, ven la guerra como una estrategia racional y tentadora para la gente que piensa que puede ganar algo para ella o para su nación”.

Por su parte, “En la visión utópica, las limitaciones sicológicas son artefactos que provienen de nuestros arreglos social, y nosotros no deberíamos permitirles restringir nuestra visión de lo que es posible en un mundo mejor. (…) La naturaleza humana cambia con las circunstancias sociales, de modo que las instituciones tradicionales no tienen un valor inherente. (…) Las tradiciones son la mano muerta del pasado (…). Ellas deben hacerse explícitas, de modo que su racionalidad pueda ser sometida a escrutinio y su estatus moral evaluado. A través de esta prueba, muchas tradiciones fracasan. (…) Aún más, la existencia del sufrimiento y la injusticia implican un imperativo moral innegable. (…) La visión utópica busca articular metas sociales y diseñar políticas que apunten directamente a ellas. (…) La gente con la visión utópica señala las fallas del mercado que resultan de tener una fe ciega en los mercados. También llama la atención sobre la injusta distribución de la riqueza que tiende a ser producida por el libre mercado. (…) La visión utópica enfatiza la responsabilidad social, en cual las acciones se miden contra un ideal ético alto. (…) En la visión utópica, las soluciones a los problemas sociales están fácilmente disponibles. (…) Aquellos con la visión utópica ven [la guerra] como un tipo de patología que surge de malos entendidos, miopía y pasiones irracionales” (p. 287-293. En inglés en el original).

En síntesis, habría un vínculo entre ideología, análisis social y política, así: unos compartirían una visión utópica desde el punto de vista ideológico, que los llevaría a interpretar la sociedad desde un punto de vista sociológico, y a tener, desde el punto político, una posición de izquierda. Otros tendrían una visión trágica desde el punto de vista ideológico, que los llevaría a interpretar la sociedad desde un punto de vista económico, y a tener, desde el punto de vista político, una posición de derecha.

Dado que se puede establecer un vínculo entre los presupuestos de análisis de la economía y la biología evolutiva (en la economía la unidad de análisis es el individuo, no la sociedad; en la biología ortodoxa la selección natural opera sobre el individuo, no sobre un grupo o sobre la especie), la mayor preeminencia de la biología en el debate “naturaleza o crianza” favorecería las ideas de derecha. Pinker resume así las amenazas sobre la visión utópica, el análisis sociológico y la izquierda, resultantes de aceptar un alto componente de naturaleza humana en el comportamiento social:
  1. Si la gente presenta diferencias innatas, la opresión y la discriminación se justificarían.
  2. Si la gente es innatamente inmoral, las esperanzas de mejorar la condición humana serían fútiles.
  3. Si la gente es producto de la biología, el libre albedrío sería un mito y no se podría exigir que la gente fuera responsable por sus acciones.
  4. Si la gente es producto de la biología, la vida no tendría ni un significado ni un propósito superiores.

La noción de que las ideas de Wilson y Dawkins, entre otros, dan respaldo a una posición política de derecha me parece un tanto ridícula. Concedo que la metodología de la economía es, si algo, conservadora. Concedo, además, que la metodología de la economía y de la biología están emparentadas. Pero no creo que sea forzoso derivar conclusiones políticas conservadoras de una metodología de análisis conservadora. Es tentador, pero no necesariamente correcto, extrapolar las ideas darwinistas de la biología a la sociedad. E, incluso si sí fuera correcto, que la sociedad esté bien descrita por alguna especie de darwinismo social no implica que la sociedad deba estar regida por el darwinismo social. Qué absurdo es sostener que, porque uno cree que la teoría de la evolución es esclarecedora en materia del estudio de la sicología humana, entonces uno tiene que ser de derecha. Un darwinista de izquierda no es una contradicción de términos.

Para comenzar, aseverar que aceptar diferencias innatas entre la gente es equivalente a justificar la discriminación es ridículo. Si algo hace la teoría de la naturaleza humana es señalar que todos los seres humanos, a pesar de nuestras diferencias culturales (o raciales, o de género, o de cualquier otra naturaleza), somos iguales en el sentido de que compartimos el mismo sustrato biológico de humanidad. Los profetas del relativismo cultural se esfuerzan por enfatizar que, aunque es evidente que hay culturas diferentes, esas diferencias no son una base adecuada para sugerir que una cultura es mejor o peor que otra. Yo, como partidario de la teoría de la naturaleza humana, lo que diría es que las manifiestas diferencias culturales, que hacen que unas culturas sean mejores que otras (por lo menos para promover el desarrollo técnico y material), no son una base suficiente para la discriminación, porque, más allá de las diferencias culturales, todos los seres humanos compartimos el mismo sustrato biológico de humanidad.

De otra parte, me parece que los esfuerzos de reforma y mejoramiento social tienen más probabilidad de éxito si se reconoce que los seres humanos no somos por naturaleza santos. En una buena sociedad, seres humanos imperfectos son capaces de tener un buen comportamiento. En una mala sociedad, las peores características de los seres humanos salen a flote. La pregunta es cómo promover una buena sociedad. Me parece que hay dos rutas: en una, uno piensa sobre las reglas sociales que deben regir sobre seres humanos imperfectos; en otra, uno no se preocupa por las reglas sociales, sino por el mejoramiento personal: si yo soy bueno, y si todos somos buenos, entonces la sociedad es buena. Yo soy de los que piensan que, dada la naturaleza humana, la única ruta que tiene sentido es la primera; la segunda sugiere que, si todos fuésemos ángeles, viviríamos en el cielo. El punto es, justamente, que vivimos en la tierra, lo cual, creo yo, puede interpretarse como evidencia de que no somos ángeles.

Lo anterior no quiere decir que no es importante, por ejemplo, tratar de educar a un niño y enseñarle “buenas costumbres”. Claro que es importante. Lo que pasa es que creo que ninguna educación es capaz de eliminar la naturaleza humana. Newt Gingrich, el vocero conservador que fustigó severamente a Bill Clinton por su affair con Monica Lewinsky, confesó recientemente que, en la época de ese escándalo, él mismo tenía una amante. Por lo tanto, el truco no es cambiar la naturaleza humana, sino las reglas del juego social. El truco no es cambiar la naturaleza humana, sino entenderla. El criterio inicial, me parece a mí, es que las reglas sociales vayan en consonancia con los incentivos individuales que impone la naturaleza humana. Por ejemplo, dado que, dentro de la naturaleza humana, la urgencia sexual es tan grande, proponer una sociedad casta me parece un contrasentido. Pero, creo yo, hay organizaciones sociales bajo las cuales la naturaleza humana se puede expresar sin poner en riesgo la posibilidad de una buena sociedad. Esta lección la tenían claramente aprendida los redactores de la Constitución de Estados Unidos, pero no, por ejemplo, los redactores de la Constitución liberal radical de Colombia de 1863. James Madison, en el periódico The Federalist (51), escribió: “¿Qué es el gobierno si no la mayor de todas las reflexiones sobre la naturaleza humana?”. Y al lado anotó: “Si los hombres fueran ángeles, el gobierno no sería necesario. Y si los ángeles gobernaran a los hombres, controles internos o externos sobre el gobierno serían innecesarios”. Por su parte, se dice que, si no recuerdo mal, Víctor Hugo, al conocer la Constitución colombiana de 1863, exclamó: “es una Constitución para ángeles”. La línea final es la siguiente: dado que la naturaleza humana es inmutable, la determinación fundamental del funcionamiento social consiste en las reglas sociales en operación, no en la naturaleza humana.

Me quedan por despachar los temores de que, si somos producto de la biología, entonces no tenemos ni libre albedrío ni sentido en nuestras vidas. Esto ya lo he hecho en otro lugar (ver entrada del 07-03-24) y no lo voy a repetir aquí. Además, el temor de no encontrar sentido a nuestras vidas si aceptamos que somos producto de la biología es un temor más de derecha que de izquierda, lo cual también sugiere que rechazar la doctrina de la naturaleza humana por derechista no es muy consecuente. Quedan otros temas relacionados por tratar, pero voy a hacerlo en otra entrada.

Saturday, March 24, 2007

07-03-24: El debate mente-cerebro y sus implicaciones filosóficas

Lo que sigue es un texto que ya había anunciado (ver entrada del 07-03-21), que empecé a escribir en 2001, que terminé en 2003, que perdí y que, gracias a una amiga muy querida que guardó una "copia dura", pude recuperar hace poco. El texto que presento es esencialmente el de 2003, con algunas correcciones menores, incluido el título. Antes se llamaba "¿Qué nos hace humanos?". Ya que he recibido al menos una crítica en el sentido de que los textos que cuelgo en mi blog son muy largos, pido excusas por la extensión, ya que, de todos los textos colgados hasta el momento, este es el más largo.

Una pregunta muy interesante es: ¿qué es lo que nos hace humanos?

Esa pregunta se responde a veces apelando a alguna cualidad o facultad que supuestamente sería exclusivamente humana: “el ser humano es un animal que ríe”, “el ser humano es un animal que habla” o, de manera quizás un poco más “filosófica”, “el ser humano es un animal moral”, es decir, es capaz de juzgar sus acciones desde un punto de vista ético (ver, por ejemplo, el título del libro de Wright, 1994).

Estas definiciones ciertamente apuntan a cualidades o facultades que parecen exclusivamente humanas, pero tienen, al menos, dos defectos: el primero es que parece demasiado reduccionista limitar la naturaleza humana a la posesión de una sola cualidad o facultad. Lo característicamente humano parece ser la combinación compleja de cualidades o facultades.

El segundo defecto es que hay cualidades que no parecen dicótomas, es decir, que no son cualidades que se tengan o que no se tengan, sino que parecen existir en diversos grados. Cuando uno dice que un ser humano ríe, dice que el ser humano es capaz de expresar un sentimiento de alegría. Cualquiera que haya visto cómo un perro bate la cola sabe que los animales también pueden tener sentimientos de alegría, aunque no puedan reír. También es cierto que ningún animal distinto del hombre puede hablar, pero no cabe duda de que muchos animales utilizan diversos sistemas de comunicación.

Otras veces se responde a la pregunta planteada en términos “trascendentes”. Se argumenta que el ser humano tiene una “consciencia”, es decir, por decirlo de alguna manera, que la mente humana tiene la capacidad de conocerse a sí misma (al escribir “consciencia”, utilizo la terminología del traductor de Crick, 1994, que usa esa palabra para denotar un estado profundo de conocimiento —consciousness— y diferenciarla de “conciencia”, que revela un concepto menos profundo —conscience—).

En casos más extremos, se afirma que el hombre tiene una dimensión “espiritual”, intangible, frecuentemente asociada con el “alma”, que, a su vez, es frecuentemente considerada eterna o sempiterna, y por lo tanto capaz de una existencia independiente del cuerpo. A esta noción de un espíritu independiente de la materia se le llama “dualismo”. No es de sorprender que su antónimo sea “monismo”.

Yo me aventuro a plantear algunas hipótesis en las que creo, es decir, en las que tengo fe (no las puedo probar, pero creo en ellas). Sobra decirlo: no soy el autor de las hipótesis. Simplemente, creo en ellas.
  1. Los humanos tenemos una “naturaleza”, es decir, unas cualidades que nos definen como una especie única.
  2. La naturaleza humana está básicamente dada por la actividad mental humana.
  3. La actividad mental humana es el producto de complejos procesos físico-químicos que ocurren en nuestro sistema nervioso, o (como lo pone Crick, 1994, p. 8) “nuestras mentes (el comportamiento de nuestros cerebros) pueden resultar explicadas por la interacción de las células nerviosas (y de otras células) y de sus moléculas asociadas”. Es decir, comparto una perspectiva monista de la cuestión cerebro/mente.
  4. La mejor forma de entender los mecanismos cerebrales/mentales humanos es utilizar una perspectiva evolucionaria. La “naturaleza” humana puede ser entendida estudiando sus orígenes evolutivos, pues sus componentes fundamentales son el producto de un proceso causal de evolución por selección (ver Buss, 1999, c. 1 y 2).

Es interesante considerar cada una de esas hipótesis por separado.

1. Hipótesis 1 y 2

Con las hipótesis 1 y 2, en efecto, estoy diciendo que sí hay algo particular, identificable, que nos hace humanos, y estoy diciendo que lo que nos hace humanos es nuestra actividad mental, es decir, la forma como pensamos y sentimos.

2. Hipótesis 3

La hipótesis 3 es más polémica. Tanto es así que el propio Francis Crick, premio Nobel de medicina en 1962 por su descubrimiento, junto con James Watson, de la estructura molecular del ADN, la bautiza como la “hipótesis sorprendente” (astonishing hypothesis): “ ‘Usted’, sus alegrías y sus penas, sus recuerdos y ambiciones, su propio sentido de la identidad personal y su libre voluntad, no son más que el comportamiento de un vasto conjunto de células nerviosas y de moléculas asociadas” (Crick, 1994, p. 3). O, tal como señalaba Hipócrates (citado por Crick, 1994, p. 1), “Los hombres deberían saber que del cerebro, y nada más que del cerebro, vienen las alegrías, el placer, la risa y el ocio, las penas, el dolor, el abatimiento y las lamentaciones”.

En síntesis, la hipótesis es que lo que nos hace específicamente humanos son los complejos procesos físico-químicos que ocurren en nuestro sistema nervioso, procesos que llamamos procesos mentales.

La anterior forma de pensar genera algunos interrogantes e implicaciones, que deben ser abordados. Ellos son los siguientes:

  1. ¿Existe la posibilidad de que otros seres vivos, con sistemas nerviosos similares a los nuestros, tengan algún grado de consciencia?
  2. Si otros animales tienen algún grado de consciencia, ¿son éticamente iguales a los seres humanos?
  3. ¿Qué implica nuestra forma de pensar sobre la noción del “alma”?
  4. ¿Qué implica nuestra forma de pensar sobre la noción de la sacralidad de la vida?
  5. Si los seres humanos no tienen una dimensión espiritual, ¿cuál es la justificación de la existencia?
  6. Si el dualismo materia-espíritu es una noción equivocada, ¿acaso no somos más que máquinas?
  7. Si sólo somos una máquina, ¿en dónde queda la noción del libre albedrío?
  8. ¿Pueden máquinas no biológicas sostener una consciencia?
  9. ¿Podrían máquinas no biológicas con consciencia llegar a ser reconocidas como “humanas”?

A continuación se abordan cada uno de estos interrogantes.

2.1. ¿Tienen otros seres vivos consciencia?

Un corolario importante de la forma de pensar que sostiene que la consciencia no es más que procesos físico-químicos que ocurren en nuestro sistema nervioso, es que existe la posibilidad de que otros seres vivos, con sistemas nerviosos similares a los nuestros, tengan algún grado de consciencia. En otras palabras, la consciencia podría ser una facultad no exclusivamente humana. Yo no tengo dudas de que es así. Me parece que, así como es claro que otros animales no tienen un nivel de consciencia tan elevado como el de los seres humanos, también es claro que otros animales presentan niveles de consciencia significativos. Me parece que los argumentos que Singer (2000, p. 55-60) propone para demostrar ese punto son suficientes, y no voy a repetirlos aquí. Sólo voy a reproducir una cita de Lord Brain (¡!), “uno de los neurólogos más eminentes de nuestro tiempo”:

Personalmente, no veo la razón por la que concedo que mis congéneres tienen mente y no los animales… Yo al menos no puedo dudar de que los intereses y actividades de los animales se correlacionan con la conciencia y el sentimiento del mismo modo que los míos, y, que yo sepa, pueden ser tan vívidos (citado por Singer, 2000, p. 57-58).

2.2. ¿Somos éticamente iguales a otros animales?

Una pregunta interesante es: si al menos algunos animales son capaces de algún grado de consciencia, ¿eso los hace éticamente iguales a los seres humanos? Al respecto, es importante tomar en cuenta la posición de Peter Singer, quien ocupa la cátedra Ira W. DeCamp de bioética en el Center for Human Values de la Universidad de Princeton. Singer ha sido internacionalmente reconocido como uno de los principales teóricos del movimiento de “liberación animal” (este es, precisamente, el título de uno de sus libros más conocidos), aunque sostiene posiciones polémicas en otros campos. En breve, Singer (2000, p. 47) argumenta que “el principio ético sobre el que descansa la igualdad humana nos exige extender la igual consideración también a los animales”.

Pues bien, esta es una opinión con la cual estoy en desacuerdo.

La opinión de Singer se basa en dos pilares que a mi modo de ver son erróneos (fuera de muchos otros que yo considero correctos). El primero es que “el principio de la igualdad de los seres humanos no es una descripción de una presunta igualdad real entre los humanos: es una prescripción de cómo debemos tratarlos” (2000, p. 50-51. Énfasis en el original). En otras palabras, no es necesario que seamos iguales para decir que debemos ser iguales. Singer lo explica así: “No hay razón que lógicamente nos obligue a asumir que una diferencia fáctica en la capacidad de dos personas justifica distinción alguna en el grado de consideración que damos a sus necesidades e intereses” (p. 50). Y continúa: “De este principio de igualdad se deriva que nuestra preocupación por los demás y nuestra disposición a considerar sus intereses no deben depender de cómo son o de qué capacidades puedan poseer” (p. 51). Singer argumenta que, dado que no tenemos que ser iguales para reconocer el principio de igualdad (tomar en cuenta los intereses de los diversos seres), no hay razón por la cual ese principio de igualdad no pueda ser extendido a seres no humanos.

El segundo pilar de la opinión de Singer que yo considero erróneo es que, siguiendo a Bentham, “La capacidad de sufrimiento y disfrute es (…) no sólo necesaria sino también suficiente para que podamos decir que un ser tiene intereses —en el mínimo absoluto, el interés de no sufrir—” (p. 53).

Mejor dicho, primero, uno debe tener en cuenta “los intereses” de cualquier ser que los tenga, no importa si es igual o distinto de uno, y segundo, la cosa que define si un ser tiene intereses es su capacidad de sufrir. De estos dos puntos se desprenden dos (de las cuatro) premisas que Singer considera esenciales para el desarrollo de su pensamiento. Del segundo punto, que lo que define si un ser tiene intereses es su capacidad de sufrir, se desprende la premisa de que “El dolor es malo, y cantidades similares de dolor son igualmente malas, sin que importe a quién le pueda doler” (Singer, 2000, p. 11). Y del primer punto, que uno debe tener los intereses de cualquier ser en cuenta, independientemente de que sea igual o distinto a uno, se desprende la premisa de que “Los seres humanos no son los únicos seres capaces de sentir dolor o de sufrir” (Singer, 2000, p. 11).

Y aquí viene mi crítica. Yo, por mi parte, creo, en primer lugar, que sí es necesario que haya igualdad fáctica para definir una igualdad en términos éticos. En otras palabras, es justamente a raíz de la igualdad de los seres humanos que podemos y debemos decir que los seres humanos deben ser tratados como iguales. Si no, la igualdad ética solamente se sostiene “porque sí”. Singer mismo, sin percatarse, no escapa a la necesidad de definir un terreno de igualdad fáctica que sirva para establecer una igualdad en términos éticos. Singer define esa igualdad fáctica en términos de si somos seres “sintientes” o no. Si somos seres sintientes, tenemos “intereses” y, en últimas, somos iguales y nos debemos consideración. Por eso la definición de Singer de quiénes poseen intereses se vuelve tan crucial: porque, al definir quiénes son fácticamente iguales, define quiénes deben ser éticamente iguales. Entonces, la primera parte de mi crítica es que sí es necesario establecer una igualdad fáctica para luego poder establecer una igualdad ética. El lío, claro está, es que establecer esa igualdad fáctica no es fácil. ¿No son los negros “distintos” de los blancos? ¿No son las mujeres “distintas” de los hombres? ¿No son los animales “distintos” de los seres humanos? Esto le sugiere a uno que la definición de diferencias o parecidos fácticos para establecer diferencias o parecidos éticos puede ser, muchas veces, una definición ética en sí misma.

En segundo lugar, continuando con mi crítica, otro lío está en que Singer define que un ser tiene intereses si y sólo si tiene capacidad de sufrir. Pero me parece a mí que esa definición es innecesariamente estrecha. Me parece que la capacidad de sentir dolor y de sufrir es sólo una fracción, y no una de las más interesantes, de lo que, de manera más general, podemos llamar “consciencia”. Lo más interesante no es que un ser pueda o no tener la capacidad de sufrir; lo más interesante es que un ser tenga algún grado de consciencia. Es interesante notar que muchos de los argumentos citados por Singer (2000, p. 55-60) para mostrar que los animales sí sienten dolor, y con los cuales estamos de acuerdo, rebasan el ámbito del dolor y se adentran en los terrenos de la mente y la consciencia, como lo atestiguan las líneas de Brain atrás citadas. Brain no habla específicamente de “dolor”. De manera muy interesante, Brain habla de “mente”, de “conciencia” y de “sentimiento”. Obviamente, muchos seres no humanos tienen algún grado de consciencia, incluyendo la capacidad de sufrir, y por eso deben merecer algún grado de consideración. Pero también es obvio, y esto es clave, que ninguno de los seres vivos conocidos en la Tierra tiene un grado de consciencia tan alto como el de los seres humanos. Por lo tanto, el grado de consideración que les debemos a otros animales no debe ser tan alto como el que les debemos a los seres humanos.

Entonces, lo primero es: ¿por qué debemos tratar a los negros, o a las mujeres, como iguales? Simplemente porque reconocemos que son seres humanos, como “nosotros”, es decir, porque reconocemos que son “iguales” a “nosotros” (siendo “nosotros”, en este caso, hombres blancos). Pero, ¿no es obvio que los negros no son iguales a los blancos, porque sus pieles son distintas, y que las mujeres no son iguales a los hombres, porque sus órganos reproductivos y sexuales son distintos? Cierto, no son iguales. Pero las diferencias son en aspectos no esenciales. La similitud esencial, y así lo reconoce la taxonomía biológica, es que todos compartimos la consciencia del homo sapiens.

Puede que esta clasificación taxonómica, tal como lo señala Jared Diamond (2007), en una discusión recogida por Singer (2000, p. 107), tenga un sesgo antropocéntrico, que tiende a sugerir que la distancia biológica entre el hombre y otros primates es mayor de lo que la evidencia científica permite verdaderamente justificar. Tal vez nuestro género no deba ser homo sino pan, de modo que en efecto somos, como sugiere Diamond, “sólo” un tercer chimpancé. Pero, incluso si somos el pan sapiens, negros y mujeres son pan sapiens también. El reconocimiento de algunas diferencias no esenciales no puede ser una justificación para negar la igualdad ética a todos los seres humanos, que “tienen derecho” a ella (odio la terminología de los “derechos”). En general se reconoce, correctamente desde el punto de vista ético, que seres humanos sin una extremidad, por ejemplo, o con un cociente intelectual bajo, no han perdido su condición de humanos. Sin embargo, me parece diciente que el debate es mayor cuando un ser humano ha perdido su consciencia y se ha convertido en un “vegetal”. Mucha gente concedería que no es necesario mantener viva a una persona que ha perdido irremediablemente su consciencia.

Lo segundo es que, en materia de consciencia, incluso reconociendo que muchos animales tienen algún grado de la misma, resulta evidente que los seres humanos y otros animales son diferentes en ese aspecto esencial. Incluso si somos el pan sapiens, está claro que nuestra especie tiene un grado de consciencia mayor que la del pan troglodytes y la del pan paniscus (sin que la de éstos deje de ser sorprendente, por lo refinada). Por lo tanto, no deben ser éticamente iguales quienes no son fácticamente iguales. Estoy sosteniendo, pues, que la gradación de la consciencia es una medida adecuada para hacer comparaciones éticas. Así, los otros animales no deben ser éticamente iguales a los seres humanos. Esto no implica, sin embargo, que no debamos otorgarles ningún valor ético a seres con menor consciencia e, incluso, a seres sin consciencia. Por ejemplo, los seres humanos no son perfectamente “libres” de hacer “lo que se les venga en gana” con el parque natural de Yellowstone, por decir alguna cosa. De otra parte, obviamente el hecho de que los seres humanos no son iguales a otros animales no pretende ser una justificación para que los seres humanos causen dolor innecesario a otros animales (pero sí es una justificación para el argumento de que el dolor de otros animales no se puede equiparar éticamente al dolor humano).

Consideremos este caso. Una leona ataca, da muerte y devora a una gacela. Supongamos (un supuesto no muy fuerte) que la leona y la gacela tienen niveles de consciencia y capacidades de sentir dolor similares. El ataque de la leona obviamente causa dolor a la gacela. ¿Ha sido la leona “inmoral” por haberle causado dolor (y muerte) a la gacela? Uno tiende a responder que no, por una variedad de razones. En primer lugar, la leona no tiene un grado de consciencia tan alto como para poder preguntarse por la moralidad de sus actos. En segundo lugar, que los leones coman gacelas parece el “orden natural” de las cosas. En tercer lugar, comerse a la gacela significa la supervivencia de la leona. Así, “socialmente” hablando (en la sociedad compuesta por leones y gacelas), el dolor que se le ha causado a la gacela está “compensado” por la satisfacción que se le ha dado a la leona.

¿Qué pasa si en este escenario se cambia a la leona por un ser humano? ¿Debe cambiar la conclusión de que matar a la gacela es inmoral? En el caso de los seres humanos, hay dos aspectos que se deben tener en cuenta: primero, los seres humanos sí pueden preguntarse por la moralidad de sus actos, y segundo, los seres humanos son omnívoros, no exclusivamente carnívoros. Sin embargo, no creo que esos dos aspectos sean suficientes para argumentar que matar animales para que sean comidos por seres humanos es inmoral. En la historia anterior, cambiar la leona por un ser humano, en lo fundamental, no cambia nada. Un ser humano es un animal, y dentro de las reglas del mundo animal es común que algunos sobrevivan comiéndose a otros. Juzgar eso como moralmente incorrecto es aplicar reglas morales, que básicamente surgen de la “fantasía mental” humana, a un mundo que es, esencialmente, amoral. Respetar la vida animal (lo cual es ciertamente moralmente deseable) no implica que la vida animal (incluida la humana) deba considerarse como sagrada.

A esta conclusión cabe hacerle un par de matices. El primero ya está hecho, pero no sobra enfatizarlo. Que haya justificación en que los seres humanos maten a otros animales para comerlos (porque los humanos son, entre otras cosas, animales carnívoros) no implica que haya justificación en causar dolor innecesario a otros animales. Matar animales por placer, como pescar o buscar trofeos de caza, me parece moralmente injustificable. El segundo es que parece mucho más justificado matar animales para comerlos cuando han sido criados para el sacrificio que cuando los animales viven en estado salvaje. La menor justificación de la muerte de animales salvajes radica en que hay menos conciencia de los efectos que esa muerte tiene sobre el ecosistema. Quien cría domésticamente una vaca para que sea comida (por él o por otros) rara vez sacrificará un número tal de vacas que le deje sin ganado. Eso bien puede no ser cierto para quien caza ballenas, que puede llegar a cazarlas hasta el exterminio.

Sin embargo, no puede ignorarse que la domesticación del ambiente también tiene efectos sobre el ecosistema (el cultivo de amplias zonas modifica la vegetación nativa y priva a los animales endémicos de la región de su hábitat natural), pero estas consecuencias, cuya severidad no se quiere minimizar en absoluto, pueden ser mejor (o menos peor) estimadas por los seres humanos que las de una caza indiscriminada sobre animales salvajes. En otras palabras, aunque parece más justificado matar animales criados para ser comidos que animales salvajes, no puede ignorarse que la domesticación del ambiente usualmente requerida para la cría de animales destinados al sacrificio también tiene efectos sobre el ecosistema. Qué tanta modificación al medio ambiente es justificable para sostener a los seres humanos es también una pregunta ética, cuya respuesta (o intento de respuesta) no cabe dentro de los confines de este ensayo. Sin embargo, sí es importante señalar que la afirmación de que los seres humanos no son éticamente comparables a otros animales (y a otros seres inanimados) no implica que no se le esté atribuyendo ningún valor ético a los otros seres animados o inanimados. El que les atribuyamos un valor ético especial a los seres humanos no implica que ellos, con el fin de asegurar su subsistencia, tengan el “derecho” de arruinar el medio ambiente.

2.3. Sobre la noción del “alma”

Otro corolario importante de la forma de pensar que sostiene que la consciencia no es más que procesos físico-químicos que ocurren en nuestro sistema nervioso, es “la creencia de que el alma es una metáfora y de que no existe vida personal ni antes de la concepción ni después de la muerte” (Crick, 1994, p. 8).

A diferencia de Crick, los científicos raras veces hacen explícita esta conclusión. Sin embargo, parece inescapable llegar a ella desde la frontera hasta donde han llegado los conocimientos científicos sobre el funcionamiento de la mente.

Rodolfo Llinás, el crédito colombiano de la neurociencia, nos explica (2001): “desde mi perspectiva monista, el cerebro y la mente son eventos inseparables. (…) la ‘mente’, o el estado mental, constituye tan sólo uno de los grandes estados funcionales generados por el cerebro” (p. 1). “La mente es codimensional con el cerebro y lo ocupa todo, hasta en sus más recónditos repliegues” (p. 3). Así, no es que la mente sea el software y el cerebro sea el hardware. “Como la mente coincide con los estados funcionales del cerebro, el hardware y el software se entrelazan en unidades funcionales, que no son otra cosa que las neuronas. La actividad neuronal constituye simultáneamente ‘el comer y lo comido’ ” (p. 3). El título del libro de Llinás de donde se extraen estas citas es El cerebro y el mito del yo. Llinás nos explica que “tal mito es la existencia de un yo separable de la función cerebral. Si dijéramos ‘el cerebro nos engaña’ la implicación sería que mi cerebro y yo somos cosas diferentes. La tesis central de este libro es que el yo es un estado funcional del cerebro y nada más, ni nada menos” (p. 4).

Para tratar este problema, es bueno considerar el planteamiento del mismo que hace Carter (1998, p. 206):

¿Agrega algo novedoso esta nueva ciencia de la exploración cerebral? Sí, con seguridad.

En este momento nuestro código legal y moral se funda sobre el supuesto de que cada uno de nosotros posee un “yo” independiente —el fantasma que controla la máquina de nuestras acciones—. Esta noción es en esencia la misma que el dualismo que por primera vez formuló Descartes. Ha resistido en primera línea porque suena a correcta. ¿Cómo, si no, iban la mera sangre y la carne a producir experiencias como el amor, el significado, la pasión, la veneración?

Mientras nuestros sentimientos y nuestras acciones surgían como por arte de magia de la “caja negra” de nuestro cerebro, era inevitable que la explicación intuitiva de la mente se mantuviera. Y como hipótesis de trabajo nos ha dado un espléndido resultado durante siglos. Pero ahora que la caja negra ha sido abierta, el dualismo rápidamente se está haciendo difícil de mantener. Como enseñan los estudios mencionados en este libro, cuando miramos dentro del cerebro vemos que nuestras acciones derivan de nuestras percepciones y nuestras percepciones las construye la actividad cerebral. Esa actividad, a su vez, es dictada por una estructura neuronal formada por la interacción de nuestros genes con el entorno. No hay rastro alguno de una antena cartesiana que sintonice con otro mundo.

En la anterior cita hay un punto importante, que tiene que ver con el dualismo entre “materia” y “espíritu”. La hipótesis de Carter, que comparto plenamente, es que ese dualismo se está volviendo, a la luz de los avances recientes de la ciencia, cada vez más insostenible. No hay “espíritu” más allá de la “materia”. En el tema que nos interesa, no hay mente más allá del cerebro. Llinás (2001, p. xvi) se refiere así al respecto:

Para comprender la naturaleza de la mente, el requisito primordial es disponer de una perspectiva apropiada. Así como la sociedad occidental, sumida en el pensamiento dualista, debe cambiar de orientación para captar las premisas elementales de la filosofía no dualista, también es necesario un cambio fundamental de perspectiva para abordar la naturaleza neurobiológica de la mente.

Así, como dice Llinás, la mente es “codimensional” con el cerebro. Por eso, liquidada la organización material que permite la vida y la consciencia (es decir, producida la muerte en un ser humano), debe desaparecer también el “espíritu” individual. No es casual que los “dualistas” atribuyan a la muerte el momento en que el “espíritu” se “libera” del cuerpo. La cuestión es: ¿se “libera”, o se “desaparece”?

2.4. Sobre la sacralidad de la vida

Mucha gente puede preguntarse: si no tenemos alma, ¿en dónde queda la sacralidad de la vida? En breve, la sacralidad de la vida desaparece. “No matar” no es un mandamiento divino, que se incumple so pena de “pecado mortal” (interesante por lo interpretable este nombre: pecado “mortal”). Es un postulado ético, que se debe valorar según las circunstancias. A juzgar por la historia humana, matar no siempre ha sido incorrecto.

2.5. Si no tenemos alma, ¿cuál es la justificación de la existencia?

Mucha gente ha creído que la existencia de una dimensión espiritual, un “alma”, anexa a la vida de cada una de las personas, le da justificación a la misma, sobre todo en presencia de la muerte, pues parece increíble que los tan altos niveles de consciencia que los seres humanos logran mantener en vida se pierdan con la muerte. Una de las grandes cuestiones “filosóficas” de los seres humanos es la muerte y cómo superarla. Según algunas creencias, la vida permite el desarrollo de un espíritu, que supuestamente sería capaz de trascendernos después de la muerte. Dentro de la tradición cristiana, la suerte del espíritu después de la muerte depende de qué tan “buenos” hemos sido en vida. Por lo tanto, la justificación para una vida ética es el premio al espíritu que se recibe después de la muerte. Creencias como la reencarnación o la resurrección son comunes entre los humanos.

Obviamente, hay problemas con estas nociones. ¿Es el espíritu eterno? Es decir, ¿existía antes de que nosotros viviéramos? ¿Son otros seres vivos capaces de tener alma? Para los conquistadores españoles de la América Latina, era indispensable determinar si los habitantes nativos que encontraron tenían alma, para saber si debían tratarlos como seres humanos. Sin embargo, no es mi interés discurrir sobre las dificultades de estas nociones. Simplemente diré que, dentro de un criterio de parsimonia, introducir una dimensión espiritual para comprendernos a nosotros mismos y para dar un propósito a nuestras vidas es tan innecesario como lo son, en este momento, el éter y el flogisto para entender ciertos fenómenos físicos.

Llinás (2001, p. xvi) dice lo siguiente:

En su ciclo de conferencias Gifford en Edimburgo, en 1937, tituladas “Reflexiones del hombre sobre su naturaleza”, Charles Sherrington (1941, capítulo 12) insinuó la posibilidad de que si algún día los seres humanos llegaran a enfrentarse cara a cara con su verdadera naturaleza, este conocimiento podría desencadenar la caída de la civilización. Evidentemente, para Sherrington, el hombre prefiere considerarse como el más bajo de los ángeles y no el más alto de los animales. Mi opinión es que si algún día llegáramos a comprender en su totalidad la portentosa naturaleza de la mente, de hecho, el respeto y la admiración por nuestros congéneres se verían notablemente enriquecidos.

Yo no sé por qué existe la sensación de que, si no somos copias hechas “a imagen y semejanza de Dios”, entonces nuestra dignidad se ve de algún modo disminuida. Yo no veo así las cosas. Cuando uno puede ver que el universo, la vida y la consciencia son un “milagro”, no en el sentido metafísico de la palabra, sino en el sentido de que son cosas que por sí mismas pueden causar un asombro y una sorpresa profundos, ser “el más alto de los animales” es simplemente una maravilla.

Carter (1998, p. 207) lo pone así:

Los descubrimientos descritos en este libro dan sólo un esbozo de la impresión del paisaje de la mente —la tarea de crear una imagen detallada queda para el milenio siguiente, y para más adelante aún—. Y, sin embargo, una cosa está ya clara: no hay ningún fantasma en nuestro suelo, no hay monstruos en las profundidades, no hay tierras regidas por dragones. Lo que los viajeros de la mente sí están descubriendo es un sistema biológico de asombrosa complejidad. No tenemos necesidad de satisfacer nuestra ansia de asombro conjurando fantasmas: el mundo que hay dentro de nuestras cabezas es más maravilloso que cualquier cosa que podamos inventar en sueños.

2.6. Si el dualismo materia-espíritu es una noción equivocada, ¿acaso no somos más que máquinas?

Si aceptamos que no hay separación entre “materia” y “espíritu”, eso equivale a aceptar que nuestras acciones son “mecanicistas”. Esta idea no debería ser polémica. Somos un tipo de máquina (biológica) muy sofisticado, que produce unos resultados sorprendentes.

Lo anterior nos lleva a preguntarnos si hay alguna diferencia esencial entre una máquina biológica y una máquina no biológica. Básicamente, yo creo que no (aunque aquí hay un debate importante cuyos detalles reportaré más adelante). Volviendo a citar a Llinás (2001, p. 305):

¿hay alguna duda de que la biología sea diferente de la física? El conocimiento científico acumulado en los últimos 100 años sugiere que la biología, con todo y su sorprendente complejidad, no difiere de los sistemas sujetos a las leyes de la física.

Yo coincido con Llinás. Somos una máquina biológica. En una máquina biológica hay vida, es decir, hay nacimiento y muerte, y hay reproducción, pero, aparte de eso, no hay nada esencial que distinga a una máquina biológica de una no biológica. Somos, en breve, una máquina, y en ese sentido nuestro funcionamiento es “mecanicista”.

2.7. Si todo lo que somos es una “máquina” biológica, ¿dónde queda el libre albedrío?

Mi punto aquí es que el hecho de que seamos máquinas no reduce nuestra posibilidad de libre albedrío. Para tratar este problema, es bueno, por contraste, considerar el planteamiento que hace Carter (1998, p. 206-207):

Mucha gente se resiste a la idea de que nuestras acciones sean enteramente mecanicistas, y algunos auguran escenas de fin del mundo si la idea llega a prender. Si a la gente no se la puede hacer responsable de sus actos, argumentan, todos abandonaríamos cualquier esfuerzo de responsabilidad y caeríamos en un fatalismo pasivo, actuando desenfadadamente y sin restricción ante cada impulso.

Una contestación a este argumento es que sí, que tal vez lo haríamos, “si ‘pudiéramos’ ”. Pero la máquina no funciona así. Como hemos visto, algunas ilusiones están tan firmemente programadas en nuestros cerebros que el solo conocimiento de que son falsas [no] nos impide seguirlas viendo. El libre albedrío es una de esas ilusiones. Podemos aceptar racionalmente que somos máquinas, pero seguimos sintiendo y actuando como si la parte esencial de nosotros estuviera libre de los imperativos mecanicistas.

La ilusión del libre albedrío está tan profundamente arraigada en nosotros precisamente porque evita que caigamos en un estado mental fatalista y suicida —es una de las ayudas para sobrevivir más poderosas del cerebro—. No obstante, como tantos otros de nuestros mecanismos de supervivencia, ya no trabaja exclusivamente en nuestro beneficio. Al crear la ilusión de que hay un “yo” autodeterminado en cada uno de nosotros, nos hace castigar a aquellos que parecen comportarse mal, aunque sepamos bien que el castigo no tiene beneficio práctico. También nos impulsa a mirar los colapsos mecánicos de nuestro cerebro como debilidades de un yo inmaterial, más bien que como una enfermedad del cuerpo. Estas visiones distorsionadas probablemente fueron útiles alguna vez porque alejaban a la gente antisocial y dañina de la tribu. Hoy sólo causan dolor. A nivel emocional podemos seguir creyendo que somos algo más que máquinas, pero eso no debería impedirnos aceptar lo contrario a nivel racional, y adaptar nuestras costumbres para que reflejen ese conocimiento: el cerebro, como hemos visto, no tiene inconveniente en “no saber lo que sabe”. Individualmente, es el conocimiento “profundo” arraigado en nuestro cerebro emocional, el que invariablemente sale ganando. Pero en nuestros tratos con los demás es con seguridad mejor que sea el cerebro racional el que mande.

En esta cita, se formula el punto importante de que, si nuestras acciones son “mecanicistas”, entonces no podemos tener libre albedrío. Si no somos más que una máquina, nuestro libre albedrío sería tan limitado como el del computador que, al presionársele la tecla “c” en el teclado, no hace otra cosa que reproducirla en la pantalla.

Entramos aquí a un terreno más especulativo. Mi hipótesis es que el reconocimiento de que somos unas máquinas y de que nuestras acciones son mecanicistas no implica que no tengamos albedrío. Aquí me aparto de Carter, que sugiere que el libre albedrío es una “ilusión” de la cual, así la identifiquemos como tal en términos racionales, no podemos desprendernos en términos emocionales. Yo diría que una de las cosas sorprendentes del proceso de evolución que dio lugar a los seres humanos es que, al dotarnos de un alto grado de “consciencia”, simultánea y complementariamente nos dotó de un alto grado de capacidad para considerar la conveniencia de diversas respuestas frente a un determinado estímulo externo. A esta capacidad yo la llamaría, justamente, “albedrío”.

Pongamos un ejemplo trivial. En las sabanas africanas, cuando una gacela detecta que una manada de leones (probablemente lo más correcto sería decir “leonas”) la acecha, huye. Uno puede decir que la gacela está “programada” para huir en esas circunstancias, o puede decir que la gacela “sabe” que, dadas esas circunstancias, tiene que huir. En los seres humanos, pasa algo similar. Por ejemplo, se ha discutido mucho sobre el temor “instintivo” que los seres humanos les tienen a las serpientes. No es sorprendente que los seres humanos exhiban ese tipo de comportamiento, común a muchos otros animales. Lo sorprendente es que, en muchas circunstancias, los seres humanos son capaces de definir su comportamiento teniendo en cuenta consideraciones que van mucho más allá de las puramente instintivas.

Quizás lo que quiero decir es lo siguiente: muchos comportamientos de organismos vivos están gobernados por “programaciones genéticas” propias de estos organismos. Algunos otros comportamientos probablemente no estén tan directamente gobernados por “programaciones genéticas”, pero los organismos vivos que los ejecutan deben tener por lo menos la capacidad de aprender o formular esos comportamientos (en este caso, uno podría decir que se está programado genéticamente para aprender y para formular comportamientos complejos). Yo sostengo que una de las cosas que es sorprendente de los seres humanos es que, en ellos, la proporción de actos “aprendidos” o “formulados” a actos “programados genéticamente” es asombrosamente alta en relación con otros organismos vivos. De esta manera, como la evolución ha dotado de un mayor grado de “consciencia” a los seres humanos con respecto a otros seres vivos, eso también les habría dotado de un mayor grado de “albedrío”.

Eso no quiere decir que el número de actos “programados genéticamente” no sea sustancial en los seres humanos. Todo lo contrario. Creo que los actos “programados genéticamente” de los seres humanos son muchísimos más de los que a los humanos, tan inclinados a querer diferenciarse cualitativamente de otros seres vivos (a considerarse a sí mismos más ángeles que animales), les gustaría admitir. Y tampoco se quiere decir que el “libre albedrío” de los seres humanos es totalmente “libre”, es decir, que no tiene límites. Por el contrario, me parece que la escogencia humana, tal como la caracterizaría un economista, está por lo general sujeta a restricciones. En ese sentido, el “libre albedrío” de los humanos no es totalmente libre, sino que está sujeto a restricciones.

Un par de consideraciones finales. Carter sugiere que el albedrío es una “ilusión”, que una mente racional puede entender así, pero que una mente emocional sigue interpretando como una “realidad”. Una pregunta es: ¿qué tan reales son las “ilusiones” que crea la mente? Yo estoy sugiriendo que, por lo menos en lo que respecta al albedrío, son bastante reales. Tomemos un caso dramático: el amor. ¿Es el amor que sentimos una ilusión que inventa nuestra mente, o es algo real? Consideremos la descripción fisiológica que hace Carter (1998, p. 76) del amor:

En los seres humanos la sexualidad origina una compleja acumulación de sensaciones y pensamientos que llamamos amor. El amor entendido desde un punto de vista romántico nace del éxito evolutivo del vínculo de pareja como estrategia de reproducción. Nuestros cerebros han evolucionado hasta sentir placer en el vínculo sexual y malestar ante la separación. Esto surge de una interacción todavía más elaborada que la que se da entre hormonas y neurotransmisores. Hasta ahora se han localizado en el mapa los movimientos más rudimentarios de este concierto químico. Tenemos una idea razonable de las sustancias asociadas a las distintas fases del enamoramiento, pero aún no se sabe con exactitud qué áreas del cerebro son las que activan cada una de esas sustancias. Las sensaciones de euforia asociadas con las primeras fases del enamoramiento parecen surgir de una combinación entre la dopamina y un agente químico llamado feniletilamina. Las dos actúan probablemente sobre las vías de recompensa que van del sistema límbico hasta la corteza cerebral. El impulso de hacer el amor viene del efecto de la testosterona —tanto en el hombre como en la mujer— y de los estrógenos —sólo en la mujer— sobre el hipotálamo. Tanto el vínculo sexual como el vínculo entre padres e hijos parece surgir sobre todo a raíz de la acción en el cerebro de una hormona llamada occitocina.

Se piensa que la occitocina es una mutación relativamente reciente (en términos evolutivos) de una hormona mucho más antigua llamada vasopresina, a la cual se parece mucho desde el punto de vista químico. La vasopresina es un antidiurético. Su función principal es controlar el volumen y la presión de la sangre. Sin embargo, también se sabe que esta sustancia ayuda a afirmar memorias recientes y que se usa —o abusa, según se le mire— como estimulador de la cognición. La occitocina se produce en el hipotálamo y se libera como resultado de la estimulación de los órganos de reproducción y sexuales. Inunda el cerebro durante el orgasmo y durante las fases finales del parto, produciendo mientras lo hace una sensación cálida y acunadora de amor que fortalece la relación y los vínculos de la pareja. La occitocina parece adormecer la memoria a corto plazo, aunque es posible que haya “heredado” la capacidad de la vasopresina de afirmar el establecimiento de memorias nuevas. De tal manera, la impresión que nos hace una persona que nos provoca liberación de occitocina puede ser especialmente fuerte. El mecanismo podría parecerse a la adicción: la occitocina está estrechamente relacionada con las endorfinas —los opiáceos del cerebro—, y la agitación típica que sienten los amantes cuando se separan de quien adoran podría deberse en parte al deseo de elevar su nivel de occitocina.

Infinidad de estudios psicológicos han enseñado que la gente metida en el torbellino de esta tormenta hormonal se separa de la realidad más de lo normal, sobre todo cuando se trata de hacer evaluaciones acerca de la persona a quien aman. Es muy sabido que son ciegos a los defectos del otro y excesivamente optimistas en cuanto al futuro de la relación. Visto con frialdad, el amor romántico es una forma de locura inducida químicamente y una base desastrosa para la organización social, como bien demuestra el índice de divorcios en el mundo occidental.

Sin embargo, desde el punto de vista del cerebro, es poco menos que la más grande aventura que existe. Mientras el sistema límbico siga al volante, el amor va a seguir trastornándonos, deleitándonos y emboscándonos de tanto en tanto cuando menos lo esperamos. Es posible que en realidad no sea lo que mueve el mundo, pero desde luego lo hace un sitio más interesante para vivir (negrillas en el original).

Carter describe, pues, al amor como un “concierto químico” y como una “tormenta hormonal”. ¿Le resta algo de su condición de sublime al amor describirlo de esa manera? Yo creo que no. En otras palabras, ¿puede algo tan sublime como el enamoramiento realmente reducirse a una descripción tan “mecanicista” como una “inundación” de dopamina y feniletilamina? Yo creo que sí (si se entiende adecuadamente qué es lo que se quiere decir con ese reduccionismo). ¿Significa la descripción “mecanicista” del enamoramiento que no hay “albedrío” frente al mismo? Yo creo que no. Por último, ¿debemos creer por eso que el amor no es “real”, sino un mero “concierto químico”? Yo creo que no.

Para ilustrar algunos aspectos de lo que quiero decir, considérese el siguiente ejemplo: tómese una obra literaria. Por decir algo, una obra de Shakespeare. ¿Cómo la podemos describir? Pues una forma precisa en que la podemos describir es diciendo que es una sucesión de letras, espacios, y símbolos ortográficos. Esa es una descripción precisa: una obra de Shakespeare no es sino un conjunto de símbolos (donde las letras, los símbolos ortográficos y los espacios conforman el “conjunto de símbolos”), o, para ser más dramático, una “sopa de letras”. Quien dice que una obra de Shakespeare es una sucesión de símbolos no ha mentido un ápice.

Pero todos sabemos que no ha dicho toda la verdad. La obra de Shakespeare no es cualquier sucesión de símbolos. Si tomáramos exactamente el número de espacios y de símbolos que una determinada obra de Shakespeare tiene, los echáramos a una bolsa y la agitáramos, la reconstrucción precisa de la obra para alguien que no tiene el original a mano sería un dolor de cabeza, incluso para un experto en el bardo inglés (a menos que sepa de memoria la obra). Podríamos confiar en reproducir la obra por azar, pero, aunque eso es posible, es extremadamente improbable. El ordenamiento de los símbolos que Shakespeare escogió tiene un significado para quien sepa leerlos.

El truco esencial es que Shakespeare, con un conjunto limitado de símbolos (las letras del alfabeto, que tienen un significado particular), puede escribir palabras (que tienen un significado adicional), que, junto con otros símbolos (espacios y símbolos ortográficos), pueden crear una obra cuyos significados, primero, superan con mucho al posible conjunto de significados que es posible con las letras o las palabras por separado, y segundo, pueden llegar a ser tan ricos que no se pueden describir sino como sublimes. De esta manera, con un conjunto relativamente restringido de símbolos, se pueden crear unos significados profundamente más ricos y complejos que cualquier cosa inherente a los símbolos originales básicos. En otras palabras, una obra de Shakespeare presenta propiedades “emergentes”: el “todo” presenta una “complejidad” que no está implícita en las “partes” por separado. En un sistema complejo que exhibe propiedades emergentes, el todo es “más” que la suma de las partes. Entonces, uno podría describir una obra de Shakespeare, de forma “mecanicista”, como una sucesión de símbolos. Eso es estrictamente cierto, pero no es, obviamente, toda la historia: se está quedando por fuera la “complejidad” de la obra de Shakespeare. De igual manera, creo, el enamoramiento puede no ser más que una inundación de dopamina y feniletilamina, pero esa descripción, aunque cierta, no recoge la “complejidad” del enamoramiento.

Pero, ¿qué hay del albedrío? Si el enamoramiento no es más que una “inyección” de dopamina y feniletilamina, ¿puede haber albedrío? A mi modo de ver, sí. Para no hacer larga la discusión, simplemente diré que, incluso si uno admite que el enamoramiento no es sino una inyección de dopamina y feniletilamina, todavía hace falta que haya “alguien” que ponga la inyección. Para seguir con un lenguaje altamente metafórico, el hecho de que un ser humano sea un animal significa que muchas de las “inyecciones” (de esos y de otros compuestos) que recibe sean aplicadas de manera involuntaria, generando comportamientos que llamaríamos “reflejos”. Pero el hecho de que en el ser humano se haya desarrollado un alto grado de consciencia implica que éste puede decidir sobre la conveniencia y el momento de colocación de muchas otras.

Uno no puede olvidar que una de las líneas más famosas de Shakespeare pone en boca de Hamlet las siguientes palabras: “To be or not to be. That is the question”. No hay que creer que, porque Hamlet es un personaje imaginario, su capacidad de cuestionarse (consciencia) y de plantearse alternativas para elegir (albedrío) no describe las reales capacidades de un ser humano. Ciertamente, en muchas ocasiones, los seres humanos tienen la facultad de ejercer su albedrío. Eso, para mí, es evidente. Creo que la carga de la prueba recae en quienes creen que el albedrío es una ilusión.

Y, por último, ¿qué tan “reales” son las impresiones que produce el cerebro? ¿Es real el albedrío, o el amor, o el dolor? Pues bien, yo creo que ellos son “reales”, en el sentido de que “existen de verdad”. Uno puede dar otra definición de realidad, que es la correspondencia con la realidad externa. Por ejemplo, no es real decir que llueve cuando, en la realidad externa, hace un sol radiante. Pero esta definición no es la relevante en nuestro caso. Hay que anotar que, en el funcionamiento del cerebro, en ciertos estados mentales la correspondencia con la realidad externa es fundamental (por ejemplo, cuando estoy realizando movimientos). Pero, en otros, la correspondencia con la realidad externa es innecesaria. Para esta discusión es bueno revisar a Llinás (2001):

Los estados mentales conscientes pertenecen a una clase de estados funcionales del cerebro en los que se generan imágenes cognitivas sensomotoras, incluyendo la autoconciencia. Al hablar de imágenes sensomotoras, no sólo me refiero a las visuales, sino a la conjunción o enlace de toda información sensorial capaz de producir un estado que pueda resultar en una acción (p. 1).

Es importante recordar que en el cerebro ocurren otros estados funcionales que, aunque utilizan el mismo espacio en la masa cerebral que las imágenes sensomotoras, no generan conciencia. Entre éstos se incluye el estar dormido, drogado o anestesiado, o sufrir una crisis epiléptica generalizada (p. 2).

Sin embargo, considero que el estado cerebral global conocido como soñar es también un estado cognoscitivo, aunque no lo es con relación a la realidad externa coexistente, dado que no está modulado por los sentidos (p. 3).

Propongo que el estado mental, represente o no (como en los sueños o en lo imaginario) la realidad externa, ha evolucionado como un instrumento que implementa las interacciones predictivas y/o intencionales entre un organismo vivo y su medio ambiente. Para que tales transacciones tengan éxito, se requiere un instrumento “precableado”, genéticamente transmitido, que genere imágenes internas del mundo externo, que puedan compararse con la información que éste nos proporciona a través de los sentidos. Además, estas imágenes internas deben cambiar continuamente, a la misma velocidad con que cambia la información sensorial proveniente del mundo externo, y todo esto debe realizarse en tiempo real. Por percepción se entiende la validación de las imágenes sensomotoras generadas internamente por medio de la información sensorial, que se procesa en tiempo real y que llega desde el entorno que rodea al animal (p. 4).

Hace ya algún tiempo propuse una hipótesis de trabajo (Llinás, 1974) relacionada con las ideas de Brown, según la cual la función del sistema nervioso central podría operar independientemente, en forma intrínseca, y que la entrada sensorial, más que informar, modularía este sistema semicerrado. Me apresuro a decir que la ausencia de entrada sensorial no es el modo operativo normal del cerebro, como todos lo sabemos cuando, de niños, observamos por primera vez el comportamiento de una persona sorda o ciega. Sin embargo, también sería erróneo decir que el extremo opuesto es cierto: para generar percepciones, el cerebro no depende de una entrada continua de señales del mundo externo (ver El último hippie de Oliver Sacks); los sentidos se necesitan para modular el contenido de las percepciones (inducción) pero no para la deducción. Propongo que, como el corazón, el cerebro opera como un sistema autorreferencial, cerrado al menos en dos sentidos: en primer lugar, como algo ajeno a la experiencia directa, en razón del cráneo, hueso afortunadamente implacable; en segundo lugar, por tratarse de un sistema básicamente autorreferencial, el cerebro sólo podrá conocer el mundo externo mediante órganos sensoriales especializados. (…).

Como veremos, el mundo de la neurología brinda apoyo al concepto del cerebro como sistema cerrado. En tal tipo de sistema, la entrada sensorial desempeñaría un papel más importante en la especificación de los estados intrínsecos (contexto) de actividad cognoscitiva, que en el puro suministro de “información” (contenido). Lo anterior equivale, ni más ni menos, al ejemplo en el cual una entrada sensorial modula el patrón de actividad neuronal generado en la médula espinal, que produce la marcha. Sólo que aquí nos referimos a un estado cognoscitivo generado por el cerebro y al modo como la entrada sensorial lo modula. El principio es el mismo. (…).

El significado de las señales sensoriales se expresa principalmente en su incorporación a entidades o estados cognoscitivos de más amplia envergadura. En otras palabras, las señales sensoriales adquieren representación gracias a su impacto sobre una disposición funcional preexistente del cerebro (Llinás, 1974, 1987), concepto éste que constituye un problema mucho más profundo de lo que podría pensarse a simple vista, particularmente si se examinan cuestiones acerca de la naturaleza del “sí mismo” [yo] (p. 9-10).

En otras palabras, el cerebro es capaz de generar un conjunto de estados mentales o percepciones, algunos de los cuales están modulados por la realidad externa, mientras que otros no. El hecho de que algunos estados mentales, como el sueño, no estén modulados por la realidad externa, creo yo, no los hace menos “reales”, a pesar de aparentes paradojas. Para ilustrar algunas de ellas, tomemos, por ejemplo, el caso del dolor. A mí no me cabe duda de que uno, a veces, siente dolor “de verdad”. Y sin embargo, con respecto al dolor hay al menos tres efectos curiosos: la “regulación central” de la percepción de dolor, el “efecto placebo”, y los miembros y el dolor “fantasmas” (ver, por ejemplo, Purves et al., 1997, c. 9). El primero tiene que ver con el hecho de que la percepción de dolor depende mucho del contexto. Por ejemplo, el dolor percibido por un soldado herido en el campo de batalla puede disminuir si el soldado es retirado del peligro. Con respecto al efecto placebo, como una ilustración, típicamente tres de cada cuatro pacientes que sufren de dolor postoperatorio por heridas reportan alivio del dolor después de la inyección de una sustancia salina estéril. Aquí hay, en efecto, una respuesta fisiológica a la administración de un remedio farmacológicamente inerte. Por último, casi todos los pacientes que sufren la amputación de algún miembro experimentan la ilusión, que usualmente disminuye con el tiempo, de que el miembro perdido sigue presente. Un número sustancial de esos pacientes puede desarrollar un “dolor fantasma” en el miembro perdido: les “duele” el miembro que no tienen. De hecho, el dolor fantasma es una de las causas más comunes de dolores crónicos, una condición que es extraordinariamente difícil de tratar. En resumen, “ha habido un reconocimiento gradual entre los neurocientíficos y los neurólogos de que tales efectos ‘psicológicos’ son tan reales y tan importantes como cualquier otro fenómeno neural. Esta apreciación ha provisto una visión mucho más raciones de los problemas sicosomáticos en general” (Purves et al., 1997, p. 173. En inglés en el original. Cursiva añadida).

Para terminar nuestra discusión sobre la relación entre ser máquinas biológicas y tener libre albedrío, vale la pena completar la cita de Carter que utilizamos para motivar la discusión de esta sección (1998, p. 207):

A mí me parece poco probable que sigamos castigando a la gente por mala conducta cuando se ve, con tanta claridad, como se ve un hueso roto, que su comportamiento lo provocan sus cables cruzados. Más bien tengo la esperanza y la expectación de que aplicaremos nuestros conocimientos sobre el cerebro a desarrollar tratamientos del cerebro enfermo infinitamente más efectivos que las intrincadas terapias psicológicas de tiro a ciegas que hoy usamos. La reclusión podría entonces ser utilizada sólo cuando estos tratamientos fallaran —o para aquellos que prefieran perder su libertad a perder sus viejas costumbres—.

También espero que la capacidad de modular cerebros sea usada, con preferencia, para incrementar aquellas cualidades mentales que le dan dulzura y significado a nuestra vida, y para erradicar la[s] cualidades mentales destructivas. Ideas de este tipo hoy exhalan arrogancia y, por bastante tiempo, se hablará de ellas en el estilo apocalíptico con el que se recibe a casi toda cosa nueva que la ciencia hace posible. Bien pronto, sin embargo, los gritos de peligro darán paso a la aceptación. Las generaciones futuras darán por hecho que somos máquinas programables, de la misma manera que nosotros damos por hecho que la tierra es redonda. Lejos de reducir la existencia humana, creo que esta aceptación hará infinitamente mejores nuestras vidas.

En esta cita se sugiere que, dado que somos máquinas biológicas, está abierta la posibilidad de que ejerzamos algún tipo de ingeniería mental para reforzar ciertas conductas deseables o reprimir las indeseables. Eso es, ciertamente, posible. Pero esa posibilidad refuerza dos cosas: la primera es que esa posibilidad no podrá ejercerse sin algún grado de albedrío. Supóngase, por ejemplo, que se descubre la causa genética de determinado cáncer particularmente mortal, y el procedimiento requerido para corregir la falla genética que lo produce. ¿Será correcto llevar a cabo el procedimiento? No parece haber problemas en decir que sí. Pero, ¿qué sucede si las mejoras genéticas son para producir seres humanos más “bellos”, o más “inteligentes”? Aquí el caso parece menos claro. Peor aún, ¿qué sucede si el realce de ciertos atributos sólo se puede hacer a expensas de otros? Para ser dramáticos, si consideramos el caso hipotético en el cual el aumento de la inteligencia sólo se puede hacer a expensas de la capacidad de sentir afecto, ¿debemos aumentar la inteligencia? Ninguna de estas preguntas la podremos responder si no ejercemos un alto grado de albedrío. En otras palabras, la posibilidad de hacer ingeniería mental o genética nos muestra que el albedrío no es una ilusión.

Pero, de otra parte, esto mismo nos señala que, si hasta el momento las limitaciones a la ingeniería mental eran de orden técnico, su progresiva eliminación abrirá campo a limitaciones de otra índole: la ética. Sin duda, la ingeniería mental nos ayudará a resolver muchos problemas individuales y sociales, pero no será una panacea. Para utilizar un símil, el control de la mortalidad infantil (algo, sin duda, “bueno”) abrió las puertas a un crecimiento desmesurado de la población, que tiene efectos globales negativos. No le tengo miedo a un mundo donde los seres humanos, gracias a sus conocimientos, puedan tener un control cada vez más real sobre él y sobre ellos mismos. Pero no estoy muy seguro de que, por definición, ese mundo vaya a ser, como en la obra de Aldous Huxley, “un mundo feliz”. Una vez adquirida la consciencia, nada nos relevará de la obligación de tomar decisiones difíciles.

2.8. ¿Podrán tener consciencia máquinas no biológicas?

Atrás hemos dicho que no somos más que máquinas biológicas dotadas de consciencia, y también hemos dicho que no hay ninguna diferencia esencial entre máquinas biológicas y no biológicas. Este razonamiento abre la posibilidad de que máquinas no biológicas lleguen a tener consciencia. Sin embargo, gente muy autorizada piensa lo contrario. Por ejemplo, Sir Roger Penrose, profesor Rouse Ball de matemáticas de la Universidad de Oxford y ganador en 1988, junto con Stephen Hawking, del premio Wolf en física, ha escrito dos extensos libros (Penrose, 1991 y 1996) para sustentar el punto de vista de que la inteligencia artificial no puede generar consciencia, es decir, que hay ciertos resultados de una máquina biológica que una máquina no biológica no puede reproducir. Penrose (citado por Carter, 1998, p. 203) dice lo siguiente:

A mí me parece claro que la comprensión es algo que requiere conciencia: tener pleno conocimiento de la situación es el primer paso para entenderlo. (…).

No creo que las máquinas no biológicas puedan cruzar nunca el abismo entre cálculo y comprensión. Para explicar la comprensión creo que tenemos que salir del marco convencional del mundo material presente y fijarnos en un nuevo panorama físico que incorpore el universo cuántico, un estado cuya estructura matemática es en gran parte desconocida. Esto no significa que la comprensión no tenga relación con el cerebro, de hecho creo que hay un componente específico del tejido cerebral que la origina.

(…) Los microtúbulos de las células cerebrales podrían dar lugar a un estado cuántico estable que uniría la actividad de las células de todo el cerebro y, al hacerlo, originaría la conciencia. Tal estado no puede reproducirse en un ordenador. Los argumentos que apoyan mi propuesta son complicados, y algunos de ellos, hay que reconocerlo, especulativos. Más allá de los tecnicismos tengo la impresión de que la mente consciente no puede funcionar como un ordenador.

A pesar de que los argumentos que Penrose presenta en sus dos libros son muy interesantes y denotan un vasto conocimiento de diversas ramas del saber, no terminan siendo, en mi parecer, convincentes sobre el argumento central. Baste decir aquí que el papel que Penrose le asigna a los microtúbulos como sustentadores de un “estado cuántico estable” es bastante especulativo. En los tres libros que hemos utilizado como referencias principales sobre el funcionamiento del cerebro en este ensayo (Purves et al., 1997; Carter, 1998; y Llinás, 2001), los microtúbulos y sus funciones no reciben más de tres menciones (una de ellas la del propio Penrose), en una extensión menor de una página. Asignarle un papel central a una estructura a la cual los mismos neurocientíficos no parecen dedicarle demasiada atención no parece correcto. De otra parte, hay una distancia lógica importante entre decir que no entendemos la física del estado cuántico a decir que un organismo no biológico no pueda sostener ese estado. Por lo tanto, los argumentos de Penrose no suenan definitivos.

Yo no descarto la posibilidad de que la consciencia pueda ser reproducida en organismos no biológicos. Y no estoy solo en no descartarla. Llinás, que, como vimos atrás, no hace ninguna distinción entre un organismo biológico y un organismo físico, dice lo siguiente (2001, p. 305):

Por tanto, sería posible generar la conciencia con base en un organismo físico, que fue lo que ocurrió en nuestro caso, y al cual llamamos “un sistema biológico”.

En general, la gente se pregunta si será posible fabricar máquinas cuya naturaleza no sea biológica y que sean capaces de sustentar la conciencia, las cualias, la memoria, y el darse cuenta de las cosas, que son las propiedades de la función del sistema nervioso que consideramos realmente importantes. ¿Podrán los computadores llegar a pensar algún día?

La respuesta es afirmativa; creemos que pueden y que lo harán.

2.9. Si máquinas no biológicas pueden tener consciencia, ¿pueden ser, en algún sentido, humanas?

¿Puede la inteligencia artificial desarrollar propiedades “humanas”? No tengo dudas de que el desarrollo de la inteligencia artificial hará que máquinas (no biológicas) presenten formas de pensar y de comportarse similares a las humanas. De hecho, ya hay muchas máquinas que reproducen o simulan el comportamiento humano, aunque no en todas sus dimensiones. Ya hay máquinas capaces de jugar ajedrez tan bien que son capaces de batir al campeón del mundo; máquinas capaces de caminar o subir y bajar escaleras; máquinas capaces de jugar fútbol (ya hay un campeonato mundial del fútbol de robots), que se lleva a cabo al tiempo con el mundial de fútbol humano; máquinas que, en la función de prótesis, reemplazan órganos humanos y responden al sistema nervioso humano (como “manos” con capacidades prensiles); y máquinas capaces de simular sentimientos humanos, para incitar en sus propietarios reacciones de cuidado y afecto (la más simple de todas fue el popular juguete “Tamagotchi”, aunque hay máquinas más sofisticadas, como “perros” capaces de jugar con una bola, reaccionar a la voz de su “amo”, dormir o mostrar sentimientos de alegría —o de pesar por haber sido “descuidados”—).

Sin embargo, hay al menos tres salvedades que se deben hacer. La primera la describe Llinás (2001, p. 309) en los siguientes términos:

El (…) problema es el conocimiento del “sí mismo” [yo]. Supongamos que se le dé suficiente libertad a determinada materialización de la conciencia para explorar e interiorizar el mundo externo, de modo que implemente una imagen de sí misma, por primitiva que sea. Si bien esta materialización puede evaluar la realidad externa, es probable que nunca llegue a tener una entidad consciente en el sentido humano. Sabemos que esto es fundamental para el funcionamiento del sistema nervioso. (…) En último término, vemos que la arquitectura capaz de generar la cognición debe relacionarse con la motricidad sobre la cual tal cognición se desarrolló. Para llegar a ser conscientes, los computadores deben moverse y manipular — deben ser robots. Sin esta autorreferencia, siempre se presentará el problema de la sintaxis contra la semántica (…), pues sencillamente la conciencia siempre es dependiente del contexto (cursiva en el original).

Para describir la segunda salvedad, también apelamos a Llinás (2001, p. 309):

Si a la larga se logran arquitecturas que generen cognición, tendremos máquinas de pensamiento y/o sensación. Sin embargo, puede que llegar a diseñarlas y construirlas no nos ayude mucho a comprender la función cerebral, así como comprender los aviones no nos dice mucho acerca de la fisiología del vuelo en murciélagos o pájaros.

La última salvedad es la siguiente: la forma como los seres humanos llegaron a pensar, a tener sensaciones y a tener consciencia fue producto de un proceso evolutivo. Este proceso evolutivo es único e irrepetible, aunque algunos de sus elementos puedan ser simulados. Por lo tanto, la forma de pensar, de sentir y de tener consciencia es única de los humanos. En otras palabras, estamos diciendo que las facultades de pensar, de sentir y de tener consciencia no son exclusivas de los humanos, y probablemente ni siquiera de los organismos biológicos. Pero el hecho de que una máquina adquiera las facultades de pensar, de sentir y de tener consciencia no necesariamente la convierte en “humana”. En breve, tener una “mente” no debe ser exclusivamente humano, pero no todo lo que tenga una mente es humano, porque lo específicamente humano es cómo las funciones mentales se desarrollaron en los seres humanos como resultado de un proceso evolutivo. Por eso parece crucial entender esas funciones en los seres humanos sin desprenderlas de su contexto evolutivo, y por eso la hipótesis 4 se vuelve relevante.

3. Hipótesis 4

Al principio de este ensayo, utilicé algunas definiciones que tratan (sin mucho éxito, a mi juicio) de capturar la esencia de qué significa ser humano. Esas definiciones eran de la forma “el hombre es un animal alguna cosa”. El énfasis de esas definiciones es en la cosa que califica al tipo de animal que es el hombre. Una perspectiva evolucionaria obliga a recordar que el hombre, antes que cualquier cosa que pueda ser, es un animal. El énfasis va, no en alguna cosa, sino en animal.

De acuerdo con Buss (1999, p. 3) la sicología evolucionaria se centra en cuatro preguntas:

  1. ¿Cómo está diseñada la mente humana?
  2. ¿Por qué está diseñada la mente de la forma como lo está?
  3. ¿Cuáles son las funciones de sus partes componentes y de su estructura organizada?
  4. Cómo interactúan los estímulos del ambiente, especialmente el ambiente social, con el diseño de la mente humana para producir el comportamiento observable?

Esta ciencia de la mente daría cuenta de fenómenos tales como la producción de imágenes cerebrales; el aprendizaje y la memoria; la atención, la emoción y la pasión; la atracción, los celos y el sexo; la auto-estima, el estatus y el auto-sacrificio; la crianza, la persuasión y la percepción; los lazos familiares, la guerra y la agresión; la cooperación, el altruismo y la ayuda; la ética, la moralidad y la medicina; el compromiso, la cultura y la consciencia; es decir, todo el rango de cualidades que nos hacen específicamente humanos.

Referencias

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